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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (37 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Apuntaló la botavara en el pique, después montó el aparejo de poleas a partir de aquélla y dejó caer otra vez la eslinga de lona por la escotilla. Al bajar al camarote, cerró la escotilla contra la cuerda, para impedir que entrara el agua arrastrada por el viento. Después sacó a fuerza de brazos la caja de madera de la sentina y la arrastró sobre el suelo con ayuda de una manta.

El velero escoró bruscamente, cabalgando sobre la cresta de una ola. Hardin apartó rápidamente los pies, un segundo antes de que la caja se estrellara contra un mamparo. Retiró los tramos inferiores de la escalera, encastró la caja junto a la caja del motor, levantó la tapa haciendo palanca y deslizó la eslinga por debajo del cañón. Después tiró de las cuerdas hasta que éstas quedaron tensas e inclinadas entre el cañón y la popa, y abrió la escotilla. Una ola retumbó bajo el barco y una cresta perdida se precipitó en la bañera y bajó por el hueco de la escalera. El agua fría bañó el pecho de Hardin.

Empezó a tirar del aparejo de poleas. Fue una tarea pesada hasta que el cañón hubo superado la altura de la caja del motor. Después el dragón quedó suspendido perpendicularmente a la popa y empezó a subir sin trabas. No obstante, el vaivén del barco lo hacía girar y levantó grandes astillas sobre la madera de teca del mamparo de popa.

Hardin se encaramó sobre la caja del motor y bloqueó el vaivén del cañón con los hombros, mientras continuaba izándolo. Tenía la cara al nivel del panel de instrumentos Brookes & Gatehouse. Echó un vistazo a la pantalla del radar. Todavía nada. A su lado la corredera registraba ocho nudos. La aguja giró hasta marcar once nudos, mientras el velero se precipitaba por la pendiente de una ola. El tormentín les hacía avanzar con demasiada rapidez. El viento estaba arreciando y Hardin comprendió que debería arriarlo, pero primero tenía que ocuparse del arma.

Tiró de la cuerda. El largo esfuerzo para izarse hasta la punta del palo en la guindola había mermado bastante sus energías y tenia los brazos entumecidos. El Dragón se alejó con un balanceo antes de que pudiera retenerlo y se deslizó en la eslinga, con peligro de desasirse. Sujetando la polea con una mano, Hardin introdujo el hombro a modo de cuña debajo del arma. Setenta y cinco kilos de peso le aplastaron la clavícula. Sintió un dolor cegador. Enderezó las piernas y empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. El Dragón recuperó su posición correcta en la eslinga. Jadeando de dolor, Hardin continuó tirando de la cuerda.

—Está encrespándose otra vez —gritó Ajaratu.

Hardin no respondió y ella se quedó mirando con ojos insondables el cilindro negro que empezaba a emerger lentamente del camarote.

Hardin siguió tirando hasta tenerlo fuera de la escotilla. Después la cerró, apoyó el cañón contra el cuartel para aflojar un poco la tensión y deslizó el aparejo de poleas hasta la punta de la botavara. Cuando volvió a tirar del Dragón, éste se situó con un balanceo sobre la parte anterior de la bañera. Hardin se arrodillo sobre el banco transversal situado detrás de la escotilla y bajó con cuidado el arma hasta que ésta rozó su hombro.

Retiró los protectores de las lentes y oteó a través de las miras binoculares, con el corazón palpitante, tanto por la excitación como por efecto del esfuerzo realizado. Los hilos perpendiculares dividieron la cresta de una ola del Cabo. En un santiamén, el velero se había convertido en un arma sumamente poderosa.

Cubrió las lentes, aferró el polipasto y tendió un cabo, uniendo cada extremo del cilindro de metro veinte a las cornamusas de la cubierta, para impedir que el cañón se balancease. Ajaratu no le quitaba los ojos de encima. Hardin se volvió para enfrentarse con su mirada, dispuesto a encontrar resistencia. No vio rastro de ella. Sólo resignación y, después, algo más: excitación, le pareció. Pero ella desvió la cara sin darle tiempo a asegurarse.

El viento continuaba apisonando el oleaje entre las grandes olas. Hardin lo interpretó como un augurio de que tendría éxito. La visibilidad había mejorado —al menos cuando las grandes olas le elevaban por encima del torbellino— y se dijo que, si el viento continuaba soplando con esa fuerza —si no llegaba a ser muy duro—, y si no cambiaba de dirección levantando un molesto oleaje transversal, y si el
Leviathan
aparecía antes de que anocheciera, tendría una oportunidad aceptable de acertar.

—¡Una luz! —exclamó Ajaratu, sujetando la rueda del timón con una pierna mientras le señalaba el radar.

Hardin puso las manos sobre la pantalla.

