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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (36 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Hardin volvía a dominar el barco. Libre de los cabos de freno, el velero respondía prontamente a las indicaciones del timón mientras él lo iba pilotando a caballo de las olas, dejándolas pasar bajo su casco ligeramente de través. Así, permitiendo que el mar marcara su rumbo en vez de intentar ofrecerle resistencia, consiguió ser, si no el dueño de la situación, al menos un socio tolerada.

Pero después de medio día sin que el oleaje y el viento dieran señales de amainar a pesar de que el cielo se había aclarado, Hardin sintió desvanecerse su entusiasmo. Las olas, más grandes que nunca, rompían regularmente sobre el velero. Puesto que el barco cerraba bien y su pequeña bañera se vaciaba en poco tiempo, ello no representaba ningún peligro para la embarcación, pero representaba un brutal zarandeo para Hardin.

Estaba calado hasta los huesos, tenía un frío espantoso y empezaban a faltarle las fuerzas. Tenía dificultades para sostener la rueda del timón. Al principio pensó que estaba encasquillada, pero pronto comprendió que sus brazos ya no ejercían la presión suficiente. Necesitaba calentarse, ponerse ropas secas y comer, o de lo contrarío acabaría muriendo de agotamiento.

Su mente empezaba a desvariar. Se le escapó un momento el control del barco y se encontró al borde del desastre al coger las olas demasiado de costado. La segunda vez que dio una cabezada, la rueda del timón le golpeó la mandíbula, sacándole de su sueño. Y entonces comprendió que tenía que bajar al camarote antes de perder el conocimiento.

Acopló la veleta más pequeña que tenía al piloto automático y la fijó de manera que la popa formara un ángulo de veinte grados con respecto a la dirección del oleaje. Después esperó, con las manos preparadas para coger la rueda del timón, a fin de comprobar si el piloto automático sería capaz de reproducir su método de proteger al barco de las olas.

El velero cabalgó varias olas sin mayores dificultades y todo parecía indicar que Walter sabría manejarlo mientras la marejada se mantuviera tan uniforme como en ese momento. Existía el riesgo de que el mar cambiara de pronto; pero en el estado en que él se encontraba, tampoco tenía otra opción.

Esperó que rompiera una ola e inmediatamente después abrió a toda prisa la escotilla, se deslizó escalera abajo y la cerró. Después bajó los últimos tramos de la escalera y se desplomó sobre la tablazón, saboreando el silencio. El camarote estaba frío y oscuro, pero allí no salpicaba la espuma, ni soplaba el viento, y el rugido del mar quedaba ahogado. Hardin cerró los ojos.

Pero no debía desperdiciar ese momento de tregua. Hizo un gran esfuerzo de concentración para no dormirse. Sin levantarse, se despegó de las ropas empapadas. La parka, el jersey, la camiseta. Los pantalones, la ropa interior y los calcetines. Todavía recostado contra la escalera, sacó una toalla seca de un cajón de la mesa de cartas y se restregó la piel helada. Se secó el pelo y la cara y sólo entonces se levantó.

Se puso unos pantalones secos y un jersey de cuello alto, calcetines y zapatillas y colgó el equipo impermeable menos mojado que tenia cerca de la escalera por si tenia que subir a toda prisa. Ajaratu seguía durmiendo. Las correas la habían sostenido bien y el brazo entablillado no se había movido. Le arregló las mantas y atravesó con cuidado el bamboleante camarote hasta la cocina, donde hirvió agua y llenó un gran tazón con una triple dosis de sopa en polvo. Después dejó el fogón encendido para que se calentara el camarote.

Empezó a beber el caliente liquido, apoyado contra el sofá al otro lado de la litera que ocupaba Ajaratu, y gozó de lo que probablemente era el momento más fastuoso de su vida. Estaba vivo cuando había esperado estar muerto. Estaba seco y caliente y su estómago empezaba a llenarse otra vez, y todo ello gracias a una fina membrana de fibra de vidrio que se interponía entre él y el Atlántico Sur.

Ajaratu empezó a moverse. Hardin preparó otro tazón de sopa y se lo llevó. Soltó los tirantes que la sujetaban, le levantó la cabeza y acercó el tazón a sus labios. Ella bebió varios sorbos y después le sonrió.

—¿Cómo estás?

—Mucho mejor. Fue una señora inyección la que me diste. Todavía noto los efectos.

—¿No te duele?

Ajaratu levantó cautelosamente el brazo entablillado con la otra mano y dio un respingo de dolor.

—No mucho.

Con cuidado, se incorporó apoyándose sobre el codo sano, tapándose maquinalmente el pecho con las mantas. Después cogió el tazón de sopa y bebió ávidamente. Sus ojos se posaron en una ventana y se quedó rígida con la taza entre los dientes.

Una ola salvajemente encrespada cubría todo el cielo. El velero se ladeó y cabalgó sobre ella.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó jadeante Ajaratu.

—Seguimos vivos.

—Pareces agotado.

El barco volvió a escorar. Ajaratu rodó contra el mamparo exterior, protegiéndose instintivamente el brazo roto.

