Read El hombre del baobab Online
Tags: #Narrativa, novela
Juana, la señora de la limpieza, se llevó un susto tremendo y también me lo dio a mí. Levantó de golpe la persiana. Yo estaba medio desnudo, medio dormido, medio envuelto en una manta sobre la alfombra, frente a una montaña de cenizas humeantes que ya desbordaba la chimenea. Deduje que mi aspecto debía ser horrible por cómo me miraba.
—¡Ay!, perdóneme usted... Nadia me pidió que siguiera viniendo a limpiar una vez a la semana. Lo siento mucho, no esperaba que estuviera aquí —se disculpó—. He pensado que era usted un ladrón o un okupa de esos, ¡qué sé yo!
—Soy yo el que lo siente... No te esperaba. He vuelto antes de lo previsto —respondí cubriéndome como pude—. ¿Qué día es hoy, Juana?
—Viernes, y son las ocho. De la mañana, claro —aclaró con cierta sorna—. Vengo hecha un sorbete, hace un frío que pela y llueve.
Me dio el «parte» completo. Miré por la ventana, afuera diluviaba. Había pasado varios días encerrado, pero en absoluto me lo parecía. El tiempo a veces se revuelve contra nosotros, no se sabe si viene o va, si acaba de llegar o ya pasó. Luego se nos revela otra vez juguetón, inquieto, inabarcable, siempre dispuesto a dejarnos atrás despreciando nuestras vidas. Había perdido por completo esa noción. En cualquier caso no podía seguir un minuto más allí tumbado, escondido, dando la espalda a la situación. Juana me preguntó por Nadia, a la que adoraba.
—¿Cómo no ha venido usted con Nadia? Pensé que vendrían juntos. Me dijo que llegaría mañana, y claro, pensé...
—¡¿Qué dices?! ¿Que mañana llega Nadia? —indagué excesivamente sobresaltado, muy aturdido.
—Pues claro, a las seis de la tarde. Ya le digo, creí que vendrían juntos —respondió un poco indignada por mi ignorancia, algo preocupada y llena de curiosidad—. ¿Qué le ha pasado en la mano, es grave?
—No, no es nada, un pequeño accidente con la chimenea. —Recordé el sordo dolor que atenazaba ya todo el brazo y también todo el que guardaba mi alma—. ¿A qué hora dices que llega Nadia?
Juana, ya muy escamada, esperó en vano que aclarara sus dudas, aunque ya intuía cuanto pasaba entre nosotros. Era una mujer extremadamente lista. También muy discreta. Llevaba años viniendo a casa, nos conocía bien. Luego, sin más preguntas, regresó a su tarea. Yo deseaba más que nada volver a ver a Nadia. Abrazarla. Sentirla viva y real a mi lado, como si nada hubiera ocurrido.
Oler su presencia, volver a escuchar sus pasos por mi vida. La amaba con tal intensidad que me dolía. Estaba dispuesto a perdonar, a olvidar, en definitiva, a mirar sin remedio hacia otra parte. Pero sería mejor que fuera acostumbrándome a su ausencia. Pensar en ello me provocó un pinchazo agudo y seco bajo las costillas, en el estómago. El pulso se aceleró latiendo en mis sienes. Debía evitar a toda costa verla, de lo contrario me paralizaría. La poca determinación que me quedaba, si es que quedaba alguna, se vendría abajo. Buscaría perderme de nuevo en su remanso y ya nadie podría arrancarme de allí. Ni siquiera mi padre, al que ya olisqueaba la perra muerte. Tanto la necesitaba. Pero la parca estaba impaciente, por él, por mí. Ya no podía mirar hacia otro lado. Debía acompañar a mi padre hasta la estación con tiempo para despedirnos tranquilamente, antes que ella pusiera entre nosotros una eternidad de silencio. Corrí desnudo por el pasillo hasta el baño, temiendo toparme de nuevo con Juana. Desde mi llegada no me había aseado. Apestaba. La ducha me reconfortó y me sentí de nuevo capaz. Me sequé, encendí la radio y me afeité despacio, mirándome fijamente a los ojos. Rejuvenecía lentamente mientras Juana trasteaba por la casa al ritmo de la
Cadenza de Schnittke,
de Beethoven. Me vestí y allí dejé a los dos.
