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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (17 page)

BOOK: El cazador de barcos
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El viejo cogió con las tenazas un tercer bloque de hielo de veinticinco kilos de la bañera y empezó a bajar dificultosamente por la escalerilla que daba acceso a la sección posterior de la cabina principal, la cual quedaba separada de la sección anterior por medios mamparos. La cocinilla estaba situada a estribor de la escalera y la mesa de navegación a babor. Tanto si estaba estudiando sus cartas de navegación como si estaba cocinando, Hardin podía subir rápidamente a la bañera.

Culling metió el hielo en el refrigerador. Los bloques de hielo se conservarían durante tres días con el tiempo relativamente fresco que reinaba en el Atlántico a mediados de junio. En el refrigerador había alimentos frescos para la primera semana de viaje —huevos, leche, queso, pan en envoltorios de plástico, verduras, carne cocida, naranjas, limones, manzanas y zumos—, así como provisiones secas y enlatadas para los días siguientes —arroz integral, patatas deshidratadas, pastas, cereales, sopas, conservas de carne y de verduras, leche condensada, chocolate, café y té.

Culling escudriñó los armarios y cajones en busca de algún espacio vacío. Uno de los cajones estaba prácticamente lleno de frascos de cristal ambarino con vitaminas. Culling deslizó un cuenco de piedra lleno de queso Stilton entre las vitaminas. Después ocultó una botella de vino generoso en el saco de arroz. Cuando tuvieran que empezar a comer arroz, les alegraría poder beber un buen vino.

Culling subió por la escalerilla y echó un último vistazo a la mesa de cartas. Una potente radio de onda corta, un radioteléfono VHF y un lorán —el nuevo tipo C, de más largo alcance— ocupaban los estantes encima de la mesa de cartas. En los cajones y espacios libres que había debajo de la mesa estaban las cartas y los manuales suplementarios (
Derroteros de África e Instrucciones náuticas
) publicadas por el Departamento de Cartografía del Ministerio de Defensa, un sextante, un cronómetro y el
Almanaque náutico
. En un armario situado a proa de la mesa de cartas estaban guardados un sextante de respeto, un segundo cronómetro, unos prismáticos, pistolas lanza bengalas, linterna de señales y banderas. Sobre la mesa de madera de teca ya estaban desplegadas las cartas del Canal de la Mancha que Hardin utilizaría aquella misma noche.

El camarote de popa contenía herramientas, pintura para el casco, material para recomponer la fibra de vidrio, varias tablas de madera de roble y de teca, una bombona de gas propano de recambio para la cocinilla, dos de plástico de veinte litros llenos de agua fresca para completar los doscientos litros contenidos en los dos depósitos del barco y reservas de combustible, así como más alimentos (suficientes latas de conserva para que Hardin pudiera sobrevivir en alta mar una larga temporada después de desembarcar a la doctora Akanke en Monrovia).

Ella estaba guardando sus cosas en el camarote de proa. Este era completamente independiente del camarote principal donde dormía Hardin. Y Culling estaba seguro de que, a menos que el vino generoso se les subiera a la cabeza una noche, esa situación se mantendría a lo largo del viaje. Por lo que había podido observar, la doctora era poco más que un servicial marinero para él.

En medio de la agitación de los preparativos de última hora, Hardin tuvo a menudo la sensación de estar repitiendo los mismos gestos —desembarazar sus compras del exceso de cartón y plástico de los envoltorios, guardar y volver a guardar a fin de distribuir equitativamente el peso, catalogar el lugar donde estaba almacenada cada cosa— que había hecho sólo dos meses atrás cuando él y Carolyn habían cargado
La Sirena
y habían puesto rumbo a Europa en el viejo queche.

Mientras empezaba a caer el crepúsculo y las colinas de Fowey y Polruan iban cubriéndose de luces lentamente, Hardin observó en qué sentido agitaba el aire los negros catavientos cuadrados que aleteaban en los obenques. Antes solía hacerlos con retazos de las medias de Carolyn, pero durante el trayecto de regreso de Rotterdam había descubierto de manera casual que el negro destacaba mejor contra el cielo nocturno.

El viento soplaría fuerte sobre el Canal de la Mancha.

—El foque número tres —le indicó a Ajaratu.

Ella se fue al camarote y reapareció unos momentos después en la cubierta de proa trayendo la vela. Hardin fue izándola lentamente, repitiendo las operaciones en voz alta para que ella aprendiera. Se sentía muy tranquilo. Los preparativos estaban terminados y, de un modo curioso, la presencia de la muchacha parecía posponer la tensión que sabía que aparecería cuando la hubiera desembarcado y comenzara la batalla.

De pronto, cuando estuvo izado el foque, se encontraron listos para partir.

En el muelle ya no quedaba nada. La cubierta estaba despejada. Habían concluido la tarea. Como para alentarlos, la marea abandonó su instante de calma, comenzó a descender y tiró del
Carolyn
apartándolo del muelle, tensando las amarras, intentando arrastrarlo hacia la boca del puerto. Casi había anochecido.