—¿Walter? —preguntó dubitativa.

—Se está portando bastante bien.

—Acuéstate a mi lado —dijo ella—. Deberías dormir un poco.

—¿Podrás mantenerte despierta por si empeora la situación?

—Sí. Ya he dormido bastante.

Levantó la manta y se apretó contra el mamparo para dejarle sitio.

—Ven.

Hardin se acostó a su lado y apoyó la cabeza en su hombro. Torpemente, ella le levantó el jersey hasta los hombros y apretó su piel cálida contra la de él. De pronto Hardin sintió que la deseaba intensamente y ella no pareció sorprenderse en absoluto.

El velero trepó trabajosamente desde el fondo de un profundo seno y se encumbró sobre la cresta de una ola. La pantalla del lorán cobró vida y aparecieron las cifras luminosas de una línea de posición. Hardin localizó la línea de posición sobre la cuadrícula del diagrama y la marcó. La ola pasó por debajo del barco y el velero se precipitó por debajo del campo de acción de las pulsaciones de radio, antes de que Hardin pudiera recibir los datos de la segunda línea de posición. El indicador de pérdida de señal se iluminó y la pantalla quedó a oscuras.

Hardin aguardó ansiosamente a que el velero acabara de cruzar el seno entre las olas. Había intentado fijar su posición a mediodía con una observación del sol, pero aunque éste se había asomado entre las nubes, el mar estaba demasiado revuelto para poder determinar la línea del horizonte. Había necesitado una hora de cuidadosa aplicación del calor del fogón para eliminar la humedad del lorán.

Observó atentamente la pantalla del lorán con ojos cansados cuando el velero empezó a remontar otra ola. Había dormido varías horas, pero después de pasar una hora fría y húmeda en cubierta montando la guindola e izando el tormentín había quedado exhausto otra vez. La pantalla se iluminó.

Apareció la misma línea de posición anterior. Hardin se puso tenso, mientras rogaba para sus adentros que el velero se mantuviera sobre la cresta de la ola hasta que hubiera recibido la otra señal. Justo cuando empezaba a descender otra vez, cambiaron los números. Consultó la carta de navegación y determinó su situación en el punto de intersección de las dos líneas.

Un grito de triunfo le hinchó el pecho.

Las dos líneas se cruzaban sobre un grueso trazo negro que había dibujado antes. La ruta del
Leviathan
. Había alcanzado ese punto vacío del océano antes que el petrolero. Con suerte, tendría tiempo para prepararse.

—¿Cómo está tu brazo?

—Puedo gobernar —respondió Ajaratu.

—Nada de heroicidades. Avísame con tiempo si no puedes manejarlo. O si no tienes ganas de hacerlo.

—Asegúrame el brazo.

Ajaratu se sentó encima de la caja del motor y se apoyó con las piernas para no rodar con el vaivén del velero. Hardin la ayudó a quitarse los jerséis. El aire frío le erizó la piel sobre los senos.

Peter ya le había hecho un nuevo entablillado con una delgada lámina de fibra de vidrio y ahora procedió a asegurar el antebrazo a su tórax con esparadrapo quirúrgico. Cuando el miembro estuvo inmovilizado, la ayudó a ponerse otra vez los jerséis, una parka impermeable y un grueso chaleco salvavidas; y luego, en un impulso repentino, cogió un cazo de acero inoxidable del armario de la cocina.

—¿Para qué es eso?

Peter le arrolló una gruesa toalla en torno a la cabeza como si fuera un turbante y le encasquetó el cazo encima.

—Te servirá de casco.

—Debo de estar ridícula.

Una sonrisa relajó un momento las facciones de Peter. El corazón le latía desbocado.

—Si una ola te derriba, como me ocurrió a mí, sólo dispondrás de una mano para protegerte.

Deslizó el capuchón de la parka por encima del cazo y apretó el cordón que lo sujetaba.

—Preciosa.

Se sentía aturdido.

—Tú también deberías usar uno.

—No puedo —replicó seriamente él, mientras intentaba concentrarse en las cosas que debía hacer—. Podría obstaculizarme la visión.

La mirada de Ajaratu se deslizó hacia la sentina.

Hardin se enfundó su parka. Estaba húmeda y fría. En los bobillos cerrados con cremalleras llevaba una navaja, una linterna pequeña, otra mayor, un cortacables, unos alicates y un destornillador. Un polipasto colgaba de la escalera, con la cuerda cuidadosamente enhebrada a través de cada polea. En el extremo inferior tenía suspendida una eslinga de lona.

A juzgar por su manera de silbar entre los aparejos, el viento estaba arreciando. Hardin fue a buscar la antena de radar al camarote de popa, la ató a su muñeca y subió la escalera. Antes de abrir la escotilla, alargó un brazo hacia abajo y cogió el mentón de Ajaratu entre sus dedos. Volvía a controla la situación. Ella sostuvo su mirada cuando le habló.

—Me has permitido llegar hasta aquí y te doy las gracias. El resto puedo hacerlo yo solo.

—Quiero ayudarte.

—Entonces, en marcha.