Al salir a la calle, el día seguía gris, muy triste y oscuro. En la semipenumbra, la ciudad se movía ya a ritmo de viernes. Las escabrosas fachadas de los edificios relumbraban a través de la neblina como velos sucios. La mañana se había disfrazado de noche bajo la pálida y anaranjada luz de las farolas, de los faros de los coches. Me vi avanzando acelerado, tenue y borroso, reflejado en el brillo de la acera, en el cristal de los escaparates. Una lúgubre aprensión aceleraba mis pasos; debía llegar cuanto antes a casa de mi madre. Ella le había acogido, una vez más. No iba a permitir que papá muriera solo, lejos de «casa». A pesar de todo, de alguna recóndita manera, le quería. Al llegar frente al portal, me detuve y encendí un cigarrillo. Me sentía como quien va al encuentro del dentista. Aún di una vuelta a la manzana, caminando de forma más pausada. Intentando recapacitar, pensar con cierta coherencia. Qué antro repugnante es esta ciudad, pensé. Al regresar a Madrid siempre me invadía esa sensación. Sólo me incitaba a huir.
Al fin, demoré un poco más el encuentro con mis padres. Entré en El Corte Inglés, y gasté en la agencia de viajes buena parte del dinero que quedaba en la cuenta. La dependienta me atendió no sin cierto estupor. Dos billetes a Kinshasa, le apremié, para mañana o pasado, a primera hora, cuanto antes mejor. Alguna combinación habrá, ¿no? En primera clase, y la vuelta para dentro de un mes, justo cuatro semanas. Mejor déjelos abiertos, con la posibilidad de regresar antes si es necesario. No importa el precio. No importan las escalas, ni desde qué ciudad salga el avión. ¿Son necesarios los visados? Llamaré a la embajada. Eso lo arreglaremos sobre la marcha. No se preocupe, asumiré el riesgo. Búsqueme la mejor combinación posible. Sólo quiero volar en la mejor compañía y tener el mejor hotel una vez allí. Pasaré esta tarde a recogerlos, a última hora.
Noto que están cicatrizando en mi alma todas las nostalgias; demasiado pronto, se están cerrando en falso. Como ellas, desdeñados, se van secando los recuerdos que guardamos de nuestros padres, las imágenes de sus rostros. Se transforman en el olvido hasta perder los semblantes del pasado, cualquier lozanía, paulatinamente. Sólo archivamos una memoria muy vaga de lo que fueron. Como si nunca hubieran sido jóvenes, tal vez bellos. Se van ajando a paso de buey y, un día, al regresar a casa, caes en la cuenta de que quien te abre la puerta es una anciana. Cuesta mirar las facciones de esa desconocida que en algo recuerda a mamá. Descubres que tu padre también se ha hecho viejo, muy viejo, y eres absolutamente consciente de su desamparo, del tuyo. Los reyes no existían, nunca existieron, y los padres que inventaron el engaño caen y mueren mucho antes que los árboles. Todo era mentira. No eran eternos, también ellos estaban a merced del tiempo, ese ser perezoso, insomne e impaciente, ese asesino. Su transcurrir, que fortalece castaños, membrillos o cerezos, consume hombres y mujeres, que apenas tuvieron tiempo de ser niños. Deberíamos pasar la infancia como alisos mecidos por el viento, vivir la larga adolescencia de los pinos. Tener la carne de almendra y la voluntad de caoba. La piel del álamo o el olivo. Ser ciruelo, naranjo o limonero con el alma inmensa de un baobab.
