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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (34 page)

BOOK: El cazador de barcos
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La espuma de las olas empezó a caer del cielo como una lluvia salada a medida que se aproximaban a la proa. El cabeceo del buque era mucho más pronunciado allí, pues cada vez que el
Leviathan
levantaba la cabeza para aplastar las olas la popa hacía de contrapeso. Un grupo de marineros de cubierta había precedido a los oficiales de electricidad y les esperaban, protegidos con sus impermeables amarillos, reunidos en torno a una boca de acceso abierta exactamente detrás de la escotilla más próxima a proa.

El primer oficial de electricidad examinó la escalera de acero que desaparecía en las negras bodegas del buque y recordó con añoranza el trabajo de oficina que le habían ofrecido en la Decca.

Con el lento cabeceo de la proa le sería difícil sujetarse a la escalera. Se quitó el sombrero y el impermeable y se colgó a la espalda una bolsa llena de herramientas y piezas de recambio.

El contramaestre le dio un casco especial con una lámpara de minero y unos auriculares de radioteléfono incorporados. Una máscara de oxígeno colgaba suspendida dentro del pozo; la bajarían siguiendo sus pasos en previsión de que pudiera meterse en una bolsa de gas. Ya habían extraído los gases inertes, destinados a impedir que explotara el depósito, pero nada podía garantizar que un charco de petróleo, no eliminado al limpiar el tanque, no creara una bolsa de gas que podría asfixiarle. El casco, el foco, el teléfono y sus zapatos estaban cubiertos de caucho para reducir las probabilidades de que una chispa provocara una explosión en los depósitos provisionalmente bien oxigenados.

Introdujo su corpulenta figura por la boca de acceso e inició el largo descenso. El aire olía a petróleo y allí dentro reinaba un silencio mortal en comparación con el viento y el oleaje de cubierta. Contó cincuenta peldaños de la estrecha escalera, que se balanceaba de un lado a otro con el vaivén del buque, y se paró a descansar.

Por su mente cruzó fugazmente la idea de que en ningún lugar excepto en el mar, podría verse a un técnico con su experiencia arriesgando la vida para efectuar una reparación elemental. Miró hacia arriba y divisó un diminuto círculo de luz que era la boca de acceso. Una sombra se movió sobre la abertura. Uno de sus hombres, pensó irónicamente, que deseaba averiguar si el novato se había precipitado en el mortal abismo.

Encendió el foco. El haz de luz se proyectó sobre una superficie gris metálica. Dondequiera que volviera la cabeza, la lámpara sólo mostraba el color gris muerto de un pez abisal. Prosiguió el descenso hacia el fondo del depósito de petróleo vacío y oyó retumbar un ruido sordo. Cruzó otras dos particiones horizontales, cubiertas interiores sólo holladas por el petróleo. Después llegó al depósito más profundo, un espacio largo y estrecho que descendía hasta el fondo del buque. El retumbo se hizo más fuerte. Círculos negros destacaban en medio del gris; portillas de entrada de petróleo, las bocas de millares de tuberías que perforaban las bodegas del petrolero con su millón de toneladas de capacidad.

Llegó al fondo, contento de poder abandonar la escalera y captó a través de las suelas de caucho de sus zapatos qué era lo que retumbaba. El vientre del
Leviathan
daba una leve sacudida cada vez que el buque aplastaba una ola grande. Siguiendo el haz de luz de la lámpara hasta que localizó una gran pieza de acero, buscó la puertecita situada a la altura de su pecho, telefoneó para reasegurarse de que la electricidad estaba desconectada, desatornilló los sujetadores y retiró la puerta.

La caja de conexiones estaba llena hasta la mitad de petróleo que se desparramó por el suelo cuando él arrancó la junta rota para guardársela en la boba. El petróleo había entrado en contacto con las hileras inferiores de conectores coaxiales, pero aparentemente no había penetrado en los acoplamientos fileteados, pues éstos estaban diseñados para las condiciones más duras. Desatornilló varios de ellos y los iluminó con la lámpara, comprobando que sus precintos habían resistido, y luego siguió buscando.

La avería estaba en el acoplamiento principal. El conector de alta potencia de tres centímetros de grosor se había agrietado. El petróleo corrosivo había destruido los contactos. Cortó las dos partes del cable coaxial y acopló una piezas nuevas.

Los auriculares del teléfono estallaron en un grito de alegría.

—¡Contacto!

Rápidamente puso una nueva junta en la puerta y volvió a sellar la caja de conexiones. Metió todas las herramientas en la mochila, asegurándose de que no se olvidaba ninguna, y volvió a subir por la escalera para salir a la luz del día, donde sus subordinados le acogieron con una camaradería hasta entonces desconocida. Se duchó para quitarse el penetrante olor a petróleo del pelo, se puso una nueva muda caliente, fue al encuentro de Ogilvy en el puente de mando y le comunicó que la avería estaba reparada.

