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Tags: #Narrativa, novela
—¡Ah!, hola... —respondió ella con cierta indiferencia. Luego guardamos un largo e incómodo silencio.
Esta vez fue su viva voz la que contestó a la imprevista llamada. Sonó perpleja, muy nerviosa. Con cierto desdén, inventó una estúpida excusa para justificar el haber dejado su reclamo garabateado en el cristal trasero de mi coche. Como si lo hubiera hecho por casualidad, como si jamás hubiera esperado una posible respuesta.
La cosa iba bien, pensé. O tal vez no, tal vez estuviera arrepentida de haberlo hecho. Más tarde descubrí hasta qué punto podía llegar a ser orgullosa. Después del turbado y titubeante inicio de nuestra conversación, nos fuimos relajando y seguimos charlando durante algo más de una hora. En algunos momentos como si ya nos conociéramos, sólo como si lleváramos tiempo sin vernos. Veinte horas después de aquella cháchara telefónica, tomábamos juntos un Martini blanco en un bar muy acogedor. Bebimos y conversamos hasta que cerraron. Luego, ya en mi coche, seguimos hablando hasta que llegó la luz del alba. Hablamos, hablamos, hablamos. Ya era de día cuando me invitó a subir a su casa. Vivía con su hermana mayor en un ático, un cuarto piso sin ascensor. Un apartamento pequeño y luminoso, bastante desordenado, que de entrada me pareció tan agradable como inquietante. Su hermana estaba de viaje, podíamos acostarnos en la cama grande, me propuso, la de matrimonio. Ella dormía en un sofá cama en el salón. En aquel tálamo oscuro y extraño, entre sábanas fragantes, follamos hasta que otra vez se puso el sol, hasta caer literalmente rendidos. Y en eso consistió la mayor parte del tiempo de los meses que siguieron. Vivíamos sólo pensando en el encuentro, en mi casa o en la suya, en estar juntos, solos, abrazados, entrelazados, fundidos. Mirándonos, presintiéndonos, respirándonos, olfateándonos, deseándonos, acariciándonos, besándonos, desnudándonos, chupándonos, babeándonos, palpándonos, masticándonos, penetrándonos, derritiéndonos... Reviviendo y falleciendo cada día. Comencé a sentir algo cercano a la verdadera felicidad. Eso parecía, aunque mi naturaleza taciturna me hiciera desconfiar de tanta dicha inesperada. Pasábamos largas horas ceñidos el uno al otro, en silencio. O no parábamos de dialogar, de un modo casi compulsivo, frenético. Realmente sentí que la amaba, tal vez como no había amado hasta entonces. Tardó mucho en decírmelo, jamás lo hacía. Una de esas carnales y tiernas noches, después de preguntarme una y otra vez si yo la quería, quedó silenciosa, afligida, y se apretujó fuerte contra mi cuerpo. En un bisbiseo confesó amarme. Susurró un «te quiero» tan meditado, tan sincero, tan compungido, que me conmovió profundamente. También, no puedo negarlo, las palabras llegaron a inquietarme, a encresparme de algún modo. Me asustaron. Salieron de un rincón recóndito y sagrado, y las pronunció como quien pronuncia un juramento, como si llevara toda una vida esperando poder decirlas sin demasiado temor a equivocarse. Su voz sonó distinta, enaltecida y solemne a pesar del insignificante volumen con que las articuló. Luego, temblando como un cachorrillo, lloró en silencio y sin aceptar ningún consuelo hasta