Read El hombre del baobab Online
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La pista de N'Djili le parecía más larga, más ancha, todo era a sus ojos más grande que entonces. Como la ciudad, como yo, como todo. Recordaba Leopoldville como una nave perdida en una inmensidad verde y difusa. Una ciudad a la deriva rodeada por una jungla que seguía siendo impenetrable. En la inmensidad de sus recuerdos, todavía habitaban animales feroces y tribus caníbales sedientas de sangre. Amenazas de un lugar inhóspito que él sobrevolaba casi todos los días. Como el imponente cauce del río Congo, que serpenteaba durante miles de kilómetros surcando y alimentando esa espesura. Como «una inmensa serpiente con su cabeza oculta en el mar y su cola perdida en las profundidades de la tierra», escribió Joseph Conrad. Realmente en aquellas selvas latía sordo el verdadero «corazón de las tinieblas». Había leído cien veces ese libro. Siguió rememorando. El y sus amigos, sus excelentes compañeros, después de cada misión solían ir a divertirse al que llamaban «barrio europeo». En Thysville se amontonaban algunos de los bares y restaurantes que ellos frecuentaban. Abrían hasta muy tarde, algunos hasta bien entrada la madrugada. Allí bebían
bourbon
y escuchaban buena música en directo. Recordaba una peculiar orquesta, la Okáfrica Jazz Band, que mezclaba el sonido del tamtan y el likembe con los del saxo, el clarinete y la guitarra. En esas calles estaban también las más suntuosas villas de Leopoldville. Pero sus antros favoritos estaban en el barrio de Poto-Poto, en Brazzaville, al otro lado del gran río. En ellos encontraban las más bellas putas. Mujeres muy jóvenes, deliciosas, que «amaban» la delicadeza y la generosidad de sus pálidos y ocasionales amantes. En Chez Mingiedi, el Dollar, Lolita o Chez Tintín, donde incluso preparaban algo parecido a una paella. En todos esos locales eran siempre bien recibidos, como los mejores clientes.
Busqué en la radio algo que amenizara los brutales atascos que encontramos de regreso al hotel y amortiguara la monótona charla de mi padre, que ya desembocaba en una sucesión de «lances» de juventud, entre buenos camaradas y mejores prostitutas. Sintonicé una emisora, Radio Okapi, ponían buena música, un poco de todo, hasta canciones de Julio Iglesias. Nuestro compatriota cantaba en francés,
ne me parle plus d'amour,; laisse faire le silence...,
mientras papá hablaba y hablaba perdido en sus tarambanas recordaciones. De pronto dio un respingo en el asiento y su rostro y sus ojos parecieron iluminarse. Agarrándome la mano que tenía sobre la palanca de cambio exclamó emocionado: Pero qué idiota soy, ¡ahora me acuerdo! ¡Allí estaba el Pourquoi Pas!, en Brazza, y no en Leopoldville. Ahora lo recordaba bien. Estaba en algún rincón del barrio de Poto-Poto. Allí conoció a Collette. Allí empezó todo. Ese debía ser el punto de partida, me dijo con impaciencia. Te aseguro que mañana intentaremos ir a Brazza, le prometí, lo intentaremos, pero ahora debes descansar, debemos descansar. Ya has tenido suficientes emociones por hoy, ¿no te parece?
