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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (7 page)

»Era casi un muchacho, quince años más joven que yo, suponga Ahora, naturalmente, es el capitán más envidiado del mundo. Conseguir ese cargo fue todo un éxito. Es curioso lo que le ha sucedido a Cedric con los petroleros. Detesta a los árabes y ahora visita el golfo Pérsico cada dos meses, con la exactitud de un reloj. Debe ponerse verde cada vez que los ve patrullar por unas aguas que antes solíamos vigilar nosotros.

—Y a mí me pone verde de indignación pensar que se encuentra en el puente de ese monstruo después de lo que me hizo.

—Ha pronunciado usted la palabra exacta —reconoció Desmond—. Es un monstruo y Ogilvy no lo domina por completo. Ningún hombre podría hacerlo.

—Siempre hay un responsable —dijo Hardin—. Y en el mar, es el capitán, ¡el patrón ante Dios! En este preciso momento, el
Leviathan
sigue la ruta que él ha marcado y la tripulación obedece sus órdenes. Si él decide apostar vigías, habrá vigías. Si no lo hacer, no los habrá.

—A decir verdad —comentó Desmond con una risit—. Lo más probable es que Cedric Ogilvy se esté tomando una pinta de cerveza en Hampstead en este preciso instante y pensando que ojalá su mujer le permitiera rumiar dentro de su casa.

—¿Le han relevado de su cargo? —preguntó Hardin.

—¡Oh, no, no, no! Los capitanes hacen un turno rotatorio. Él hace dos viajes y luego se toma uno de descansa Todavía estará otras seis o siete semanas en casa… Pero, doctor Hardin, quédese y tome otra copa. Hace una noche espantosa.

Sin embargo, Hardin ya se alejaba corriendo hacia la puerta.

Ogilvy vivía en un barrio de grandes mansiones independientes, construidas a principios de siglo. Las casas flanqueaban un paseo. Acudió a abrirle la puerta una mujer alta con el pelo blanco y una cara alargada y vulgar. El capitán Ogilvy todavía estaba en la City por cuestiones de negocios. Regresaría dentro de una hora.

Hardin no aceptó su invitación para que lo esperara y se fue andando hasta un pub que había visto una manzana más abajo, en la avenida principal.

The Lancer’s Arms era un local sin pretensiones, una sencilla combinación de muebles de madera de estilo campestre, objetos de caza —cuernos polvorientos, escopetas, cuchillos y fustas colgados de las bajas vigas— y accesorios de plástico para servir la cerveza de barril.

Pidió una pinta de cerveza amarga, la encontró poco fuerte y decidió seguir con el whisky. No había comido nada, aparte del desayuno del hotel. Y el whisky, sumado a los que ya había tomado con Desmond, le causó un efecto más fuerte de lo que habría deseado. Ya iba por el segundo o el tercer vaso, había perdido la cuenta, y empezaba a oscilar entre el aturdimiento y el olvido, cuando entró el capitán Cedric Ogilvy.

Era un hombre de unos sesenta años, de facciones atractivas, con la cara sonrosada y el pelo blanco; alto y erguido, aunque Hardin advirtió que arrastraba ligeramente los pies, síntoma de un principio de artritis. Dos clientes habituales del bar le saludaron y parecieron muy contentos de que el capitán respondiera a su saludo. Ogilvy se sentó junto a la chimenea.

Hardin, que se había quedado solo junto a la barra, siguió bebiendo y escuchando, mientras pensaba en qué lugar del barco debía encontrarse exactamente Ogilvy cuando el
Leviathan
le había abordado. ¿En el puente? ¿En el cuarto de derrota? ¿En su camarote? ¿En cubierta? Su mirada penetrante, ¿se había fijado en la pantalla del radar, había pasado por alto un apagado destello, había ignorado un extraño parpadeo? ¿Había quitado importancia a un puntito de luz, atribuyéndolo a un desperfecto? ¿Había estado realmente alerta, al menos?

No costaba mucho empezar a sentir antipatía por el capitán. Hablaba ruidosamente y sólo se interrumpía los segundos suficientes para dar ocasión a los demás de enriquecer un poco su monólogo. Parecía un hombre obstinadamente aferrado a sus opiniones y totalmente impregnado de una despreocupada confianza en sí mismo; el resultado de largos años de hablar con subordinados, conjeturó Hardin.

Uno de sus amigos pagó una segunda ronda. Mientras cambiaban los vasos, los grandes dedos gruesos de Ogilvy empezaron a tamborilear impacientes sobre su rodilla. Alguien le preguntó qué tal respondía el
Leviathan
. El capitán bajó el vaso antes de que tocara sus labios.

—Es un titán. Es el barco más grande del mundo, pura y simplemente.

Hizo un gesto de levantar el vaso, luego se detuvo otra vez.

—Lo único que siento es que no lo hayamos construido en Inglaterra, que los griegos y los japoneses hayan tenido que venir a enseñarnos lo pasadas de moda que estaban las tradiciones náuticas que nos retenían. Existe una nueva tecnología del mar, caballeros, y ésta se resume en una palabra:
grande
.

