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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (33 page)

BOOK: El cazador de barcos
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El balanceo seguía aumentando, y la noche siguiente, cuando el primer oficial de electricidad se sintió lo suficientemente restablecido para intentar presentarse en el comedor a la hora de la cena, los camareros habían humedecido los manteles para impedir que se deslizaran los platos.

El capitán Ogilvy le preguntó cómo se sentía. Parecía auténticamente interesado por su salud, pero el jefe del equipo electrónico lo atribuyó a la animación general que había despertado el hecho de haberle dado esquinazo a aquel médico loco y saber que harían escala en Ciudad del Cabo dentro de cuatro días. El largo primer tramo de viaje, de diecisiete días de duración, habría concluido; y en quince días más estarían en el golfo Pérsico.

Después de la cena la conversación se centró en el tema del tiempo. Los maquinistas y los suboficiales de electricidad se retiraron, pero el primer oficial del equipo eléctrico se quedó con Ogilvy y sus oficiales de cubierta para hacer conjeturas sobre el rumbo que tomaría la tormenta.

Ogilvy envió a un cadete al puente de mando en busca del último parte meteorológico y las cartas de oleaje, y cuando aquél los trajo, los oficiales los extendieron sobre la mesita de café de la sala de oficiales y se reunieron a su alrededor, mientras el capitán iniciaba una discusión sobre las distintas probabilidades. Les hizo observar las isóbaras, que indicaban que la borrasca había continuado intensificándose, a medida que avanzaba rápidamente hacia el este, desde un punto situado quinientas millas al sur de la punta de Sudamérica hasta la última localización registrada, a mil cuatrocientas millas al oeste de Ciudad del Cabo.

Resiguió el recorrido sobre las distintas cartas con su dedo grueso y arrugado. Después dijo:

—El anticiclón del Atlántico Sur no la frenó en absoluto. Ahora, por algún motivo, se ha quedado parada.

—Hay un fuerte anticiclón en el Cabo de Buena Esperanza —dijo el primer oficial—. Mil treinta milibares.

—Yo diría que se va a quedar donde está hasta que hayamos pasado, o tal vez se desviará hacia el norte —aventuró el segundo.

El primer oficial cogió una fotografía tomada desde un satélite y examinó el enorme remolino de nubes.

—¿Hay problemas? —preguntó el primer oficial de electricidad.

—¿Problemas? —Ogilvy señaló una carta de oleaje—. Se han detectado olas de diez metros en el centro, además de la marejada, naturalmente. En otro buque yo diría que es preciso mirar con respeto las fuerzas del mar y partiría de la base de que ciertamente podríamos tener problemas.

Dejó caer la carta sobre la mesa.

—Pero estamos en el
Leviathan
. La tormenta sólo afectará al consumo de combustible. Tal vez sea conveniente aumentar las cifras de consumo, número dos.

—Sí, señor.

Con un musical tintineo, las tazas de café vacías se deslizaron sobre la superficie pulimentada de la mesa en dirección a las cortinas que cubrían las ventanas de popa de la sala de oficiales. Ogilvy esbozó una sonrisa cuando el segundo oficial alargó la mano para detenerlas.

—Está cabeceando —comentó—. Se le ofrece la oportunidad de observar un acontecimiento muy desusado en el
Leviathan
, Chispas. Aprovéchelo.

La proa se elevó uno o dos grados, luego volvió a caer la misma leve amplitud, y el primer oficial de electricidad tuvo la extraña sensación de que los demás oficiales estaban complacidos con ese vaivén que venía a recordarles que realmente estaban a bordo de un barco, un débil recipiente sometido, aunque sólo fuera marginalmente, a los movimientos del mar. Observó, como ya había hecho muchas otras veces desde que había embarcado en el petrolero, que todos eran sumamente jóvenes.

El primer oficial telefoneó al puente de mando y habló con el tercero, que estaba de guardia.

—Las olas mantienen su dirección oeste —anunció—, pero el viento está rolando al sur.

Era un hombre normalmente impasible. Pero hasta él parecía excitado con la perspectiva de una tormenta.

—Es la primera avanzada —declaró Ogilvy.

El primer oficial de electricidad pertenecía a la generación intermedia entre esos jóvenes oficiales y Ogilvy, la generación puente entre lo antiguo y lo moderno, la rigidez y la informalidad; y habiendo servido en muchos barcos, en muchos océanos, había conocido suficientes capitanes para comprende de qué ardides se valía el tiránico viejo zorro para salirse con la suya. ¿Pero quién sería capaz de capitanear el
Leviathan
cuando el viejo ya no estuviera?

Ogilvy, muy erguido, miró con desdén las cartas y faxes meteorológicos radiados y los registros del oleaje desplegados sobre la mesita de café. De pronto, los apartó bruscamente de un manotazo.

—La tormenta progresará —anunció—. Y cruzará el Cabo.

Nadie le preguntó cómo lo sabía.

