Read El hombre del baobab Online
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No sé de dónde la sacaste pero me pareció acertada. Recuerdo tu risa cuando hice un chiste de mal gusto al respecto, abrazándote por detrás, embistiéndote con palpitante ternura, mientras enjuagabas unos platos, «detrás de la vaca que ríe... mi amor, siempre está el toro que empuja», te dije. ¿Recuerdas?
¡Cuántas porciones de felicidad consumimos juntos en esa cocina!, en esa casa. Empaquetadas habrían llenado un millón de cajas redondas o cuadradas. Ahora me oprime su vacío de muerte, me enloquece. Soy incapaz de vencer el frío y el silencio que has dejado. No resulta trágico, sólo evidente, extremadamente real. Como dicen en las películas, parece que «ha llegado la hora».
Quería antes de partir escribirte una larga carta, pero hoy las manos me pesan como toros y resbalan torpes en la arena en que se convierten las palabras. No sé si lo conseguiré. Poco puedo decirte, no quedan gestos, guiños o sonrisas, ni siquiera suficientes lágrimas. Ya se han vertido casi todas. No queda una sola caricia que ofrecerte, una de esas que lo decían todo y aliviaban con su roce. En esta nada, sólo veo pañuelos blancos agitando su crueldad, pidiendo la ejecución de este destino, de esta muerte. En este espacio impenetrable en el que vivo, miro tus fotografías como quien mira el atardecer, como si estuvieras al otro lado de esas ventanitas de papel, detrás del gris, el blanco y el negro, observándome. Busco hallarte, apartarte, pero ni encuentro ni esquivo ni olvido.
Al final caímos en las fauces del desamor, negando al amor cualquier posibilidad. Nuestro delicado mundo quedó desperdigado, hecho añicos. Aunque esta casa guarde aún la luz de nuestra maravillosa y antigua locura, estos corredores llenos de recuerdos me llevan al mismísimo centro del rencor.
Y no quiero caer en eso, te lo juro. Esta casa se ha convertido en el museo de tu ausencia, es un lugar también llamado infierno. ¿Has oído hablar de él? ¿Podrías sacarme de aquí? ¡No puedo más! Haz que pueda irme de aquí...
He guardado en el altillo del trastero las cajas de cartón en las que quedó confinada nuestra vida. El paso de los años convierte las cartas que escribimos en laberintos de palabras sin sentido. ¿Recuerdas cuando cada noche te leía algunas páginas de un libro, algún poema, alguna columna interesante en el periódico? Hoy he leído algo hermoso y muy apropiado. Escucha...
Describir ahora el alto vacío del amor es tarea imposible. El humor y la esperanza agriados, cuajados en traiciones, y mi alma envuelta en el áspero sudario que ajustaste con tus manos.
Así está todo. De oculto luto, de luto blanco. Remiendo de olvido los viejos recuerdos mientras se mezclan y se confunden con los recientes recuerdos, que en todo se parecen y recuerdan a los tuyos. Me pierdo en abrazos que no siento, sabiendo que no encontraré en ellos ningún alivio. No hay paz que perdure en los jardines del amor. Allí, el tiempo, en imparable descomposición, corrompe el final de cada día, de cada beso, de cada palabra...
Puedo imaginar, casi sentir, el sosiego de nieve que seguramente te envuelva ahora, allí, en tu casa, en Clermont-Ferrand. Tal vez estés mirando por la ventana, desde la cama, cubierta hasta los ojos. Tal vez busques algo de calor acurrucándote en la almohada, abrazándola o metiéndola entre tus piernas. Tal vez lo hayas encontrado ya en otro cuerpo.
Ante mí siguen esas dos fotografías, hiriéndome.
Puedo también imaginar, casi sentir, el asfixiante calor de aquel día en el mercado de Port Louis, en aquel sucio bar de mesas rojas. El dolor de aquella tarde en que te acompañé al aeropuerto.
