Read El hombre del baobab Online
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He aprendido que los compromisos desaguan el amor, que lo secan, lo momifican. Pero el amor engendra siempre obligaciones, se basa en ellas, se nutre y muere en ellas. Ese amoroso río nace en el ensueño y desemboca siempre, tarde o temprano, en un mar de compromisos anacrónicos, imposibles, inevitables.
Recuerdo vuestra lucha titánica por llevarme cada uno a vuestro territorio, porque me pusiera de su parte. Y yo, como un menesteroso mercenario liliputiense, luchando en los dos bandos, acumulando magulladuras y heridas que no distinguían su procedencia. Los dos cargados de buenas razones para odiar, los dos reclamando que tomara partido en vuestras dementes disputas, a favor de uno o de otro. De otro o de uno.
Soy yo quien lleva razón, ¿lo ves?... tu madre es tan malvada. .. No hijo, no hagas caso a tu padre... ¿no ves lo cruel que es conmigo?...
¡Maldita sea! Yo no veía nada más allá de vuestra eterna torpeza y mi infinita confusión. El pequeño domador, solo y desprovisto de látigo y de silla, en la arena de un circo detestable, recibiendo las dentelladas de dos fieras amadas y absurdas. Un par de alimañas inconscientes, ciegas de ira, que una vez preso el bocado tiraban de mí en sentidos opuestos, desgarrándome el alma, desmembrando la infancia, mientras se entretenían en la captura de un insignificante aliado.
Muchas veces me puse de tu parte, otras, las menos, de la suya. Aunque eso daba igual, el espectáculo siempre resultaba atroz, muy dañino, sobre todo para mí. Todo suena ridículo y recargado con el paso del tiempo, exagerado, irreal. No lo fue. Todo aquello sucedió y ni siquiera puedes soportar que lo mencione. Lo entiendo. Pero hay cosas, muchas cosas que aún me zarandean el ánimo.
Jamás olvidaré aquella tarde que desde una ventana aullé a mamá: «¡Ojalá te mueras ahora mismo!» Ella se largaba de casa tras discutir contigo prometiéndote a gritos que se aflojaría con el primero que se lo pidiera. Yo tuve que emplear una banqueta para auparme hasta el alféizar y asomarme, debía ser muy crío. Tú llorabas tu desesperanza. No recuerdo bien cómo acabó todo aquello, o no quiero recordar, o ya no puedo. En esa ocasión, como en tantas otras, tú fuiste para mí el subyugado, el pobre toro vencido, masacrado en la plaza sin clemencia, digno de toda mi lástima. A veces, como te digo, también me ponía de su parte, pero no recuerdo desear tu muerte. Nunca. Por si fuera poco, tú me leías poemas de Miguel Hernández, ella no. Aquellas circunstancias se convirtieron en la escarcha cerrada y pobre de nuestros días y nuestras noches. Y yo, por desgracia, sí sabía lo que pasaba. Todo lo que ocurría: «Desperté de ser niño. Nunca despiertes. Triste llevo la boca. Ríete siempre... ríete niño que te traigo la Luna cuando es preciso.» Y tú lo hacías. Me acercabas la Luna si era preciso. Una noche me la diste bien llena y aún la conservo, casi intacta.
Recuerdo verte llorar. ¿Sabes lo que digo? ¿Sabes lo que es eso? Creo que muy pocas cosas pueden resultar más dolorosas y desconcertantes para un niño que ver gimotear a su padre. Hoy conozco las verdaderas razones de aquel llanto, su verdadero origen. Ya he recorrido alguna de esas cañadas que, a veces, conducen a la desesperación. Pero entonces, ¿qué sabía yo entonces? Apenas nada. Carecía de certezas y experiencias. Aunque no fueron muchas ¡cuánto aprendí de cada una de tus lágrimas!, de todas las suyas, de las mías.
Recuerdo las noches. El terror que llegaba con la noche, casi cada noche. No me asustaba el hombre del saco, ni el diabólico Sacamantecas, tampoco el lobo de Pedro o el que acosaba a los cerditos, tenía mis propios miedos esperándome de madrugada. Al menos no temía tanto la posibilidad de la visita de un monstruo como aquellos chillidos. Esos alaridos terribles que me arañaban en la oscuridad, que rechinaban en mi mente, partiéndome el sueño y el candor. Ella gritaba, aullaba, ¿lo recuerdas?