Aquella noche el balanceo se intensificó y, hacia el amanecer, el regular sube y baja de la proa hacia temblar todo el barco. El primer oficial de electricidad durmió mal. No se sentía mareado, sino en suspenso, anticipando, cada vez que se levantaba la proa, la caída que luego seguiría. Sus manos se crispaban cada vez que el
Leviathan
alcanzaba el apogeo, con la cabeza levantada, para aplastar en seguida las olas como un implacable ariete.

Finalmente, al amanecer, renunció a conciliar el sueño, se vistió con ropas de abrigo y salió al ala del puente donde, cuando ya alboreaba, se apoyó en la barandilla con el viento helado en la cara y permaneció allí observando los grandiosos ascensos y majestuosas zambullidas de la gran proa roma. A su paso levantaban nubes de rocío que arrojaban toneladas de agua sobre la amura del buque, cada vez que el
Leviathan
se precipitaba en el seno que separaba dos olas y luego se precipitaba veloz a aporrear la siguiente cresta.

Grandes olas encrespadas cubrían toda la superficie del océano en poderosas hileras, con unos doscientos metros de blancas aguas espumosas entre una y otra. El viento soplaba con fuerza y cuando una ola se alzaba inesperadamente por encima de las demás y formaba un largo seno, el viento la derribaba en seguida, en castigo por su impertinencia. El oficial de electricidad caminó hasta el extremo del ala y miró sobre la borda. Allí, a sotavento, la mar estaba más llana. Forzó el oído para escuchar el rumor de las olas al romper, pero sólo escuchó el zumbido del viento que pasaba raudo por su lado, mientras el
Leviathan
se lanzaba de cara contra él a la desconsideraba velocidad de dieciséis nudos.

Un movimiento le llamó la atención. Y descubrió con sorpresa a un albatros gigante, a un par de metros de distancia, que volaba con el viento junto al barco y le observaba con fijos ojos amarillos, sin parpadear. El ave era enorme, sus alas debían tener al menos tres metros de envergadura, y el oficial observó que el ala exterior empezaba a flaquear, y la cabeza y el cuello estaban tensos de fatiga. Imaginó que la tormenta debía de haberlo zarandeado de un lado a otro, y se apartó un poco para animarlo a posarse si lo que buscaba era un poco de reposo.

El albatros se aproximó más a la regala y alargó cautelosamente las patas palmeadas hasta tocar el metal gris. Un ojo suspicaz seguía vigilando fijamente al oficial de electricidad.

—No te preocupes —murmuró éste—. No te haré daño.

Lanzó una breve ojeada hacia el puente para asegurarse, pero el timonel estaba sentado junto a la rueda del timón vigilando hacia dónde le llevaba el piloto automática.

El ave cerró firmemente sus patas en torno a la regala e intentó plegar las alas. El ala derecha se dobló adoptando su posición de reposo, pero el ala izquierda permaneció semiabierta en un rígido e incómodo angula el albatros la agitó, como si quisiera intentarlo otra vez, pero el viento lo golpeó y le hizo perder el equilibrio. Demasiado tarde, el ave desplegó la otra ala intentando recuperar el equilibrio.

El viento lo arrancó de la barandilla. El ave se debatió inútilmente intentando volar, esforzándose por adaptar sus alas a los torbellinos que se formaban en torno al buque, pero el viento la arrastró hacia arriba y se la llevó hada atrás.

Sus instintos eran buenos. No resistió la fuerza del aire, sino que intentó flotar con él, y consiguió abrirse paso entre la maraña de cables y antenas del palo. Pero luego su ala envarada lo traicionó y el albatros fue arrojado con fuerza contra la alta chimenea de estribor. Dando tumbos, como una cometa sin cola, se desplomó en picado para caer al mar.

El oficial de electricidad se inclinó sobre el borde del ala del puente y contempló los desesperados aleteos del albatros en la borboteante estela del buque. Siguió con la mirada fija en la estela mucho después de que sus blancas plumas se hubieron confundido con las turbulentas aguas, indignado por su muerte, de la cual culpaba al buque gigante.

Ogilvy salió al ala del puente y se acercó a su lado. Vestía un gabán gris de cuello alto y llevaba un pañuelo de seda de color blanco lechoso atado al cuello.

—Buenos días, Chispas. Hay una cosa…

El oficial de electricidad le interrumpió molesto.

—Capitán Ogilvy, me gustaría recordarle que la planta eléctrica del
Leviathan
produce los kilovatios suficientes para abastecer una ciudad bastante grande. El equipo electrónico que lleva usted en su puente de mando determina su posición con un margen de error de escasos centímetros, el radar anticolisión localiza todos los barcos situados en un radio de sesenta millas, los instrumentos meteorológicos observan cada alteración del tiempo que se produce en el hemisferio, y su sistema de telemetría le permite comunicarse con cualquier persona del mundo.

Ogilvy le miró divertido.

—¿Qué se propone exactamente con ese inventario?