»Hay que construir barcos grandes. Dotarlos de calculadoras electrónicas para no tener un centenar de hombres dando vueltas en la sala de máquinas. Y poner unos cuantos buenos oficiales al frente de la tripulación; los míos son ingleses, como ustedes saben. Me los llevé cuando dejé la P & O. Los barcos grandes son rápidos y cómodos, y cumplen bien su cometido. Y esto ha sido siempre lo principal en el mar, caballeros. Cumplir la tarea asignada.

—¿Sin prestar atención a las muertes que eso cause? —preguntó Hardin en voz bastante alta.

Todas las miradas se volvieron hacia la barra para fijarse en Peter Hardin, que jugueteaba con su vaso vacío. Se lo alargó al camarero para que lo llenara.

—¿Decía usted, joven? —inquirió Ogilvy.

Hardin, al ver que el camarero no volvía a llenarle el vaso de whisky, lo golpeó bruscamente sobre la barra de madera. El insistente tamborileo le indicó que empezaba a estar borracho. Dejó el vaso y se dispuso a responder a Ogilvy.

—Usted mató a mi mujer y hundió mi velero con su
gran
barco, señor.

Los demás clientes del bar intercambiaron miradas de asombro, pero Ogilvy se levantó, comprendiendo a todas luces a lo que se refería, y replicó:

—Usted debe de ser el tipo que me ha estado difamando en el Almirantazgo.

—¿Niega lo que hizo? —gritó Hardin.

Su voz sonó chillona, incluso a sus propios oídos.

—Absolutamente —declaró Ogilvy, saliendo del círculo de sillas para acercarse a Hardin.

Tenía unos ojos pequeños, de un azul intenso. Y, cuando le tuvo cerca, Hardin comprendió que era un hombre mucho más duro de lo que sugerían sus blandas facciones.

—¡Lo niego!

—No tenía ningún vigía —dijo Hardin, apartándose el mechón de la frente—. No sabe lo que pasó.

En los ojos de Ogilvy apareció un breve destello de duda, luego se desvaneció como la llama de una vela en contraste con la luz del sol.

—El
Leviathan
no abordó a nadie —declaró con firmeza.

—Pasó directamente sobre mí, hijo de perra. Vi el nombre claramente inscrito de un extremo a otro de la popa.

Ogilvy se volvió hacia el grupo de hombres que los miraban boquiabiertos, de pie junto a la chimenea.

—Es evidente que este joven caballero necesita los cuidados de un médico. Ha estado blandiendo extravagantes acusaciones contra mí en el Almirantazgo; acusaciones que no han sido escuchadas, y con mucha razón. Al parecer está buscando algún villano sobre el cual descargar la culpa de la muerte de su esposa. Tengo la sospecha de que sabe muy bien que él fue el responsable, cualquiera que fuese el accidente que sufrieron, y se siente culpable.

Hardin le dio un puñetazo.

Ogilvy lanzó un grito y retrocedió tambaleante, apretándose la cara con ambas manos. Sus amigos acudieron rápidamente en su ayuda, con gritos de inquietud. Desconcertado, como el que no acaba de entender la trama de una película a la que ha llegado tarde, Hardin los vio apiñarse en torno al capitán.

Ogilvy tenía la cara descompuesta de dolor y el cuerpo que retrocedía tambaleante pertenecía a un hombre ya viejo. La sangre comenzó a manar entre sus dedos y le manchó la camisa blanca, despertando las iras de sus amigos. Mientras éstos conducían al capitán hasta una silla, el camarero, un hombre fornido que debía pesar unos noventa kilos, se abalanzó contra Hardin con los puños expertamente levantados.

Le pegó dos lacerantes golpes cortos y luego lanzó un golpe cruzado con la derecha que le cayó sobre la sien y lo acorraló contra la barra. Con rápidos movimientos de vaivén le propinó otro par de golpes cortos, uno de los cuales le partió el labio, y luego se dispuso a golpearle el cuerpo.

Hardin esquivó el golpe y el puñetazo del otro se estrelló contra la barra. El camarero, furioso, embistió con rabia. Hardin le derribó con una banqueta. Después se sentó en una mesa apartada, con la espalda apoyada contra la pared y la cabeza entre las manos, y aguardó la llegada de la policía.

Le abrieron un sumario, acusándole de embriaguez en un local público, y de asalto y agresión, y le encerraron en una celda con varios borrachos que proferían constantes amenazas contra un asustado muchachito jamaicano acusado de robo con escalo. Cuando le preguntaron por su residencia en Inglaterra dio las señas del hospital de Fowey. Al amanecer empezó a perseguirlo la pared negra, precedida por la ola encrespada. Carolyn desapareció bajo la cresta de la ola con los brazos y las piernas girando en torbellino. Corrió en su ayuda y le agarró una mano, pero la ola se la llevó. Le despertó el sonido de sus propios gritos y el jamaicano que le sacudía y suplicaba:

—Señor, señor; ha tenido una pesadilla, señor.

