Read El hombre del baobab Online
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En el auricular los tonos se hicieron interminables. Colgó y volvió a marcar. Tal vez Amanda había salido. Las dudas y la impaciencia zumbaron una y otra vez en su oído esperando una respuesta. ¿A qué se refería Luis al decir que no guardaba rabia ni rencor? ¿Sabría lo de Piero? ¿Por qué no le había dicho antes que su padre estaba tan mal? ¿Por qué no había vuelto a llamarla? ¿Por qué tanto silencio? Alguien descolgó por fin al otro lado y ella sintió un gran embarazo...
—¿Amanda? soy Nadia, ¿cómo estás? Yo estoy en Madrid, acabo de llegar. Tu hijo me ha dejado una nota, dice que se va con su padre de viaje, que Alfonso...
—Pues sí, hija, está muy mal, se nos muere...
—¿Y cómo no me habéis llamado?, por Dios, alguien tenía que habérmelo dicho.
—Ay, hija, lo sé, pero ya sabes cómo es Luis. Me pidió que por nada del mundo te dijera nada, no quería que te preocuparas. Ya sabes cómo se pone conmigo. Lo bruto que es. Además, tú tampoco has llamado... —reprochó con cierta malicia.
—Lo sé, lo siento, he estado muy muy liada. Además, llevo mucho sin saber nada de Luis. Me llamó desde Londres y luego nada más, nada... ¿Dónde está?
—Pues se ha ido de viaje con su padre, imagina. Ya se han ido. Se lo ha llevado a África, nada menos. No deja de parecerme una locura...
—Pues sí lo es. Pero ya verás como irá bien —intenté mentir en vano—. Para ellos es importante hacer ese viaje. Luis lleva años planeándolo. Pero tienes razón, ahora es una locura. ¿Y si le pasa algo a Alfonso?
—Se lo ha llevado casi a la fuerza, la verdad es que el padre no estaba muy convencido...
—¿Te han llamado, has sabido algo de ellos?
—Nada hija, ni una palabra. Ni siquiera sé si han llegado aún. Ya me advirtió que no esperara llamadas... ¡Ya le conoces!
—Y Alfonso, ¿cómo estaba antes de salir?, ¿se encontraba bien?, ¿estaba en condiciones de viajar?
—La verdad es que no está mal para tener lo que tiene, aunque a veces le den unos dolores malísimos. Pero para irse por ahí a la aventura y tan lejos, pues no está...
—¿Y qué tiene?
—Un cáncer, hija. En la próstata, imparable según los médicos. Luisito se ha llevado un montón de inyecciones y de pastillas, todo lo que le ha recetado el oncólogo. Pero no sé. Este hijo mío no está bien de la cabeza, ya lo sabes, qué te voy a contar a ti. Mira que llevarse a su padre estando como está... Estoy deseando que vuelvan.
—¿Lo sabe su hermano?
—Qué va, hija... Tampoco ha querido que se lo dijera. Imagínate. A nadie, a nadie...
—Si no se lo has dicho a Daniel, te perdono. Veo que se puede confiar en ti para guardar un secreto.
—No debería ser ningún secreto, entre todos me van a crucificar cuando se enteren. Pero ya sabes cómo es Luis cuando se pone serio, lo cabezota que puede llegar a ser. Me hizo jurárselo y yo soy muy supersticiosa con los juramentos, le tengo miedo a romperlos. No veas qué apuro cada vez que llama alguien y pregunta por su padre... A mí no me gusta mentir, pero hija, estoy hecha una embustera.
—¿Y qué le dices a Dani?
—Pues lo que te estoy diciendo, que no sé nada. Excusas. Que el médico le ha mandado al campo a reponerse, que está pasando unos días en la sierra con su hermano Javier... Como allí no hay teléfono, pues eso...
—¿Sabe alguien que Alfonso está tan mal?
