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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (39 page)

BOOK: El cazador de barcos
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La lumbrera central y la de proa habían resistido, lo cual explicaba que el barco todavía se mantuviera a flote. El estay de popa y el obenque de babor se habían desprendido, pero el estay de proa y el obenque de estribor colgaban muy tensos sobre la borda, y cuando el oleaje balanceó el velero, la base mellada del palo de aluminio afloró a la superficie y sacudió el velero asestándole un fuerte golpe en la proa.

Hardin corrió hacia proa sobre la cubierta inclinada, se agachó junto al muñón donde se había desgarrado el palo y cortó el obenque de estribor con el cortacables. Después se dirigió al estay de proa, pero en el momento de arrodillarse, miró hacia atrás, alertado por un profundo y sobrecogedor ruido. Otra gran ola avanzaba hacia el tambaleante velero; Hardin se había atado el cabo de seguridad. Pero si el palo volvía a chocar contra el casco, le abriría un boquete.

En un esfuerzo desesperado, intentó cortar el estay de proa inclinándose por encima de la borda para alcanzar más allá de los resistentes tensores, demasiado gruesos para el cortacables. El estay se desprendió con un chasquido. Después las drizas y las escotas se pusieron tensas entre el muñón del palo y el palo de aluminio que se hundía.

El velero empezó a levantarse pesadamente y a regañadientes, empujado por la ola. Hardin cortó la driza de la mayor, las drizas del génova, las drizas del
spinnaker
, y la driza de las banderas. Buscó el amantillo, pero ya se había soltado. Un solo cabo colgaba por encima de la borda delante de la bañera. La escota del foque Hardin se precipitó tambaleándose hacia popa y la cortó.

Había logrado desprenderse del palo, pero la gran ola ya estaba sobre ellos. Bajó corriendo la escalera, le gritó a Ajaratu que se agarrara bien, vio el tablero de la mesa del comedor flotando en las aguas que le cubrían hasta la cintura, lo cogió, y lo apoyó contra la escotilla e intentó sostenerlo con la espalda, de pie sobre la caja del motor. El Dragón le golpeaba las piernas cada vez que cabeceaba el velero.

La ola se encrespó por encima del velero y lo sepultó bajo su cresta. Hardin se mantuvo firme durante varios segundos. Después, la presión se hizo excesiva y le obligó a apartarse. El agua empezó a inundar a borbotones el camarote. Cuando hubo pasado la ola, el velero flotaba mucho más sumergido. Ajaratu asió a Hardin por la parka y le ayudó a incorporarse.

—Tu caja de herramientas está en la pica. El foque está encima de la cocina. ¿Qué puedo hacer?

—Achicar. Ve echando el agua en la bañera. Yo te ayudaré en cuanto haya podido tapar la escotilla.

Hardin se llenó el bolsillo de clavos, cogió un martillo y dobló el foque formando un triple cuadrado, después lo arrastró hasta la cubierta y lo extendió sobre la boca abierta de la lumbrera. Cubrió toda la superficie desde babor a estribor, incluido los dos orificios por donde solían asomar los tubos de ventilación, se tendió sobre el dracón para impedir que el chirriante viento se llevara la vela. Después la clavó a las cubiertas de teca. Las puntas primero, luego los bordes, martilleando un clavo tras otro, deteniéndose sólo cuando una ola encrespada le obligaba a refugiarse abajo, para volver a reanudar de inmediato su tarea. El agua borboteaba a intervalos en el lugar donde antes estaba el batidero, mientras Ajaratu seguía achicando y vaciando el agua en la bañera, que desaguaba en el mar.

El aparejo de poleas estaba irremisiblemente enredado y no había manera de sacar el Dragón del camarote. Hardin ató la botavara a varias cornamusas de cubierta, luego aseguró el cañón con cuerdas para impedir que les golpeara mientras seguían achicando el metro de agua que cubrían el suelo del camarote.

Estuvieron achicando toda la noche, conservando dificultosamente el equilibrio, mientras el casco del velero se bamboleaba como embriagado entre las aguas tormentosas, y sus cuerpos exhaustos clamaban a gritos por un poco de sueño. Cada cien cubos se tomaban un breve reposo. Cuando iban por la mitad del cuarto centenar, Ajaratu recogió un tarro de miel intacto con su cubo. Los dos se llenaron ávidamente la boca de su espesa dulzura.

Ajaratu llevaba la parte peor, pues no podía aligerar la tensión cambiando de brazo. Hardin intentó hacer funcionar varias veces la bomba de pañoles, pero los fragmentos rotos que llenaban la sentina la obturaban. Amaneció, y seguían trabajando, hasta que por fin, a pesar de que varías olas se habían introducido por debajo del parche que cubría la lumbrera, sólo quedó una capa de agua demasiado poco profunda para sacarla con los cubos. Sólo restaba un negro y hediondo caldo, mezcla de agua de mar, aceite de máquina y ácido de la batería, sobre el que notaban restos de alimentos, ropas, libros, cartas de navegación, mantas y herramientas.

