Read El hombre del baobab Online
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Su aspecto era tan resplandeciente, tan dichoso, tan exuberante que punzaba mirarla. No tendría más de diecinueve o veinte años, quién sabe si diecisiete. El rostro exótico, oscuro y plateado, un tanto extravagante, de belleza increíble y ancestral, y en él, la sonrisa más bella y franca que jamás había contemplado. El pelo muy corto, como rapado al uno, cubriendo la testa altiva, un cráneo perfecto tocado por una espesura rizada, mullida, gustosa de acariciar. I ,os ojos, dos lunas color canela sobre cielos blancos, límpidos, almendrados. Rasgados y enormes. La nariz no muy ancha y de perfil recto, escasa para ser africana y un poco respingona. Alrededor de un cuello interminable, decorándolo, collares rojos, cuerdecillas y cuentas de colores, plumas diminutas, medallitas de latón. Los hombros brillantes, prominentes, culminando una espalda ancha, fuerte y sinuosa. La cintura estrecha. Las caderas amplias. El culo respingado, exacto y duro, con forma de prieto corazón. Un precioso trasero encaramándose a las alturas de mi deseo. Las piernas largas, perfectas, firmes como columnas. Toda ella era esbelta, una bellísima estatua tallada en mármol negro, el cuerpo de una atleta azabache. Pedimos más cerveza. Absorta en la música, daba un trago de tanto en tanto. Su boca jugosa besaba con sensualidad los labios ámbar de la botella, y yo, cada vez más, deseaba sentirla así en los míos. Imaginé sus pequeños pechos retozando bajo el mandil estampado. Sus pezones, duros como diamantes, rozando y rasgando la tela cristalina. Un sudor fino, como rocío, cubría toda su piel dándole un aspecto deslumbrante y sedoso, escurriendo por los brazos y el lomo, por entre los muslos y las nalgas. Podía oler su sexo, un fuerte e insólito olor a sexo. Ella, tan cándida, en ese instante tan inocente, era la representación del más absoluto deseo carnal, de la lujuria más feroz. Se había descalzado. Lanzó las roídas chanclas de goma a un lado como quitándose un peso de encima, un estorbo. Dando pasitos muy breves y seguidos, se separó de la barra avanzando con sensualidad, bailando enajenada, hilando pequeños giros con los pies sobre la desgastada tarima. De repente, sin saber por dónde había entrado, vi la cara oculta de la Luna recreándose ante mí, lenta y liviana, como si la danza fuera su única vocación. Como si el peso de la gravedad no tuviese que ver con ella. Exaltándose en las cadencias de la música, los pies descalzos se separaban levemente del suelo como si flotaran un instante antes de caer, de volver a pisar, contoneando los dedos, separándolos con erotismo infinito. Había pintado las uñas de un blanco brillante y la costumbre de andar descalza había tiznado para siempre la claridad lunar de las plantas. Sin apartar de ella la mirada, me adentré en la penumbra del local y me senté tras una mesita redonda, en una silla excesivamente baja. Allí, semioculto en la oscuridad e invisible al sereno vacío de su mirada, me abandoné en el deleite de su contemplación. Me dejé llevar por el espíritu de aquella inexplicable hembra, que albergaba toda la armonía, toda la paz que yo desconocía casi por completo. Se me aceleró el pulso y bajo mi pantalón de lona latió mi pene desbocado. En la radio, la voz del locutor interrumpió la canción que sonaba y el éxtasis de mi diosa africana, anunciando con rimbombancia otro tema. Sonó una balada ramplona. Me buscó con la mirada. Se giró hacia mí, me sonrió, y vino a mi encuentro. Mirándome fijamente, tendiéndome la mano. Me alzó con suavidad de la silla y se abrazó a mi cintura, incitándome a bailar con ella, así. Yo la rodeé con fuerza, con franqueza, y noté que en ese instante los ojos se me llenaban de lágrimas. Pensé en papá y lloré. En silencio, apretando aún más su cuerpo contra el mío. Ella percibió en su vientre la fuerza de mi abultada pasión y me miró desde abajo seria y gozosa, meciéndose en ella sin timidez, con cierto disimulo. Cayó sobre su rostro una de mis lágrimas, rodó por la mejilla dejando una estela clara que fue a perderse en su boca. Ella saboreó la sal de mi dolor mojando sus labios. Me abrió un poco la camisa y besó mi pecho con ternura. Como una niña. Sus labios me acariciaron mientras, en Ungala, pronunció unas palabras que no entendí pero me reconfortaron:
Sango mini, sango mini, sangoté, sango mini...
