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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (35 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—Sana y salva, creo.

Hardin le arrancó la parka contra el mal tiempo y cortó el jersey. Le cubrió los hombros desnudos con una manta seca y le examinó el brazo bajo la intensa luz de su linterna más potente.

—¿Fractura simple? —preguntó ella con voz temblorosa de dolor.

—Eso parece. No hay señal de contusión.

—Gracias a Dios —Ajaratu sonrió con los labios apretados—. No me hace demasiada gracia la idea de someterme a una operación de reducción cerrada realizada por un médico que ya no practica.

—¿Aceptarás que te lo entablille?

Ella intentó esbozar una sonrisa, pero sus labios cenicientos no pudieron mantenerla. Dijo que sí con la cabeza y volvió a cerrar los ojos.

Él le entablilló el brazo con una revista gruesa, cinta aislante y tiras de caucho. Después la condujo hasta el sofá, le quitó el resto de las ropas mojadas, la envolvió con varias mantas y la acostó en su litera.

—Lo siento mucho, Peter. Ahora no podré ayudarte.

—Todo irá bien, no te preocupes.

La rodeó de almohadas para que no rodara sobre la litera y la sujetó con los cinturones de seguridad. Ella tenia la boca fuertemente apretada por el dolor. Hardin le puso una inyección de morfina y la tapó con otra manta. Su vista empezó a enturbiarse mientras le miraba secarse con la toalla.

Hardin se arrodilló sobre el sofá y la estuvo besando y acariciando hasta que la droga hizo su efecto. Después empezó a accionar la bomba de achique, situada detrás de la mesa de derrota. Tuvo que bombear de firme durante una hora para conseguir vaciar el agua que había entrado por la escotilla abierta.

Cuando terminó, Ajaratu estaba profundamente dormida. Contó sus pulsaciones. Eran más rápidas que antes, lo cual indicaba que ya había superado el peligro de grave conmoción. Puso en marcha el motor para accionar el generador, e intentó comunicarse con Miles. Las olas cada vez más altas bloqueaban su señal. El mismo problema encontró en el lorán, pero al fin consiguió recibir una señal de posición mientras el barco se balanceaba en la cima de una alta cresta.

El navegante de Donner iba tomando nota de la altura de las olas. Cinco metros, después seis y finalmente siete. A dos días de distancia del punto de intersección, los partes señalaban la presencia de olas de siete metros y medio en la zona y todo el tráfico marítimo recibía señales de advertencia indicando a los buques que se desviaran del centro del Atlántico Sur aproximadamente a la costa de África. El navegante volvió a calcular el punto de intersección, pues la velocidad de Hardin había disminuido a cuatro nudos, y Donner le radió el nuevo curso. Hardin tendría que desviar su rumbo más al sur para encontrarse con el
Leviathan
. Eso significaba aproximarse más a la tormenta.

—¿Crees que conseguirá llegar a tiempo? —preguntó Donner.

Todo lo que el navegante de El Al conocía de Hardin era una voz aguda a través de la radio y un puntito marcado a lápiz sobre un inmenso mapa. Arrojó el último parte sobre la altitud de las olas sobre la pila que se había ido acumulando.

—El tiempo será el menor de sus problemas.

—¿Conseguirá dar alcance al barco?

—No conseguirá dar alcance a nada.

CAPÍTULO XVI

El
Swan
, perseguido por el revuelto oleaje, corría empujado por un frío ventarrón. Olas que venían tras él, rompiéndose en gigantescas crestas de cientos de metros de largo, lanzando espumarajos y borboteos con un rugido de ultratumba.

Empezaban a cambiar de rumbo, virando del sudoeste al oeste, directamente a popa de la dirección que había tomado Hardin para cortarle el paso al
Leviathan
. Al principio Peter pensó que era una suerte, pues la única manera de sobrevivir a la terrorífica fuerza era mantener la popa del velero de cara al movimiento del oleaje, para que subiera con las olas antes de que éstas rompieran sobre el barco. Pero cada vez que el velero trepaba por la inclinada pendiente de una ola, su esbelto casco de regatas lo traicionaba.

El barco era, simplemente, demasiado veloz. Al levantarse la popa con cada sucesiva oleada, de manera que la proa quedaba mirando hacia abajo, al fondo del seno de la ola, el velero aceleraba su velocidad y se precipitaba por la pendiente cada vez más inclinada con tal rapidez que corría el riesgo de hocicar bajo el agua y dar un tumbo.

Tendría que frenar su marcha. Arrió el tormentín y, para reducir la superficie expuesta al viento, acurrulló una vez más la vela mayor de tormenta, aferrándola a la botavara, y sustituyó la veleta del piloto automático por otra más pequeña. No sirvió de gran cosa.

El velero, con los palos desnudos, seguía lanzado a la carrera, visto lo cual Hardin cogió el cabo más resistente que tenía —una maroma de nailon para anclas, de dos centímetros y medio de grosor—, hizo un gran nudo corredizo en el extremo, lo lastró con una de las anclas que llevaba de reserva, y lo fue largando por encima de la regala de popa. El grueso cabo lastrado, remolcado a bastante profundidad, disminuyó en un nudo la velocidad del velero.

