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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (56 page)

BOOK: El cazador de barcos
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El petróleo derramado despedía un olor extrañamente puro, penetrante, que laceraba las fosas nasales, pero menos malsano que el hedor de los gases de combustión. Sobre el casco del velero quedó una señal oscura de su paso a través del petróleo. Algo golpeó suavemente la fibra de vidrio. Hardin se apartó bruscamente, sobresaltado. La serpiente de mar moribunda volvió a golpear, permaneció unos instantes tumbada panza arriba y luego se hundió.

Hardin pasó a una media milla hacia el sur de la alta antorcha de fuego con su llama bifurcada y buscó otra antorcha que le sirviera de guía. Los petroleros que circulaban por el norte parecían más próximos. La forma oscura de un buque que se adentraba en el golfo le ocultó la antorcha que le servía de guía de navegación. Hardin viró varios puntos hacia el sur, todavía apuntando hacia el noroeste, a fin de evitar converger con la ruta de los petroleros, y cruzó una amplia extensión oscura y vacía, libre de instalaciones de perforación.

Divisó el destello de algún objeto blanco hacia babor. Lo examinó con los prismáticos. Un rompiente. Un arrecife. Se había acercado demasiado al Banco de las Perlas. Hizo girar rápidamente la rueda del timón, dio un giro de noventa grados y puso rumbo al norte. Ahora navegaba con el viento al través y, con los pies electrizados, esperaba notar en cualquier momento el rasgueo del coral contra el casco.

Mantuvo el nuevo curso hasta haber cruzado el canal de navegación. El flujo de buques interpondría una barrera más segura entre su velero y los arrecifes. Buscó una nueva llama que le sirviera de punto de referencia y puso rumbo al oeste.

Dos hombres jóvenes salieron de sus respectivas bases situadas a uno y otro lado del golfo Pérsico. El árabe pilotaba un helicóptero con turbinas a chorro de la Real Fuerza Aérea de la Arabia Saudita. El persa iba al timón de un
hovercraft
de desembarco de la Marina iraní, un vehículo anfibio diseñado para hacerle capaz de depositar un par de tanques de combate en la costa enemiga.

Aquel día no transportaba tanques, sino sólo una tripulación de rastreadores armados de prismáticos y exploradores de radar y, en consecuencia, en muchos momentos llegaba a superar su velocidad de crucero de noventa kilómetros por hora. Siempre que esto ocurría, el incremento de la presión dinámica —la presión del movimiento de la nave— amenazaba con dejar sin efecto la presión del cojín de aire que la sostenía. El piloto era un hombre experimentado y disfrutaba con el juego de conducir su aparato en el punto límite de la estabilidad, sobrepasándolo y recuperándolo luego en ajustadas maniobras.

Él y el árabe se encontraron justo al norte de Das, una pequeña isla situada cincuenta millas al sudeste de Halul. Ambos avanzaban siguiendo rutas convergentes, el
hovercraft
a ras del agua sobre una capa de espuma luminosa, el helicóptero volando a la altura de la cresta de las olas, con los deslumbrantes reflectores encendidos. Cada uno advirtió la presencia del otro en el mismo instante. Cada uno identificó en el otro a un ciudadano de la costa opuesta. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.

El único testigo de la terrible explosión fue el piloto de un avión de rastreo árabe y éste informó, con voz temblorosa de indignación, que el aparato iraní había embestido deliberadamente al helicóptero árabe. El rumor se propagó rápidamente a través de las ondas radiofónicas de ambas fuerzas y antes de que los comandantes pudieran imponerse ya se habían producido varios intercambios de fuego de ametralladoras y misiles.

Miles Donner empleó toda su habilidad para recomponer la provisional alianza. En aquel momento había vuelto la espalda a la sala de reuniones y estaba mirando por las ventanas que empezaban a teñirse de gris, aguardando la aparición del sol. Bruce, el inglés, dormía en el sofá. Los directores de la Compañía de Petróleos de Qatar se habían retirado a sendos compartimientos y en la sala de la cima del Pozo Número Uno sólo quedaban además el comandante iraní y el coronel árabe.

El iraní, con ojos cansados, permanecía sentado inmóvil como una piedra mientras el árabe daba rienda suelta a su furia. Sólo una vez manifestó algún tipo de reacción y ésta se limitó a una mirada, tan cargada de odio, que incluso el árabe pareció comprender que una palabra más podría costarle la vida.

El árabe salió hecho una tromba hacia la puerta, la abrió, y anunció que sus fuerzas registrarían los yacimientos de petróleo.

—Está en el Banco de las Perlas —dijo el iraní sin inmutarse.

—No puede atacar desde el Banco de las Perlas —replicó el árabe—. Nosotros le cortaremos el paso.

—Primero tendrán que encontrarlo.

—Le encontraremos.

Donner dio media vuelta y decidió hacer una última tentativa.

—Realmente deberíamos concentrar nuestras fuerzas en un solo punto.

—Entonces busquémosle en los campos petrolíferos —dijo el árabe.

