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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (57 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Volvió a alejarse remando en el bote de goma y examinó el velero desde todos los ángulos. A cincuenta metros de distancia se veía tan negro como las sombras bajo las cuales estaba amarrado. Excepto por la popa, allí el espejo de popa lucía tan blanco como si el velero estuviera anclado en el Club Marítimo de Nueva York, preparado para una salida dominical. No había sido capaz de tapar el nombre de Carloyn.

Resultaba demasiado blanco. Probablemente debía distinguirse a una milla de distancia. Volvió a remar hasta la torre y se acercó al espejo de popa. Lentamente, con mucha reticencia, fue cubriéndolo de petróleo con las manos, delineando cuidadosamente un limpio y reverente rectángulo en torno al espacio ocupado por su nombre. Lo enmarcó obsesivamente y, sumido en un estupor por la falta de sueño, volvió a pintar el espejo una y otra vez hasta que el rugido de una lancha patrullera que pasaba próxima le hizo recobrar el conocimiento. Aguardó, inmóvil, a que desapareciera.

Después se quedó mirando las letras negras en el pequeño rectángulo blanco que era todo lo que le restaba de Carolyn. El espacio que le había dejado todavía destacaba fuertemente con el casco camuflado y de pronto escuchó claramente su voz, como si la tuviera sentada a su lado en el bote, con la nariz arrugada ante el fuerte olor del petróleo. Sus palabras resonaron en su cabeza, animadas por una carcajada.

«No me culpes a mí si te descubren».

Una temblorosa sonrisa cruzó fugazmente sus labios. Le lanzó un beso con la mano y recubrió su nombre de petróleo.

Como última precaución, tiñó de negro el botecito anaranjado. Después volvió a subir al velero y se tendió a descansar en la bañera. Tenía una desesperada necesidad de dormir, pero no podía apagar la radio hasta no tener confianza de la hora exacta de llegada del
Leviathan
.

El aparato sonaba esporádicamente, despertándolo de su modorra, sobresaltado por la nitidez de la señal a corta distancia. Permaneció despierto escuchando una larga conversación, mientras observaba el cielo. El capitán de un petrolero japonés de 333000 toneladas exigía indignado que le dieran acceso al fondeadero destinado a los superpetroleros, pues había llegado con dos días de adelanto con respecto al programa previsto. Pero el fondeadero más grande estaba reservado para el
Leviathan
, que tenía prevista su llegada para esa noche.

Hardin siguió mirando al cielo, mientras esperaba la respuesta del japonés. El
Leviathan
se acercaba, pero tenía que saber exactamente cuándo llegaría. Tal vez el indignado capitán provocaría una respuesta que le diera la información que necesitaba. No lo hizo; las ondas se quedaron silenciosas. Hardin hizo girar el sintonizador. La mayoría de las emisoras hablaban en árabe. Varios de los canales de frecuencias más altas estaban muy ocupados y supuso que debían estarlos utilizando los aparatos de la Marina iraní y de la Fuerza Aérea árabe que aparecían continuamente a lo lejos. Estaba demasiado cansado para preocuparse, pero todo indicaba una batida en gran escala.

Cada vez que divisaba algún movimiento en el Banco de las Perlas, escudriñaba la zona con sus prismáticos. Los barcos iraníes iban cubriendo meticulosamente las aguas poco profundas a cuatro o cinco millas de distancia. Ajustó las potentes lentes para aclarar la imagen. Las embarcaciones eran lachas de reducido calado que parecían yates de recreo modificados. Abrían profundas estelas sobre el agua. Sus cubiertas estaban ocupadas por una apretada hilera de marinos uniformados, algunos de los cuales sostenían fusiles, otros escudriñaban las aguas con sus prismáticos. Un curioso detalle atrajo su atención.

En la proa de cada barco había una figura tocada con un turbante y vestida con una túnica que aleteaba con la corriente de aire que levantaba el movimiento del barco. Las figuras hacían señales con los brazos y cada vez que esto sucedía, los barcos cambiaban de rumbo. Debían ser gentes del lugar que conocían los arrecifes, conjeturó Hardin. El contraste de sus túnicas y turbantes al lado de los uniformes de los marinos le recordó al ejército de caballería norteamericano adentrándose en territorio hostil siguiendo las instrucciones de un guía indio.

La radio le despertó con una ligera sacudida. Una rápida conversación en árabe le recordó que debía sintonizar otra vez el Canal 16. Así lo hizo y después permaneció despierto, muy tenso, pensando a gran velocidad, preocupado, preguntándose si detendrían él petrolero hasta que hubieran dado con él. ¿O desistirían de la búsqueda? Nadie le había visto, de eso estaba seguro, desde inmediatamente antes de desencadenarse la tormenta. Podrían suponer que había muerto. Después empezó a preocuparle el recuerdo del descargador que había visto en los yacimientos petrolíferos. ¿Le habría visto? ¿Habría denunciado el hecho? Era posible que lo hubiera dicho, para justificarse cuando el capataz le descubrió holgazaneando.

