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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (54 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Miles Donner se había mostrado muy servicial. Antes de que llegaran los otros, le había sugerido a Bruce que echara una pequeña siesta de media hora. Bruce se había dejado conducir agradecido a una cómoda cama instalada en una alcoba contigua. Donner le había despertado al cabo de una hora, explicando la media hora adicional diciéndole que no había ocurrido nada importante. Le ofreció una taza de café negro muy cargado y cuando Bruce reapareció en la sala de juntas, le sirvió un whisky fuerte, que le proporcionó un agradable bienestar. Todavía le costaba concentrarse, pero tenía la certeza de que Donner cuidaría de sus intereses.

No acababa de entender demasiado bien qué hacía Donner allí. Al parecer era una especie de representante de Israel, y el Servicio Secreto de esa nación había descubierto que Hardin había vuelto a las andadas. Pero a través de alguna extraña maniobra, Donner prácticamente había tomado la dirección de la sesión destinada a decidir la estrategia a seguir. Parecía conocer muy bien a Hardin y se valía de ese conocimiento para interponerse como amortiguador entre las facciones árabes.

Bruce contempló la opaca mancha amarilla que ocupaba el lugar donde se había puesto el sol, a través de las amplias ventanas panorámicas. Por encima y en torno a ella el cielo empezaba a adquirir un resplandor rojizo, como ocurría cada noche sobre los campos petrolíferos del golfo, donde las antorchas de los gases encendidos teñían el cielo nocturno de colores más vivos que cualquier puesta de sol.

Veinte metros más abajo, un enorme
hovercraft
se mecía sobre las agitadas aguas. Nuevo y reluciente —un modelo británico construido en Southampton— iba fuertemente armado con misiles tierra-tierra y tierra-aire, un cañón de cubierta y varias ametralladoras. El iraní había llegado en él pocos minutos antes con un gran despliegue de hélices de maniobra que no había conseguido ocultar a los ojos del marino profesional que era Bruce el notorio defecto del
hovercraft
: se movía como un cerdo entre el oleaje. Ojalá los iraníes no tuvieran que enfrentarse nunca con una tormenta.

El saudita había llegado en helicóptero. Tres helicópteros, para ser más exactos. El suyo había aterrizado y los otros dos de la escolta, erizados de armas, volaban continuamente en círculos sobre el pozo. Se relevaban cada quince minutos para regresar por parejas hasta la costa saudita, a doscientas millas de allí, donde repostaban.

Miles Donner hizo una pausa en su conversación con el iraní, invitó al oficial saudita a acercarse y embarcó a los dos hombres en una conversación. Después se retiró discretamente, como un hombre que se apartara de un cubo de desperdicios lleno a rebosar, y se llevó a Bruce hada el mueble bar. Mencionó despreocupadamente que los habitantes de las costas opuestas del golfo se mezclaban con tanta dificultad como el agua y el aceite y sirvió una segunda copa para el capitán de la compañía.

Por un instante, Bruce pensó que tal vez estaba bebiendo demasiado, pero calculó que todavía podía tomar otra copa, y el whisky tenía un efecto tan relajante… Le sorprendió comprobar que los árabes parecían simpatizar con Donner. Sin ninguna de las muestras de desdén que uno hubiera esperado de ellos ante un judío. Donner pareció adivinar sus pensamientos.

—Los hombres de los estados del golfo son mucho más razonables que algunos de los otros vecinos del Israel —dijo con una sonris—. Tenemos una cosa en común.

—¿Sí? ¿Cuál es? —preguntó Bruce.

—Ambos tenemos mucho que proteger.

—¿De qué están discutiendo?

—Ostensiblemente están intentando hacer valer sus respectivos derechos territoriales sobre el golfo Pérsico —explicó Donner—. Pero en realidad, están discutiendo que son árabes y persas, un hecho que han venido discutiendo desde que los dinosaurios estiraron la pata y se convirtieron en petróleo. —Su sonrisa se difuminó—. Podría resultar divertido si Hardin no siguiera ahí fuera. Han perdido la última hora de luz del día debatiendo cuestiones de jurisdicción… Perdóneme, capitán. Tengo que ir a separarlos otra vez.

Atravesó presuroso la habitación, esquivando diestramente a los directores de la compañía petrolera de Qatar y se interpuso entre el árabe y el iraní sugiriendo que podían examinar las cartas de navegación de la zona los tres juntos y trazar después un plan de búsqueda cooperativo. Los dos oficiales declararon al unísono que tenían que consultar con sus ayudantes, que esperaban a bordo de sus respectivos vehículos oficiales. Cogieron sendos teléfonos en los extremos opuestos del tablero de comunicaciones y hablaron velozmente en sus propias lenguas, mientras Donner desplegaba las cartas de navegación de los campos petrolíferos de Halul sobre la mesa de conferencias.