Volarías a París y desde allí a Clermont. No podías esperar más. De nada sirvieron mis calladas súplicas ante tu impaciencia y tu determinación. Recuerdo la desconcertante despedida, una más, pero muy distinta de las otras. El sudor nos bañaba, ajustando aún más a tus caderas un ceñido vestido negro que revelaba sin pudor tu fascinante cuerpo. Te deseaba con locura mirando extasiado sus transparencias. Me besaste frugalmente, casi sin mirarme. Luego, caminaste inerte hasta la escalerilla del avión, sin volver la mirada. Te silbé fuerte para que lo hicieras, y te lancé un último beso que apenas pasó rozándote.
En cuanto pusiste uno de tus pies en la escalerilla, comenzó mi loca espantada hasta el parking, y después la carrera por la calzada que recorría la valla exterior del aeropuerto, hasta llegar lo más cerca posible de la cabecera de la pista. En sólo unos minutos, un 340 despegaría desde allí llevándote en su vientre. Lejos, tan lejos del suelo que yo pisaba, hasta un cielo que más que nunca me pareció infinito. Te habían asignado el asiento 14—A, una ventana a la izquierda, si me daba prisa y mirabas por ella me verías. Detuve el coche en el escaso arcén levantando una polvareda, a sólo unos cien metros del asfalto por el que rodaba el avión. Llegué a adivinarte a través de la ventanilla, mirándome. Eso me pareció. Me quité la camisa y subí al techo del Jeep para hacerte señas. Como un auténtico gilipollas, comencé a agitarla al viento desde allí arriba. Y eso hice mientras el Airbus giraba enfilando la pista, y durante toda la carrera de despegue hasta elevarse, ¡como si pudieras verme! ¡Pobre estúpido patético! Saltaba, lloraba y lanzaba al aire besos voladores, impotentes... ¡Cuánto te amaba!, ¡cuánto iba a añorarte! ¡Qué pena que te fueras así!
Debo ir tras ella cuanto antes. Tendré que darme prisa en acabar el trabajo para ir a su encuentro. Eso fue lo primero que pensé. Pero quedaba tanto por hacer. No tardaría menos de tres semanas, y eso era demasiado tiempo. Mientras te alejabas en el avión, la realidad fue cobrando en mi mente una nueva dimensión. Quise o pude comprender y justificar cada una de tus odiosas palabras. En mi desconsuelo, me sentí un absoluto egoísta, un rotundo idiota. Deseaba más que nada poder rebobinar, decírtelo justo en ese instante. Decirte: puedes ir y estar tranquila. Pronto estaremos juntos. Lo entiendo, respeto tu decisión, la comparto, te amo, te ayudaré en todo cuanto pueda. Sé cuánto deseas ese nuevo compromiso, ese nuevo trabajo, y cuánto disfrutarás con él, teniendo además cerca a tu familia. Todo irá bien, mejor que bien. Perdóname. En lo sucesivo, no permitiré que nada nos separe, que nada nos aleje...
Pero la distancia era ya insalvable.
Aún sobre el techo del coche, todavía descamisado, encendí un pitillo sin apartar la vista del cielo. El avión emprendió un pronunciado viraje a la derecha, trepando hacia el norte, difuminándose entre las escasas nubes y los gases de sus cuatro motores. Perdiéndose, dejando atrás millas de nada azul, todo el espacio que ya nos distanciaba. Abajo, los coches que pasaban junto al mío aminoraban la marcha, y sus ocupantes me miraban preguntándose si necesitaba ayuda o si era sencillamente un loco. Al bajar de allí y sentarme al volante, ya sin ti, supe que aquello, más que una despedida, había sido el más inevitable adiós, el más definitivo. En aquel rotundo atardecer, comprendí que no habría besos que guardar para el reencuentro. Una vez más sentí que mi vida, de algún modo, sólo se colmaría en la muerte. Algo que tenía que haber hecho hace tantos años, cuando era invulnerable y tenía el valor. Mucho antes de ti, de todas estas idioteces que ahora me desgarran, mucho antes de volver a concebir la posibilidad de que un nuevo dolor pudiera lacerarme.
