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El hombre del baobab (14 page)

BOOK: El hombre del baobab
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Mientras recordaba aquella historia, mi propia historia, amores y desamores de otros tiempos, de otras vidas, los giros del azar que habían dado lugar a mi existencia, mientras miraba aquellas fotos en blanco y negro, el sueño fue venciéndome. Necesitaba dormir, echarme una gran siesta, repararme en ella. Guardé las fotos entre las páginas del libro y el libro dentro de la bolsita del respaldo. Comprobé que papá seguía recogido, que respiraba tranquilo, y me acurruqué en mi asiento. Muy pronto, la esfera en la que proyectamos los sueños comenzó a resplandecer, a destellar en lentos y desvaídos colores...

Mi padre, sentado en su terraza africana, bebe a sorbos un Martini y escribe con delicadeza en el reverso de una postal ya timbrada. La primera que papá me enviaría desde allí. En el sueño, a su lado, incorpóreo, yo le miro con ese brillo en los ojos que sólo tienen los ojos de los niños. Como quien mira sin poder tocar un rarísimo hallazgo, un altísimo racimo, una roca lunar, la mismísima piedra Rosetta. De improviso, como si él pudiera verme, mi padre gesticula como lo hacen los magos, y ¡zas!, sonríe y finge arrancar al día, al cielo, un trocito de su luz y colocarlo suavemente sobre mi frente. Después, toma mis manos y pone en ellas la tarjeta que acaba de escribir.

Aún la conservo como una preciosa reliquia. Pude verla en el sueño con mayor claridad y viveza que en la realidad. Era como si en la superficie de la colorida cartulina las figuras cobraran vida y movimiento. En esa foto, un grupo de guerreros africanos, todos ataviados con taparrabos o faldillas de vivos colores, bailan al son de los tambores con los pies descalzos. Los llevan pintados de blanco hasta por encima de los tobillos, pareciera que usaran calcetines. El contraste con la oscura piel da a las piernas el aspecto de las patas de un1 caballo, de una cabra, de un okapi. De sus anchos cuellos cuelgan decenas de collares, colmillos color escarlata y marfil, un millón de cuentecillas con todos los matices del arco iris. En sus rostros, negros como la noche, ojos muy abiertos y blancos. En la piel, inquietantes trazos rojos y blancos, pinturas de guerrear. De sus cabezas caen sinuosos pelajes teñidos de almagre, frondosos plumeros arrancados a extrañas aves del paraíso, gotas de sudor resplandeciente. Engarzados en sus orejas, larguísimos pendientes, ristras de pequeños bolillos que cuelgan como encajes decorando sus esbeltas figuras. Detrás, el cielo enjaulado tras las ramas de árboles inmensos y un millar de pájaros levantando el vuelo. En una de sus manos, los guerreros llevan largas lanzas en las que han ensartado colas de animales. En la otra, escudos curtidos en pieles de cebras o leones, cada uno diferente, cada uno engalanado con representaciones irrepetibles. Danzan de forma frenética, radiantes, arrogantes, desafiándome, desafiando al pequeño que les mira desnudo, y tan fascinado como aterrorizado... El sueño se apagó ahí, en esos desvaríos. Ya no recuerdo más. Llegado a ese punto, arrullado por el ronronear de los motores del avión, debí perderme, por fin y definitivamente, en los tenebrosos abismos de un verdadero letargo.

D
ESCUBRIENDO A
N
ADIA

Desperté después de un par de horas de visiones confusas, más o menos reparadoras, desorientado, despistado, ansioso por encender un pitillo, con la boca seca y muy pastosa. Al abrir los ojos, pasearon por mi pensamiento Nadia y mi hijo Adrián. Una angustia indomable se apoderó de mí otra vez. Como casi siempre. Los aparté una vez más de mi mente, rogándoles que tuvieran piedad, que no regresaran. ¿Qué pensaría Adrián de todo esto, de las locuras de su padre? Y Nadia. ¿Cuánto estaría sufriendo ahora por mí, por nosotros? Sólo ella conocía los más recónditos recovecos de mi alma. Si alguien podía comprender mi proceder era ella, aunque eso no le estaría ahorrando, seguro, sufrimientos y una terrible intranquilidad.