quedar dormida abrazada a mi pecho. Atrapada en el sueño, respirando al compás, me pareció una niña que no se había atrevido a confesar cuanto pensaba. Realmente no dijo todo lo que tenía que decir. Entre sus piernas, muy adentro, escondido, Adrián ya esperaba que las llaves del tiempo le abrieran las puertas al mundo. Éramos demasiado jóvenes, los dos. Allí dentro pasó unos meses, cómodo, cálido y "recogido, creciendo y buscando la manera de salir. Cuando me lo dijo, pensé de inmediato en abortar ese destino. Pero aquello, estaba seguro, le hubiera partido el corazón. Me sentía incapaz de afrontar semejante tarea, la de ser padre. En absoluto estaba preparado para ejercer. Pero callé mi aprensión. No se lo dije, no me atreví. Tras el primer impacto, tras el
shock
que me produjo la noticia, acepté emprender aquella inevitable aventura, inseguro e inconsciente, como aceptaba cada una de mis frecuentes insensateces. Guardé silencio mientras miraba el fondo de sus enormes ojos. En ellos pude ver la mirada de Adrián. Llegaba desde adentro, desde el hogar en el que crecía. Fue un evidente intercambio espiritual. Nos miramos en ese instante, invocándonos, y desde entonces mi entrega a él fue absoluta. Buscamos una nueva casa para los tres. Durante las treinta y cinco semanas de su gestación, a pesar de mis temores, vivimos la incertidumbre con serenidad y amor. Llegamos a ilusionarnos en la espera. A medida que Adrián prosperaba, aquel vientre abultado emanaba una cada vez más extraña y contagiosa sensación de paz. Y así fue hasta que nació. Cuando el pequeño llegó a este planeta, la primera vez que lo tuve en mis brazos, me pareció sentir que ronroneaba dichoso de conocer a su padre.
El resto del vuelo transcurrió sin más. Sin apenas darnos cuenta. A un punto, todavía medio dormido, sentí que los motores deceleraban suavemente. El avión comenzó su lento descenso hasta la pista 06/24 del aeropuerto internacional de N'Djili. Minutos después sonó la campanita de aviso y se iluminaron las luces de
«No smoking. Fasten seat belts».
El comandante, con voz serena, informó que aterrizaríamos en unos quince minutos. En Kinshasa el cielo estaba despejado, la temperatura era de 25°, la humedad superaba el 90 por ciento y soplaban brisas suaves del suroeste. Papá despertó preguntándose dónde estaba. Aún tuve que convencerle de que estábamos llegando a África, parecía haber olvidado entre sus sueños cualquier atisbo de realidad. Era difícil para él aceptar que, más de treinta años después, regresaba a aquel insólito país en el que vivió años peligrosos, intensos y felices. Ese lugar salvaje que un día le cobijara tras su fuga de Madrid, huyendo de dos hembras quebradas. El lugar en el que dejó varios años de su vida, otra mujer y un hijo más. Allí quedaron Collette y Mukerembe. Un asunto del que papá jamás había vuelto a hablar. Nunca le oí mencionarlos, nunca quiso volver a tocar el tema. Era tabú. Seguramente poco existiría ya de todo lo que él conoció y amó. Aunque algo no había cambiado. La mayor parte de África seguía mancillada por el caos, el hambre y la miseria que un día sembraron y alentaron unos pálidos extranjeros sedientos de riquezas.
Uno. Cinco. Quince. Veinte. Veinticinco. Treinta,
¡full flap!
