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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (30 page)

BOOK: El cazador de barcos
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El segundo oficial era el responsable de la navegación. A él le correspondía buscar la ruta más económica que podía seguir el
Leviathan
, habida cuenta de las condiciones meteorológicas y del estado de la mar. Con unos costes de transporte que superaban con creces el millón de libras esterlinas para un viaje de ida y vuelta entre Europa y Arabia, cada milla y cada hora de navegación ahorradas representaba una enorme economía. Recíprocamente, cada milla y cada hora perdidas suscitaban severos interrogatorios por parte de la compañía y una advertencia de que el coste de un centenar de millas innecesarias de recorrido era equivalente al salario anual de un segundo oficial.

¿Debía discutir órdenes del capitán o arrostrar más adelante la responsabilidad de no haber planteado la obvia objeción de los costes? Era absolutamente imposible saber cómo debía reaccionar uno ante el capitán Ogilvy. A veces, cuando empezaba a aburrirle la monotonía de la larga travesía, el viejo tendía trampas deliberadas para dejarle a uno en ridículo.

Ogilvy le instigó a hablar con una leve irritación en su voz.

—¿Le preocupa alguna cosa, número dos?

—Significará unas setecientas millas más de recorrido, señor.

—Veinte mil libras —reconoció Ogilvy.

El segundo asintió dudoso, hizo acopio de valor y se aventuró a sugerir:

—Puede que se aproxime más a las treinta mil, señor.

—Gracias, número dos —dijo Ogilvy y le indicó que podía retirarse.

La espalda erecta del segundo oficial se encorvó casi imperceptiblemente. Lo había conseguido, había expuesto su objeción sin verse chasqueado. Pero cuando se disponía a cruzar el umbral de la puerta, Ogilvy le llamó:

—Tal vez pueda encontrar alguna forma de minimizar los gastos.

¡Maldición! Subió corriendo la escalera hasta la cubierta superior y se metió en el cuarto de derrota, contiguo al puente de mando. El viejo lo había atrapado a última hora. Probablemente ya había calculado la nueva ruta y conocía su coste hasta el último penique. Si no conseguía reproducir los cálculos del capitán, Ogilvy lo estaría chinchando durante toda la semana. No se atrevía a presentarse a cenar sin una solución.

Estuvo trabajando hasta el mediodía, hora en que empezaba su guardia, interrumpiendo su trabajo poco antes para comer un rápido plato de curry que un camarero pakistaní le llevó a la mesa de navegación. Después relevó al tercer oficial en el puente de mando, determinó la situación del
Leviathan
a mediodía con ayuda del sextante, corroborando las indicaciones de las frías luces mudas del aparato de navegación guiada por satélite, y pasó el resto de su guardia de cuatro horas ideando sistemas para reducir el coste que supondría dar un rodeo por el extremo de sotavento de las islas de Cabo Verde.

Introdujo varios proyectos en el ordenador del buque, que poseía todos los datos sobre consumo, lastre y rendimiento de las máquinas del
Leviathan
, así como los informes meteorológicos sobre el estado del tiempo, las corrientes, los vientos y la latitud de las olas en los millones de millas cuadradas de océano que podían afectar las condiciones de su ruta. Los mapas meteorológicos que salían del fax indicaban que empezaba a formarse una fuerte borrasca en el paso de Drake, las tormentosas y agitadas aguas comprendidas entre la Antártida y el Cabo de Hornos, en el extremo de Sudamérica. Tendrían noticias de ella con su nueva ruta, a menos que el anticiclón del Atlántico Sur consiguiera detenerla.

Cuando concluyó su guardia, ya había decidido el plan que podría presentar durante la cena. Se dio un chapuzón en la piscina del buque y luego se fue a echar una siesta en preparación de su guardia nocturna.

Mientras el
Leviathan
navegaba rutinariamente por alta mar, siempre se servían dos turnos de comidas en el comedor de los oficiales. Los hombres más jóvenes —los agregados, los terceros y segundos maquinistas, los técnicos eléctricos, los oficiales de radio y el tercer oficial de cubierta, cuyo turno de guardia empezaba a las ocho— cenaban a las siete, mientras sus superiores —el capitán, el jefe de máquinas, el primer oficial de electricidad y el segundo oficial de cubierta— se reunían a tomar un aperitivo en el despacho de Ogilvy.

Se vestían para la cena, puesto que en el fondo de su corazón Ogilvy seguía siendo un hombre de la P&O, y una de las tradiciones más destacadas de la antigua línea marítima británica era el traje Mar Rojo, el uniforme formal de los oficiales para climas tropicales. Todos lucían camisas blancas de manga corta, abiertas en el cuello —a pesar del gélido aire acondicionado— y llevaban insignias con galones dorados en los hombros, anchas fajas negras en la cintura y pantalones de etiqueta. El ceremonial, le había explicado una vez Ogilvy al segundo oficial era una necesidad a bordo de un barco. Sin él, el apartamiento de las restricciones que se encontraban en tierra firme podría alentar el desorden entre la clase de hombres que solían escoger la ilusoria libertad del mar.