Sí, lo recuerdas. No puedes haber olvidado algo así. Aunque tú pocas veces estabas. Y estando, no te levantabas, no salías de tu cuarto. Permanecías allí, aislado en tu vacío. Sólo alguna vez, cuando la cosa se puso muy mal, interviniste.
Mamá gritaba. Su garganta, de forma inesperada, exhalaba un grito terrible. Se asfixiaba, o eso parecía, o eso sentía ella. Se incorporaba entre convulsiones, llevándose las manos al pecho, al corazón, a la garganta. Se retorcía pálida, fuera de sí, agonizante.
De repente ese maullido doloroso, ese lamento como brotado de ultratumba, recorriendo el angosto pasillo de nuestra casa hasta mis tímpanos, golpeando mi cerebro, mi espíritu dormido, negándome el silencio, la armonía, el descanso. Era un grito seco, largo, concluyente, anunciador de muerte. Una disonante negación de la vida. Era insufrible escucharlo y saber que poco o nada podía yo hacer, excepto sobresaltarme hasta la locura. Recuerdo acostarme temiéndolo, esperándolo. Llegaba hasta mí cruzando con impiedad la penumbra, más rápido que el sonido, a velocidad de la luz. Aún soy incapaz de describir lo que sentía. Todo el miedo, ¿sabes? Todo. Todo el terror que un niño puede concebir, o más que eso. Toda la angustia. Cuando sucedía, con demasiada frecuencia, sentía una espeluznante premura por llegar donde ella agonizaba para salvarla, una vez más. ¿Salvarla de qué? De la piadosa defunción que la acechaba, de la mala vida que la mortificaba. No lo sé. No lo sé. Aquel pobre niño en el que ya no me reconozco, iluso, aterrado, recorría en pocos segundos los pocos metros que le separaban de la cama de su madre, del lecho que ya intuía de muerte. A la deriva. A veces despertaba cogiendo ya su mano sin saber cómo había llegado hasta allí. Todo sucedía tan rápido. Recuerdo saltar de la cama adormecido, como lanzado por un resorte siniestro. Recuerdo, mientras corría, escuchar mi propia voz, extraña, irreconocible, profunda, gritando machacona y gutural: «¡mamámamámamámamá!». Un lamento largo, repetitivo, ridículo, que salía de mi boca mientras en mi perturbada carrera, iba rebotando de pared en pared, golpeando contra los muebles y los quicios, como una bola en un
Pinball,
sumando miles de puntos para perder una partida más. Luego solía atravesar la puerta entrecerrada de su habitación estampando la nariz contra el contrachapado, o dislocándome las muñecas, aunque eso sólo lo notaba al día siguiente, cuando llegaba la anhelada mañana.
En el aciago instante, mientras ella parecía perecer, yo permanecía allí, junto al tálamo, impotente, tiritando de espanto, bailoteando en pijama la enloquecedora danza del pavor. Las manitas brincaban de la frente al pecho, resbalaban de los muslos a los tobillos, retorcían en su desesperación la camiseta o el pelo. Apretaban frotando con infinita aprensión la cabeza chiflada o el estómago retorcido y desde allí volvían a aferrarse a lo que quedaba de mamá, a consolar acariciando su espalda caída, su rostro deshecho, su mandíbula desencajada, sus ojos en blanco. Tarde o temprano la noche me regalaba esa puta situación, me devolvía a esa pesadilla insoportable y desvelada. Con voz grave seguía suplicando una explicación: «¿quépasamamáquépasamamáquépasamamá?...».