El viento había refrescado. Ogilvy permaneció un rato sin decir nada. Después le indicó el mar con la cabeza.

—¿Fue usted el individuo que sugirió que el hombre del velero tal vez nos atacaría en otro punto y no en la protuberancia de África?

—No comprendía cómo podía estar usted tan seguro, capitán.

—Fíjese en esto.

Furiosas formaciones de olas avanzaban implacablemente, pisoteando las centelleantes palomillas que saltaban entre sus senos. La espuma, arrancada de las crestas por el viento, se deslizaba vaporosamente sobre las aguas grises como una fina capa de nieve barrida sobre el hielo.

El sol se ocultó detrás de las nubes cada vez más apretadas. Las olas se perfilaron más nítidamente, las aguas se tornaron más oscuras. Dentados picos se alzaban en el horizonte como misterios distantes, temibles, remotos, pero llenos de la amenaza de que podrían acercarse pronto. El agua se veía fría y amenazadora; la niebla, penetrante; el mar parecía una roca ondulante recubierta por una blanca red de espuma y de crestas desgarradas.

—Y debe tener en cuenta —dijo Ogilvy— que aquí estamos a sesenta metros por encima de la superficie del mar. ¿Se imagina qué aspecto tendrían estas olas vistas desde la cubierta de un velero de doce metros?

El velero tenía que luchar contra dos mares en su sinuoso avance en dirección estesudeste, rumbo a Ciudad del Cabo, desafiando los vientos de la primera avanzada de la tormenta con la vela mayor con doble rizo y un pesado foque. Primero estaba el mar del gran oleaje, muy espaciado —las olas del Cabo—, en arrolladora marcha desde los mares antárticos hasta la punta de África. Las gigantescas olas habían empezado a romper. Sus crestas se precipitaban entre borbotones de espuma. Corrían en pos del velero, arremetían contra la aleta de estribor, lo izaban por los aires mientras Hardin hacía girar rápidamente la rueda del timón para impedir que se partiera en dos, y luego proseguían velozmente su camino con mecánica regularidad.

El segundo mar era el que se extendía entre las grandes olas, y allí era donde el velero libraba sus más difíciles batallas. El viento azotaba frenéticamente las aguas, transformándolas en un torbellino y, a pesar de que el resplandor del sol alcanzaba a penetrar el alto techo de nubes, a menudo resultaba imposible vislumbrar el espacio entre una empinada ola y la siguiente a través de la siseante, cerrada bruma de rocío que el viento arrancaba de las escarpadas crestas. El velero se movía a trompicones de una ola al siguiente precipicio, cortando las aguas, rompiéndolas con la proa, taloneando, hocicando. Una ola lo elevaba momentáneamente por encima del caos —haciendo más llevadero su avance, a pesar de sus esfuerzos para ladearlo y volcarlo— y luego volvía a arrojarlo en medio de la cruel turbulencia y del torbellino del rocío de las crestas.

Las grandes olas procedían del vientre de la tormenta, que hacía bajar ominosamente el barómetro del barco; pero las turbulencias que bullían entre ellas eran hijas del viento. De aquel viento que inundaba el aire de una densa y agitada bruma. A veces, esta niebla resultaba impenetrable y convertía la bañera en un infierno. La atmósfera fría y húmeda obstruía las narices y hacía arder los ojos, y constituía la principal preocupación de Hardin, por encima del viento, del oleaje y de la tormenta que se avecinaba. Se había adentrado hasta allí en su velero en busca de unas condiciones difíciles bajo las cuales no imaginarían que pensaba atacar; pero ahora temía no conseguir ver al
Leviathan
en medio de la espuma de las olas. Tendría que acercarse mucho.

Miles Donner supo que la mar era cada vez más gruesa por la poca potencia de las señales de radio de Hardin. Llevaba cuatro días montando guardia junto al transmisor, en el último piso de un viejo edificio de oficinas de Limehouse, desde que Hardin había roto inesperadamente su silencio. El velero se encontraba a unas seis mil millas ONO del Cabo de Buena Esperanza y avanzaba con rumbo ESE camino de Ciudad del Cabo, entre una fuerte marejada. Hardin quería conocer la posición del
Leviathan
y su rumbo.

Mientras Donner intentaba seguir la pista del
Leviathan
durante los días que siguieron a la llamada, la señal de Hardin fue haciéndose cada vez más vacilante: un momento se escuchaba para desvanecerse después, permaneciendo ahogada a veces durante varios minutos seguidos. No era un problema de distancia ni se debía a alguna atenuación atmosférica, le explicó a Donner su operador de radio, sino que la causa era más bien que la antena acoplada al palo de Hardin desaparecía entre las altas crestas de las olas. Cuando la señal se escuchaba nítidamente, llevaba hasta ellos el poderoso rugido del océano.