De Kinshasa a Brazzaville hay pocos kilómetros, cinco o seis. En la recepción me recomendaron que para ir tomáramos un
cent-cent,
un taxi, mejor que nuestro coche. Nos proporcionaron uno de confianza. Cruzar el río y la frontera podía ser muy complicado, y el tráfico en la laberíntica Brazza sería, me prometieron, aún peor que en Kinshasa. Tuve que ofrecer una generosa suma al chófer, un tipo mayor que parecía espabilado y honesto, para que ese día se dedicara a nosotros en exclusiva. Lo normal hubiera sido recoger viajeros por el camino hasta llenar el coche, ése es el concepto de «transporte colectivo» que tienen en general los africanos. Taxis y autobuses viajan siempre abigarrados, completamente repletos de clientes. Le pagué la mitad de lo acordado antes de salir para que eso no ocurriera. Avanzamos lentamente por el paseo Alberto en dirección a la frontera entre Zaire y la República del Congo. Las dos naciones, las dos ciudades, llevan una eternidad separadas legalmente, pero sus habitantes siguen hermanados a pesar de los odios ancestrales que también comparten. Un trasiego incesante unía las dos márgenes, el mismo bullicioso ir y venir de cuando pertenecían a un mismo país. En cierto modo, Brazzaville, fue en tiempos un apéndice de Leopoldville, un enorme barrio más. Con el tiempo se convirtió en una poderosa capital llena de misterios desterrados. Nos llevó más ele dos horas coger uno de los ferris que cruzan las turbias aguas divisorias. Iban atestados y navegaban penosa y lentamente, luego, los funcionarios de aduanas eran aún más parsimoniosos que los barcos. La tensión en el paso fronterizo era evidente, se notaba sobre todo por la enorme presencia de militares a uno y otro lado. Muchos zaireños iban cada día al mercado de Brazza a comprar o vender animales o mercancías y viceversa, multitud de congoleños atravesaban el río en dirección a Kinshasa. Las colas de gente y vehículos para embarcar o desembarcar eran eternas, me arrepentí de haberme aventurado con mi padre en ese desbarajuste. Pero él estaba empeñado en ir a toda costa, en buscar al otro lado. Las dos ciudades están una enfrente de la otra, cada una en una orilla, mirándose con repulsión y nostalgia, cerca del lugar en el que las aguas del Congo dejan de ser navegables. Más allá, está la infranqueable Puerta del Infierno y sus torrentes imposibles de descender o remontar. Sus aguas bajaban tan revueltas como el país en esos días. A mediados de los noventa, la situación en el Congo era dramática, especialmente dramática. La tensión ante la posibilidad de otra inminente guerra se notaba ya por todos los rincones. Aún chorreaba reciente toda la sangre derramada en los Grandes Lagos, el genocidio en Ruanda y Burundi, las matanzas a machetazos y pedradas entre hutus y tutsis, unos tres millones de personas perdieron la vida de forma terrible. Luego llegaron las avalanchas de víctimas expatriadas. En 1994, más de un millón de ruandeses, la mayoría hutus, entraron en el Zaire huyendo de la carnicería. Aquello desestabilizó aún más la ya inestable región: Los tutsis
bayamulengues,
sintiéndose abandonados por Mobutu, se iban a rebelar contra el tirano de la mano de Laurent Kabila. Después de todo aquel horror, la cruzada contra el corrupto Mobutu Sese Seko parecía ya imparable. El del Congo es conflicto eterno, eternamente olvidado, sobre el que las televisiones raramente enfocan los objetivos de sus cámaras, ocupadas en guerras más «productivas», más interesantes para los espectadores. Guerras asépticas, terapéuticas, en las que se emplean soldados cada vez más estúpidos y armas cada vez más inteligentes. Guerras atractivas, controladas, televisadas en directo. Mientras, lo que sucede en muchos lugares de África, las muertes de millones de personas, pasan casi desapercibidas en Occidente, casi ocultas, tergiversadas. Cuando se cuenta, todo parece quedar resumido a una lucha salvaje entre salvajes negros, seres extraños e irracionales, que se matan unos a otros por razones incomprensibles, completamente incoherentes. Yen los titulares, cuando los ocupan, aparecen los mismos nombres y apellidos, los mismos miserables que ya estremecían y sangraban el país cuando mi padre lo conoció, o sus descendientes, haciendo todavía de las suyas. El Zaire pronto se iba a convertir en la República Democrática del Congo, aunque eso suene a risa. Los zaireños ya se preparaban para acabar con décadas de crímenes bajo el imperio de Mobutu. La revuelta de Kabila estaba en marcha, todo estaba a punto para que en pocos meses las tropas rebeldes marcharan sobre Kinshasa y arrebataran el poder al dictador. Mi padre, en los años sesenta, había vivido de cerca los devastadores efectos de otra sublevación, la que terminó con la dominación de los belgas. Después de su partida, el Congo ya «independiente» cayó en un abandono infinito que aún, décadas después, perduraba. Mobutu Sese Seko llevaba en el poder desde entonces, desde el año 65, cuando se lo arrebató por la fuerza a Tshombe. Treinta y un años después de aquel golpe de estado, el dictador seguía en el poder. Aunque al parecer ya no sería por mucho tiempo.