Estaba en el borde exterior del circulo más próximo. Demasiado cerca. En el cuadrante superior. En el punto de mediodía. Una luz verde reluciente. ¿Una ola? ¿Un fallo del radar? La luz se desvaneció. Pero cuando la proa se levantó sobre las olas, volvió a iluminarse. Hardin la observaba fijamente —cada vez más excitado—, intentando calibrar su intensidad, rogando que no fuera una ola, hasta que gradualmente fue cayendo en la cuenta de que una ola no podría mantenerse fija tanto rato, rogando que no fuera otro buque, aunque al mismo tiempo era perfectamente consciente de que estaban a cincuenta millas al oeste de las rutas de tráfico marítimo y que, si era un buque, sólo podía ser el
Leviathan
.

¿Cómo había podido acercarse tanto? Tal vez la tormenta era excesiva para el radar. La luz empezaba a rozar el umbral del segundo círculo. Diez millas, menos de una hora de distancia. Hardin se apartó de la pantalla y se reunió con Ajaratu junto a la rueda del timón.

—¿Sí?

—Sí.

Cogió el timón y, valiéndose de la brillante luz del radar como si fuera la aguja de un compás, puso rumbo hacia ese punto. Su resplandor fue haciéndose más y más intenso a medida que el cielo empezaba a oscurecerse desde el norte hacia el oeste. Hardin la mantuvo perfectamente centrada, dirigiéndose en línea recta hacia el petrolero. El acortamiento de la distancia que los separaba quedaba simbolizado por el avance del punto de luz hacia el centro de la pantalla.

El viento empezó a ulular entre los aparejos, aumentando el volumen de las grandes olas, pero allanando todavía las aguas entre una y otra, Hardin se desviaba de su rumbo apenas lo suficiente para hacer pasar sana y salva la popa del velero por encima de las crestas. Luego volvía a apuntar directamente hacia la luz y se lanzaba a la carrera por la pendiente, adelantándose a la próxima ola que ya les amenazaba por la espalda.

—Truenos —dijo Ajaratu, levantando la cabeza y aflojándose el capuchón de la parka.

Volvió a cerrarlo rápidamente para protegerse del frío.

Minutos más tarde, Hardin también lo oyó. Un profundo estruendo, aislado como un trueno, justo frente a ellos; pero ningún relámpago iluminaba el cielo encapotado ni se precipitaba en las aguas cada vez más agitadas.

De improviso, el viento giró hacia el noroeste. El velero se vio impelido hacia atrás, tambaleándose con el repentino cambio. El radar se apagó. Hardin se deslizó por el lado de Ajaratu para comprobar qué ocurría con el aparato. Se agachó instintivamente para esquivar la sombra que pasó volando sobre su cabeza. Era la antena del radar. El viento la había arrancado del palo.

Una línea oscura se interpuso frente a la proa y, segundos después, una fuerte granizada, arrastrada por el viento, empezó a azotar el barco. Hardin se abrió paso hasta la rueda del timón y agachó la cabeza al unísono con Ajaratu para protegerse de los penetrantes proyectiles. El ruido, semejante a un trueno, volvió a sonar, una vez y luego otra, más fuerte que antes, cabalgando sobre el viento estridente, más y más próximo, como el alboroto de la retirada que va escuchándose con una nitidez cada vez más aterradora en las líneas de retaguardia. La granizada fue haciéndose más débil, se transformó en una lluvia terriblemente fría y luego cesó.

Hardin volvió la mirada hacia atrás y divisó una enorme ola encrespada que avanzaba rápidamente por el sudeste. Su cresta empezó a desmoronarse, derramando toneladas de aguas blanquecinas frente a ella. Les estaba dando alcance con aterradora velocidad.

Hardin cogió firmemente la rueda del timón con ambas manos e intentó mantener el rumbo del velero para coger la ola por detrás. La cresta se alzaba amenazadora a gran altura y parecía dispuesta a doblarse de un momento a otro y precipitarse sobre el velero, pero el barco subió con ella, trepando esforzadamente, más y más, hasta que por fin alcanzó la cresta, donde empezó a revolotear como una astilla de madera entre los remolinos de espuma, sobrevolando las agitadas aguas. Montañosas olas dentelleaban los horizontes a varías millas de distancia.

Hardin se quedó mirando anonadado.

Una enorme mole negra se abría paso entre el turbulento caos.

El
Leviathan
.

Avanzando directo hacia ellos y muy próximo.

CAPÍTULO XVII

Negro contra el cielo, coronado de espuma blanca, el petrolero despedazaba las imponentes olas, partía sus crestas como un cuchillo, saltaba sobre los senos entre ola y ola, mientras avanzaba implacable a través de la tormenta que zarandeaba el velero cruzado en su camino. Un lívido humo se alzaba por encima de la silueta inconfundible de sus chimeneas gemelas. La ancha proa se elevaba pesadamente sobre las aguas, quedaba suspendida un instante en un agudo ángulo y luego volvía a caer, como un martillo pilón.

Un estruendoso estampido retumbaba en medio de la barahúnda.

El velero se precipitó hacia abajo sobre el lomo de una ola, hasta las profundidades del agitado seno de la ola, y Hardin perdió de vista al
Leviathan
. Agitó frenéticamente el timón en medio del caótico oleaje transversal, en busca de la gran ola siguiente.