—Saben que está mal, claro. Eso salta a la vista. Sospechan que puede ser grave, pero nada más. No saben que se está muriendo, si a eso te refieres. Sólo se lo dije a Luis y él me convenció de que no dijera nada a nadie, ¿para qué? Si ya es tan mayor, si tiene que morir de todos modos. ¿Para qué amargar a nadie? Eso me dijo, y claro yo... Yo no sé qué va a ser de mí cuando se enteren todos, porque se terminarán enterando. ¡Tú fíjate! ¿Sabes qué quiere hacer Luis cuando vuelvan?, si es que vuelven... Pues organizar una cena para decírselo a toda la familia. Ya Alfonso no le ha parecido mala idea. En el fondo, padre e hijo son tal para cual...
—Pero ¿no hay nada que hacer?, ¿es seguro ya que...? Cuesta creerlo. ¿Os han dicho cuánto puede vivir todavía?
—Con seguridad nadie te dice nada, hija, ninguno parece saberlo. Me refiero a los médicos. Ya le han visto varios, y todos igual. Como es viejo, pues te andan mareando, como si eso no importara ya demasiado. Uno dice que tres meses, el otro que seis, otro que un año. ¡Ay qué asco de médicos! Para mí que no le queda mucho. Está bien de aspecto, pero hay algo en su cara, en los ojos. No sé, hija, no sé. Un horror. Da miedo pensarlo. Yo cuando me muera quiero que sea así, ¡zas!, sin darme cuenta. Que me parta un rayo...
—Escúchame, Amanda... Tengo que hablar con Luis, es muy muy urgente, muy importante que le localice.
;No te han dicho a qué hotel iban? ¿No te han dejado un teléfono de contacto, una dirección, algo?
—Nada, hija, ya te digo que no... Si yo no sé muy bien ni a dónde iban. Primero a Holanda, me dijo, creo. Luego desde allí hasta Kenia, me parece, no sé. Y al parecer tienen pensado moverse por ahí. No sé... ya sabes que mi hijo no suele decirme nunca nada... Y dime, hija, ¿qué pasa con vosotros?, ¿cómo estáis?, ¿qué sucede que andáis así, cada uno por un lado?
Pensó evasivas, aparentar que todo iba bien, decirle lo de su embarazo, que iba a ser abuela, pero no lo hizo. Silenció la buena nueva por no desconcertarla aún más, por no meterse ella en más líos. Buscó un mal pretexto para colgar y lo hizo. Nada más. Hablar con Amanda sirvió de poco o de nada, aunque en algo la sosegó. Al menos el tiempo que duró esa conversación a la que puso fin de forma tan precipitada, angustiada, compungida, balbuceando algunas palabras, seguramente ininteligibles. Después se sintió incluso más ansiosa. En algún momento sonaría el teléfono, pensó, sonará. Y será Luis desde el fin del mundo. Su dulce Luis. ¿Qué estaría él sintiendo en ese instante?, se preguntó.
No era sencillo conocer y compartir sus estados de ánimo, ni siquiera para ella. Luis era un ser hermético, demasiado impreciso, incluso para ella. Un hombre amable, sí, y en cierto modo simpático, siempre correcto con la gente que trataba. Pero poco más que eso se podía decir de él. En el fondo siempre vivía distante, ajeno a los demás. A veces parecía sentir algo próximo a la felicidad, muy pocas veces. Lo cierto es que vivía profundamente atormentado, aunque fuera en silencio. Sin decir apenas nada, sin excesivas lamentaciones, sin aspavientos, sin derrochar demasiado tiempo en penas ni alborozos. También podía pasar de un extremo a otro cuando menos lo esperabas. Podía regocijarse en algo insignificante, gozar como nadie de ello y, un instante después, caer de nuevo sumido en su recóndita tristeza, en su impenetrable amargura.