—No está allí —insistió firmemente el iran—. Está metido en alguna cueva, escondido bajo la sombra de un acantilado, o disimulado sobre una playa.

—No estamos dispuestos a derramar ni una gota más de sangre en el Banco de la Perlas.

—Ordene a sus pilotos que tengan cuidado con las torres de los pozos o el derramamiento de sangre será mucho mayor —replicó fríamente el iraní.

El árabe dio un portazo. Instantes más tarde, su helicóptero despegó del techo con gran estruendo. Dio una vuelta en torno al pozo y durante un aterrador segundo Donner creyó que iba a ametrallarlos.

El amanecer transformó el golfo Pérsico como si se acabara de apagar un incendio. El cielo rojo se fue tañendo lentamente de gris; las llamaradas parecieron reducirse a débiles ascuas para convertirse finalmente en blanca ceniza. Una densa bruma plomiza se levantó del agua. Un lucero del alba brilló en lo alto, prometiendo un día despejado.

El amanecer cogió a Hardin, con los ojos rodeados de grandes ojeras, al sudeste de Halul, y buscando todavía un lugar donde ocultar su barco. El viento había amainado hasta convertirse en una ligera brisa y el velero se encontraba sobre una amplia extensión de aguas libres de obstáculos, a varias millas del siguiente grupo de instalaciones petrolíferas. Izó un
spinnaker
. La vela se hinchó como un globo.

El velero siguió flotando hacia el noroeste, balanceándose sobre la ligera marejada. Hardin oyó rumor de helicópteros. El ruido se desvaneció, seguido inmediatamente por el de otro grupo, que también pasó de largo, sin que pudiera verlo. El cielo empezaba a aclararse por el oriente y a teñirse de color perla con la proximidad del sol. Media hora más y el barco sería perfectamente visible.

Una llama de gas resplandeció entre un grupo de estructuras metálicas frente a él, pero bajo la luz matutina su humo destacaba más claramente que la llama. Hardin masculló una maldición. Acababa de rodearlas, cuando descubrió una estructura aislada, a una milla de distancia. Tendría que recoger el
spinnaker
para esquivarla.

Se encontraba sobre la cubierta, estirando el brazo para coger el tangón del
spinnaker
, cuando advirtió que esa torre petrolífera era distinta de las demás. No se observaba ninguna luz encendida. En torno a ella no se balanceaba ninguna embarcación y tampoco detectó ningún movimiento de maquinaria de perforación o de bombeo. Cogió los prismáticos y la examinó detenidamente.

Una idea, o un recuerdo, le rondaba la cabeza sin acabar de imponerse. Puso el velero de cara al viento, dejó que el
spinnaker
se vaciara, lo ligó para impedir que cogiera aire inesperadamente y bajó a consultar las
Instrucciones de navegación
. Hojeó el capítulo sobre Halul, sin saber exactamente qué estaba buscando, pero cada vez más convencido de que recordaba haber leído algo importante. Le escocían los ojos de fatiga y las letras impresas se confundieron varias veces bajo su mirada.

«Jazirat Halul… Gran Banco de las Perlas… Radar… Un faro… arrecife… aguas revueltas… ruta… Atención… Faro… Bocina de niebla… Obstrucciones… Fondeadero… Amarradera».

Volvió atrás, comprendiendo que ya lo había pasado.

«
Atención
… yacimientos petrolíferos…».

¡Lo había encontrado!

«Un banco de profundidad mínima media… En la parte menos profunda de este banco aparece cartografiada una instalación de extracción abandonada, de 30 metros de largo, que no está iluminada».

Viró para situarse a favor del viento, dejó que se llenara el
spinnaker
y encaró el velero hacia la torre distante Después corrió abajo, olvidado ya su cansancio, y cogió dos largos cabos de nailon. Dejó un rollo en la popa y el otro en la proa.

La torre estaba ya más próxima. Los primeros rayos del sol iluminaban la punta. Hardin arrió rápidamente el
spinnaker
y puso en marcha el motor. Ya sólo le faltaban cien metros para llegar a la instalación petrolífera. Hardin la escudriñó con sus prismáticos.

Era evidente que estaba abandonada, solitaria, vacía y tenía un cierto aire de otra época, un perfume del siglo pasado, como las chimeneas de fundición que Ajaratu le había mostrado en las minas de estaño agotadas de Cornualles. Probablemente tenía menos de diez años de antigüedad, pero aún así encerraba la misma promesa de que el hombre jamás volvería a intentar nada sobre ese punto de la tierra.

Las negras vigas maestras estaban veteadas de orín y una rápida vuelta a su alrededor le reveló que todas las piezas de algún valor que podían desmontarse, incluidas las vigas transversales de la parte inferior, habían sido retiradas. Sólo quedaba la estructura desnuda —una pirámide alargada—, cuatro gruesos pies clavados en el fondo del golfo que se alzaban hasta veinte metros de altura, entretejiéndose en un encaje de acero que parecía más fino cuanto más alto se remontaba.