El saudita anunció que el piloto del helicóptero que había avistado un yate en el golfo había estado examinando varias fotografías transmitidas por radiofax desde los astilleros Nautor en Petersaari, Finlandia. Y aseguraba que el barco que había visto era un Nautor
Swan
38.

Los iraníes no estaban tan seguros. Aunque habían destacado una fuerza apreciable para que patrullara los campos petrolíferos de Halul en la oscuridad, entre tanto todavía seguían registrando las ensenadas y bahías de la península de Musandán en el golfo de Omán. Ambas partes estaban sin embargo de acuerdo en una cosa: el tiempo que se anunciaba para el día siguiente prometía serles favorables. Sería un día despejado.

—Esto significa que Hardin tendrá que ocultarse —dijo Miles Donner, mientras les conducía hasta la mesa de conferencias—. Pero ¿dónde?

A diferencia de las cartas de navegación del Almirantazgo, de impresión más discreta, las que representaban la bahía sur del golfo Pérsico relucían llenas de indicaciones en tintas de distintos colores. El Gran Banco de las Perlas estaba sembrado de advertencias indicando los bajíos, islas y arrecifes conocidos, sobre los que podían leerse otras notas advirtiendo que la zona no estaba totalmente cartografiada; pero pasados los arrecifes, a lo largo de veinticinco millas a ambos lados de Halul, los mapas cartográficos tenían la frenética apariencia de las claves coloreadas de los circuitos electrónicos, como sus continuas indicaciones advirtiendo a los navegantes la presencia de instalaciones marítimas, pozos, boyas de sondeo, caladeros, oleoductos submarinos, oleoductos flotantes, rutas reservadas a las barcazas, boyas de carga, que llenaban de obstáculos la navegación a través de los campos de petróleo.

—Aquí —declaró el coronel de la Fuerza Aérea Saudita.

Señaló la maraña de instalaciones de extracción.

—Se esconderá entre los botes y barcazas para dificultar su localización desde el aire.

—No —dijo el iran—. También tiene que ocultarse de los barcos.

—¿Dónde entonces?

—Aquí.

El iraní dibujó el contorno del Gran Banco de las Perlas con su bastón corto.

—En los bancos y a no más de treinta millas del canal de navegación que conduce hasta Halul.

—¿Por qué? —preguntó Donner.

—Por dos razones. Primero, hay muchos, muchísimos islotes, todos deshabitados y protegidos de los guardacostas de gran calado por la barrera de arrecifes. Si yo viajara en un pequeño velero echaría el ancla en una ensenada cerca de la arena blanca y cubriría mi barco con una vela blanca. Sería preciso aproximarse mucho para distinguir el barco entre el resplandor de la arena.

Dirigió una sonrisa al saudita.

—Y sería totalmente imposible detectarme desde el aire.

—¿Y la vela le protegería acaso de los sensores de calor? —preguntó desdeñosamente el árabe.

—La vela reverberaría tanto calor como la arena —le interrumpió el iraní, precipitándose.

.—Tonterías —masculló el árabe.

Donner se interpuso entre los dos hombres. La pregunta sobre los sensores de calor estaba bien pensada y el iraní ignoraba la respuesta. No podían permitirse el lujo de esperar al día siguiente para averiguarla.

—¿Cuál era la segunda razón, comandante?

—He estado hablando personalmente con el capitán del
Leviathan
esta tarde. Él me vaticinó que Hardin estarían en el golfo Pérsico antes de que recibiéramos el parte del helicóptero. Conoce la manera de pensar de ese hombre.

—¿Le dijo dónde creía que se escondería? —preguntó Donner.

—Sí. Dijo que se ocultaría en los bancos. Dijo que le buscáramos entre los arrecifes.

—Los arrecifes no le ocultarán de la vigilancia aérea —replicó el árabe.

—Las islas sí le ocultarán y puede que también los arrecifes. ¿Cuánto tardaron en localizar el
Bell Huey
que se les estrelló el mes pasado? ¿Cuatro días? ¿Cinco días?

El árabe se ruborizó.

—Estaba medio sumergido.

—El golfo es grande —comentó diplomáticamente Donner—. Muy grande. Y esa es la razón, amigos míos, de que tal vez lo más conveniente sea combinar nuestros esfuerzos en un registro simultáneo por mar y aire de una sola zona concreta.

—Muy grande —reconoció el árab—. Casi como el desierto.

—Pero Hardin tiene que contar con el límite que le impone la velocidad de su barco —intervino el iraní.

Extendiendo el pulgar y el índice como si fueran las púas de un calibrador, los apoyó sobre el mapa dejando a Halul situada entre los dos y después trazó dos líneas paralelas hacia el este en un recorrido de sesenta millas a lo largo de la ruta marítima.

—Ocho nudos es lo máximo que puede conseguir navegando a vela. Seis con el motor. Treinta millas como máximo en un plazo de cuatro horas. No puede apartarse demasiado de la ruta del
Leviathan
en uno u otro sentido. No puede esconderse en la península de Qatar, por ejemplo, ni adentrarse más de treinta millas en el Banco de las Perlas.