Hacía el día más claro que había visto desde que había entrado en la zona del monzón varias semanas atrás. El
chamal
, que había llegado precedido por la tormenta, había traído aires despejados y marginalmente más frescos y más secos. Aunque la temperatura continuaba oscilando alrededor de los treinta y dos grados y un día claro en el golfo significaba que la visibilidad era de cinco millas en vez de una. El aire, más próximo a una brisa marina que los vientos que habían estado soplando de levante y de poniente, se mantenía a una velocidad constante de diez nudos, soplando por el noroeste. Si se mantenía, izaría las velas y navegaría con el viento a favor dejando que le llevara directamente hacia el
Leviathan
.

El sol fue avanzando hacia el cénit y el calor se hizo más intenso. Extraños espejismos empezaron a jugar pesadas bromas a los ojos cansados de Hardin. Espectros esfuminados, gigantescos buques de nubes, navegaban cabeza abajo a través del cielo. Los espejismos, incorpóreos reflejos de los petroleros que surcaban invisibles las aguas a diez millas de distancia sobre El canal de navegación, iban desfilando en ordenada procesión. Afloraban paulatinamente uno tras otro por el horizonte meridional, iban adquiriendo volumen a medida que se acercaban, alcanzaban su pleno esplendor sobre su cabeza y finalmente se dispersaban por el norte como hojas muertas de otoño.

El amenazador silbido de los helicópteros que se aproximaban interrumpió el apagado ronroneo casi adormecedor de los distantes barcos patrulleros. Una formación de tres aparatos —tres puntitos negros sobre el horizonte— iba hacia él. Los puntitos fueron haciéndose más grandes y más brillantes; Hardin les observaba aprensivo.

Los helicópteros volaban a unos treinta metros por encima del nivel del agua. Pasarían bastante cerca de la torre. De pronto se inclinaron al unísono, descendieron sobre un grupo de torres cercano, se separaron y circundaron individualmente cada torre. Después se reagruparon y procedieron hacia la que ocupaba él.

Hardin se metió en el camarote; era posible que utilizaran sensores de infrarrojos para medir el calor desprendido. Permaneció agazapado junto a una ventana, preguntándose si su camuflaje resultaría efectivo.

Entonces recordó los cabos de amarre —dos cabos de nailon, uno atado a la proa y el otro a la popa— relucientes tan blancos y brillantes como sólo podía lucir el material sintético. Había olvidado recubrirlos de petróleo.

Los helicópteros descendieron con las piernas separadas, suspendidos en cuclillas en el aire, obesos y poco atractivos a pesar de su sorprendente velocidad. A media milla de distancia empezaron a distinguirse sus burbujas, después las ametralladoras y las sombras de los soldados encargados de su manejo. Se acercaron hasta doscientos metros de la torre.

Hardin permaneció en el camarote, con la mente flotando en el vacío, mientras observaba cómo los helicópteros daban alcance al
hovercraft
y lo adelantaban corriendo como si estuvieran compitiendo en una carrera. Sobrevolaron las torres y siguieron adelante antes de que el
hovercraft
pudiera llegar a ellas.

Esperó hasta que desaparecieron por el norte. Demasiado cansado para preguntarse por qué habrían interrumpido su rastreo —simplemente agradecido de que ello hubiera ocurrido finalmente— se decidió a salir del camarote hirviente y se tendió en la bañera escuchando la radio.

El sol se posó en el centro de la cruz de acero de las vigas maestras en lo alto de la torre. Despedía una luz blanca, como si fuera una bola de vidrio fundido. Lentamente fue avanzando hacia poniente y una de las vigas proyectó su sombra sobre los ojos de Hardin. Cuando volvió a mirar, el sol ya estaba al otro lado de la estructura de la torre y comprendió que había dormido durante media hora.

Tenía la boca seca. Bajó al camarote y llenó un vaso de agua en el grifo de la cocina. Se lo bebió y se llenó otro, y luego otro. Al tercer vaso, el pedal de la bomba de agua se movió en el vado y algunas burbujas de aire se mezclaron con el agua que manaba del grifo. Había agotado su reserva de agua. En algún momento, no podía recordar cuándo, había dejado de racionar el agua. Hurgando en los armarios, encontró una botella de Soave y dos botellitas de Perrier. Las metió en una bolsa de malla y las colgó por la borda después de apartar el petróleo con la fregona. Se despediría del mundo con clase.

—Adelante Halul. Adelante Halul.

Hardin reconoció la voz sonora del oficial de radio escocés del
Leviathan
. Se instaló cómodamente en la silla situada junto a la mesa de navegación y se puso los auriculares. El radiotelegrafista de Halul respondió a la llamada.

—Por favor, prepárennos un práctico para amarrar a las veinticuatro horas.