Hardin preparó más cabos y los fue largando. Mientras registraba los pañoles de popa en busca de algo para lastrarlos, desenterró de pronto el trozo de malla rota, desechada por algún buque de carga, que había recogido en Rotterdam. Lo ató a un cabo de nailon de una pulgada, el último que le quedaba, y lo soltó hasta que quedó flotando a sesenta metros de la popa.

Cuando terminó esta operación ya era de noche. Densas nubes ocultaban las estrellas y sólo el resplandor del rompiente de las olas en torno a la quilla atenuaba un poco la oscuridad. Los cabos de freno y la red habían retardado el avance del barco en la medida suficiente para poder controlarlo hasta cierto punto. Hardin acopló el piloto automático y bajó a descansar un rato.

Ajaratu estaba dormida y respiraba acompasadamente. En el camarote reinaba una extraña calma. El rugido del mar quedaba amortiguado, el silbido de las crestas llegaba muy apagado. Tenía que ponerse ropas secas, pero todavía tenía mayor necesidad de comer y no sabía cuánto rato podía permanecer allí abajo, de modo que se puso el arnés de seguridad acoplado a la cocina, hirvió un poco de agua y se preparó un brebaje con una mezcla de té, zumo de limón embotellado y miel. Bebió dos tazones de ese jarabe caliente, después le llevó otra taza a Ajaratu y le levantó la cabeza para ayudarla a beber. Ella lo sorbió amodorrada y volvió a caer dormida.

Un zumbido vibrante empezó a llenar el camarote. Era el ruido del viento, que empezaba a arreciar contra los estays. Hardin consultó el barómetro. La aguja estaba bajando. Descendió perceptiblemente en el tiempo que él tardó en desnudarse hasta la cintura, secarse enérgicamente y ponerse la última camiseta seca que le quedaba, un grueso suéter de lana y su parka impermeable. Pensando que no sabía cuándo volvería a tener oportunidad de ingerir algo, comió varias cucharadas de miel y manteca de cacahuete, mordisqueó un trozo de queso cubierto de hongos, se tragó una anfetamina y subió otra vez a la bañera, calculando el momento de su salida para que ninguna ola rompiente amenazara el barco cuando abriera la escotilla.

Alcanzó a asir la rueda del timón justo a tiempo. El viento que soplaba racheado con velocidades de hasta sesenta nudos, empezó a girar en torno al compás. El oleaje no tardó en acusar el cambio. Olas de través, ondulaciones transversales, remolinos y rompientes le cortaban el paso al velero. Hardin, lanzado en ciega carrera, descubría muchos de ellos demasiado tarde para esquivarlos. Las olas barrían la proa, bamboleando el barco, y entraban por las bordas, inundaban la bañera y empapaban sus ropas otra vez. Pero en todo momento siguió dominando el empuje del oleaje del Cabo acicateado por la tormenta. Hardin permaneció toda la noche junto a la rueda del timón y, al fin, cuando el viento se hubo calmado hasta convertirse en un uniforme ventarrón de poniente, se encontró cara a cara con su enemigo número uno.

Rompió el alba, monótonamente gris, y las olas aparecieron más grandes que nunca, altas como edificios, y avanzando a toda velocidad. De vez en cuando hacía volar por los aires alguna ola secundaría más alta, como unas pinzas que intentasen atrapar a un ave gigante. Y sus pendientes eran cada vez más inclinadas, obligando al velero a precipitarse otra vez a excesiva velocidad. El velero cabeceaba con la proa apuntando hacia abajo y corría el peligro de tumbarse de un momento a otro.

El rugiente mar embravecido continuaba hinchándose, levantándolas tan altas y empinadas que ningún yate de aquellas dimensiones podría superar. Una ola rompió sobre la proa, empapándole hasta los huesos e inundando la bañera. Antes de que el agua pudiera escurrirse por los imbornales, el barco dio una guiñada y quedó atravesado contra el viento. Hardin intentó rectificar el rumbo, pero el velero respondió con dificultad lastrado por los cabos de freno.

Con una calma que a él mismo le sorprendió, Hardin empezó a reconocer que tal vez se acercaba su fin. Aunque el casco del barco estaba intacto y los aparejos se tenían en pie, el velero estaba alcanzando el limite de sus fuerzas. Estaba decidido a resistir mientras pudiera, pues detestaba pensar que el
Leviathan
conseguiría escapar; pero no le asustaba la muerte. Era un trato que ya había aceptado cuando declaró la guerra al petrolero.

Pero sentía que la muerte se llevara también a Ajaratu. Deseaba bajar a consolarla, para que no muriera sola en el camarote; pero no podía. Abandonar la rueda del timón habría sido casi un suicidio, negar la posibilidad de supervivencia, precipitar el momento.