—Sólo eso, capitán. Puesto que el funcionamiento de todos esos instrumentos es responsabilidad mía durante este viaje, preferiría que no me llamara «Chispas», apodo que de algún modo da a entender que me dedico a juguetear con una radio de onda corta y a cambiar las bombillas de a bordo.

Ogilvy le ofreció la más suave de las sonrisas.

—Entonces, sin duda es usted el oficial adecuado para informarle que, justo en el momento en que empezamos a adentrarnos en una fuerte tormenta, acaban de fallar todos los indicadores de presión de la proa.

El primer oficial de electricidad se quedó boquiabierto.

—¿Todos?

—Hasta el último.

—¿Cuándo?

Esquemas y circuitos fueron pasando rápidamente por su cabeza. Donde Ogilvy veía planchas de acero y piezas que formaban el casco del buque, sus tanques y cubiertas, él veía kilómetros y kilómetros de componentes de los sistemas electrónico y eléctrico sin los cuales el buque sería un cascarón a la deriva.

Ogilvy rió entre dientes.

—No se ponga nervioso, Chispas. Tampoco tiene tanta importancia, en realidad.

—¿Que no tiene importancia? —preguntó el otro incrédulo—. ¿Cómo podrá conocer el efecto del oleaje sobre la proa sin esos sensores? Está a quinientos metros de distancia del puente de mando.

La sonrisa de Ogilvy se esfumó bruscamente.

—Llevo cincuenta años navegando, señor. Desde mucho antes que inventaran el radar, y mucho menos los indicadores de presión de la proa. Sé qué efecto tiene el oleaje sobre mis proas, gracias.

—Me ocuparé de hacerlos reparar de inmediato.

—Y también sé lo suficiente para no confiar en artilugios eléctricos en un ambiente marino cargado de sal. Esto no es un laboratorio, es un océano.

El oficial de electricidad había escuchado infinitas veces esa misma letanía a lo largo de los últimos quince años. A cambio, replicó con su propia frase hecha:

—La electrónica no es más que un sistema para reducir las dimensiones del océano.

—Un buque más grande es el único sistema de reducir las dimensiones del océano —replicó Ogilvy.

El primer oficial de electricidad desapareció corriendo en la cabina del puente y tomó el ascensor para bajar quince pisos hasta la sala de control. Estaba insonorizada y tenía aire acondicionado, pero el suelo temblaba con el movimiento de las máquinas. Encontró a sus segundos y terceros oficiales apiñados en torno al sistema computador de localización de averías, examinando las ondas electrónicas que pasaban galopando por los oscilómetros de los instrumentos de pruebas.

—¿Por qué no se me ha avisado? —preguntó, mientras repasaba velozmente las fórmulas que iba proyectando el computador sobre la pantalla CRT.

—No hemos podido localizarle, señor. Pero la situación está bajo control.

Rechazó molesto esa explicación. La tripulación del
Leviathan
constituía un grupo muy cerrado y ya habían dejado bien patente que un recién llegado no les inspiraba demasiada confianza. Preguntó qué había ocurrido.

—Parece que el sistema de telemetría no funciona.

—Maldita sea —exclamó el jefe.

Los sensores de presión medían la fuerza del oleaje sobre ciertas planchas clave de la proa. La información era transmitida a través de un cable coaxial desde el fondo del buque hasta un transmisor de microondas situado en la cubierta de proa y que lo retransmitía al puente. Las posibilidades de que surgiera una avería eran de una sobre un millón. El hecho de que el transmisor continuara funcionando, a pesar de no recibirse la señal con los datos, indicaba que la avería debía proceder probablemente de la maraña de cables y conectores, a través de los cuales las señales de los sensores de presión desembocaban en una caja de conexiones sellada, depositada a más de treinta metros por debajo de la cubierta, en las profundidades de un tanque de petróleo.

—Ya tenemos voluntarios para bajar.

—Iré yo mismo —anunció el jefe—. Den la orden de que aireen los tanques de proa. Necesitaré una máscara de oxigeno y una conexión radiotelefónica con la cubierta.

Se puso un mono y un impermeable y se cubrió la cabeza con un gorro de goma. Luego salió a cubierta, seguido de sus subordinados, subió a la pasarela que unía las instalaciones contra incendios y echó a andar hacia la proa salpicada por las olas.

Para sus adentros, deseaba haber dejado bajar a uno de los hombres más jóvenes que se habían ofrecido voluntarios para hacer el trabajo, pero no los conocía y quería tener la seguridad de que la reparación se haría como era debido. Si el sistema volvía a fallar con los depósitos llenos, no podría volver a funcionar hasta que hubieran descargado en Europa, pues, a diferencia de lo que ocurría en un carguero, el enorme casco del
Leviathan
no contaba con túneles de acceso. La única manera de llegar a la caja de conexiones que unía los sensores de proa, era descender hasta el silencio infernal de las cisternas de petróleo vacías.

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