Ajaratu saltó al muelle y abrazó a Culling. Él le palmeó el hombro, pero cuando Hardin le estrechó la mano para darle las gracias, pareció sentirse incómodo. Volviéndose hacia las colinas desde las cuales soplaba la brisa, declaró:

—El viento y la marea están con usted, doctor. Un hombre no puede pedir gran cosa más.

Hardin izó la vela mayor, dejando que Ajaratu accionara la manivela para levantarla el último par de metros.

—Creo que ya podemos partir —dijo.

Soltó la amarra, la enrolló una vez en torno a la cornamusa y le alargó el chicote a Ajaratu. Culling se ocupó de la amarra de popa. Hardin cogió el timón.

—Suelta la amarra, Ajaratu.

Ella arrojó el cabo al muelle.

Hardin cazó la escota de la mayor. La vela se hinchó, separando el barco del muelle.

Hardin le hizo una señal con la cabeza a Culling.

El viejo soltó el cabo de popa y el velero quedó libre.

CAPÍTULO IX

—Demasiado tarde —declaró Culling, examinando con desconfianza a los tres hombres que llenaban su pequeño despacho en la parte anterior del cobertizo principal.

—¿Cuándo ha zarpado? —preguntó el más viejo de pie entre los otros dos.

Culling se rascó la cabeza.

—Oh, esta tarde, si no recuerdo mal.

—¿A qué hora?

—A las cuatro poco más o menos. ¿Los caballeros son amigos suyos?

—¿Zarpó a la vela con la marea en contra? —inquirió el hombre del medio.

Varias horas después de zarpar de Fowey, la proa del velero empezó a subir y bajar.

—¿Qué es eso? —preguntó Ajaratu. La primera vez que habían salido a navegar había ido hacia levante.

—El Atlántico —respondió Hardin.

—¿Tan pronto?

Estaba muy oscuro y él sentía más que veía su presencia a su lado.

—Quiere hacernos saber que nos espera ahí fuera —explicó.

—¿Me marearé?

—Espero que no.

—Eso no es demasiado alentador.

—Deberías dormir un poco.

Ella se quedó silenciosa.

Hardin oyó el murmullo del motor de un barco en la oscuridad. Parecía llegar de sus espaldas y torció el cuello para asegurarse de que llevaba encendida la luz de popa. Así era. Una nube cubrió la estrella que había utilizado como guía.

Durante varios minutos guió su rumbo por la dirección del oleaje y del viento, mientras esperaba que reapareciera la estrella. Al ver que no sucedía así, encendió la mortecina luz roja de la bitácora y comprobó el rumbo en el compás.

Desde los asientos de popa no podía ver las luces rojas y verdes de la proa, ni tampoco la luz blanca de popa. Una pantalla las recubría de manera que sólo iluminaran un ángulo de treinta grados en los dos lados de la proa y de doce grados en la popa. El sonido fue acercándose y creciendo a sus espaldas; después cambió de tono; el barco había avistado su luz de popa y estaba virando para pasarle a una distancia segura.

Su estrella reapareció. Justo a estribor del palo, exactamente donde debía estar. Hardin empezó a buscar otra con la cual sustituirla. Navegar guiándose por una estrella era mucho más sencillo que intentar seguir las indicaciones del compás, pero era preciso cambiar de estrella cada quince o veinte minutos; de lo contrario, puesto que éstas se desplazaban sobre el firmamento, uno acaba siguiéndolas hasta lugares por los que no tenía intención de pasar. Le explicó a Ajaratu lo que estaba haciendo y dejó que ella se ocupara de buscar otra estrella.

El viento empezaba a arreciar, todavía procedente del norte, de tierra, y ahogaba el sonido del barco que se aproximaba. Sin embargo, a pesar del oleaje del Canal que se atravesaba en el camino de las olas del Atlántico, el
Swan
avanzaba cómodamente. Estaban siguiendo una ruta entre la vía marítima de salida y la costa, siguiendo los contornos del canal para esquivar las rocas marcadas en la carta. Las luces de varios buques de alto bordo salpicaban la oscuridad de la noche hacia babor. Casi toda la costa estaba envuelta en sombras.

Una silenciosa explosión de luz blanca ocultó el negro del cielo y del mar.

—¿Qué es eso? —exclamó Ajaratu.

Un poderoso motor rugió a su lado. Un chorro de agua helada baño los asientos de popa.

Hardin cerró los ojos e intentó despejar la ceguera sacudiendo la cabeza.

—¡Bajen esa luz! —chilló.

Una voz enérgica resonó en inglés amplificada por un megáfono.

—Yate
Carolyn
. Yate
Carolyn
. Prepárese para el abordaje.

—¡Apague esa luz! —gritó Hardin—. No veo nada.

La luz se apartó e iluminó el mar delante del velero. Hardin con los ojos entrecerrados divisó la silueta de un rápido guardacostas bajo el reflejo del foco. El megáfono volvió a bramar.