Ajaratu había trepado a cubierta, detrás de él, y le iba indicando la dirección a gritos desde su más elevado punto de mira, mientras se sujetaba al estay de popa. Hardin accionó el timón de acuerdo con sus instrucciones y el velero empezó a elevarse de pronto como si avanzara sobre los rieles de un astillero. Instantes después cabalgaba en la cima de la ola, deslizándose sobre la espesa, blanca cresta. Hardin accionó el timón para mantener el barco allí arriba, e intentó calcular la distancia que le separaba del
Leviathan
.

Estaba poseído por una absorción mecánica, todos sus sentidos concentrados en el negro buque. Los ruidos del mar se desvanecieron. Sólo tenia una vaga conciencia de la presencia de Ajaratu, arrodillada a su lado, dispuesta a hacerse cargo de la rueda del timón. Sus ojos parecían haberse convertido en prismáticos, claros y seguros.

Era como si tuviera un telémetro en el cerebro. Supo, con tanta seguridad como si se tratara de arrojar una pelota, exactamente sobre qué punto dispararía su proyectil. Dentro de cuatro segundos el velero empezaría a deslizarse fuera de su plataforma de observación. Una gigantesca ola encrespada avanzaba abriéndose paso entre las aguas, a trescientos metros del barco por el lado de babor. El
Leviathan
se encontraba otras dos olas más atrás, pero el gran buque atravesaría esas dos olas en el tiempo que tardase Hardin en llegar a la cima de la primera. Buscó un camino a través de las turbulencias del seno entre la primera y la segunda ola: un sendero para su disparo. Había navegado seis mil millas a la vela para poder estar en ese punto durante cinco segundos.

El velero se balanceó y empezó a descender por el otro lado de la ola. Hardin perdió de vista al
Leviathan
y puso el barco popa al viento mientras la ola pasaba por debajo, después avanzó sobre el seno, ciñendo el viento, sorteando las puntas del oleaje que revoloteaba en tomo al velero formando un auténtico laberinto en movimiento. Escuchó un ruido atronador cuando el
Leviathan
hizo polvo su primera ola y comprendió que el velero estaba avanzando demasiado despacio, pues todavía no había recorrido la mitad del camino hasta la otra cresta. Arriesgándose a atravesar el estrecho espacio entre dos olas a punto de colisionar, volvió a tomar el viento por la popa. El velero aceleró, pero una onda cubrió la proa y durante unos instantes las aguas verdes y blanquecinas treparon por la cubierta delantera. Hardin temía no conseguir salir a flote, pero el velero se sacudió el agua de encima, como si fuera una manta sucia.

Cuando el gruñido de la ola se convirtió en un rugido y ya se cernía amenazador sobre su cabeza, Hardin le indicó a Ajaratu el rumbo que debía seguir hasta remontar la encrespada pendiente.

—Procura mantenerte arriba tanto rato como puedas.

Ella cogió la rueda del timón sin decir palabra y sus ojos, muy grandes en medio de su cara marcada por la fatiga, se clavaron en la ola. Hardin soltó las amarras de protección del Dragón, se arrodilló debajo del arma y dejó descansar el cañón en el hueco de su hombro.

Retiró los protectores de las miras, dividió el mar en cuatro segmentos separados por los hilos de la cruz, fijó el punto de mira para una distancia de trescientos metros y dejó que su cuerpo se fundiera con el arma hasta constituir una sola pieza. La ola estaba cada vez más próxima. El velero comenzó a levantarse. Hizo girar la boca del cañón hasta que la tuvo apuntando directamente al frente por el costado de babor, y se aseguró de que el potente retroceso no pudiera golpear a Ajaratu.

La proa se inclinó fuertemente. Estaban a media altura de la cresta y seguían subiendo rápidamente, apresurándose para alcanzar la cima antes de que se precipitara sobre ellos. El velero empezó a dar guiñadas sobre las aguas cada vez más agitadas. La superficie de la ola se estaba desintegrando, transformándose en un caos. Ajaratu empujó la rueda del timón ayudándose con una rodilla y la mano sana. El barco se enderezó, sin cesar de subir.

Hardin escuchó el estruendo del
Leviathan
al aplastar su segunda cresta. Luego el velero alcanzó la cima de la ola, el mar se extendió ante ellos y el
Leviathan
llenó la mira del Dragón.

Su proa descomunal se alzaba pesadamente hacia el cáelo. Hardin situó la protuberancia bulbosa en el cruce de los hilos de la mira. Buscó el disparador, apuntando sobre la línea de flotación. El cuadro era perfecto. El monstruo empezaba a encabritarse, dejando al descubierto toda la superficie de su proa prognata.

Ajaratu profirió un grito de alerta.

La masa negra que cubría las miras de Hardin se trocó en un gris lechoso. Una segunda cresta deshilachada trepó por encima de la primera, derramó toneladas de agua de mar encima del velero y lo derribó sobre la cubierta. El Dragón empezó a girar incontrolado y la boca del cañón le golpeó la sien justo antes de que quedara sumergido bajo el agua helada.

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