A pesar de ello, aunque pueda parecer imposible, poseía un don para hacer felices a las pocas personas que amaba de verdad. Luis, maravilloso Luis, casi siempre enajenado, absorto en su inmutable soñar, amparado en su burbuja, casi indefenso afuera, perdido en el laberinto de un mundo para él incomprensible. Si lograbas entrar en su pompa protectora, si conseguías que lo permitiera, podías descubrir cuantos prodigios guardaba Luis allá adentro. Ella lo había conseguido, ¡vaya que sí! Flotar indolente a su lado, en la incompatible atmósfera de su particular planeta, entre sueños y fantasías improbables que allí llegaban a saborearse. También había sufrido su feroz hiperrealismo, su insaciable ironía, su malsana y sarcástica crueldad hacia lo humano. Luis había desarrollado un afinado y malévolo sentido del humor, en algo tierno, como el de algunos niños, que a veces aplicaba con saña. Gracias a eso parecía sobrevivir. Para él el optimismo en exceso era cosa de cretinos, y la euforia desbordada un inequívoco síntoma de la peor ignorancia. Hacía ya mucho tiempo que devoraba su vida esa corrosiva manera de apreciar, de percibir cuanto le rodeaba. Sin darse cuenta apenas, se alejaba de la infancia en la que buscaba guarecerse, cada vez más serio y taciturno, más loco y adulto. En Mauricio, durante aquellos días a su lado, Luis recuperó su vivaracha y deliciosa sonrisa de niño travieso. Sus ojos volvieron a chispear errantes. Pero algo en su interior, algún veneno agridulce, acechaba y le abatía de tanto en tanto, de improviso. Envejecía entonces a simple vista, y en su mirada se adivinaban los abismos de su espíritu ajado, condenado. Una preciosa alma de niño malhadada y marchita de tiempo equivocado.
Llegué con retraso, suele sucederme. Teníamos ya el tiempo justo. Pensé en pedir al lerdo taxista que nos esperara abajo, por no demorar más, pero eso sólo habría hecho más exasperante la tardanza y la huida hasta el aeropuerto. Cogeríamos otro, con un poco de suerte mucho más hábil. Subí las escaleras de la casa de mis padres a grandes zancadas y cargado con mi equipaje, una bolsa de mano y una maleta no muy pesada, sin resuello, y convencido de que papá me tendría preparado algún numerito. Seguro de que estaría aún en la cama, dormido, o en pijama, o a medio vestir, negándose, blasfemando, discutiendo histérico con mamá. Seguro de que pondría todas las pegas posibles para hacer inviable nuestra partida. Pero me equivoqué. Mi madre abrió, como siempre, mucho antes de que yo pudiera llamar a la puerta. Papá aguardaba ya sentado en su sillón orejero, bien despierto, como un chaval que espera en su primer día de escuela, con gesto impaciente, ceñudo y resignado, con el bastón que le había regalado apoyado entre las piernas. Escuchaba la radio mientras limpiaba con meticulosidad los gruesos cristales de sus gafas. Mamá le había puesto el traje nuevo, el que compramos la tarde anterior. Le había metido el bajo del pantalón y ajustado un poco el tiro de la chaqueta, todo con gran habilidad, siempre se le dio bien la costura. Estaba hecho un pincel. Recién afeitado, muy repeinado y oliendo a su eterna colonia. Tenía buen aspecto. Junto a él, un vetusto neceser de viaje y una maletita de cuadros escoceses, escueta y también antigua, de las que cierran con una enorme cremallera alrededor. Tenía que haberle comprado una nueva, pensé, qué estúpido olvido. Del asa colgaba una etiqueta con sus datos, su nombre y su dirección. No había descuidado ningún detalle. En el fondo, pensé, estaba encantado de emprender el viaje.
La estampa me llenó de ternura. Pedí por teléfono y con urgencia otro taxi. Mientras llegaba y no llegaba, aún tuvimos tiempo de tomar con mi madre una taza de café recién hecho y unas galletas. Con aceptación, casi con nerviosismo, por increíble que pareciera, papá estaba listo para partir. Los dos lo estábamos.