Conocí a Nadia en París, a orillas del Sena, en la ribera de un verano inclemente, bochornoso, que ya se extinguía en su propia sed de invierno. A pesar de la extraordinaria luz que alumbraba esos días, todo se iba apagando en mi interior, a mi alrededor. De eso hacía ya ocho años. Ocho trazos, lapsos de tiempo breves, desertores, que ahora vistos desde las alturas, me recordaban la larga v gozosa existencia vivida a su lado. Ella tenía entonces apenas veinte años y unos ojos que superaban cualquier posible significado de la palabra belleza. Estaba sentada en el Café de Les Prodiges, en la Plaza del Alma. Yo deambulaba por allí mirando a través del objetivo de mi cámara, plenamente absorto en el trabajo, completamente ajeno al encuentro que se avecinaba, con su mirada, con su alma prodigiosa. Yo había llegado a París unos días antes, tres o cuatro, no recuerdo, con el encargo de fotografiar algunos museos para ilustrar dos libros,
Arte en París y París todavía.
Dos ejemplares de una lujosa colección. Ediciones extremadamente cuidadas con muchas y buenas fotos, eso esperaba yo, y con textos de algunos selectos escritores. Aquella mañana, la luz, como ella, parecía perfecta. El cielo amaneció teñido de un azul impecable, moteado de algodones blancos, inmaculados, precisos. Tras una noche de tormenta y aguaceros, todo el entorno había cobrado un brillo y un relieve espectacular. La vida y la ciudad relumbraban de forma insospechada dispuestas a embelesar, presumidas, vanidosas, a punto para la inmortalidad. Fascinado, decidí fotografiar primero algunos exteriores, algo que solía posponer hasta el atardecer. La edificación del antiguo Museo de Arte Moderno se recortaba imponente ante el asombroso ciclorama matinal. Busqué la mejor composición para la sobria arquitectura fascista. Me preguntaba cómo una construcción tan simétrica, tan parca' tan huraña, podía haber albergado en tiempos tanta creatividad, tanta libertad artística. Me hubiera gustado componer con la torre Eiffel desenfocada, omnipresente, pero quedaba detrás de mí, ajena a mis deseos, a mis encuadres. Majestuosa, altiva, cortejada por esos restos de nubes bajas. Tras fotografiar el museo desde varios ángulos, con diferentes ópticas, insatisfecho por el resultado, decidí retratar escenas de calle en los alrededores. Personas o personajes. Ensimismados parisinos que iban y venían con prisa o parsimonia. Desmonté la cámara del trípode, se lo pasé a mi asistente para que lo metiera en la funda, y cambié el angular por un teleobjetivo. Cargué un nuevo carrete de treinta y seis fotos, un 800 ASA. Comencé entonces a ojear a través de la lente, a disparar mi Nikon para resarcirme del fiasco con el edificio grisáceo. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Mi ojo derecho deambulaba buscando gestos, instantes precisos, preciosos relámpagos de vida en personas completamente desconocidas. Una niña que correteaba tras un gato encrespado y huidizo; una pareja que paseaba de la mano su recién estrenada ternura; un grupo de chicas y chicos, estudiantes, que dibujaban sentados en un poyete de la plaza; el rostro de una joven, de una bellísima mujer que charlaba seria y distraída sentada en un café.