Vi cómo lo hacían unos chicos en el autobús. Uno de ellos tenía varias marcas recientes en el antebrazo. Allí había apagado varios cigarrillos. Al menos seis, el último delante de mí, mientras sonreía entre necio e impávido. Como yo, estaban sentados en el piso de arriba del bus. Ocupaban los cuatro asientos de la primera fila. Un fastidio, ya que casi siempre intentaba conseguir uno de esos sitios, especialmente cuando llovía. Me gustaba contemplar el panorama desde allí, tan alto, a través de los cristales empañados, todas esas luces de colores virando como en un gigantesco caleidoscopio desenfocado. Los chavales hablaban de forma pausada e incoherente, bastante colocados. Sus miradas se reflejaban perdidas y siniestras en los cristales. Hacían aquello como una tentativa contra la insatisfacción. Una absurda competición en la que entraban en juego la inevitable y estúpida hombría de los hombres y un singular pasotismo. Por lo que pude escuchar y entender, así aprendían ellos a soportar el dolor. Se entrenaban para el sufrimiento.
Eran extremadamente jóvenes, el mayor tendría quince o dieciséis años. Llevaban la cabeza rapada y el cabello teñido de colores. Uno de ellos tenía el pelo naranja, parecía una versión punk de Tintín. Pensé que me gustaría teñirme el mío de un bonito azul, que tal vez un día lo haría. Fumaban un par de canutos a hurtadillas del revisor. Un negro enorme que, de tanto en tanto, pasaba pidiendo billetes a los nuevos viajeros, encorvado para no dar con la cabeza contra el techo. Ignoraba a los chavales por evitar la bronca. Ocultaban los pitillos entre las manos y los iban pasando cuando podían, de uno a otro, dando profundas caladas que retenían en sus pulmones todo el tiempo posible. Luego exhalaban el humo por una escueta ventanilla. Era tal el vacío que reflejaban sus rostros, sus ojos hundidos, sus bocas blasfemas, tan grave su mueca de cansancio, que incomodaba mirarlos. Pensé en mi hijo. Entraba, o estaba ya, en esa terrible edad en que despreciamos la inocencia y masacramos la candidez. Todo se empañó aún más.
Recordando la macabra terapia que había contemplado esa noche en un autobús londinense, metí yo la mano en el fuego al poco de llegar a casa, en Madrid, desde Mauricio. Una semana después de que Nadia se fuera, hice las maletas y salí tras ella, con demasiado retraso y sin esperanza de alcanzarla. Antes de eso, de volver a verla, necesitaba una descompresión, ir adaptándome, buscar la forma de eludir la inevitable hipoxia que me ahogaría. Con ese propósito, el de hacerme a la idea, pasé un par de días de escala en Londres. En cualquier caso, llegué a España como salí de la isla del índico, empujado por el ansia, de forma totalmente precipitada. Inoportuna. Ella no estaría, nada sería lo mismo.
Encontré la casa fría, muy fría y vacía, como un inmenso nicho. Busqué unas hojas de periódico, unas pifiólas y unos troncos, y prendí la chimenea con urgencia. En la encendida, el salón se llenó de humo y de extraños reflejos. Nadia no tendría prisa por volver, ni esperaba que yo regresara tan pronto. Estuve a punto de llamarla para decírselo, para decirle que estaba en casa, pero no lo hice. Ella seguía en Clermont ocupada en sus asuntos, arropada por su deliciosa y envidiable familia. Lejos, segura y cobijada. Disfrutando de ellos y de su nueva tarea. Febril y abstraído en estos pensamientos, en el juego de las llamas, pensé en los muchachos del autobús. ¿Tendrían razón? ¿Acaso aprendiendo a resistir el dolor físico se pueden llegar a soportar las punzadas del alma?
