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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (12 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Hardin depositó otra vez el dinero sobre la barra. Había visto la insignia de oficial de intendencia que lucía el hombre Suministros. Hizo una señal al camarero para que le sirviera otra cerveza y empujó con el dedo el montón de billetes sobre la superficie de fórmica. El otro examinó asombrado el dinero. Luego, como si hubiera comprendido vagamente que estaban respondiendo a su desafío con otro de distinto tipo, dejó caer encima de la barra un fajo de marcos alemanes sujetos con una goma elástica y pidió una cerveza, sin soltar a la mujer alemana, mientras seguía hurgando con los dedos en las carnes de ésta.

Se bebió ruidosamente la segunda cerveza, tiró la botella al suelo y preguntó:

—¿Cuánto?

Los ojos de Hilda se posaron brevemente sobre el fajo de billetes que yacía encima de la barra.

—Ochenta marcos.

—Un cuerno. Cincuenta.

—Setenta.

—¿Y tú? —le preguntó a Katrin, pero Hilda le cogió del brazo y se lo llevó al cuarto trasero, diciéndole que se conformaría con cincuenta.

Diez minutos más tarde estaba de regreso, solo.

Katrin lanzó una ojeada nerviosa a la ventanita en forma de rombo y se acercó más a Hardin.

—¡Cerveza! —bramó el sureño—. ¿
Moc schrtell
? Joder, me da sed.

El camarero le trajo la cerveza. También él lanzó una ojeada hacia la ventanita en forma de rombo. El soldado hurgó en su bolsillo. Se quedó con la mandíbula colgando.

—¡Asquerosa kraut! ¡Me ha birlado la pasta!

Dio un torpe manotazo en dirección a Katrin, que ya había empezado a apartarse. Ella gritó. Con gestos más rápidos, aullando de rabia, el otro la abofeteó, haciéndola sangrar por la boca; luego pasó rozando a Hardin y se precipitó hacia el cuarto trasero. Un par de camareros intentaron cortarle el paso, pero el soldado agarró una botella de cerveza de una mesa, la rompió contra el respaldo de una silla y empezó a cortar el aire con el reborde dentado.

Una porra apareció mágicamente en la mano de uno de los camareros. El hombre esperó sin inmutarse que llegara su oportunidad; luego se interpuso, aprovechando un gesto desmañado del soldado, y le golpeó la cara.

El soldado se tambaleó, soltó la botella y se llevó las manos a la nariz. El segundo camarero le lanzó un diluvio de fuertes puñetazos sobre el estómago y el bajo vientre hasta que se desplomó. Le dieron algunos puntapiés y, cuando dejó de retorcerse, levantaron el cuerpo fláccido entre los dos y lo sacaron por la puerta.

Hardin los siguió, con una botella de cerveza llena en la mano. Los camareros dejaron caer al soldado delante del club incendiado y regresaron a su propio bar.

Hardin escudriñó preocupado los alrededores en busca de la policía militar. La calle estaba desierta. El alboroto de primera hora de la noche se había calmado, y habían desaparecido los adolescentes. Se arrodilló al lado del soldado inconsciente. Llevaba una tarjeta de identificación militar en el bolsillo. Roscoe Hendersen. Especialista de tercera. Cuerpo de Suministros. Segundo Regimiento. Séptimo Ejército. Escuchó unas cautelosas pisadas. Una patrulla. Se incorporó presuroso y se aplastó contra las sombras, pidiendo a Dios que no se metieran por aquella estrecha callejuela, porque, si encontraban a Hendersen, se lo llevarían. La policía militar continuó por la calle principal.

Hardin esperó hasta que se hubo perdido el ruido de sus pasos. Luego vertió su cerveza sobre la cara del soldado. El otro se despertó gimoteando. Empezó a remover la cabeza sobre los adoquines. Se protegió del chorro de cerveza con las manos, mientras escupía, y cuando Hardin dejó de mojarle, sus dedos carnosos buscaron a tientas la nariz. Hardin se arrodilló a su lado.

—No te la toques.

—Mierda. Duele como una condenada.

Se palpó las mejillas que empezaban a hinchársele. De pronto intentó incorporarse. Hardin lo ayudó hasta que consiguió ponerlo de pie, apoyándose tambaleante contra el edificio.

—¿Quién diablo eres? —le preguntó, apartándose de él—. ¡Ah, sí, estabas ahí dentro! ¡Pues vaya condenada ayuda que me has prestado!

—No era mi pelea.

—Claro. ¡Mierda!

Se alejó de Hardin con un encogimiento de hombros y echó a andar haciendo eses hacia el Florida.

—¿Adónde vas? —le preguntó Hardin.

—Tengo que recuperar mi dinero.

—Ella se ha ido.

—Se lo sacaré a todos esos otros desgraciados.

—Te matarán.

—Lo necesito.

—Espera un momento —dijo Hardin—. Quédate ahí. No te muevas. ¿Cuánto te ha soplado?

—Trescientos dólares. Y algunas monedas alemanas.

Su voz áspera y aguardentosa adquirió un tono de preocupación.