La tripulación del 747 fue desplegando los hipersustentadores progresivamente hasta extenderlos por completo y bajaron el tren de aterrizaje. El avión tomó tierra dócilmente, luego rugió, vibró y se estremeció frenando, abanicando levemente las alas hasta detenerse por completo y casi en silencio al final de la pista. Viró 180° y rodó muy lentamente hasta el estacionamiento, frente al edificio de la terminal. Las azafatas desarmaron las rampas y abrieron las puertas. Pasó aún un buen rato hasta que llegaron las escalerillas. La sofocante atmósfera africana inundó de golpe el interior de la aeronave, impregnándola de un aroma inconfundible. Un tufo denso y acre, un bochorno lánguido, húmedo y pastoso que antes de bajar ya nos había empapado el alma y la ropa. Comenzamos a sudar de verdad, como sólo se suda en los trópicos. Tuvimos que desembarcar tras los últimos pasajeros. Papá necesitaba una silla de ruedas que no llegaba. Seguía sintiéndose confuso, mareado. El largo viaje, los cambios de presión, el asfixiante ambiente le habían dejado exhausto, como ido. No empezaba bien la cosa. Al fin, llegó la asistencia con la sillita y nos bajaron en uno de esos elevadores que utilizan los servicios de
catering
para cargar en los aviones contenedores llenos de bandejas. Nada más llegar a la terminal del aeropuerto comprendí que había regresado a África, que habíamos regresado. Una lentitud exasperante lo dominaba todo, una ineficacia que puede complicar, incluso arruinar, cualquier posibilidad de disfrutar de un buen día, de un buen viaje. No teníamos visados, un asunto en el que apenas había vuelto a pensar desde que salimos de España. Surgieron las primeras complicaciones. No nos permitieron atravesar el control de pasaportes, ni siquiera para recoger nuestros equipajes. De poco sirvió que les implorara, que les intentara explicar la situación, viajaba en compañía de un anciano medio impedido, era evidente. Pero se mostraban tan lerdos como implacables. Nos aparcaron en una salita infecta, en la que el único aparato de aire acondicionado no funcionaba. Casi una hora después apareció un oficial obeso, de aspecto jovial, que hablaba chasqueando la lengua, pegándola al paladar con cada palabra que decía y con el que resultó casi imposible entenderse en cualquier idioma. El tipo transpiraba de tal modo que el sudor descendía formando caudalosos ríos por su rostro. Intentaba constantemente contenerlos secándose la cara con un pañuelo infecto. El hediondo líquido inundaba las cuencas de los ojos irritándolos, cegándolos. La secreción, como una extraña marea, bajaba a oleadas por su frente estancándose en las cejas, en los párpados, cayendo luego a cataratas hasta resbalar por sus grotescos y risueños mofletes. Era negro como la noche más negra y también un completo estúpido. Su incompetencia y su incapacidad me hicieron exasperar. Mi impaciencia crecía cada vez que miraba a mi padre postrado en la silla, asfixiado de calor y medio inconsciente. Le obligué una vez más a beber agua, toda el agua que pudiera. Temí que pudiera deshidratarse. Para empeorar la situación, al reclamo de mi cada vez más encrespado tono de voz, aparecieron dos funestos policías con intención de poner orden. Por fortuna uno de ellos hablaba un perfecto y pausado inglés. Una vez conseguí explicarle la situación y después de soltar varios billetes de veinte dólares a cada uno, la trama pareció entrar en vías de solución. Apareció otra funcionaría arrastrando los pies dentro de unas chancletas floreadas. Era tan gruesa como el primero, pero mucho más eficiente y simpática. Ella puso las cosas en su sitio. Echó casi a patadas a los tres patanes que nos habían retenido para nada y nos acompañó a otra estancia, mostrándose muy amable con mi padre. Ella misma empujó la silla de ruedas. Consiguió que nos sirvieran un té y unas pastas, y lo más importante, que nos trajeran hasta allí las maletas que yo empezaba a dar por extraviadas. Luego, segura y sonriente, se marchó con nuestros pasaportes prometiéndonos que todo se iba a arreglar. No mentía pero cuando regresó con los documentos en regla, ya habían pasado más de tres horas desde el aterrizaje. Tuve que pagarle un precio desproporcionado por los visados. Seguro que ella se llevó también su parte pero poco importaba ya. Con los salvoconductos sellados y las visas válidas para treinta días, pudimos por fin salir de allí. Conseguimos un mozo que cargó con nuestro equipaje y tomamos un taxi que por fin nos llevó hasta el hotel.