Papá permaneció sentado dentro del coche durante casi toda la travesía. Le veía hablar con el taxista, no llegaba a imaginar de qué, con qué palabras, el conductor se manejaba mal en inglés y regular en francés, sólo se expresaba con fluidez en su incompresible dialecto, el Ungala. Papá se portaba bien, como un niño de excursión. Estaba cansado, tal vez dolorido, pero no dejaba escapar un solo lamento. Tomaba sus pastillas, que eran muchas al día, con diligencia, asumiendo la disciplina sin rechistar. Antes de salir del hotel le embadurnaba en loción repelente de mosquitos, los dos lo hacíamos; con todo, los bichos no nos dejaban en paz y alguno nos picaba. Me preocupaba que pillara una malaria, tener que ingresarlo quién sabe hasta cuándo en un hospital, o ponerme enfermo yo, lo que hubiera sido un total desastre. Pasé los tres cuartos de hora que duró el trayecto en el paquebote fumando y mirando las oscuras aguas del caudaloso río, que pocos kilómetros abajo se deshacía en torrentes infernales, en rápidos imposibles, hasta llenar el océano. Quedé ensimismado en mis coartados pensamientos; desde que llegamos a África mi mente estaba ocupada en lo inmediato, en papá, en sus medicinas, en nuestra aventura, poco más. No había vuelto a pensar en Nadia ni en Adrián. Tampoco en mis ambiciones suicidas. Como las aguas del río, seguiría dejándome llevar hasta que regresara a España, una vez allí decidiría cómo y cuándo hacerlo. O tal vez regresaría definitivamente a la vida.
Tenía la intención de pasar dos o tres días en Brazzaville, aunque nada dije a papá de mis propósitos. Reservé una habitación en el único buen hotel del centro, por si acaso. Había mucho que ver y hacer allí además de buscar el dichoso Pourquoi Pas. Antes ele salir de Madrid le prometí que iríamos a ver animales salvajes, que haríamos un safari. La reserva de Lefini no estaba muy lejos, no sería tan espectacular como el Parque Nacional de Odzala, al que sólo se podía llegar en avión, pero colmaría nuestras expectativas. Decidiría sobre la marcha. Por fortuna, Sassou, nuestro chófer, tenía un buen amigo entre los oficiales de la aduana del puerto. Nada más atracar, después de descender del barco, consiguió que nos dejaran pasar el control sin esperar las interminables colas que se formaban a la llegada de los ferrys. El policía ojeó con desinterés nuestros certificados de vacunación y los pasaportes, nos hizo rellenar unos estúpidos impresos y luego selló los dos documentos sin mayor problema. No nos libramos de pagar las tasas ni de soltar una generosa propina al sumiso funcionario. Todo mereció la pena, al fin pudimos entrar en la ciudad fundada por el explorador Pierre Savorgnan de Brazza. Nuestro primer objetivo una vez allí, cómo no, sería el barrio de Poto-Poto.
A pesar de su bullicio y su caótica circulación, Brazzaville es una ciudad más alegre y tranquila que Kinshasa. Sus calles están llenas de bullicio y de arte. En todos los rincones se venden máscaras y esculturas, pinturas coloridas e ingenuas, naif africano, bellos instrumentos musicales. Ya en Poto-Poto buscamos infructuosamente el Pourquoi Pas. Papá intentaba casi con desesperación recordar, orientarse en aquella maraña de calles repetidas, casi idénticas. En la enorme barriada conviven miles de personas, cientos de etnias, en un laberíntico y cuadriculado trazado de sucias callejas. Cada intersección, cada cruce, delimitaba parcelas cuadrangulares de terreno dividido a su vez en pequeñas parcelas. En cada una de ellas, decenas de casuchas levantadas con arcilla y madera, con cemento, ladrillos y planchas de uralita, muchas veces rematadas con plásticos y cartones. Todas rodeadas por cercas de estacas y enormes árboles, por una densa vegetación que ocultaba casi por completo las precarias construcciones. Un panorama pobre, denso, simétrico y monótono, en el que era muy difícil ubicarse, encontrar alguna pista que ayudara a su degradada memoria. Poto-Poto era un gigantesco e indescifrable suburbio. Fuimos preguntando a unos y a otros hasta dar con alguien que recordaba el local. Un anciano esbelto y altísimo que accedió a llevarnos al lugar donde