Tal vez por azar, el objetivo tropezó con su escorzo. Mis dedos enfocaron aquella mirada, y en ella me detuve sin pudor, como un ser invisible, privilegiado. Pulsé el disparador una y otra vez, hasta tirar una tras otra, en pocos segundos, todas las fotografías que guardaba el rollo recién estrenado. Bajé la cámara contrariado, fascinado y alcé la vista hacia ella. Completamente ajena a mi lente, a mi mirada, a mí, seguía allí, a menos de cien metros. El sueño era real. Mi buen compañero Salvatore, mi ayudante, tomó la cámara de entre mis manos, la cargó de nuevo y me la devolvió. Yo seguía absorto mirando a aquella mujer. Como sonámbulo, me aproximé unos metros y volví a enfocar su semblante ahora más pleno, más accesible, más cercano. Seguí disparando pero ya de forma más pausada, recreándome en sus facciones, en sus gestos. La chica se había girado levemente y su deliciosa imagen quedó enfrentada a mí en la composición. Era bellísima, bellísima, bellísima. La criatura más hermosa que jamás hubiera contemplado. Agoté los negativos otra vez y abandonado a su hipnótica beldad. Luego entregué definitivamente la cámara, «la placa y la pistola». «Guárdala por favor», le pedí a un cada vez más desconcertado Salvatore, «necesito tomar algo». No le invité a acompañarme. Dejándole atrás caminé hasta el lugar donde ella estaba. Necesitaba ir solo, verla de cerca, observarla con detalle, sin márgenes, con los dos ojos y al natural. Me senté en una mesa cercana a la suya, a la que ella compartía con un hombre de aspecto elegante. Hablaba con ese tipo del que de inmediato recelé, al que de inmediato detesté y envidié. Hubiera dado cualquier cosa por estar en ese instante en su lugar. Aturdido, desorientado, turbado por aquellos disparatados pensamientos, creo que pedí un café al camarero. Definitivamente, aquella mujer era la efigie que uno sueña cuando intenta poner rostro a la peregrina idea del amor.

Aquellos días, todavía tan amargos para mí, yo andaba muy solo y taciturno, callado y tremendamente confuso, perdido después de haberme separado de mi mujer y de... de mi hijo. Del que siempre será mi hijo, a pesar de cualquier pesar. Tras mi precipitada huida, vagué durante meses con el alma apagada, ahogada en todo aquel dolor recién desbocado. Sólo habían pasado unos ocho meses. Desde enero, todo había quedado difuminado, estancado, furtivo, incluso las lágrimas que rebosaban cada noche. Y todo me desasosegaba hasta el martirio. Los remordimientos por el abandono, por aquel rotundo fracaso, el sufrimiento que me provocaba el vacío, la colosal ausencia de mi pequeño Adrián, que entonces tenía ocho años y comprendía a duras penas. En ese año, los ochos parecían repetirse hasta la saciedad. Me echaba tanto de menos como yo a él, o más tal vez. Yo, culpable y doliente, paseaba mi desdicha en silencio, sin demasiados lamentos o desahogos, sin ningún consuelo. Tampoco creía merecerlo. Ante los demás, aunque mi vida hubiera saltado en pedazos, me mostraba impávido, abstraído por completo en el trabajo, en el ir y venir, en el mirar, encuadrar y disparar. Aquello, algo en apariencia tan irrisorio, se había convertido en mi tabla de salvación.

¿Cómo describir mi lamentable estado? Sentía todo aquel brutal tormento como la única realidad posible, y a la vez permanecía insensible ante cualquier otro estímulo, ante cualquier paliativo, ante cualesquiera fueran los alivios y los consuelos, vinieran de quien vinieran. Nada me interesaba demasiado, por no decir nada. Por supuesto tampoco ninguna hembra. Había dejado de sentir los envites del inevitable deseo carnal, del imperioso sexo, del que tanto me había alimentado. Sufría, sólo eso, nada más y nada menos. Esa era en verdad mi única y oculta ocupación. Sufrir. Qué estúpido, ¿no? ¡Pero qué cierto! Así somos tantas veces los humanos, indescifrables, impenetrables, decididamente idiotas.

Tal vez por eso, aquella mañana pulcra y solícita en París, se convirtió en la primera de una nueva existencia. Mi alma ensimismada, encerrada en esa espiral de padecimientos y delirios, en esa demente y silenciosa carrera hacia la autodestrucción, resucitó por obra y gracia de una damita desconocida, apenas entrevista, de apariencia sagrada. Tal vez me había enamorado. Así lo hubieran dictado todos los manuales del amor, con rotundidad.