—¡Guardia costera! ¡Acérquese!

El guardacostas se acercó más y Hardin pudo distinguir a varios marinos de uniforme preparados para el abordaje Uno de ellos empuñaba una ametralladora ligera.

—¿Qué demonios quieren? —exclamó Hardin indignado, con los ojos todavía doloridos por el resplandor de la luz.

—Guardia costera —tronó el altavoz—. Registro de armas.

Hardin vio que el que sostenía el megáfono era un oficial con una chaqueta de mezclilla de color oscuro. ¿Registro de armas? ¿Podría disuadirles? Por unos locos segundos consideró la posibilidad de acercarse y tirarlos por la borda con un golpe de botavara. Pero ¿y después qué? el
Swan
podía navegar eternamente sin combustible, pero nunca conseguiría escapar de la persecución de un barco de motor. Tendría que intentar disuadirles. Desde luego, con todas las provisiones que llevaba, su velero tenia un aire bastante inocente.

—Muy bien —le dijo a Ajarat—. Voy a ponerme al pairo. Prepárate a arriar el foque… ¡Ahora!

Cazó la vela mayor al centro. El barco se irguió y empezó a cabecear. El guardacostas se colocó a su lado, con la cubierta un metro más arriba por encima de la superficie, pero timoneado por manos expertas. Los barcos se rozaron suavemente y los marineros se apresuraron a saltar a bordo. Ataron un par de cabos a popa y a proa mientras el oficial y el marino de la ametralladora montaban guardia. En cuando los barcos estuvieron abarloados, el motor de la lancha aceleró ligeramente y los dos avanzaron unidos con la velocidad suficiente para romper el oleaje con la proa.

El oficial dejó el megáfono en manos de uno de sus hombres y saltó a la bañera del velero. Era un hombre de mediana edad, con una cara de facciones llenas y sensibles.

—Existen sistemas más seguros para dar el alto a un barco sin necesidad de cegar a la tripulación con un foco —le espetó Hardin.

—En realidad, estamos justo en el limite. No solemos molestar a los patrones de yate, pero hemos tenido información de que una célula del IRA pretende introducir explosivos franceses en el sur de Irlanda. No le entretendremos más de un minuto. Si tiene la bondad de conducirme abajo, señor, y dejarme ver sus papeles, todo quedará solucionado en seguida.

—Su casco está golpeando el mío —dijo Hardin.

El oficial hizo una señal y un musculoso joven cuyos brazos se dibujaban claramente debajo del jersey oscuro saltó a bordo.

—El contramaestre Rice gobernará su timón mientras estamos abajo. ¿Le importa quedarse aquí, señorita? —preguntó cortésmente.

—En absoluto —respondió Ajaratu—. ¿Desea ver mi pasaporte?

—El caballero me lo mostrará cuando bajemos, gracias. Suelta las amarras, Rice.

Los marinos subieron otra vez al guardacostas con sus cabos. Rice cogió el reluciente volante con una sonrisa apreciativa e hizo virar el barco dejando que se llenara la vela mayor arrizada. Rice miró la bitácora.

—¿Dos cuarenta? —le preguntó a Hardin.

—Será suficiente —dijo Hardin.

Se notaba en su postura que Rice era un marino competente. Hardin hizo bajar al oficial al camarote principal y abrió uno de los cajones situados debajo de la mesa de cartas en busca de sus pasaportes y los documentos del barco.

El oficial levantó el brazo y cerró la escotilla. Después le indicó el sofá con la cabeza.

—Siéntese allí, doctor Hardin.

Hardin se irguió sorprendido.

—¿Cómo sabe…?

El hombre sacó un pequeño revólver negro y repitió:

—¡Siéntese!

—¿Cómo? ¿Quién diablos es usted?

—¿Dónde está el Dragón?

—¿Qué?

—Siéntese, doctor Hardin.

Hardin se dejó caer en el sofá, con la cabeza hecha un torbellino. El oficial hizo un gesto en dirección a la escotilla.

—No creo que esa mujer de ahí arriba sea absolutamente imprescindible para su plan. La arrojaré por la borda si no coopera de inmediato. Haré que se ahogue como se ahogó su mujer.

Hardin se incorporó, temblando. La pistola volvió a su refugio en el cinto del hombre.

—¿Qué quiere de mí? —murmuró Hardin.

—¿Dónde está el Dragón?

—No sé de qué me habla.

—El soldado que se lo vendió ha sido arrestado. ¿Dónde está?

Hardin se sentó pesadamente.

—Debajo de sus pies.

—Déjemelo ver.

El hombre retrocedió hasta la mesa de navegación y vigiló atentamente a Hardin mientras éste desmontaba la mesa abatible y levantaba la tablazón del suelo. Hardin le mostró la caja de madera.

—Ahí dentro —dijo—. Sellado herméticamente contra el agua.

—¿Funciona?

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