Hardin abrió la escotilla, recibió una lluvia de frío rocío en plena cara al salir, puso en marcha el motor para accionar el generador y después arrastró la antena hasta el palo. Tambaleándose de un lado a otro de la cubierta, que daba brincos y sacudidas como un caballo asustado, se subió a la botavara, introdujo las piernas en la guindola y empezó a izarse a fuerza de brazos, tirando de la cuerda. El sistema de motones soltaba cuatro metros de cabo por cada metro que conseguía izarse él. Ajaratu iba enrollando el cabo en la bañera.

El palo se inclinaba violentamente, balanceándose sobre el techo de la cabina, hacia estribor, hasta quedar suspendido sobre las aguas; luego otra vez a babor. Las olas le lamían las piernas. El velero hocicó. El movimiento de vaivén cesó bruscamente. Los cabos recuperaron su posición y le golpearon contra el palo; intentó girar frenéticamente para proteger la antena que llevaba colgada de la muñeca.

La proa salió del agua, pero Peter se anticipó al balanceo que le arrastraría hacia atrás e introdujo el brazo entre el palo y un amantillo y se sujetó a él con el hueco del codo doblado. El cable le ayudó a mantenerse firme como si fuera una guía mientras seguía subiendo. Cuando llegó a la cruceta, diez metros por encima de la cubierta del barco, se detuvo a contemplar el Atlántico Sur, enfurruñado por la visita de la tormenta invernal.

El cielo estaba tan gris como el agua. Las gigantescas olas encrespadas continuaban desfilando procedentes del sudoeste, y el viento, cada vez más fuerte, empezaba a repetir su maniobra de allanar las aguas entre una ola y la siguiente. Hardin continuó izándose con siniestra satisfacción. Podría disparar sin obstáculos desde la cresta de una de esas olas.

Cuando estuvo firmemente sujeto al tope del palo, limpió el encaje con un trapo untado en aceite e insertó la antena. Después sujetó con el obenque la ligera estructura de alambre y aluminio, entre la cual silbaba quedamente el viento, retiró los protectores herméticos que cubrían las conexiones eléctricas y conectó la antena al circuito que asomaba por el tope del palo. Ajaratu agitó el brazo indicándole que el radar había dado una señal y Hardin hizo bajar rápidamente la guindola hasta la cubierta. La pantalla del radar estaba situada, junto a los instrumentos enloquecidos, en lo alto de la escalera.

Ajaratu estaba excitada.

—¿Es él? —preguntó señalando una flor de un blanco verdoso en el círculo exterior.

La señal ocupaba el punto más alto del círculo, directamente delante de él.

Hardin puso las manos sobre la pantalla para protegerla de la grisácea luminosidad del día y la observó detenidamente. El radar ofrecía un cuadro borroso en los dos primeros círculos. Eso ya estaba previsto. El aparejo improvisado no estaba diseñado para distancias cortas. Más allá de esos dos círculos, que representaban las diez millas más próximas, iban encendiéndose pequeños puntitos de luz que pronto desaparecerían.

La flor verde brillante empezó a marchitarse.

—Sólo era una gran ola —dijo Hardin—. ¿Lo ves? Se está borrando.

Ajaratu se acercó más, agarrándose a la cintura de Peter para no caer. Hardin apoyó los brazos contra la escotilla cerrada y protegió la pantalla con las manos para que ella pudiera ver la señal. El velero remontó la cresta de una gran ola y en el círculo exterior parpadearon otras olas distantes, pero nada que recordara la estabilidad del eco de un buque de acero.

—Está fuera de nuestro radio de acción —dijo Hardin—. Vigila la pantalla. Voy a mover un poco la antena.

Sujetó el cabo salvavidas de Ajaratu a un pasamanos y lo ató muy corto para que tuviera algo que le sirviera de sostén contra el balanceo.

Luego desconectó el piloto automático e hizo zigzaguear el velero entre las olas. Haciendo virar la proa desde el este hasta el norte, podía ejecutar con el timón el movimiento de barrido de un reflector giratorio. A Ajaratu le pareció ver algo varias veces, pero en cada ocasión el punto se desvaneció. Aunque estaba a menos de tres metros de él, la muchacha tenía que gritar para hacerse oír por encima del rugido de las olas y de las estridencias del viento.

Hardin abandonó sus intentos al cabo de un rato. El
Leviathan
todavía no estaba lo suficientemente próximo. No podía permitirse el lujo de pensar que tal vez el radar no funcionaba bien o que el buque podría haber pasado ya. El gigantesco oleaje debía de haberlo obligado a aminorar la marcha.

El cielo empezaba a ensombrecerse por el oeste. El viento empezó a indicar alguna intención de rolar hacia el sur. Bailoteaba primero en una dirección, luego en la otra, todavía demasiado caprichoso para influir sobre el oleaje, pero con la fuerza suficiente para causar estragos en el tormentín y desconectar al piloto automático. Hardin condujo a Ajaratu hasta la rueda del timón, enganchó su cabo salvavidas y puso el velero rumbo al nordeste. Si la tormenta empezaba a arreciar, la única posibilidad que tenía era interceptar al Retachan lo antes posible.

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