Mamá, visiblemente preocupada, muy contrariada, sin dejar de regañarme no escatimó sin embargo su colaboración para que arrancáramos a tiempo. Bajamos los tres en el ascensor, luego volví a subir por los bártulos. Abajo, en la puerta, ya esperaba el coche. Esta vez tuvimos suerte con el conductor, era un mozalbete muy amable, un joven eficaz que nos llevó volando bajo y en silencio hasta la terminal internacional de Barajas. A las 9.50 estábamos facturando. Ya con las tarjetas de embarque en la mano y cargando sólo con el equipaje de mano me sentí mucho mejor, más ligero, esperanzado, casi convencido de que aquella chifladura era una buena idea. Papá parecía fortalecido. Me cogí de su brazo con cierto entusiasmo, con una mezcla de piedad y de fe en lo que hacíamos. Así, caminamos muy despacio con los pasaportes y los billetes en la mano, hasta el mostrador de embarque, casi sin cruzar palabra, y allí esperamos el momento de subir a bordo.
A las 11.50 horas, muy puntuales, despegamos en un MD-87 de Iberia rumbo a Amsterdam. Las poco más de dos horas de vuelo hasta Schiphol fueron muy placenteras. Al poco de despegar, hablé con una de las azafatas para que preguntara al comandante si podíamos acercarnos un momento a la cabina. Papá había trabajado más de media vida en esa compañía como instructor. Casi todos los pilotos veteranos habían pasado por sus manos en los simuladores. El comandante nos invitó muy amablemente, su padre había sido amigo y compañero de mi padre. Nos presentó a su colega a los mandos, el primer oficial, un chaval joven y simpático. Charlamos un rato y tomamos un café. Luego sacaron el trasportín, un asiento que hay pegado a la puerta, entre los dos pilotos, e invitaron a papá a hacer el vuelo allí con ellos en el
cockpit.
Papá aceptó fascinado como un niño. Volver a estar allí, en la cabina de mando, frente a todos esos instrumentos que gobernaron gran parte de su vida, pareció rejuvenecerle. Me mostré muy agradecido con ellos y pedí a mi padre que, por favor, no les molestara, que se portara bien. Yo regresé a mi asiento, la cabina del MD era demasiado angosta. Miré por la ventanilla durante casi todo el trayecto intentando quedar dormido un rato, pero estaba demasiado excitado para conseguirlo. En algún lugar bajo aquel imponente manto de nubes blancas, pensé dolorido, estaría ella, tal vez mirando su reverso gris y oscuro. Por alejar de mí ese pensamiento, me puse a revisar todos los documentos, los pasaportes, los billetes, los certificados de vacunación, los bonos con las reservas del hotel y del alquiler del coche. No había tenido demasiado tiempo para comprobaciones. Una cierta inquietud me carcomía. Habíamos partido sin visas, un enorme riesgo viajando a un país africano. En teoría, para «estancias inferiores a sesenta días», como turistas, con pasaporte válido para al menos tres meses y los billetes de ida y vuelta en el bolsillo, no era imprescindible el visado. El trámite, me aseguraron en la embajada, se podía «resolver» después de aterrizar en N'Djili, el aeropuerto de Kinshasa. Pero conociendo la exasperante burocracia africana, su acostumbrada podredumbre, cabía imaginarse muchos y muy variados problemas. En tal caso, pensé, encontraríamos un funcionario lo suficientemente corrupto dispuesto a ejercer, a aceptar unos dólares, a ser sobornado a cambio de dos permisos en regla. Ya pensaría en eso más adelante. Eran los inconvenientes de marchar con tanta precipitación. Yo estaba acostumbrado a resolver ese tipo de gestiones, formaban parte de mi trabajo. Después de aterrizar en Amsterdam, esperé a que desembarcara todo el pasaje. Una vez el avión quedó vacío, fui a la cabina a recoger a papá. Allí estaba feliz, charlando con sus colegas, recordando viejas anécdotas vividas en el cielo, mientras ellos terminaban de repasar la última lista de chequeo. En una hora volverían a Madrid, nosotros seguiríamos rumbo a África. Nos despedimos de la amable tripulación con un hasta pronto. Papá parecía otro después del aterrizaje. Me hablaba emocionado de la aproximación que acababa de hacer, de cómo habían actuado los pilotos, de cuánto añoraba ponerse a los mandos una vez más, con las manos en los cuernos y los pies en los pedales.