Mientras recorríamos los veinticinco kilómetros que separaban el aeropuerto del centro de la ciudad, la cara de papá se fue transformando. Recobró cierto color. Pasó todo el trayecto mirando por la ventanilla, abstraído, fascinado como un niño, con la nariz pegada al cristal. Me recordó a Adrián. Creo que entonces fue consciente de dónde estaba, de qué le había llevado hasta allí, de la cantidad de recuerdos que guardaba casi intactos. Éstos parecieron ir revelándose en su memoria con nitidez a medida que avanzábamos hacia el centro de Kinshasa, por las calles de la que para sus ojos seguía siendo Leopoldville. Nos alojamos en el Gran Hotel Kinshasa, en la avenida Batetela. Un mastodonte blanco de veintidós plantas a orillas del río Congo que rompía todas las reglas de la contención, el entorno y el paisaje. Nada del otro mundo. Era el único cinco estrellas de la villa, aunque no merecía más de tres. El servicio era pésimo, resultaba casi imposible entenderse con el personal y a primera vista la habitación me pareció húmeda, triste, demasiado ostentosa, decadente. Pero todo eso importaba poco. La nuestra estaba en el quinto piso, la 505. Los ascensores funcionaban, el aire acondicionado también, incluso en exceso, las camas eran cómodas, el agua de la ducha salía caliente y con fuerza. También tenía una televisión con un montón de canales vía satélite, incluso un mando a distancia. El servicio de habitaciones funcionaba las veinticuatro horas. ¿Qué más podíamos pedir por ciento treinta dólares al día? Pedí unos sándwiches y unos refrescos, algo de fruta, unas botellas grandes de agua mineral.
Llené la bañera y ayudé a mi padre a darse un buen baño que le desestresara, que le aliviara un poco después de tantas horas de viaje. Le froté bien por todo el cuerpo y lavé su cabeza enjabonándola y masajeándola con mimo. Se mostraba dócil y silencioso, sumiso. Apenas decía palabra y todo lo que yo le proponía lo acataba sin rechistar, cosa rara. Le puse el pijama, unas pantuflas confortables y le sequé el pelo peinándolo con esmero. Luego descorrí por completo las cortinas y acerqué un sillón a la ventana. La vista era magnífica. Abajo, unos metros más allá de las ostentosas piscinas del hotel, la cochambrosa ciudad en torno. Y un poco más allá el caudaloso Congo. Y al otro lado, en la otra orilla, se adivinaba ya Brazzaville. Aún más lejos parecía poder contemplarse incluso Punta Negra, frente al océano. Se sentó allí a admirar y esperar mientras yo me duchaba. Disfruté un buen rato del chorro golpeándome en la espalda, justo hasta empezar a sentirme culpable. Allí la mayor parte de la gente podría beber todo un año con los litros que yo derrochaba. Salí del agua envuelto en un enorme albornoz. Desde el baño escuché su voz preguntarme algo muy quedamente. ¿Qué has dicho papá?...
—Me has traído aquí a morir, ¿verdad?... —repitió.
—No... Te he traído aquí a vivir lo que nos quede.
—¿Por qué hablas en plural? Tú eres sólo un crío.
—Nunca se sabe, papá. Nunca se sabe...
—Es extraordinario poder ver esto otra vez. Sólo por estar aquí sentado y echar un vistazo, ya merece la pena haber venido...
—¡Vaya!, no sabes cuánto me alegra oírte decir eso.
—Deberías llamar a tu madre... y a Nadia. ¿No?
—Luego lo haré —mentí—. Estoy agotado.
—También a Adrián. Deberíamos haberlo traído con nosotros...
—No puede faltar al colegio tanto tiempo, además...
—Yo tendría que llamar a Collette y a Muke, seguro que están preocupados... —desvarió.
—Eso será muy complicado, papá.
—Me estarán esperando. Estarán intranquilos. No les he dicho nada...
—Papá, tal vez Mukerembe y su madre ya no vivan aquí. Puede ser incluso que hayan muerto. ¿Lo entiendes? Ha pasado mucho tiempo...