Mordí con fuerza el borde de uno de los cojines, acerqué la mano a la hoguera, y agarré con fuerza una tea al rojo vivo. Aguanté apretándola unos largos segundos, sin un lamento, hasta abrasarme la palma. Luego la dejé caer de nuevo al pie de las llamas. Olía a barbacoa. Casi perdí el sentido. Sobrellevar aquel dolor en nada alivió mi desconsuelo. Sólo conseguí tener que llevar la mano vendada unos días y unas enormes ampollas que, al mínimo roce, me recordaban lo estúpido que puede uno llegar a ser. Había llegado al límite. Mi vida se derrumbaba, otra vez. De forma definitiva y terrible, por no sé qué misteriosas razones. Todo cuanto tenía se desmoronaba ante mis ojos como una muralla de arena ante la incontenible marea.
Nadia se alejaba de mi orilla dejando la playa desolada.
La situación, si cabe, había empeorado desde nuestro último y escueto adiós. Por más que intenté apaciguar mis sospechas fue inútil. A esas alturas ya estaba convencido de que amaba a otro hombre, o a otra mujer, quién sabe. Que detrás de todo aquello, además, había una infidelidad. Algo siempre ajeno a nosotros, una posibilidad tan impensable, tan improbable, que resultaba ridículo siquiera pensar en ella. Asumirlo ahora, digerirlo, parecía una tarea imposible. Pero sincerándome conmigo, llegaba a la conclusión de que por encima del amor, aquella perturbadora sospecha era la que me empujaba, la que me había llevado a abandonar sin más el trabajo, de improviso y sin explicaciones, dejando a medio acabar un reportaje en el que los editores habían invertido una pequeña fortuna. Algo que, además, me iba a proporcionar unos ingresos absolutamente imprescindibles. Aparte del dinero que dejaría de ganar, si no inventaba una buena excusa, aquello me podía costar mucho más caro. No sería raro que me despidieran.
Pero en mi delirio, nada de eso tenía ya mucha importancia. La impaciencia por descubrir si era cierta mi aprensión me condujo a un estado de rotunda enajenación, a una desconfianza absoluta que desterraba toda lógica, cualquier entereza. Veía todo desde otro punto de vista, desde otro mundo. Desde
Yanadaimporta,
un planeta muy lejano, oscuro y tenebroso, de atmósfera nauseabunda.
Comencé a indagar en cada caja, en cada cajón de cada armario, entre todas sus cosas, entre su ropa, en sus estantes, en sus maletas, despreciando de forma infame toda su intimidad. A medida que buscaba y rebuscaba, me sentía más indigno, más ridículo y más deplorable lo que estaba haciendo. Pero no podía detenerme. Después de horas de frenético registro, hallé lo que nunca hubiera deseado encontrar. Estaba casi a la vista y en el lugar más practicable, el más insospechado, en una estantería de la cocina. Entre unos libros de recetas se acumulaban algunos papeles, cartas del banco, facturas, también un sobre mediano de un azul muy llamativo. Dentro encontré algunas cartas perfumadas, enviadas desde Italia y Francia. Cuando las saqué de allí aún emanaban un insoportable aroma a colonia cara
para hombre.
Un olor que me pareció repugnante, que impregnó mis manos y el ambiente, que casi llegó a asfixiarme. Eché un rápido vistazo a las románticas misivas de su amante, diez o doce. Luego fui examinando una por una, al detalle, desgarrándome más y más a cada palabra. No sé cuántas leí. Caí derrotado, literalmente. Clavé las rodillas en el suelo y lloré con profunda amargura, con rabia, con incredulidad e indignación. Pensé en llamarla. No lo hice.
Decidí permanecer encerrado en casa, reflexionar, intentar serenarme. Pasé unos días buscando el modo de quitármelo de la cabeza, encendiendo un cigarrillo con otro, pensando en la manera menos dolorosa de afrontarlo todo. No era el único problema, no era la única desdicha. Era como si el sueño y la realidad se confundieran en mi alma una y otra vez. Una vez más. ¿Con qué baremo debemos medir cada infortunio? ¿Con qué escala determinar su verdadera magnitud? ¿Acaso sirve de algo comparar nuestras triviales desventuras con aquellas que todos consideran verdaderas desgracias? En un momento dado, si se dan las circunstancias apropiadas, la más nimia de las fatalidades puede ser peor que el peor cáliz de la muerte.