Justo antes de llamar, mi madre abrió como si estuviera detrás de la puerta, agazapada, atendiendo cualquier posible regreso. Como si olfateara mi presencia, o intuyera la distancia justa que me separaba del rellano, del portón, del timbre. Me besó alborotada por la alegría de poder hacerlo, después de cientos de días esperando. Pero hijo, ¿por qué vienes siempre de tan lejos?, ¿por qué tardas tanto siempre?... Preguntaba como si yo acabara de regresar del país de
Hacetantotiempo,
un territorio tenebroso que ella conocía perfectamente. Su rostro se tiñe un instante de tristeza, pero la posibilidad de abrazarme llena de algarabía el vestíbulo y la aleja de cualquier asunto que no sea su hijo. La besé con cariño pero deseando acabar cuanto antes con aquello. Sabe que detesto tanto los reencuentros como las despedidas, pero parece haberlo olvidado. Aborrezco toda la innecesaria parafernalia y efusividad de esos instantes, unos vestidos de alegría y los otros de tristeza, aunque pocas veces sean ciertas la una o la otra. Opté por actuar como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si apenas acabara de llegar o salir de casa. Papá está durmiendo, susurró mi madre mientras entrábamos en la salita. Ha pasado unos días terribles, ha estado muy malito, pero hoy está mejor. Ahora tiene menos dolores, menos padecimientos. Pero necesita descansar.
—¿Sabe lo que tiene?, ¿sabe que se muere?
—Ya lo creo, imagínate cómo está. Es insoportable. ¡Con lo hipocondríaco que es! No lo quiere ni pensar, se engaña a sí mismo tan bien que se le olvida... quizá sea mejor así.
—No lo sé. Creo que no. Ahora no debería engañarse. Apenas queda tiempo. Mejor ser consciente, aceptar lo que hay. Así tal vez consiga disfrutar del tiempo que le queda. Tiene ya muy poca vida entre las manos, no puede seguir tirándola de mala manera.
Como siempre que hablaba de mi padre, me descubría recriminando en él actitudes que fácilmente podría reconocer como mías. Su herencia genética era poderosa. Descubrir que podía reaccionar o comportarme igual que él, me llenaba de ira. No sólo me parecía a mi padre o a mi madre, de quienes siempre consideré sus virtudes, sino que sobre todo me veía reflejado en sus peores defectos. En todas esas actitudes que yo detestaba y que difícilmente podían evitar. Era contra mí mismo contra quien me revelaba al mirarme en ese extraño espejo, que me devolvía mi propia imagen con cerca de cincuenta años más. Para nada quería yo acabar así. Para nada quería que aquel destello, el inequívoco reflejo de una existencia equivocada, se hiciera cierto en mi futuro. Es preferible morir joven, pensé muy convencido. Me habría gustado tanto que papá fuera un padre como yo. Tal vez un día lo fue y yo no lo recuerdo. O no tuvo el tiempo suficiente para ejercer. Quizá no reparó jamás en el exacto valor, en el alto precio que se puede llegar a pagar por disfrutar del amor y la compañía de tu hijo. Por cada hora de paternidad, sobre todo cuando vienen medidas, racionadas, prestadas. Él, como yo, arrastró siempre una dolorosa gabela de culpa. La herrumbre del remordimiento nos va dejando opaca el alma, paralizándola lentamente, hasta hacerla mor ir entre lentos estertores. Yo sólo he cargado con la falta de un hijo. Cuando llegué al mundo, mi padre ya comenzaba a sufrir por otros tres. Demasiado dolor, demasiada confusión que digerir. Aún más para un espíritu tan pueril, tan frágil como el de papá. No puedo reprochar nada a mi padre, no debería hacerlo. Habría que calzar los zapatos de cada persona para llegar a entender las verdaderas razones de sus actos, y eso es imposible.
Entré despacio en su habitación. Dormía con la radio encendida bajo la almohada, como siempre. Lejana, atenuada por el algodón, sonaba la
Rapsodia sobre un tema de Paganini.
Estaba profundamente recogido en el camastro de su zulo. Así llamaba él a la habitación que le había cedido mi madre. Un cuartito escueto, espartano, apagado y muy triste. La única ventana daba a un patio interior y apenas dejaba entrar algo de luz en los días soleados. Dormía en la que fuera mi cama cuando era niño. Aquel cuarto tenía un aspecto realmente siniestro. Hacía algo más de dos años que mamá le «había pedido» que se fuera de casa. Ya no soportaba su incipiente demencia, sus constantes manías, su infinita mala hostia. Papá se instaló entonces en una pensión dos portales más abajo. Mi madre le llevaba todos los días comida y cena, y antes de irse le dejaba preparado los aperos para el desayuno. Lavaba y planchaba su ropa una o dos veces por semana. Algunas tardes, si estaba de humor, pasaba unas horas con él viendo la tele, o salían a dar un paseo y tomar café. Sólo entraba en la casa de mi madre cuando mi hermano llevaba allí a sus hijos, por evitar que los niños visitaran a su abuelo en la triste pensión. Mamá vivía mucho más relajada, aunque a veces echara de menos las peleas con mi padre. Él seguía añorando su cuartucho y sus rutinas junto a ella. Cuando le diagnosticaron la fatal enfermedad, mamá se compadeció. Cuidaría de él lo que le quedara de vida. Era lo justo.