El ceremonial también servía para dividir la monótona jornada a bordo del navío, automatizado en bloques de tiempo tolerables, cada uno con sus esperanzas, funciones y conclusiones concretas. El segundo oficial se había despertado de su siesta a las seis y cuarto, se había duchado y afeitado, y había empezado a vestirse con calma, calculando sus preparativos de manera que tendría que apresurarse los últimos minutos si no quería presentarse con retraso en el camarote de Ogilvy.

Los sesenta minutos reservados al aperitivo le dieron tiempo más que suficiente para recibir un cóctel de manos del camarero, beberse una tercera parte mientras inspeccionaba los grabados y mapas antiguos del capitán, charlar con un oficial al que todavía no había dirigido la palabra aquel día, instalarse en un sillón para cambiar impresiones con otros dos y levantarse luego a buscar una segunda copa, que justo acababa de terminar cuando sonó la campanilla anunciando la cena.

Los oficiales descendieron lentamente por una ancha escalera hasta el salón comedor, situado dos cubiertas más abajo, charlando en grupos de dos, precedidos por el capitán. A las ocho y diez se sentaron a comer la sopa acompañada de jerez.

Casi inmediatamente después, la comida se interrumpió con la aparición del primer oficial, que acababa de ser relevado en el puente de manda Los camareros se apresuraron a servirle, acercándole la sopera caliente y llenándole la copa de jerez. Y después se inició en serio la cena.

Ogilvy —con el blanco cabello reluciente y los hombros cargados de galones— presidia el segundo turno como si fuera el señor de una gran hacienda rural. Dominaba la conversación con relatos de sus tiempos de servicio en las lanchas cañoneras que patrullaban el golfo Pérsico y su servicio en los buques escolta en el Atlántico Norte durante la guerra, sazonando sus observaciones con acerbos comentarios sobre los hombres bajo cuyo mando había servido durante su larga carrera. A medida que progresaba la comida, fue repasando las diversas versiones de las noticias de actualidad que había ido recibiendo a través de su aparato de radio, mientras el
Leviathan
avanzaba a lo largo de la costa norteafricana:

Egipto había solicitado la reunión de una nueva conferencia; «A los israelíes más les valdría andarse con tiento», dijo Ogilvy. La palabra de los árabes no equivalía al trato limpio de los europeos. Los estados africanos acusaban a Sudáfrica de mantener campos de concentración. «Tienen que protegerse», dijo Ogilvy. Y ofreció una solución: el gobierno blanco debería plantearles claramente la situación a los negros. Si no les gustaba el sistema, podían regresar a sus tierras nativas. Pero si decidían quedarse, entonces tendrían que aceptarlo tal como era. La producción de petróleo del Mar del Norte continuaba aumentando. Esa noticia tenía perplejo a Ogilvy. Por una parte, era un alivio ver que empezaba a recuperar la balanza de pagos. Pero por otra parte, con el estímulo que todo ese dinero fácilmente ganado representaba para la economía, ¿quién podría convencer al obrero británico de que, a pesar de todo, debía aumentar su rendimiento, que había disminuido hasta niveles vergonzosos?

Sus oficiales asentían periódicamente con la cabeza, pero raras veces intervenían en la conversación, a menos que él les hiciera alguna pregunta directa. Los camareros, con las chaquetas tan blancas como el inmaculado mantel, cambiaban discretamente los platos de porcelana con el emblema del
Leviathan
, una ballena negra en pleno movimiento, levantando una estela dorada con la cabeza, y con las aletas de la cola apuntando al cielo. Sólo la total ausencia de mujeres y el bajo techo embaldosado indicaban que, en realidad, los oficiales no estaban cenando en el comedor de primera clase de un transatlántico.

El segundo oficial procuró probar frugalmente la abundante comida, consciente del pliegue carnoso que se le estaba formando debajo del mentón, como una barba rosada. Bebió un poquito de vino blanco con el plato de pescado y sólo fingió sorber el tinto para acompañar la carne Ogilvy le preguntaría por la nueva ruta durante el café y quería tener la cabeza despejada. Evitó las patatas y el segundo plato de carne que intentó servirle el camarero, pero, dejándose llevar por su temor, untó nerviosamente con mantequilla un panecillo. Estaba repasando mentalmente su informe y se disponía a coger un segundo panecillo cuando Ogilvy se volvió inesperadamente hacia él.

—¿Qué resultados ha obtenido, número dos?

Los camareros ya estaban retirando el plato de Ogilvy y los oficiales habían estado observando al capitán, esperando su señal para levantarse y dirigirse al salón de oficiales. Puesto que las conversaciones durante la cena solían girar en torno a temas intrascendentes y raras veces tocaban asuntos relacionados con el barco, intercambiaron miradas de curiosidad y se acomodaron en sus asientos para escuchar la respuesta del segundo oficial. Éste se secó la boca, bebió un sorbo de agua de su vaso de cristal y expuso detalladamente la nueva ruta del
Leviathan
.