Era imposible adivinar qué podía esconderse bajo la capa de petróleo que cubría el agua entre los cuatro pies de la torre Hardin entró con cuidado, palpando el fondo con el bichero. El velero se deslizó bajo la sombra, pasó junto al pie de la torre, que estaba festoneado de argollas y melladas juntas de metal. Hardin ató un cabo y lo llevó hasta la popa, después fue soltándola La distancia de un pie a otro en diagonal era de casi veinte metros, nueve más que la eslora del velero. Y Hardin lo dejó continuar hasta que la proa prácticamente tocó el pie más alejado. Después fijó el cabo de popa y corrió a atar también la proa.

Soltó tres metros de amarra, la aseguró, y regresó a la popa, desde donde recogió el cabo sobrante hasta que el barco quedó bien sujeto entre los pies de la torre, que tenía una señal indicando el nivel de la marea alta a un metro y medio sobre el nivel del agua. Soltó una longitud adicional de cabo para compensar esta diferencia y después levantó la mirada.

El palo había pasado bajo la viga transversal inferior a una distancia de dos metros, pero una vez dentro, la estructura de la torre se elevaba otros diez o doce metros hasta una enorme cruz formada por dos enormes jácenas de las que antaño estaba suspendido el aparato de perforación. Cuatro manchas de cielo azul se divisaban a través de los cuadrantes de la cruz y la luz del sol la iluminaba con dorados rayos.

Instantes más tarde, el sol se levantó sobre el horizonte, anunciándole a Hardin que aquel día no podría contar con la protección de la calina, el polvo o la bruma. Preocupado, reunió unas fuerzas que no había creído que todavía le quedaran, infló el botecito de goma y remó cincuenta metros fuera de la torre. Comprobó con gran sorpresa que el velero era perfectamente visible a esa distancia. Su casco blanco relucía fantasmalmente entre las sombras y sus cromados brillaban como espejos al compás de su vaivén sobre el suave oleaje.

Se escuchó el ronroneo de un aeroplano que se aproximaba. Hardin empezó a mover los remos. El ruido del motor fue creciendo, cada vez más próximo. Remó tan rápido como pudo, introduciendo accidentalmente la punta del botecito bajo la cresta de una ola que lo llenó de agua hasta media altura. Segundos después de que volviera a refugiarse bajo las sombras de la vieja torre, un aeroplano ligero pasó zumbando frente a él rozando las crestas de las olas a una milla de distancia.

Respirando con dificultad, Hardin se agarró a la borda del velero y pensó de qué manera podría camuflarlo. Todas sus velas eran blancas, de modo que no podía recubrirlo con ellas y no tenia pintura con la cual oscurecer el casco. Metió los remos del botecito en el barco, inclinándolos hacia fuera para que el petróleo no goteara sobre los asideros de los remos.

El petróleo.

Cogió un puñado de la superficie del agua haciendo cuenco con la mano y lo extendió sobre el casco del velero. El petróleo dejó una mancha negra, veteada de blanco en los puntos donde los callos de sus palmas habían eliminado la viscosa pasta. Cogió otro puñado y repitió el proceso. Pronto hubo recubierto una superficie de un metro y medio de largo desde la borda hasta la línea de flotación, que aparecía tan negra como el agua. Se limpió las manos como pudo y subió a bordo del velero para coger una fregona.

En el camarote, aprovechó para encender la radio y sintonizó el Canal 16 del VHF, que servía de enlace entre los buques que entraban en las instalaciones de carga de Jazirat Halul. Puso el volumen lo suficientemente alto para poder escucharlo mientras trabajaba en cubierta y luego empezó a mojar la fregona en la mancha de aceite para deslizaría después sobre el casco, pintándolo de popa a proa por el lado de estribor. Cuando tuvo toda la superficie a su alcance cubierta de una espesa capa de petróleo negro pardusco, volvió a meterse en el bote y pintó la parte inferior de la caída de proa. Después procedió a recubrir el lado de babor.

La radio atronaba intermitentemente con las voces de los petroleros procedentes de Europa y del Japón que radiaban sus horas estimadas de llegada y el cargamento que precisarían. Halul les asignaba prácticos que les conducirían a su amarradero o les daba instrucciones para fondear. En conjunto se obtenía una imagen sonora de una ajetreada gran terminal intentando acoplar los puntos de amarre y las horas de carga a fin de trabajar al máximo rendimiento.

Gran cantidad de petróleo flotaba sobre las aguas alrededor del velero. Cada vez que Hardin sacaba la fregona llena para extenderlo sobre el casco, una cantidad equivalente ocupaba de inmediato su lugar, como si el pozo abandonado lo fuera exudando a un ritmo constante. Cuando hubo terminado de untar El lado de babor, volvió a subir al barco, recubrió todas las partes blancas —la brazola de la bañera, los tubos de ventilación y los costados de la cabina— y aplicó varios brochazos de petróleo a las escotillas y ventanas de metacrilato reflectante. Después envolvió la brillante rueda y la bitácora del timón con una manta de marino y retiró las velas blancas que estaban enrolladas sobre la botavara y guardadas en sus bolsas al pie del estay de proa. Untó de petróleo los cabos de seguridad y el pulpito de acero inoxidable, así como la botavara de aluminio.

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