Mi madre seguía allí entre espasmos y ahogos, inclinada, desmoronada, rota de ansiedad, fingiendo sin fingir un nuevo síncope, tal vez un infarto, un raro ataque de epilepsia, una insuficiencia respiratoria que parecía irreversible. En toda la casa resonaba un crepitar de cristales rotos, el chirriar de la guadaña de la muerte, invencible, devastadora. Entrenado en mil sobresaltos, aprendí lo que era el Valium y dónde se guardaba, dónde estaban los comprimidos rojos, verdes o amarillos. Y rápido, muy rápido, le metía las pastillas en la boca, debajo de la lengua, o ponía en sus labios el vaso de agua para que las tragara. No sé cómo no la envenené una de esas noches. Ella, en un lamento, me decía: «Ya se me pasa Luisito, tranquilo», o «llama al médico Luisito, ¡corre!».
Y yo lo hacía, conocía la mecánica. Buscaba la banqueta para alcanzar el teléfono negro clavado alto en la pared, demasiado alto para mí. Descolgaba el auricular y marcaba el número escrito a lápiz en el papel pintado, un tono, dos tonos, tres tonos, esperaba impaciente que respondiera la voz. «¡Vengan rápido, mi madre se muere!» Luego les daba la dirección una vez más y colgaba.
La espera entonces se hacía espeluznante, aún peor que el padecimiento anterior. Sumido en la más profunda desesperación, caminaba una y otra vez de su cama al ventanal del salón. Me asomaba una y otra vez buscando ver llegar el coche del médico de urgencias. Aguzaba la vista y el oído con la naricilla pegada al vidrio helado. La espera se hacía eterna. Mientras, intentaba que mi hermano pequeño no se despertara, que no supiera, que no se enterara de nada. Probaba una y otra vez a calmar a mamá: «¡yallegamamánotemuerasyallegaelmédicoyallega!...».
A veces me sentaba a sollozar en el suelo de la cocina o daba vueltas y más vueltas pequeñitas, majaderas, vueltecitas de pequeño loco. Miraba mis pies girando y girando, intentando acelerar el tiempo con sus inútiles pasitos. Sólo cuando por fin llegaba el doctor conseguía serenarme un poco. Como si su voz llegara desde una gran distancia, le oía hablar con mi madre, pero ya era incapaz de escuchar, de discernir. Una inyección solía poner las cosas en su sitio. Mamá se dormía, no sé más. Otras veces se la llevaban. Entonces avisaba a los vecinos, o telefoneaba a una de mis tías. Y esperaba, esperaba de nuevo, esperaba despierto a que la noche pasara, que mamá no muriese, que la tía llegara, que con un poco de suerte tú nos llamaras. «¡Que mi madre regrese!, Señor, por favor, que vuelva a mi lado...», me decía yo.
Alguna vez el dramático numerito te pilló en casa y alguna vez te levantaste a auxiliar con desgana a mamá. Tú sabías que aquello no era del todo cierto, pero yo no tenía ni idea. Para mí todo era real, definitivo. No recuerdo cuántas veces tuve que asumir yo la responsabilidad de atender aquellas somatizaciones, aquellos ataques de nervios, aquellas situaciones inconcebibles, escalofriantes para un niño. Gané experiencia con el paso del tiempo. Aprendí a ser un eficaz enfermero infantil en el turno de noche. Pero nunca llegué a acostumbrarme a aquellos gritos, aquellos que te reclamaban a ti desde el centro del infierno, aunque fuera yo el encargado de atender a su llamada durante años. Aún hoy, algunas noches, se me encogen el alma y la razón cuando creo escucharlos, cuando me parece oír esa reverberación antigua, ese rechinar desgarrado que salía de las entrañas de mamá. ¿Cómo no os dabais cuenta de que yo era incapaz de distinguir entre el aullido de la verdadera muerte y el de la angustia o el ansia? Era a ti a quien llamaban, a tu conciencia y a la suya. Era su extraña forma de reclamar atención, pero el único que acudía a su lado era un niño roto, confuso, asustado. Cada vez que sucedía algo entre vosotros, cada vez que la «bruja», que tu ex mujer se cruzaba en tu vida de algún modo, o todos esos otros hijos tuyos, esos hermanos que yo ni siquiera conocía, a mi madre le daba un patatús. No fallaba. Terminé dándome cuenta con el tiempo. Era su forma de protestar, de rebelarse, de implorar piedad o perdón o compasión o amor. Su forma de joderte. ¿Quién sabe? Tú también tenías tu forma de hostigar, nada dramática en comparación, simplemente desaparecías una temporada. También tú me coaccionabas con tus escapadas, con tus lamentos, con tu actitud de pobre hombre incomprendido, fustigado. Desesperado, perdido, atrapado entre las dos locas que de un modo u otro te reclamaban. Y si lo pienso ahora, ¿qué podías hacer? Si no hubieras sido tan cobarde, tal vez, seguir tu camino, romper con todo. Pero ¿adónde ibas a ir? Eras demasiado cómodo, demasiado incompetente, como casi todos los hombres de tu época y la mía. ¿Quién iba si no a planchar tus camisas? ¿Quién iba a prepararte la comida o la cama? ¿Quién iba a lavar tu ropa? Podría ser que aún la amaras, que ya no supieras vivir sin ella, sin nosotros, una vez más separado de tus hijos, como sucedió con tus otros hijos. Qué complicado todo, ¿no? ¡Pobre papá! Conozco esa congoja, la de echar en falta a un hijo. Sólo a uno, a mi dulce Adrián. No puedo imaginar lo que debió ser para ti añorar a tantos a la vez. ¿Nos añorabas?