Lo dijo muy lánguidamente, como un dulcísimo conjuro, como una tierna nana que arrulló y serenó mi corazón. «No es bueno estar triste, no es bueno para nada...» Repitió varias veces ya en francés:
Tendresse, tendresse, mon petit, tendresse, caresses...
Sollocé quedamente ceñido a Véronique y anhelé poseerla sin malicia, hocicando una y otra vez en su tupido cabello, besando su coronilla con los labios muy apretados. Abrazado a Véronique, una absoluta desconocida, un ángel negro perdido en un lugar absurdo, en una ciudad impropia y lejana, en el confín de ninguna parte. Así estuve un rato interminable. Me pareció haber pasado una eternidad a su lado, sentí que la conocía de siempre, como si tuviera entre mis brazos a una vieja amiga. De no estar tan seguro de que eso jamás volvería a sucederme, podría haber llegado a pensar que estaba enamorado de ella. Algo ya impensable para mí. Me deshice de su abrazo con delicadeza y me disculpé por haber llorado, tal vez por haberla violentado con mi erección. También le agradecí su consuelo. Me miró incrédula, un poco aturdida. Aquí nadie pide perdón por llorar o desear —me dijo—, el apetito, el llanto o la risa son partes de una misma cosa, como canturrear, como bostezar o estornudar. En mis tinieblas repicó otra llamada, la inquietud que sentía por mi padre. La poca luz que alumbraba la oscuridad del bar se tornó amarga y el áspero rumor de la realidad creció de golpe alrededor. Todos los ruidos regresaron a escena, y todos los interrogantes volvieron dispuestos a plantar cara a la muerte, temiéndola. Desvié la vista de sus ojos y le propuse que regresáramos, estaba preocupado por el viejo. Lo hicimos como ella quería, como me había pedido, yo caminaba diez pasos por delante y con las manos en los bolsillos, mientras ella acarreaba toda la compra en el carrillo y en un par de pesadas bolsas tras de mí. La esperé en el umbral de la puerta de la casa y, antes de entrar detrás de ella, en un gesto insensato, la atraje hacia mí y arrebaté a sus labios un beso, breve, furtivo y delicado. De haber tenido la piel blanca se habría sonrojado. Huyó de mí embriagada y corrió cabizbaja hasta la cocina. Allí, junto a sus hermanas, se puso a hacer la comida, a preparar Saka-Saka.
Me acerqué hasta donde seguían Ranim y mi padre. El africano escuchaba la radio con el transistor pegado a la oreja y papá dormitaba con la barbilla clavada sobre el pecho, babeando, excesivamente pálido. Habían estado viendo fotos, intercambiando imágenes antiguas, ya ilusorias. Habían quedado amontonadas sobre la mesa. Eso resta de nuestras vidas, si hay suerte: fotografías. Acaricié la frente de papá con los labios por sentir si tenía fiebre y le arropé con su frazada con delicadeza. Ranim, que observó mis atenciones, me agarró la muñeca y la apretó varias veces mientras me sonreía. Eres un buen hijo, me dijo. Yo no diría tanto, le respondí. Luego siguió escuchando su programa de radio mientras miraba con fascinación la empuñadura del bastón de mi padre, aquella esfera que guardaba una escena aérea e invernal. Seguro que aquel hombre jamás había volado o visto nevar, que ni una sola vez habría jugado con la nieve o visto la tierra a más de un metro sesenta de altura.