—Debo algún dinero a unos tipos —dijo quedamente—. Lo quieren para mañana.

Hardin movió sorprendidamente la cabeza. Al parecer, el «nuevo ejército» estaba recurriendo al mismo material de base que había alimentado el viejo. ¿De dónde los sacaban? el Cuerpo de Suministros era un fácil camino de acceso a considerables riquezas para cualquier persona con dos dedos de frente y el instinto goloso de un chaval de cuatro años que se ha quedado solo en una tienda de caramelos. ¿Cómo podía haberse endeudado con los usureros ese imbécil?

—¿Cuánto tiempo llevas en el Ejército, soldado?

—Seis años —murmuró Hendersen.

Hardin asintió con la cabeza; alguien tenía que trasladar las cajas de un lado a otro.

Hendersen lo apartó con la mano, intentando abrirse paso. Hardin le puso un pie detrás del tobillo y empujó el torso del hombre más alto que él con la palma de la mano. Hendersen cayó sentado al suelo y empezó a deshacerse en berridos de indignación. Hardin se limitó a mantenerse lejos de su alcance.

—Tienes la cara demasiado deshecha y estás demasiado aporreado para meterte otra vez ahí dentro.

—Necesito mi dinero —repitió obstinadamente Hendersen. Se lamió la sangre que le goteaba por el labio inferior.

—¿Cuánto les debes? —inquirió Hardin.

—Ya te lo he dicho. Trescientos dólares. Esos tipos no se andan con bromas. Me matarán si no les pago.

Eso era lo último que harían los usureros. Más bien utilizarían a Hendersen como infiltrado en Suministros. Hasta que los sargentos lo descubrieran. Entonces, serían ellos los que le matarían.

Hendersen hizo ademán de incorporarse otra vez.

—Quédate ahí —le dijo Hardin—. Quiero hablar un momento contigo.

Hendersen se dejó caer de nuevo. Se cubrió la nariz formando un cuenco con las manos y se quedó mirando a Hardin por encima de los dedos.

—¿De qué?

—Tal vez pueda restituirte una parte de ese dinero.

Hendersen fue bajando muy lentamente las manos.

—¿Si? ¿Cómo?

—Estoy buscando alguna pieza de artillería. Estoy dispuesto a pagar unos doscientos dólares.

—¿Qué clase de cañón quieres?

—Algo que pueda transportar. ¿Qué puedes conseguirme?

—Tal vez un mortero.

—No.

Hendersen se lo quedó mirando.

—¿Cómo lo quieres de grande? ¿Crees que puedo sacar cualquier trasto de la base?

—Sé que puedes hacerlo.

—¿Qué quieres?

—Un Dragón.

—¡Estás de broma!

—Cuatrocientos dólares por un Dragón M47.

—¿Cuatrocientos dólares? ¡Dios mío!

Por un instante, Hardin pensó que tal vez no le había ofrecido bastante, pero la siguiente pregunta de Hendersen le confirmó que no era así.

—¿Para qué demonios quieres un Dragón?

—Cuatrocientos dólares. Me lo entregarás mañana junto a la base.

Hendersen se puso dificultosamente de pie apoyándose contra la pared del edificio. Miró de arriba abajo a Hardin con expresión astuta. Su cara hinchada tenia un color amarillento bajo el resplandor de la única farola.

—Lo necesitas de verdad, ¿no es así?

—Así es.

—Quinientos dólares.

—Adiós, amigo.

Hardin dio media vuelta y se alejó a paso rápido, en dirección a la calle principal. El soldado le siguió tambaleándose.

—Está bien, está bien. Espera. Sólo quería…, ya sabes.

Hardin se detuvo.

—¿Puedes conseguirlo?

—Claro que sí. Hemos estado remolcando todo un cargamento de esos malditos trastos desde el campo de maniobras. Tenemos que mandarlos a los almacenes de la base para su desmantelamiento.

Hardin había leído que estaban retirando los Dragones.

—Quiero uno que funcione —dijo.

—No te preocupes.

—Te lo advierto ahora mismo, Roscoe. Pienso desmontarlo y asegurarme de que así sea antes de pagarte.

—Funcionará. Te lo aseguro.

—Te daré cincuenta pavos por el manual de funcionamiento.

Hendersen sonrió con una mueca.

—Es tuyo.

—¿Dónde nos vemos?

El soldado sugirió varios sitios que Hardin fue rechazando. Por fin, describió uno apartado que parecía seguro. Luego dijo:

—¿Vas a pagarme algo por adelantado?

—No.

—¿Y si no te presentas?

—Puedes vendérselo al Ejército Rojo.

—Mierda. No conozco a nadie en él…

—Estaré allí, Roscoe. Ahora será mejor que vayas a que te arreglen la nariz.

Hardin volvió al bar Florida, se tomó una cerveza con Ronnie y le compró su revólver.

Sólo los gritos de los pájaros rompían el silencio. Hardin estaba tendido entre las vigas de un establo semiderruido y desde allí vio acercarse un
jeep
del ejército, que levantó una nube de polvo sobre el estrecho camino de tierra. No le costó identificar al conductor por la venda blanca que le rodeaba la cara entre la boca y los ojos.