Nada de esto le mencioné a mi padre aunque me hubiera gustado poder hacerlo. Hablar con él de ello sin rencor, sin prejuicios, sin un fin determinado. Tal vez sólo por curarme de una vez por todas, por librarme definitivamente de tan amargas evocaciones. Pero llegaba tarde, como de costumbre. Ya no tenía sentido hacerlo. Él ya no recordaría nada de eso o no querría recordar. ¿Para qué? Toda una vida soñando hablar con papá y ya no tengo palabras, ni ganas, ni él tiene ya oídos para mí. Es posible que le escriba una larga carta y que, una vez muerto, la coloque entre sus manos, sobre su pecho, dentro del ataúd, para que la lleve consigo dondequiera que vaya. Para que una vez convertidos en polvo o ceniza, algún día, pueda leerla con calma.
Aproximé mis labios a las aberturas de su nariz por adivinar si aún tenía aliento, si seguía vivo. Su respirar era tan callado que parecía no tenerlo. Apoyé la oreja en su pecho para escuchar los latidos de su corazón y cerciorarme. Eran tan débiles que apenas pude percibirlos. Aguardé un instante. Seguía hondamente amodorrado, pero aún palpitaba su corazón. Luego, recostado en mi almohada, empecé a escuchar el pulso del mío. Su latir me pareció un tanto acelerado, irregular. Su sonido llegaba como el inquietante eco de un tamtan, un golpear lejano, amortiguado, que me incomodaba impidiéndome otra vez conciliar cualquier sueño. Sobrecoge sentir que esa pieza primordial está allí adentro, batiendo, ajena por completo a nuestra voluntad. Condenada a detenerse algún día, a detenerme. Dilatándose, contrayéndose, una y otra vez. Como un ser extraño de aspecto rojizo y repugnante que viviera dentro de mí, en mi oscuridad, enjaulado entre mis costillas, retumbando monótono. Mi existencia depende de ese sordo e incansable bombear que hace tiempo me planteo interrumpir. Con cada uno de sus golpes, como sigilosos pasos que se fueran acercando, regresó a mi mente la presencia de mi hijo. Toda su ausencia almacenada.
Desde que me separé de él, de mi hijo, dormía siempre con su foto a mi lado. Cada noche acariciaba la imagen de su rostro tiernamente, con renovada aprensión, temiendo los más oscuros presagios. La arrullaba con todo mi amor, con todo el que no podría darle en ese instante, con todo el que me faltaba de él. Una noche más, otra, una más. ¡Qué lento dolor! De tanto en tanto le quitaba el polvo con la camiseta o el pijama, con la parte de mi ropa más cercana al corazón. Cada noche, todas las noches, en el más sincero ritual, le pedía a mi Dios que cuidara de Adrián, por encima de todo, por encima de mí mismo, por encima de cualquier deseo, de cualquier necesidad. En la frente, el pecho, los hombros y la boca, repetía un gesto absurdo, extraño y familiar. Me persignaba besando temeroso la cruz que formaban mis dedos. Aún sigo haciéndolo por él, sólo por él.