estuvo un día muy lejano, nos dijo. Subió al taxi y con firmeza guió a Sassou por las intrincadas callejuelas. No tardamos mucho en llegar. En la propiedad que antiguamente ocupara el café, encontramos una atiborrada quincallería. Hacía ya muchos, muchísimos años, que el Pourquoi Pas había dejado de existir, fue poco después de la revolución, nos contó el viejo. Curioseamos por el local, ya irreconocible, y charlamos con uno de los buhoneros, también de aspecto octogenario, aunque seguramente tuviera poco más de cincuenta años. Le explicamos el objeto de nuestra búsqueda. Entonces, por fin, encontramos una pista, una razón para seguir. El que fuera dueño del Pourquoi Pas aún vivía. Papá recordaba bien a Ranim, que así se llamaba el hermano de Collette. Habitaba en Kintsomdi, otra barriada al noroeste de la ciudad, en la casa del marido de una de sus hijas, Véronique. Hacía ya más de seis años que la habían construido, nos explicó. El hombre apuntó la dirección en un pedazo de papel. Nos despedimos de los dos ancianos muy agradecidos y pusimos rumbo a la casa de Ranim. Aún tardamos más de una hora en cruzar la ciudad y alcanzar la periferia de la periferia. Sassou detuvo el taxi frente a la casa. Era una vivienda de una sola planta, levantada con bloques de arcilla muy roja, con el techo cubierto de tablones de madera y plásticos de todos los colores.
Véronique entreabrió la puerta con timidez, mirando algo temerosa por la abertura. Nos miró muy seria, muy sorprendida, lo último que esperaba era encontrar allí plantados a dos blancos sudorosos con caras de circunstancia. Nos miró varias veces, sin disimulo, de arriba abajo y de abajo arriba. Luego, con un suave acento francés, con indisimulada sequedad, nos preguntó que qué deseábamos. Buscamos al señor Ranim, usted debe de ser su hija, le contesté titubeando. El que fuera propietario de un café en Poto-Poto, añadí, el Pourquoi Pas. ¿Vive aún aquí? Aguardó un instante observándonos todavía con desconfianza, y luego vociferó adentro, llamando a su padre: ¡Papá, unos blancos te buscan! Escuchamos los lentos pasos de Ranim acercándose al umbral, arrastrando los pies tras la puerta verde y descascarillada. La abrió de par en par, un tanto desafiante, apartando con suavidad a su hija. Era un anciano de cara afable y tersa, con abundante pelo blanco sobre la fosca testa, muy rizado y abultado, como el de un payaso cano. Salió del umbroso interior de la casa y se plantó con los ojos guiñados y un poco encorvado al sol del rellano. En su mirada aún conservaba el brillo inquieto de la juventud. Nos echó un rápido vistazo con el cigarrillo casi consumido entre los labios, igualmente receloso. Todos nos miramos sin decir nada durante un instante prolongado y absurdo. Primero papá y él se escudriñaron con el rabillo del ojo. Luego, ya cara a cara, los viejos aguzaron los sentidos, observándose como si tuvieran ante sí la imagen de un espectro familiar, como dos aparecidos. Mi querido Ranim, ¿puedes recordarme?, le dijo mi padre. El veterano negro se ajustó las vetustas gafas y se acercó aún más a él mirando su rostro muy de cerca, a sólo unos centímetros. Después, retirándose, escupió la colilla, dio unos pasos atrás y se puso a cavilar. Soy Alfonso, el español de la ONU, insistió papá en su buen francés. ¿Te acuerdas de mí?, el hombre blanco de Collette. De improviso, el gesto en el rostro de Ranim se transformó por completo. Rumió algo al cielo, sacó las manos de los bolsillos y las echó a la cabeza, balanceándose así delante y atrás, muy impactado, jurando en algún dialecto misterioso, hablando muy rápido, repitiendo una melódica frase, de la que sólo llegué a entender un nombre, Collette. Su hija y yo mirábamos la escena muy turbados, sin saber bien qué hacer o decir. Ranim y mi padre se abrazaron emocionados, con añoso afecto, sonriéndose como dos majaderos, dándose palmadas en la cara o en la espalda el uno al otro. Tomándome del brazo, papá me arrimó efusivo al viejo diciéndole que yo era uno de sus hijos. Ranim tomó mi cabeza entre sus manos ásperas y acercándome la frente a su boca, me besó tres veces como si fuera su propio hijo.