Después de la convulsión sufrida por la Mossad, Miles Donner había creado una red informal de amigos y colaboradores situados tanto dentro como fuera de la organización de espionaje Entre ellos había hombres de la Mossad —como Grundig en Alemania—, funcionarios ingleses simpatizantes con su causa y varios miembros del personal de El Al. Le preocupaba el riesgo de fragmentar la Mossad, pero consideraba necesario tomar esta iniciativa si se pretendía que Israel fuera capaz de poner en práctica osados y creadores esfuerzos del espionaje. Había recurrido a esa red privada para localizar al
Leviathan
.

Un navegante de El Al, que también pertenecía a la Mossad, poseía un contacto en los Estados Unidos. Se trataba de una mujer que trabajaba en el servicio de cartografía de las oficinas centrales del Alto Mando de Estrategia Aérea. Ella observaba al
Leviathan
sobre la pantalla de televisión de los satélites de espionaje y las cartas de radar. Era sencillo identificar al gigantesco buque entre las sombras y los parpadeos de luz más pequeños que salpicaban los alrededores de la costa africana; pero sólo un observador atento habría advertido que el petrolero se había desviado ligeramente al oeste de su ruta habitual.

Una vez al día, la mujer del Alto Mando de Estrategia Aérea les transmitía la posición del petrolero. Cuando ella no estaba de servicio, Donner y el navegante de El Al recurrían a un meteorólogo inglés que tenía acceso a las fotografías tomadas por los satélites meteorológicos sobre el Atlántico Sur. Al final del segundo día, el navegante de El Al tuvo los datos suficientes para estimar el resto del rumbo probable del
Leviathan
, basándose en la información recibida, la velocidad conocida del buque —que era de dieciséis nudos— y su punto de destino.

Donner trazó la línea que el navegante le indicaba sobre una carta del Atlántico Sur y después le pidió que calculara la posición probable del petrolero a intervalos de una hora. Trazaron una segunda línea siguiendo el rumbo ESE de Hardin. Las dos líneas se cruzaban a once grados quince minutos y diez segundos de longitud este y treinta grados, veintinueve minutos de latitud sur; un punto del Atlántico Sur, quinientas millas al noroeste de Ciudad del Cabo.

Hardin les comunicó que estaba consiguiendo entre cinco y seis nudos. Si lograba mantener esa velocidad, calculó el navegante, el velero se aproximaría al lugar señalado con medio día de adelanto con respecto al
Leviathan
. Donner pudo captar la exaltación de la voz de Hardin a través de las interferencias estáticas y del bramido de las olas.

El navegante de El Al parecía menos entusiasmado. Bajo la mirada atenta de Donner, empezó a desdibujar el punto exacto de intersección, añadiendo una serie de líneas onduladas a la carta de navegación, para indicar el progreso de la tormenta antártica. El descenso del barómetro, el viento cada vez más fuerte y las turbulentas aguas iban acortando, lenta pero inexorablemente, la distancia que las separaba de Hardin.

De pronto, una ola rompió sobre la popa, llenándola de agua.

Hardin iba al timón. Ajaratu subía en aquel momento la escalera, con un termo lleno de sopa caliente. Él observó la sorpresa de su cara —una expresión de absoluta incredulidad— y se volvió a ver qué ocurría. No consiguió llegar a verlo. Un estrépito sacudió todo el barco y una gigantesca ola cubrió la popa con un diluvio de agua terriblemente fría.

El golpe le estrelló contra la rueda del timón. Sus brazos se enredaron en las cabillas y su cabeza fue a dar contra la bitácora. Después, la ola le aplastó contra el fondo de la bañera. Salió a flote nadando, convencido de que había sido arrastrado por encima de la borda, pero sólo se había hundido en la bañera inundada.

Ajaratu había desaparecido. No había tenido tiempo de enganchar su cabo salvavidas. Hardin vadeó a través de la bañera y miró por la escotilla. La encontró tendida de espaldas en medio del agua que inundaba el camarote. Se disponía a bajar a ayudarla, cuando el velero dio un fuerte bandazo, hincando la proa, y lo arrojó contra la escotilla.

El barco había quedado atravesado al oleaje, con la vela mayor flameando frenéticamente sobre el agua, y las escotas del foque hechas una maraña. Una enorme ola se acercaba amenazadora.

Hardin cerró las trincas de la escotilla y se precipitó a coger la rueda del timón. El barco respondió a duras penas. Hardin cazó la mayor, viró para dar la popa a la siguiente ola, se deslizó a trompicones sobre la cubierta y desenredó el foque. Acopló el piloto automático y se precipitó escaleras abajo.

Ajaratu estaba acurrucada en el rincón de la cocina, sosteniéndose el antebrazo izquierdo con la otra mano. Permanecía con los ojos cerrados.

—Creo que está fracturado —dijo con voz entrecortada.

—Y aparte de eso, ¿qué tal estás?

Cuando se arrodilló a su lado le castañeteaban los dientes.

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