No sé cuánto tiempo pasé mirándola, admirándola, pero sí recuerdo que en un momento dado, Salvatore, cargado con todos los bártulos, me silbó desde lejos. Con un gesto un tanto contrariado me indicó que se largaba, que me esperaba en el coche. Asentí casi indiferente y seguí deleitándome en su contemplación. En sus pequeños ademanes, en el ir y venir de sus manos, de sus armoniosos dedos, en los mohines y sonrisas que esbozaban sus labios, o en cómo se posaban besando el borde de la taza al beber un sorbo. En los pormenores de su rostro, sus rodillas o su cuello. En todas las deleitosas formas del precioso cuerpo que su ceñido vestido tocaba. En toda su piel que ya intuía suave como pétalos. Y por encima de todo en sus ojos, aquellos ojos lánguidos, indescriptibles, en su fantástica mirada de gacela enamorada. La brisa, de tanto en tanto, me traía su aroma, y yo, como un animal en celo, lo aspiraba extasiado. ¡Qué insólito deseo! ¡Cuánto deseo de amor!, por necio que suene. Qué inmenso desconsuelo.

De improviso, ella y su acompañante se levantaron. El se abalanzó para retirar la silla de sus piernas y acarició levemente su espalda. Luego dejó unos francos sobre la mesa, junto a la nota que acababa de traer una camarera. Durante un instante ella volvió sus ojos hacia mí, tal vez incomodada por mi insistente mirar. No aparté la vista. Permanecí embelesado, observándola, mientras ella de algún modo me desafiaba, tal vez pensando que yo era sólo un cretino impertinente, uno más entre los muchos que, sin duda, la escudriñarían soeces cada día. Muy seria, musitando algo a su hombre, dio media vuelta, y él la siguió. Los dos se marcharon caminando despacio, cogidos de la mano. Unos minutos después, cuando aún los veía alejarse, salí de mi letargo sentenciado a no volverla a ver jamás. Aquella jovencísima diosa había desaparecido para siempre. La amé durante unos minutos. Regresé al coche repitiéndome que era un gilipollas, un auténtico gilipollas, y sin poder dejar de pensar en ella. Dentro, bastante contrariado, me esperaba Salvatore. Abrí la puerta, me senté a su lado e intenté fingir una sonrisa. No supe qué decir, no encontré una disculpa que ofrecerle.

«Ma cosa fai? Sei stronzo? Porca putana! Dai, andiamo! e tropo tardi!... »

Arrancó la «máquina» y blasfemando en napolitano, «managia!», aceleró para llegar cuanto antes al lugar en que nos esperaban desde hacía más de una hora y media, otro museo, el George Pompidou. Allí tendríamos trabajo para todo lo que quedaba de jornada. Olvidaría todo eso.

¡La olvidaría!

El subdirector del Pompidou, como imaginábamos, esperaba con gesto impertinente, visiblemente molesto por nuestra tardanza, por la falta de puntualidad. «¡Un español y un italiano tenían que ser!», seguro que rumió algo parecido. «¡Que te jodan!», pensé yo mientras apretando su mano le ofrecía mil disculpas y la mejor de mis sonrisas. Tras descargar todo el material y ofrecerle una serie de excusas fútiles, nos presentó al subalterno que nos iba a guiar por las salas del museo, un tipo espigado, hierático, celoso e impertinente. Tras firmar unos papeles, y escuchar una larga retahíla de advertencias, nos pusimos manos a la obra. Yo teniendo que lidiar con una creciente desgana, Salvatore aún un poco molesto conmigo. La apatía fue remitiendo una vez metido en faena, una tarea colosal, ya concentrado en plasmar gran parte de lo que guardaba aquel inmenso lugar poblado de arte. Con meticulosidad, fuimos fotografiando uno tras otro todos los cuadros seleccionados que figuraban en la lista. Pasamos de Modigliani a Kokoschka, de Picasso a Ernst, de Balhus a Mondrian, de Gris a Kandinski. Una ocupación tan interesante como lenta y pesada. Así fue pasando el día, maravillándome en las obras, aprendiendo, gozando en la contemplación del mejor arte, en el hallar la mejor manera de fotografiarlo, de evitar gente, brillos y reflejos. En mi abstracción conseguí no volver a pensar en la diosa que acababa de perder.

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