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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (40 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—¡Hardin!

Miles, festoneado de cámaras fotográficas, cajitas de película, lentes y fotómetros, saltó ágilmente a bordo del velero y saludó a Hardin con una escrutadora sonrisa. Sus marineros, un par de fornidos jóvenes rubios, tendieron sendos cabos hacia la proa y la popa del velero y luego permanecieron vigilantes junto a las amarras. La lancha aumentó la velocidad varios nudos más, arrastrando consigo al velera Miles le observaba con expresión satisfecha.

—Tenia la corazonada de que acabaría apareciendo por aquí, si lograba salir con vida. Mis hombres me dijeron que era probable que así fuera puesto que la tormenta ha frenado la corriente de Benguela.

Sonrió otra vez.

—Claro que también dijeron que no conseguiría salir con vida.

—Pues lo he conseguido —dijo Hardin.

Miles observó el zarandeado velero.

—A duras penas.

Luego fijó los ojos en Hardin. Profundas líneas surcaban su cara. Tenía los ojos enrojecidos y las hirsutas mejillas estaban muy hundidas. Había adelgazado y sus brazos, en los que se dibujaban los largos músculos fibrosos, estaban demasiado flacos. La mano que sujetaba la caña del timón, donde antes estaba la elaborada rueda y la bitácora, tenía el aspecto reseco y descarnado de una garra. El hombre parecía presa de un estupor, extrañamente indiferente Con la mirada todavía fija al frente dijo:

—Quiero que saque a Ajaratu del país.

—Ya está todo arreglado —respondió Donner—. ¿Está abajo?

Donner bajó las escaleras. Lo que antes fuera un bonito salón había quedado hecho añicos. Encontró a Ajaratu contra la mesa del comedor, con un brazo en cabestrillo, mirando con ojos desafiantes en dirección a la escotilla. Pareció sorprendida al verle, reconociéndole aunque sin recordar de dónde.

—Buenas noches, doctora Ajaratu. Mi nombre es Miles y he venido a buscarla para trasladarla sana y salva a su patria.

Ella le miró sin decir nada.

Donner le alargó la mano de uñas bien arregladas.

—Debemos darnos prisa. Seguramente ya les han visto entrar en la bahía.

Ella pasó rozándole y subió a la bañera para hablar con Hardin. Donner echó un rápido vistazo a los camarotes, calculando los daños sufridos, y después subió también a cubierta, donde Hardin le estaba explicando a la muchacha que podía confiar en su palabra.

—¿Y tú qué harás? —preguntó ella.

—Yo me ocuparé de él —dijo Miles—. Ahora debemos apresurarnos, doctora.

La cogió del brazo y la condujo hacia la lancha. Sus hombres empezaban a impacientarse. La Dirección de Puertos y Ferrocarriles de Sudáfrica, muy preocupada por las cuestiones de seguridad, podía mandar en cualquier momento una lancha patrulla a investigar las razones de ese encuentro entre una lancha particular y un velero desarbolado.

Como los judíos que solían estar al servicio de los reyes en la Europa medieval, los israelíes con frecuencia actuaban como emisarios extraoficiales entre los estados enfrentados, blancos y negros, del África moderna. El sistema tenía sus orígenes en los programas israelíes de ayuda agrícola y técnica, los proyectos de ingeniería, la actividad comercial y los programas de adiestramiento militar. La Mossad había sabido aprovechar las oportunidades que se le ofrecían, acompañando a los técnicos y comerciantes, y vistas las circunstancias, podía considerarse satisfecha con su organización en África del Sur. Pero la peor manera de poner en peligro los contactos y amistades secretas era interponerse en el camino de funcionarios celosos, que podían efectuar una detención sin darles tiempo material de pulsar ningún botón.

Ajaratu miró a Hardin y sus ojos permanecieron unidos un instante. Él se levantó y, recostándose contra la brazola de la bañera, le estrechó la mano.

—Gracias, Ajaratu. No habría conseguido salir de ésta sin ti.

Ella asintió en silencio y lanzó una mirada hacia atrás, donde se alzaba la negra mole del
Leviathan
, fuertemente escorado.

Un adiós muy contenido, pensó Donner, como dos generales intercambiando palabras de despedida sobre sus espadas rotas.

Hardin volvió a sentarse junto a la caña del timón, con los ojos de la mujer todavía fijos en él.

—¿Volveré a verte?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Por favor —intervino Donner—. No podemos seguir aquí.

—¿Peter? —Ajaratu sonrió débilmente—. ¿Puedo quedarme con tu reloj?

Hardin se quitó el maltratado Rolex sin pronunciar palabra, se inclinó por encima de la brazola y deslizó la pulsera extensible sobre la muñeca de la joven. Después le besó la mano. Ella deslizó brevemente los dedos entre sus cabellos, luego se metió en la cabina de la lancha, se sentó y se quedó mirando fijamente al frente.

Donner hizo la señal chasqueando los dedos. Su timonel dejó la rueda del timón a otro y saltó a bordo del velero.