Al fin, papá había conseguido regresar.
Dormitaba con la boca entreabierta, pálido y liviano como una pavesa. Parecía ya muerto. Me sobrecogió pensar que tal vez ya no respiraba. Acerqué mi nariz a su leve aliento. De sus entrañas manaba un levísimo hedor a defunción, pero aún respiraba, aún vivía. La habitación entera estaba impregnada de su fragancia, una mezcla de Williams, la loción que usaba después del afeitado, y de Patrico, la brillantina con la que siempre se embadurnaba generosamente el pelo. A pesar de ello pude distinguir claramente el aroma a muerte que también destilaba su piel. Algunos podemos oler su cercanía. Es un tufo muy sutil, turbio, dulzón, indefinido. Un hálito espeso, que en algo recuerda al olor del gas cuando se escapa o al del moho que recubre los limones cuando se abandonan. No es el pestilente olor de los cadáveres, es algo mucho más etéreo. Quien ha respirado esa terrible esencia, no la olvida jamás, y yo lo había hecho muchas veces. Sucede igual con el amoniaco o el cloroformo, quedan para siempre en nuestra memoria olfativa, dentro de nuestras narices. Sentí la urgencia de abrazarlo. Me senté en la cama junto a él, consciente de cuánto me faltaría. Los dos, él y el camastro, crujieron en un lamento oxidado. Le acaricié apenas la cabeza cuando se volvió hacia mí sobresaltado, dando un respingo innecesario. Tenía la frente helada y sudorosa.
—¡Joder!, Luisito, qué susto me has dado —bramó.
—¿Cómo estás, papá? —Le besé en la mejilla ya sin demasiada emoción. Llevaba meses sin verme, y como siempre, se comportaba como si acabáramos de hacerlo.
—¿Pues cómo voy a estar?, ¡jodido!, ya ves —respondió pensando como siempre sólo en sí mismo.
—Mamá me ha dicho que te encuentras mejor, que últimamente no tienes dolores.
—¡Qué va a decir tu madre! —replicó con desprecio e ironía—, estoy jodido, Luisito, muy jodido.
Hablaba con ese tono de cabreo infinito, que ya en él era costumbre y que tanto me fastidiaba. Era como si constantemente estuviera disgustado por algo que ni él mismo conseguía recordar. Un tono de mala leche revenida, antiguo, perpetuo, que ya no abandonaba ni para comentar algo intrascendente, jocoso o divertido. Una modulación crispante que se había acrecentado con la edad y la sordera, y a la que daba colorido su vigorosa voz de trueno. En algo me recordaba al capitán Haddock.
Mi viejo capitán se incorporó con dificultad. Sentado en la cama a mi lado, con su camiseta de tirantes y sus calzoncillos tres tallas más grandes, aún parecía más delgado. Me levanté y le ayudé a alzarse a pesar de su resistencia a ser socorrido. Se acercó cojeando hasta la silla en la que, meticulosamente ordenada, dejaba cada noche su raída ropa. A pesar de la enfermedad, de la vejez y la cojera, su cuerpo conservaba aún cierta coherencia de la juventud. Nadie le echaría los casi ochenta que acababa de cumplir, ni diría que estaba tan enfermo. Mirándole de espaldas parecía sólo un chiquillo mal nutrido. Su cuerpo seguía siendo fibroso y muchos de sus músculos se resistían aún a la flaccidez de la carne abandonada. El cabello negro, fino y abundante, con ese brillo indeleble que le habían dejado décadas de gomina.