Hardin volvió a limpiar la entrada de la bomba de pañoles y Ajaratu se arrodilló junto a ella y fue dejando escurrir el agua entre sus dedos, mientras él bombeaba hasta que le dolieron los brazos y la espalda y su corazón parecía a punto de estallar. Entonces se enderezó y se apoyó contra el Dragón, que colgaba de su eslinga como un tiburón muerto.

Ajaratu se desplomó junto a la caja del motor, con la cabeza caída sobre el pecho. Hardin la ayudó a levantarse del lodazal y la sentó junto a la mesa de navegación. Le cogió la barbilla con una mano para obligarla a prestar atención.

—Búscame el tormentín y todos los cabos que consigas hallar y sube a cubierta.

Ella se lo quedó mirando con ojos vacíos.

—En seguida.

—No sé si podré —murmuró ella.

—Será mejor que lo intentes. Todavía no hemos salido de ésta.

La empujó hacia el camarote de proa y subió a cubierta. El viento había amainado ligeramente, pero las olas eran tan altas como antes. Localizó la caña del timón de repuesto en un armario de la bañera, junto a la balsa salvavidas, se sirvió de ella a modo de palanca, para levantar la tapa del eje del timón, oculto bajo la bañera, y le acopló la caña. Constató con gran alivio que se movía, señal de que el timón había resistido el violento zarandeo.

Ajaratu le fue pasando varios rollos de cabo. Hardin le hizo amontonar los colchones debajo del Dragón y cuando los tuvo todos allí, cortó el cabo de la polea. La mullida capa de colchones amortiguó la caída del cañón. Después aparejó con cabos y una driza la botavara, que había quedado libre, y, con ayuda de Ajara tu, levantó el palo de aluminio y lo ató al muñón del palo con vueltas y más vueltas de cabo de nailon. Sujetó los vientos a proa y a popa y a ambos lados, después izó el tormentín hasta el tope del aparejo improvisado y, embotado de agotamiento, empezó a manejar el timón de emergencia. La vela fue cogiendo viento y el velero dejó de balancearse.

Ajaratu iba pasando con cuidado las páginas mojadas de las
Instrucciones para la navegación a la vela frente a la costa sudoccidental de África
. Habían transcurrido cinco días desde que zozobraran y estaban entrando lentamente en Table Bay, el ancho puerto de Ciudad del Cabo que se extendía bajo la montaña extrañamente aplanada que llevaba el adecuado nombre de Table Mountain, montaña de la mesa.

«Durante el invierno —leyó Ajaratu—, cuando soplan vientos del noroeste, una corriente entra en Table Bay procedente de esa dirección».

La muchacha cerró el libro, marcando la página con el pulgar.

—Necesitaremos la ayuda de esa corriente —declaró Hardin, mientras observaba las cortas velas, el foque y la diminuta vela mayor izada sobre una botavara provisional construida con el tangón del
spinnaker
, que apenas conseguían dar al velero el impulso suficiente para poder manejar el timón, bajo la ligera, fresca brisa.

Sus sextantes estaban destrozados, al igual que la radio y el lorán. Sin la menor idea de adonde podía haberles arrastrado la tormenta, habían estado navegando guiándose aproximadamente por el sol, con un solo deseo, avanzar hacia levante hasta alcanzar tierra firme. Table Mountain, de un púrpura rosáceo bajo un sorprendente cielo azul lavanda, una gigantesca mole inconfundible entre los dos hombros de la cónica Cabeza del León, por un lado, y el escarpado Pico del Diablo, por otro, había sido la primera señal de tierra que habían avistado.

Ahora, mientras las olas del noroeste, último legado de la tormenta, iban empujándoles hacia la entrada de la bahía, Hardin dio gracias porque entre las pocas cosas que habían conseguido salvar, junto con las inestimables
Instrucciones de navegación
, se contara también su pasaporte. Necesitaría muchísima ayuda del consulado norteamericano —a pesar de todos los problemas que pudieran estar aguardándole allí por el asunto del Dragón— para poder sacar a Ajaratu sana y salva de Sudáfrica.

La tormenta le había purgado de su odio contra el
Leviathan
y sólo le quedaba una única, vivida imagen del inmenso buque aplastando las aguas como una apisonadora de hierro, esas mismas aguas que habían estado a punto de matarles a ellos. Daba las gracias por haber podido salvar la vida y había adquirido una nueva humildad. Pero el mar también le había enseñado que la humildad encerraba una fuerza, la fuerza que proporcionaba el hecho de haber saboreado el miedo, de haber Saqueado, de conocer con absoluta seguridad la existencia de una fuerza más poderosa que la suya. Como marino, siempre había aceptado el poderío del mar. Y en el
Leviathan
había visto a su dueño.

La revelación dejó a Hardin con una sensación de vacío más que de paz. Transcurriría mucho tiempo antes de que volviera a desear nada. Su único deseo era empezar a vivir simplemente otra vez. Primero sacaría a Ajaratu sana y salva de Sudáfrica. Después repararía el barco y volvería a zarpar. No sabía con qué rumbo, ni tampoco le importaba.