Hardin se dejó caer sobre el suelo de tierra, se escabulló por la parte trasera del establo y se quedó vigilando la puerta de entrada a través de una hendidura en la pared de piedra. El
jeep
se detuvo con un chirrido.

—¿Estás ahí? —llamó Hendersen.

Hardin aguardó.

El alto soldado apareció en el umbral. Cuando vio el BMW aparcado en el interior, puso una rodilla en el suelo y se sacó una pistola de los pantalones. Hardin fue deslizándose a lo largo de la pared del establo hasta que pudo ver el
jeep
. En la parte trasera había una bolsa de lona alargada. Tiró una piedra contra el
jeep
. La piedra rebotó ruidosamente sobre el capó. Hendersen se tiró al suelo y apuntó la pistola en dirección al ruido.

—Suéltala —dijo Hardin.

Hendersen se puso rígido. Lentamente, miró por encima del hombro, y su mirada topó con la boca cavernosa del cañón del cuarenta y cinco que Hardin sostenía con ambas manos, apuntándole el soldado soltó la pistola.

—Apártate.

Hendersen se deslizó hacia un lado. Hardin abandonó su refugio detrás de la esquina del establo, recogió el arma de Hendersen y la arrojó entre las altas hierbas.

—¿Para qué has traído una pistola? —preguntó Hendersen.

—Para hacer frente a la tuya. Levántate Abre la bolsa.

—¿Vas a pagarme?

—Si me has traído lo que te pedí, sí.

Hendersen no apartó los ojos del revólver mientras abría el talego de lona y, después de sacar unos cuantos almohadones, deslizó la bolsa por encima de una caja de madera de alrededor de un metro veinte de largo por unos treinta centímetros de base.

—Ábrela —dijo Hardin—. Encima del capó.

Hendersen sacó la caja del
jeep
y la depositó encima del capó, resoplando por el esfuerzo. Separó la tapa con ayuda de un largo destornillador. Hardin se acercó un poco. El Dragón estaba rodeado de virutas de madera y olía a aceite de engrasar.

—Ve a sentarte debajo de ese árbol.

—¿Es un atraco? —preguntó tristemente Hendersen.

—No. —Le apuntó con la pistol—. Al árbol.

Esperó que el soldado se hubiera sentado con la espalda apoyada contra el tronco. Luego se puso la pistola en el cinto. Roscoe metió la mano debajo de su chaqueta y extrajo un objeto reluciente. Hardin se quedó petrificado, maldiciéndose por no haber cacheado al soldado por si llevaba otra pistola.

—¿Te importa que eche una siesta? —preguntó Roscoe y levantó una botella.

Hardin respiró.

—Claro que no. Ponte cómodo.

Sacó sus destornilladores y alicates y, con ayuda del manual de la OTAN, fue desmontando el Dragón. Después auscultó sus secretos con el equipo electrónico que había comprado en Wesel. Cuando tuvo la certeza de que el sistema de control electrónico se hallaba en buen estado de funcionamiento, volvió a montar el arma. Después tapó otra vez la caja con el martillo, la recubrió nuevamente con la bolsa de lona y la metió en el maletero del BMW. Pesaba horriblemente. Sacó el coche del establo, dejó el motor en marcha y se acercó al árbol, con el revólver en la mano. Hendersen le observaba ansioso, pasándose la lengua por los labios y paseando alternativamente la mirada entre su rostro y la pistola automática.

Hardin le arrojó el dinero. El soldado puso cara de sorpresa.

Hardin se fue directamente al muelle de Wesel, cargó la pesada bolsa en el velero, devolvió el coche de alquiler y al caer la noche ya se deslizaba suavemente Rin abajo, impulsado por su motor. Se detuvo al amanecer en una tranquila ensenada junto al río, tiró el revólver por la borda, guardó el Dragón en lugar seguro y durmió varias horas. Después continuó el viaje río abajo, siguió por el canal interior que comunica con el Mar del Norte, ahorrándose el paso a través de Rotterdam; pasó la noche en un pueblo de pescadores holandeses y a la mañana siguiente levantó las velas y enfiló la proa con rumbo oeste.

Aquella noche, llego a Calais. Entró en el puerto francés después de oscurecer, durmió y zarpó con el alba. Forzando la marcha, recorrió una larga diagonal a través del estrecho de Dover y al atardecer llegaba a Eastbourne. Las ráfagas que soplaban del sudoeste le impidieron al día siguiente llegar más allá de Chichester. Por la mañana abandonó el puerto de Chichester, luchando contra un fuerte viento del oeste y tuvo una tarde difícil circunnavegando la isla de Wight.

Estaba satisfecho con el
Swan
. Podía obligarle a hacer lo que quisiera. Y el barco le facilitaba continuamente la salida de situaciones difíciles, navegando muy ceñido al viento y abriéndose paso en el duro oleaje que golpeaba las costas de la isla, con tanta suavidad que casi se diría que avanzaba sobre raíles. Y tal vez todavía habría respondido mejor si la cápsula que llevaba bajo el casco no hubiera dificultado su andadura.

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