Una enorme ola se alzó amenazadora sobre el velero. Hardin accionó frenéticamente la rueda, obligándola a virar. Uno de los cabos de freno se rompió a la altura de la cornamusa y la red se soltó. La popa se encaró hacia la ola y Hardin comprobó que otro cabo se había perdido en la noche. Ahora sólo quedaban dos para retener el velero. El barco aceleró y hocicó en un acusado ángulo.

Verdes aguas cubrieron la cubierta desde la proa hasta el palo. Después, la ola que tenía a su espalda rompió estrepitosamente sobre la popa, arrojando a Hardin al otro lado de la bañera, donde se golpeó las piernas contra el asiento. Durante varios segundos, mientras se debatía en medio del agua, sólo pudo ver la botavara y el palo asomando sobre la superficie. Todo el velero estaba sumergido. La proa se levantó y después el barco salió a flote, con la popa más baja, guiñando, atravesado frente al encabritado oleaje.

Hardin se arrastró hasta la rueda del timón e intentó rectificar la posición de la popa. Pero el barco viró demasiado despacio. Otra enorme ola se precipitó sobre él. Lo cogió de costado, mitad sobre el través, mitad por la popa. El velero escoró hasta que el palo pareció quedar horizontal y la cruceta rozó la cresta de una ola. Una segunda cresta rasgó el cielo con su zarpa, dispuesta a acabar rápidamente con el barco. Todo había terminado.

Pero el velero planeó de costado y se deslizó adelantándose a la amenazadora cresta. Sorprendido por su repentina carrera e incapaz de frenarlo, Hardin esperaba ver sumergirse la proa por última vez. Pero, en lugar de eso, el velero siguió corriendo delante de la ola, y al fin, levantó grácilmente la popa, y la dejó pasar bajo su quilla.

Hardin volvió a ponerlo de popa al oleaje Nuevamente se hundió la proa y la cabina quedó bajo el agua. Vacilante, tambaleante bajo las toneladas de agua, el velero luchaba por salir a flote. Hardin se volvió a mirar hacia atrás y se le contrajo el estómago. Una ola todavía más grande venia alocada en su persecución y, detrás, la seguía otra gran cresta encrespada —un fenómeno— casi dos veces más alta que la que le precedía.

El velero se precipitó hacia delante, arrastrando los cabos como un arnés roto, levantando desesperadamente la popa, apuntando hacia el fondo de la tormentosa montaña. Empezó a deslizarse hacia el fondo, cortando una ola de proa cada vez más profunda que comenzó a lamer las cubiertas.

Hardin intentó desviar el barco de su zambullida. Pero subestimó su velocidad y, asustado por la monstruosa ola que se alzaba como un acantilado a sus espaldas, cometió el error de virar demasiado. Antes de que pudiera rectificar, el barco ya había escorado bruscamente. La proa se levantó, y segundos después estaba cabalgando la ola de costado, totalmente escorado, deslizándose frente a la cresta que les perseguía y luego, finalmente, por encima de ella. Hardin estaba intentando deducir qué había sucedido, cuando la sombra de la segunda cresta gigantesca oscureció las aguas.

El velero intentó hacerle frente. Ganando velocidad, empezó a levantar la popa ante el enorme monstruo. La ola lo elevó por los aires, tan alto que Hardin alcanzó a divisar millas de aguas embravecidas. Pero cuanto más subía el barco, más se inclinaba hacia abajo la proa y más rápidamente avanzaba.

La cresta empezó a doblarse sobre su cabeza y Hardin comprendió que remataría la operación, volcando el barco y clavando el palo en las aguas. Los cabos de nailon tiraban muy tensos de la popa, tan tensos como si estuvieran atados al fondo del océano, pero no lo bastante para frenar la letal aceleración del barco.

De pronto, Hardin comprendió lo que le había demostrado el velero: las olas lo hacían avanzar a gran velocidad, pero cuando le golpeaban de través, el barco escoraba, sacaba la proa del agua y se deslizaba de costado. Con gran sorpresa, constató que el barco escorado era más seguro cuanto más rápido se deslizara, pues al aumentar la velocidad, las olas que lo impulsaban pasaban bajo su casco con menos fuerza, más lentas.

Hizo girar la rueda del timón y dejó que escorara el barco; su corazón dio un vuelco cuando el barco se inclinó, sacó la proa del agua y quedó tendido sobre el costado. Hardin trabó el timón formando un pequeño ángulo, hurgó en el bolsillo con cremallera de su parka en busca de un cortaplumas, desplegó la hoja de diez centímetros y se lanzó a cortar los cabos de freno. Los fue cercenando uno a uno, liberando al barco de sus tenaces garras manejando el cuchillo con ambas manos para aserrar el nailon.

El velero salió despedido hacia delante. Libre de sus ataduras, echó a correr sobre la pared de la ola, subiendo con ella a medida que iba dándole alcance. La aguja de la corredera giró hasta el máximo y el barco escoró y se deslizó sobre la superficie del agua como si fuera una tabla de surf. Alcanzó la cima de la ola. El agua rugía a su alrededor y se derramaba dentro de la bañera, pero un instante después el barco se deslizaba a salvo sobre el lomo de la encrespada ola.

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