Intenté en vano ayudar a preparar la comida a Véronique y sus hermanas, aunque me dejaron estar con ellas mientras lo hacían, observando. Tres perolas de cobre, viejas y abolladas, hervían colgadas sobre el fuego de una escueta chimenea. Lo alimentaban con astillas, con algunas ramas, con trozos de cartón. Al lado, encima de unas brasas, se asaba uno de los enormes capitanes. Al caer la tarde todo estuvo listo y las mujeres sirvieron el almuerzo. Los cuñados de Véronique, que ya estaban en casa, se sentaron con nosotros, con los hombres, en torno a una mesa redonda. El Saka-Saka resultó delicioso. Sobre una hoja de mandioca serví a papá unas lascas del pescado hervido, otras del asado, unas verduras cocidas y un puñadito de sémola. Comió poco pero con apetito, parecía tener mejor aspecto, pero se le notaba agotado, silencioso. Ranim nos propuso pasar allí la noche, una posibilidad que ni siquiera me había planteado, no concebía para nosotros otro alojamiento que no fuera la habitación del hotel. Pero ésta estaba lejos, era tarde, y me pareció que papá necesitaba descansar con urgencia. Dormiríamos allí, quién sabía cómo, pero lo mejor era aceptar su hospitalidad, por no ofenderles y no agotar aún más a mi padre. Pagué generosamente a Sassou, que había pasado horas frente a la casa esperando para llevarnos de vuelta al hotel. Me despedí de él y le di otra buena propina para asegurar su retorno al día siguiente. Regresaría a las nueve de la mañana, puntual, me prometió, y me pareció sincero.
Ranim cedió su camastro a papá, yo dormiría junto a él, sobre el suelo, en una esterilla. Era una estancia parca y lóbrega, sin ventanas, que se aireaba apenas mediante una claraboya abierta en el techo. Estaba pintada en verde muy oscuro y el suelo de arena estaba casi por completo cubierto con deslucidas y polvorientas alfombras. De una de las paredes colgaban dos retratos que no llegué a distinguir. En una esquina, rodeando una especie de altarcillo, ardían las llamas de unos cirios. Sobre una mesilla, escoltando un manoseado ejemplar del Corán, humeaban un par de escudillas con incienso perfumando la habitación. Nada más. Así, iluminada sólo por las velas, me pareció incluso acogedora. Una de las chicas colgó de un gancho en el techo una gigantesca mosquitera que cobijó por completo la cama, aunque la tela estaba tan agujereada que de poco serviría. Oscureció rápido y todos se acostaron, también nosotros. Desde que regresáramos del mercado e hiciera la comida, no había vuelto a ver a la apetecida Véronique. Me hubiera gustado haber pasado toda la tarde con ella, entre sus brazos y sus piernas. Cuando papá se durmiera me masturbaría concentrado en esos pensamientos. Charlé brevemente y en voz queda con él mientras le ayudaba a ponerse una especie de chilaba que le había prestado Ranim para dormir. Era suave y estaba limpia. Le acosté casi como si fuera un niño, tomándolo en brazos con esfuerzo y posándolo con dulzura en el duro tálamo. Lo arropé con una manta áspera, luego mullí y envolví en su camisa unos cojines y los coloqué bajo su cabeza, a modo de almohada. Le inyecté una dosis de morfina, y le hice tragar un puñado de sus redentores comprimidos. Me deseó buenas noches y en seguida quedó profundamente dormido. Pensé en acostarme, en acompañarle en el sueño, pero estaba demasiado insomne, demasiado excitado. Salí al patio a fumar un cigarrillo. La noche, enmarcada en el rectángulo del patio, centelleaba poblada de estrellas, de extraños rumores. La corriente cercana del gran río como el mar, voces o risas lejanas, musiquillas en los transistores, cánticos de aves misteriosas, corales