—Leslie le ayudará a encontrar un fondeadero costa arriba —dijo el israel—. Yo me haré cargo de usted cuando vuelva.

Hardin contempló el
Leviathan
.

—¿Lo están reparando, Miles?

—Sí.

—Consígame un palo.

LIBRO TERCERO
CAPÍTULO XIX

—¿Hacia dónde piensa dirigirse ahora? —preguntó Miles.

Había transcurrido una semana y Hardin había recuperado las fuerzas suficientes para supervisar el reaparejamiento del velero. Los dos hombres estaban solos en el despacho del sudafricano blanco a quien pertenecía el pequeño astillero.

—Hacia el norte.

Miles sonrió astutamente y volvió a llenar las tazas con el líquido de una tetera que hervía sobre una crepitante cocina de leña.

—¿En dirección este u oeste?

Hardin le observó con expresión ligeramente divertida; no tenía intención de revelar su plan a nadie, pero el israelí era un hombre tenaz.

—¿Puede conseguirme un pasaje para Durban, en un carguero?

—Dirección este.

—Ahí es donde suele estar Durban.

—Imagino que ya está harto del oleaje del Cabo.

—Sí —respondió Hardin—. Y en invierno resultan muy duras esas mil millas de trayecto rodeando el Cabo. Si me hiciera ese favor podría adelantar dos o tres semanas.

—¿A qué tanta prisa? el
Leviathan
estará desarmado durante un mes.

Hardin se encogió de hombros. Lo más probable era que fueran seis o siete semanas, según había podido escuchar en los bares donde bebían los obreros del astillero. Le reconfortaba saber cosas que Miles ignoraba.

—¿Podrá conseguirme ese pasaje? —insistió.

—Naturalmente, pero me quedaría más tranquilo si pudiera darme aunque sólo sea una idea aproximada de sus intenciones.

—Lo siento.

Miles frunció petulantemente el entrecejo y Hardin, que no quería provocar su enojo, dejó la taza sobre la gastada mesa de madera y clavó la mirada en los ojos del israelí.

—Voy a explicarle una cosa, Miles.

Señaló el velero que descansaba sobre una basada al otro lado de la cuadrícula de pequeños cristales de la ventana.

—Cuando vuelva a hacerme a la mar en ese barco, me encontraré atrapado. Puedo ir a cualquier parte del mundo adonde quiera llevarme el viento. Incluso puedo ir a muchísimos sitios aun cuando el viento no quiera llevarme allí. Pero sólo a una velocidad de ocho nudos. Ciento sesenta millas, ciento setenta, si tengo un buen día y pongo mucho empeño. Un avión tarda aproximadamente doce minutos en recorrer esa distancia. ¿Comprende adonde quiero ir a parar?

—Evidentemente, en cualquier momento se encuentra atrapado dentro de un perímetro reducido pero no alcanzo a comprender por qué no puede…

—Como un pez en un barril —dijo Hardin—. Lo único que puedo hacer es esconder el barril. Por ello no pienso decirle a nadie hacia dónde me dirijo. Dos noches después de zarpar de Durban, seré el dueño exclusivo de mis actos.

—Pero necesitará mi ayuda.

—Deseo saber la hora exacta en que el
Leviathan
zarpe de Ciudad del Cabo. Y eso es todo.

—Aparte de un pasaje en un carguero… las reparaciones… provisiones.

—Son cosas útiles, pero no necesarias.

—¿Cómo se las arreglará para conseguir dinero? el Ejército de los Estados Únicos le busca para interrogarle. Difícilmente podrá utilizar su tarjeta de la American Express.

—Soy médico —explicó Hardi—. Puedo meterme en el tabernucho más infecto de los barrios bajos de esta ciudad y conseguir mil pavos a cambio de remendar las heridas de un ladrón de cajas fuertes cosido a tiros por un tipo que teóricamente no debía estar en su casa a la hora en que él entró.

—Esto va a costarle mucho más de mil dólares —refunfuñó Miles.

—Le firmaré un pagaré a nombre de mi abogado en Nueva York.

—No, gracias.

—No creí que lo aceptara.

—Y no se mezcle con criminales. Éste es un estado policiaco, por si no lo había notada De hecho, cuanto antes consiga sacarle de aquí, tanto mejor para todos nosotros.

—Embárqueme en un carguero —dijo Hardin—. Le agradezco su ayuda y no tengo intención de decirle adonde me dirijo.

—No sé si puedo permitirlo —replicó Miles—. Tal vez me obligue a revisar mi actitud.

—Vaya a revisar su actitud —dijo Hardin, mientras se levantaba trabajosamente de la silla—. Yo tengo que ocuparme de mi barco.

Una grúa de cubierta levantó el velero sobre las aguas de Table Bay y lo depositó encima de una bancada firmemente asentada en la mitad del barco e inmediatamente después zarpó el carguero. Donner había organizado su regreso en el barco del práctico y, en consecuencia, se encontraba al lado de Hardin observando cómo el buque se deslizaba hacia la salida del muelle Duncan y pasaba lentamente junto al
Leviathan
. El petrolero, todavía escorado, tenía más la apariencia de un escarpado promontorio rocoso que de un buque.