Por la mañana, los policías le condujeron al juzgado. Hardin, muy consciente de la desventajosa situación en que le ponía su aspecto sucio y desaliñado, había decidido solicitar la presencia de un abogado y un aplazamiento de la vista, y si ello fallaba, pensaba pedir ayuda a la Embajada norteamericana.

Antes de que pudiera hacerlo, un joven que se movía con mucho aplomo empezó a ocuparse de los desconocidos procedimientos judiciales. Hardin tardó un rato en comprender que el hombre no era fiscal, sino su abogado defensor. Una vez leídos los cargos, un oficial de policía describió el panorama que había encontrado en el pub. El magistrado hizo un gesto de disgusto al escuchar la edad de Ogilvy. Hardin empezó a entender un poquito más la situación cuando vio entrar a la doctora Akanke, vestida con un traje sastre azul y un turbante blanco. La doctora cruzó airosamente la sala, le miró con una sonrisa preocupada y ocupó el estrado de los testigos para declarar que Hardin había sido su paciente y que lo había estado tratando de los efectos de un
shock
físico y mental.

El magistrado la interrogó con bastante rudeza. Cuando insinuó algunas dudas respecto a su cualificación profesional, el joven bien vestido solicitó una consulta en privado. Varias personas más, incluidos dos hombres de color se sumaron a la conversación. El grupo estuvo deliberando largo rato junto a la mesa del juez y el magistrado se volvió varias veces para pedir consejo a su asistente.

—Haga acercarse al detenido —ordenó secamente el ujier.

Hardin fue conducido presurosamente hasta la mesa. El magistrado parecía perplejo.

—Su comparecencia ante este tribunal, doctor Hardin, ha atraído la presencia de un abogado especialmente cualificado, un funcionario del
Foreign Office
y dos representantes nigerianos, además del adjunto del encargado de negocios de la Embajada norteamericana que espera en mi antesala. Si tan dignos personajes hubieran acudido aquí para declarar a favor del carácter de un matón que ayer golpeó a un caballero veinte años mayor que él y luego atacó al camarero que acudió en defensa del anciano, su presencia no influiría para nada en mi decisión y trasladaría estas graves acusaciones a un tribunal superior.

»Sin embargo, puesto que todos ellos se han desplazado hasta Hampstead con objeto de ratificar el testimonio de su doctora, la cual alega que usted no es plenamente responsable de sus actos, me han convencido para que le deje en libertad bajo su cuidado. No obstante, estará usted en libertad estrictísimamente vigilada. Si vuelve a acercarse al capitán Ogilvy, le mandaré a la cárcel. ¿Está claro?

La doctora Akanke condujo a Hardin hasta el hotel, donde recogió sus ropas, y luego puso rumbo a Cornualles por la autopista M5. Él se acurrucó en un rincón, apoyado contra la puerta del Land Rover, y recordó que cuando había llamado a Kline pidiéndole que intercediera en su nombre en la Embajada, su amigo le había dicho: «Vuelve a casa».

¿Qué encontraría en casa? ¿Las calles que había explorado con Carolyn cuando hacia demasiado frío para salir a navegar? ¿Los restaurantes preferidos de ambos? ¿Los asientos que tenían abonados en el Lincoln Center? O tal vez descubriría un lugar que nunca habían visitado y los contemplaría con ojos llenos de lágrimas, seguro de que a ella también le habría gustado.

Después pensó en Ogilvy y el
Leviathan
.

Cuando dejaron atrás Shaftesbury, se irguió en el asiento y dijo:

—Gracias. ¿De dónde sacó a esos dos peces gordos?

La doctora Akanke conducía con las dos manos apoyadas sobre el volante de madera del potente vehículo. No apartó los ojos de la carretera mientras le contestaba.

—El racismo empieza a constituir un grave problema en Inglaterra, sobre todo en las grandes ciudades. Temía que el tribunal desestimara mi testimonio a causa del color de mi piel, de modo que pedí ayuda a mi Embajada.

—Y ellos le mandaron dos diplomáticos y un alto funcionario del
Foreign Office
. Eso es una embajada.

Ella sonrió fugazmente.

—No les conviene que nadie me insulte. Muchas personas están convencidas de que mi padre pronto será nombrado jefe del estado mayor del ejército nigeriano. Otros dan por sentado que me casaré con el hijo de un político importante.

—¿Por qué acudió en mi ayuda? —preguntó Hardin.

—Usted es mi paciente. Todavía no está curado.

—Ahora lo estoy.

La doctora frunció el entrecejo dubitativa.

—¿Sugiere que golpear a ese hombre representó una especie de catarsis?

Hardin sonrió para tranquilizarla.

—No —dijo—. Fue un error.

—Me alegra que lo comprenda.

Hardin lo comprendía muy bien. Se había equivocado de enemigo. Ningún hombre, ningún capitán era tan responsable como para que Hardin pudiera desahogar su furia golpeándole.

Mientras Ogilvy cavaba su jardín en Hampstead, mientras la doctora Akanke le conducía a través de la ordenada belleza del condado de Dorset, el monstruo estaba allí fuera —cobijando a otro capitán que creía controlar la situación— y avanzaba resoplando a lo largo de la costa africana, como el brazo inflexible de un mortífero péndulo.

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