En los rostros de los oficiales se reflejó la sorpresa.

—Buen trabajo —le felicitó sinceramente Ogilvy—. Parece bastante ingenioso.

—Gracias, señor.

El capitán sugirió una leve alteración en la ruta del tercer día, pero el segundo oficial comprendió que el viejo estaba complacido. De pronto deseó que llegara el momento del café, para poder tomarse una buena copa de brandy bien seco en el salón de oficiales.

—¿Un rodeo? —preguntó el primer oficial de electricidad. Era nuevo en ese viaje, un relevo que sustituía al jefe habitual.

—Exactamente —respondió Ogilvy con una sonrisa de desdén.

—¿Por qué? —preguntó con atrevimiento el nuevo oficial y el segundo oficial se preparó para la explosión que se avecinaba.

Aunque el primer oficial de electricidad y el jefe de máquinas recibían la misma paga y tenía el mismo rango que el capitán dentro de la compañía, como es habitual en los buques modernos, Ogilvy no toleraba que nadie desafiara su supremacía durante la cena.

El viejo prefería tener a su lado oficiales jóvenes que le trataran con respeto, a la antigua usanza, y sus oficiales de plantilla, satisfechos con el alto rango alcanzado a una edad temprana, procuraban no contrariarle. El segundo oficial sabía que era desusadamente joven para el puesto que ocupaba, pero Ogilvy le había ayudado a ascender rápidamente desde que lo había descubierto cuando era un agregado en la P&.0.

El relevo del primer oficial de electricidad era un hombre que rondaba la cuarentena, y que, después de sufrir durante años los insultos de los oficiales de cubierta (hasta que se reconoció la importancia de la electrónica en el equipamiento de un buque), gozaba con la idea de que no debía rendir cuentas a nadie. Su pregunta congeló la sonrisa en los labios de Ogilvy.

—Por la simple razón —dijo el capitán— de que el hombre que pretende atacar este buque lo hará frente a las costas de la protuberancia del África occidental. En algún punto comprendido entre las islas Canarias y la Costa de Marfil.

Los oficiales asintieron cautelosamente Ése era el primer indicio de que el capitán Ogilvy se tomaba en serio la amenaza y todos habían hecho suya su actitud despreocupada al respecto.

Ogilvy rió.

—Al muchacho le espera una pequeña decepción. ¿No creen?

El segundo oficial rió con él y el primero sonrió levemente; pero el recién llegado no estaba dispuesto a abandonar.

—¿Cómo sabe dónde tiene pensado atacar?

Ogilvy frunció el entrecejo. Decididamente no le gustaba nada ese nuevo oficial de electricidad, y el segundo oficial, que temía al capitán y tendía a resguardarse adoptando sus mismos prejuicios, compartía gustoso su desagrado hacia la apariencia descuidada y la actitud desenfadada del hombre. El primer oficial de electricidad pesaba quince kilos más de lo que le correspondía, iba mal peinado y su vestimenta era una desgracia, como si la lavandería del buque no fuera capaz de mantener las ropas de cualquiera en perfecto estado. No ocultaba el hecho de que había recibido una buena oferta para trabajar en la Decca y que tal vez dejaría la navegación para emplearse en esa empresa electrónica.

Decía que echaba de menos a su esposa y reconocía que sufría una curiosa dolencia. Tras varios años de servir como oficial en la marina mercante, de pronto había empezado a marearse. Los médicos le habían dicho que era un problema psicosomático, pero varios días después de zarpar había declarado de viva voz que el
Leviathan
parecía haberlo curado. El buque se mantenía firme como una roca. Y había añadido que no le importaría firmar un contrato permanente si no entraba en la Decca.

Ogilvy respondió a su pregunta sobre Hardin con escalofriante ponderación.

—Después de estudiar las características de su barco, el tiempo transcurrido desde que zarpó de Inglaterra, las condiciones meteorológicas, las mareas, corrientes y vientos a lo largo de esta costa, así como su aparente intención de localizar el
Leviathan
con ayuda del radar, he llegado a la ineludible conclusión de que sólo podría atacarnos en los canales de tráfico marítimo frente a la costa del África occidental.

—¿Por qué, capitán?

—Su velocidad no le permite perseguirnos —respondió Ogilvy con voz de hielo—. En consecuencia, tiene que esperar al acecho. Su radar sólo le indicará nuestra presencia con algunas horas de antelación, de modo que debe atacar donde crea que podrá encontrarnos: en un canal de tráfico marítimo muy frecuentado. Y además, también interviene un elemento psicológico: en la protuberancia del África occidental, estará bastante cerca de Sudamérica. Y ése parece el lugar lógico hacia donde podría intentar escapar.

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