Los labios de Hardin se fruncieron en una sonrisa sardónica y sus ojos permanecieron fijos en el buque herido hasta mucho después de haber dejado atrás el rompeolas. Luego, cuando el barco del práctico ya se acercaba, le dio formalmente las gracias a Donner y prometió mantenerse en contacto con él a través de la nueva radio. El israelí tuvo la inquietante sensación de que se burlaba de él.

—Buena suerte, doctor —dijo y estrechó la mano que le tendía.

Hardin alargó unos instantes el apretón y Donner sintió algo sólido en su palma.

—Nunca parece recordar que soy ingeniero electrónico —dijo Hardin con una de sus raras y relajadas sonrisas.

Luego soltó la mano del otro.

Donner encontró una pequeña pieza metálica sobre su palma: el rastreador electrónico que había colocado en la punta del palo a fin de poder saber hacia dónde se dirigía Hardin.

—No me dé explicaciones —dijo Hardi—. Tampoco le creería.

El carguero pertenecía a las Líneas Marítimas Polacas. Hardin durmió tanto como pudo durante la travesía y procuró comer abundantemente. Todavía le faltaba mucho para estar realmente recuperado y aún se cansaba con facilidad. Muy pocos tripulantes hablaban inglés, lo cual le permitía conservar fácilmente su aislamiento.

Miles le había dado un par de cartas de Ajaratu. El tercer día de navegación las abrió y las leyó varias veces:

Querido Peter:

Confío que recuperes el buen juicio, aunque no creo que así suceda. El problema, naturalmente, es tu juicio. Temo que te dejes arrastrar por él a una muerte violenta y solitaria. Eres un hombre poseído por el pasado, un amante sin su amor… una tragedia para mí tanto como para ti.

Perdona este tono morboso. Mi deseo es convencerte, no aumentar tu desdicha, pero ya empiezo a añorarte terriblemente y apenas ha transcurrido una semana.

Luego la tinta cambiaba de azul y ella había escrito la fecha del día siguiente. Su estado de ánimo parecía haber cambiado.

Gracias por el reloj; y por tu amigo Miles. Me arrancó de las garras de los racistas sudafricanos valiéndose de un método de lo más ingenioso. Ya te lo contaré algún día. Una advertencia: Después de haberle visto actuar, no desearía tenerle como enemigo.

Voy a ponerme fúnebre otra vez. Peter, por favor, por favor reconsidera una vez más el daño que te estás causando. Hay momentos en que lamento no haberte dejado inconsciente de un golpe en la cabeza para llevarte después directamente a Lagos en el velero. ¿Fue tal vez por eso que nunca me enseñaste los principios de navegación? Pero me los enseñaste, ¿o no? Me ayudaste a aprender tantas cosas que me es imposible recordarlas todas.

Te quiero. Cuídate.

Ajaratu.

En un postscriptum añadía:

Estoy decidida a cerrar esta carta con una nota alegre. Ahí va: Eres un hombre tierno y apasionado. Y te quiero por ambas cosas. Vuelve a mi lado cuando puedas.

Hardin dobló cuidadosamente la carta y la deslizó, junto con la otra todavía sin abrir, entre las páginas manchadas del cuaderno de bitácora del velero, y a continuación las apartó de sus pensamientos.

Cuatro días después de zarpar de Ciudad del Cabo, y muy recuperado a pesar de la agitada travesía del Cabo de Buena Esperanza, hizo descargar su velero en el puerto de Durban. Izó las velas y se puso en marcha de inmediato dejando atrás el rompeolas para adentrarse en el océano Indico.

Se alejó mar adentro para evitar la fuerte corriente de Agujas. Y entonces, a doscientas millas al estenordeste de Durban, descubrió que había entrado agua en el sollado. No mucha; desde luego no tanta como habría entrado en muchos barcos de madera con ese mar tan agitado, pero mucha más de la que había visto nunca en el interior del velero. La vació sin dificultad con ayuda de las bombas manuales, pero cuando volvió a comprobar la situación algunas horas más tarde, el sollado había empezado a llenarse otra vez.

El velero se había transformado en un barco distinto, casi como si comprendiera que había sido derrotado. Llevaba un palo de madera, pues había sido imposible conseguir en tan breve plazo el palo de aluminio adecuado, y aunque a Hardin le gustaba la madera, se cuidaría mucho de forzar el barco como había hecho en el Atlántico Sur.

Bombear el agua cada cuatro horas no representaba mayores problemas; sin embargo, en sus ratos Ubres, cuando no estaba ocupado con las velas, Hardin se dedicó a buscar los puntos de filtración. Restañó una juntura sospechosa en la bodega de proa, donde la cubierta se unía con el casco, pero el agua siguió entrando, incluso después de que las olas dejaran de romper sobre la proa.

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