—Práctico para amarrar a las veinticuatro horas.

Hardin consultó el cronómetro. Faltaban poco menos de doce horas. El monstruo ya había pasado las Quoins y estaba en el golfo; ya podía dormir. En el camarote hacía demasiado calor, con que subió su colchón de espuma a la bañera y cerró los ojos e intentó no pensar en nada.

CAPÍTULO XXIX

Negro y compacto como la noche, el
Leviathan
se lanzó veloz rumbo al sol poniente y tocó su estridente silbato en señal de advertencia a un viejo velero árabe que se interponía en su camino. El
lansh
de dos palos, sin motor, avanzaba trabajosamente hacia el oeste, debatiéndose contra el fuerte
chamal
. Al escuchar el aviso, renunció a mantener su curso e intentó esquivar al petrolero que empezaba a darle alcance a gran velocidad.

El
Leviathan
siguió avanzando, abriendo una ancha estela sobre la superficie suavemente ondulada del mar. Sendos penachos de humo negro se desprendían de cada chimenea y se unían luego sobre la espuma que iba dejando el buque, cual las gruesas y letales aletas de la cola de una gigantesca ballena. El viento dispersó pronto el humo, pero mucho después de pasar el petrolero, la ola levantada por su proa embistió al velero árabe que huía. Los marineros la vieron encresparse sobre ellos y se aferraron al cargamento y a los aparejos. La ola sacudió brutalmente el barco, desplazando las cajas de embalaje, amenazando con romper sus vergas de madera, sus palos crujientes y los cabos de cáñamo, y aflojando sus pobres velas remendadas.

El capitán Ogilvy siguió mirando adelante, ignorante de la consternación creada por el paso del
Leviathan
. De pie sobre el ala del puente, observaba el resplandor incandescente sobre el horizonte, escudriñando las aguas. Tenía dos vigías apostados en lo alto del palo, otros dos en la proa, y un hombre pegado a la pantalla del radar. Cuando sonó el teléfono del puente de mando, Ogilvy cogió el auricular.

Los sauditas se dirigían a él a través de la radio. Querían comunicarle que pronto sería demasiado oscuro para poder efectuar una vigilancia adecuada desde el aire. Y, toda vez que aún no se había localizado a Hardin, sugerían que el
Leviathan
se detuviera hasta el amanecer. Ogilvy les replicó, lacónicamente, que prefería mil veces ofrecer un blanco móvil que uno fijo, y colgó. Después llamó al segundo oficial, que estaba de guardia, y le pidió que convocara al contramaestre.

El contramaestre era un irlandés bajo y delgado con ese orgulloso destello en la mirada que convierte a un marino en jefe natural.

—Buenas noches, capitán.

—Contramaestre, quiero que saquen todos los muebles de la sala de oficiales y del comedor de la tripulación y los amontonen sobre las dos zonas de aterrizaje de helicópteros.

—¿Señor?

—Llene de obstáculos esas dos zonas, sin pérdida de tiempo.

El contramaestre hizo un saludo y salió trotando rápidamente del puente. Pocos minutos más tarde, Ogilvy le vio dar instrucciones a un par de cuadrillas de cubierta que empezaban a trasladar las mesas y las sillas hacia las zonas de aterrizaje.

Cuando las tuvieron cubiertas, tras varios viajes en uno y otro sentido, Ogilvy cogió el teléfono del ala del puente y conectó el sistema de altavoces. Su voz retumbó sobre las amplias cubiertas.

—¡Contramaestre! Extienda esas mangueras por ahí, recubra todos esos espacios abiertos.

Los hombres se apresuraron a cumplir la orden. Hacía pocos minutos que habían concluido esta tarea y el capitán todavía alcanzaba a distinguir la proa a la luz cada vez más pálida del crepúsculo, cuando vio aparecer en el oeste un enorme helicóptero que después de describir un círculo empezó a perder altura y de pronto se detuvo bruscamente suspendido en el aire. El capitán cogió rápidamente el teléfono del puente de mando.

—Póngame con el helicóptero.

Era el comandante de la Armada iraní. James Bruce le había informado horas antes que aquél era el encargado de dirigir las operaciones de búsqueda y captura de Hardin.

—¿Dígame, comandante? —dijo Ogilvy.

Una voz paciente le respondió:

—Al parecer no desea usted que aterrice, capitán Ogilvy.

—He quedado hasta la coronilla de aterrizajes y despegues en los dos últimos días —dijo Ogilvy— el
Leviathan
recibirá al práctico de amarre a las veinticuatro horas.

—Lamentablemente, señor, todavía no hemos localizado a Hardin y no podemos permitirle seguir adelante hasta que lo hayamos encontrado.

—No voy a permitir que mi buque permanezca parado como un bolo esperando ser derribado simplemente porque su Marina es incapaz de localizar un lunático en un velero.

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