—¿Está de acuerdo? —le preguntó Donner al Saudita.

El aviador asintió a regañadientes, después respondió con una frase que le permitía presentar como propia la conclusión.

—Nuestros helicópteros ya están concentrando sus esfuerzos en esa zona.

—Tal vez —sugirió Donner con voz suave y modales desenvueltos—, tal vez deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en un lado de la ruta.

—Tal vez.

Donner se frotó la barbilla y fingió examinar el mapa.

—Puede que el Banco de las Perlas sea el lugar más lógico para ocultarse con un barco pequeño, tal como sugirió el capitán del
Leviathan
.

—No hay ningún escondrijo al norte de la ruta marítima.

—Están los campos petrolíferos —apuntó el Saudita.

—Pero son lugares muy transitados —objetó Donner—. Los hombres que trabajan allí ya están sobre aviso de que se busca un velero. Esas aguas están llenas de hombres trabajando en las plataformas y de barcazas y laúdes a todas horas del día y de la noche. Además, no es un lugar…

Buscó una palabra adecuada para describir el triste ambiente industrial de los campos petrolíferos, las aguas infectas y el aire putrefacto.

—No es un lugar adecuado para adentrarse en él en un velero —se hizo eco el iraní.

—Tenemos que consolidar nuestro esfuerzo —siguió diciendo Donner—. ¿Puede hacer volver las unidades que tiene destacadas en la península de Musandán?

—Si pueden servirnos para registrar el Banco de las Perlas —dijo el iraní.

—Pero ustedes no conocen esas aguas —protestó el árabe.

—¿Y si empleáramos a los buscadores de perlas? —sugirió Donner.

—Claro —exclamó el árabe.

Se volvió hacia el iraní agitando la cabeza muy excitado.

—Les prestaremos nuestros pescadores y buscadores de perlas para que les indiquen el camino. Ellos conocen los arrecifes.

—Estupendo —dijo Donner.

—Gracias —respondió pensativo el iraní, y Donner adivinó que debía estarse preguntando cuántos espías sauditas se introducirían camuflados entre los buscadores de perlas para recoger información sobre la sofisticada fuerza naval iraní.

—Los mandaré reclutar inmediatamente —anunció el saudita.

—Tendremos que esperar a que amanezca —dijo el iraní—. No podemos registrar los arrecifes durante la noche.

—Si me permiten una sugerencia… —intervino Donner.

—Sí, amigo mío —dijo efusivamente el Saudita, complacido, al parecer, con el arreglo establecido.

—Hay una cosa que podríamos hacer esta noche —dijo suavemente Donner—. Mandar un helicóptero a inspeccionar esta zona de los arrecifes con ayuda de reflectores.

Señaló un punto del mapa. Su voz se endureció y, por un instante, eso le pareció a James Bruce, quedó muy claro que aquel israelí de modales suaves, con su aristocrático acento inglés, había tomado el mando de las operaciones de rastreo.

—Tenemos que obligarle a moverse sin parar. No le dejaremos dormir. Le acosaremos continuamente. Ya debe estar rendido. Puede que cuando llegue el amanecer no quede ya gran cosa de él.

CAPÍTULO XXVIII

El violento rugido de los motores marinos que avanzaban a toda velocidad le despertó con un sobresalto. Corrió hacia la escotilla, mientras su cerebro se negaba a abandonar el sueño todavía y el terror atenazaba su estómago. Una sombra pasó velozmente sobre las luces del campo petrolífero y la estela plana de un casco que planeaba borboteó cerca del velero. Antes de que el clamor se acallara hasta perderse en un retumbante murmullo, la sombra ya había desaparecido en la roja oscuridad.

El cielo se había iluminado durante la hora transcurrida desde la puesta del sol. Un resplandor rojizo se extendía de este a oeste entre el velero y el horizonte septentrional, alimentado por las antorchas de gas encendidas sobre las instalaciones de perforación submarina. La noche estaba teñida del rojo de las llamas —algunas próximas, otras lejanas— que centelleaban como otras tantas fogatas encendidas por los centinelas de unos gigantes en guerra. El golfo aparecía surcado de sangrientas olas, bajo el reflejo de las bolas de fuego, como si los gigantes hubieran enjuagado sus espadas en sus aguas.

Hacía una noche calurosa, tan calurosa como el día anterior a la aparición de la tormenta, tan calurosa que casi parecía que las llamas la calentaran del mismo modo como lo hacía el sol durante el día. El mar estaba en calma. Una cálida brisa del norte, que apestaba a gases de combustible, no alcanzaba a perturbar las aguas. El velero seguía situado entre los campos petrolíferos y la isla oscura, fijado en su posición por la brisa del norte y la corriente del sur, más o menos en el lugar donde lo había dejado antes de adormecerse encima de la mesa de trabajo con la cabeza apoyada en las manoseadas
Instrucciones de navegación
.

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