de ranas croando, el berrear o el mugir de alguna bestia, el rechinar de los insectos, los latidos de recónditos timbales. Fuera, más allá de los muros de la casa, me pareció escuchar la voz de Véronique. Trepé por una rudimentaria escalera hasta la parte del tejado que quedaba sobre la puerta, donde formaba un alto mirador de barro. Acuclillándome, me asomé con discreción a la calle, ocultando el pitillo en el hueco de uno de mis puños. Abajo, a sólo unos metros de la puerta, en mitad de la corredera, Véronique parecía discutir con su prometido, Mokalu. De inmediato, me tumbé boca abajo sobre el terrado y apagué con urgencia el cigarrillo, por temor a que pudieran descubrirme. También él había pasado esa tarde a conocernos. El novio de Véronique era un joven fornido y arrogante, altísimo, un tipo desconfiado y receloso de los blancos. Apenas estuvo unos minutos durante la sobremesa. Tomó incómodo un rápido café y se despidió de ella, de todos, con frialdad. Al parecer, con la oscuridad había regresado a buscarla. Mokalu le hablaba severamente, sin alzar la voz, mascullando palabras entrecortadas, áridas, amenazantes. Llenas de interrogaciones. Ella, desafiante, negaba con la cabeza o le hacía "gestos desdeñosos. En un momento dado, él la agarró con ira por el brazo zarandeándola, casi levantándola del suelo y levantando la otra mano como si pretendiera golpearla. Ella se zafó con habilidad de la manaza, aunque terminó cayendo en tierra. Desde allí abajo miró a su hombre con fiereza y escupió a sus pies con ira. Luego se alzó digna y, sin decir palabra, le dio la espalda y entró en el patio cerrando tras de sí el portón, sin hacer ruido. El joven Mokalu se marchó calle arriba despechado, blasfemando y dando patadas a las piedras, señalando con el índice al cielo. Repté hasta el otro borde del tejado, el que daba al patio, y me asomé por ver a Véronique. Sin querer empujé un trocito de teja que cayó al interior. Ella levante') la mirada buscando en la oscuridad y me descubrió allí agazapado, mal escondido. Me sentí ridículo. Avanzó unos pasos, se encaramó a la escalera dando un salto y trepó ágil por ella hasta donde yo aún seguía tumbado. Acercó su rostro sonriente al mío y me dio un beso en la barbilla, un beso alegre y fugaz. Pero ¿qué haces aquí?, me preguntó radiante ante la inesperada sorpresa. Le chisté bajito por hacerla callar y puse mis dedos en sus labios con delicadeza, cerrándolos...
—... ¿estás loca?, ¿qué pasaría si nos descubrieran así, aquí?
—Todos duermen, puedes estar tranquilo. Escucha cómo roncan...
—Pueden despertar.
—No lo harán. Déjame subir.
Le tendí la mano y tiré de ella alzándola hacia mí, hasta cogerla entre mis brazos. A pesar de su exuberancia, el cuerpo era liviano y fibroso, delgado. Nos sentamos uno al lado del otro, muy juntos, tomándonos las manos con premura. Volvió a besarme fugazmente en la mejilla, con una mueca feliz en su cara.
—He presenciado la escena con tu novio, siento la indiscreción, no podía dormir y he salido a fumar un cigarrillo. No quería...
—No pasa nada. No tenía que haber discutido con esa bestia, es perder el tiempo.
—¿Cuál era el problema?...
—Está celoso. Quería que me escapara con él esta noche —casi se lamentó—. Alguna vez lo hago... Pero esta noche no, no me apetecía. Creo que está celoso de ti... —rió.
—No tiene ninguna gracia. Esa «bestia», como tú dices, podría destrozarme con un dedo.
—No es tan fuerte como parece... A veces ¡no lo soporto! Es un jodido racista, un jodido negro racista. Detesta a los blancos, a cualquiera que no sea de color negro.
—Si mi presencia aquí va a ocasionarte problemas, yo...