El velero seguía adentrándose en la bahía, impulsado más por la corriente que por el viento. Los blancos edificios de Ciudad del Cabo, relucientes sobre la costa distante bañada por el sol, parecían olas que rompieran a los pies de Table Mountain. A siete kilómetros de distancia, al otro lado de la bahía, un rompeolas de piedra formaba un puerto, mejor protegido que la rada exterior. Hardin lo escudriñó con sus prismáticos, buscando un pequeño amarradero o caleta solitaria donde poder reparar su embarcación sin tener que enfrentarse con las autoridades.

Los muelles de mercancías ocupaban las grandes dársenas del sur, detrás del rompeolas. Ajaratu leyó en voz alta las indicaciones de las
Instrucciones de navegación
. Mencionaban la existencia de un puerto deportivo situado detrás del muelle Duncan. Hardin alcanzaba a divisar las grúas y los silos del muelle Duncan, pero un alto espigón le ocultaba el puerto deportivo. Ambos coincidieron en su apreciación de que estarían demasiado cerca del centro de Ciudad del Cabo. Los prismáticos recorrieron la costa que se extendía al norte de las dársenas. Hardin descubrió algunas plantas industriales, un puerto pesquero y los suburbios de Ciudad del Cabo. Decidió adentrase más en Table Bay, tanto como le permitiera la corriente, para después virar y avanzar costeando hasta localizar un pequeño amarradero.

No había podido poner en marcha el motor, a pesar de que una revisión le había permitido comprobar que no se había desplazado demasiado al volcar el barco. Pensó que valía la pena volver a intentarlo. Dejó la caña del timón en manos de Ajaratu y bajó al camarote, donde empezó a accionar la manivela. El motor tosió esperanzadoramente a los pocos instantes. Hardin apretó con más fuerza y el motor cobró vida con un rugido. Entusiasmado, subió a cubierta, cogió el timón y puso marcha adelante.

El eje de la hélice golpeó con un ruido sordo. Hardin detuvo el motor con un gruñido de decepción.

—El eje está torcido. Maldita sea.

Cerró los ojos y dejó que el sol le calentara la cara. Era un sol de invierno y lucía muy bajo sobre el horizonte septentrional, pero le calentó agradablemente el cuerpo. Hardin había pasado tanto frío y se había sentido tan mojado durante tanto tiempo que empezaba a temer que jamás volvería a entrar en calor.

Cuando volvió a abrir los ojos, el velero había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de los espigones del puerto. Los edificios se distinguían claramente, al igual que la ancha y baja pendiente sobre la cual yacía la ciudad, encerrada entre el mar y la base escarpada de Table Mountain. Divisó los almacenes de mercancías sobre los espigones que formaban la cerrada dársena Victoria y el extenso muelle Duncan al norte de aquélla.

Sus ojos se posaron curiosos sobre la oscura masa que se alzaba frente al muelle Duncan. Antes la había tomado por un espigón, pero una alta estructura blanca se alzaba imponente en un extremo, muy inclinada, formando un ángulo en el que jamás habría podido tenerse en pie un edificio.

—Dios mío —suspiró Ajaratu y le tendió los prismáticos.

Hardin hizo girar la ruedecilla para enfocarlos. Los perfiles borrosos se cristalizaron.

El
Leviathan
.

Tenía la proa destrozada.

La parte delantera del buque estaba hundida en el agua y la popa quedaba muy levantada. Las hélices asomaban sobre la superficie, con las colosales aspas relucientes cual espadas desenvainadas. Remolcadores y barcazas rodeaban al petrolero, y blancos chorros de agua borboteaban sobre el negro casco, cual cascadas en una montaña.

Hardin movió el timón para acercarse más, poniendo rumbo hacia un punto situado delante de la proa del buque, que inspeccionó con sus prismáticos. Estaba deformada desde la línea de flotación hasta la cubierta y Hardin pensó que era un milagro que la tripulación hubiera conseguido llegar a puerto. Los operarios estaban levantando un andamio alrededor de la proa. El rumor de los motores de las grandes bombas llegó hasta ellos sobre las aguas y vieron caer cascadas de chispas rojas de una docena de puntos, donde los hombres armados con sopletes estaban cortando las planchas abolladas.

Hardin hizo virar el velero y se dispuso a inspeccionar la costa. Había visto zarpar una lancha del muelle Duncan y ahora comprobó que se dirigía hacia ellos.

—El comité de recepción —le anunció a Ajaratu.

Los ojos de la muchacha chispearon. Ambos sabían que les esperaba un mal rato con la policía sudafricana.

—Vete abajo —le dijo Hardin—. Si sólo desean ayudarnos, les diré que no necesitamos nada.

Ella bajó al camarote con los labios muy apretados. Hardin siguió mirando adelante sin volverse, como si navegar en un velero de doce metros con un palo de seis metros y medio fuera el hecho más corriente del mundo. La lancha se situó a su lado y aminoró la marcha, con el motor borboteando suavemente.

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