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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (10 page)

—Sólo necesito un rincón apartado. ¿Podría instalar un banco de trabajo en uno de esos viejos barracones?

—¿Eso es todo? Naturalmente.

El viejo parecía haberse quitado un peso de encima al ver que podía hacerle el favor.

—Me gustaría no darle demasiada publicidad al proyecto hasta que haya zarpado —dijo Hardin—. Quiero perfeccionarlo antes de darlo a conocer.

Culling sonrió con sus dientes torcidos.

—En este pueblo no hay secretos. Pero no llegan muy lejos.

Hardin subió al barco y comenzó a golpear otra vez toda la superficie por su parte interior. Después probó el sistema eléctrico, el motor diesel, las bombas, las tuberías de agua dulce y agua salada, las manivelas y el timón, y confeccionó una lista de las partes que era preciso reparar o cambiar.

Cuando terminó, ya era entrada la noche. Culling, que le había ofrecido una comida y una inagotable serie de tazas de té caliente, enfocó su linterna sobre la popa del
Swan
. El nombre inscrito en letras doradas empezaba a descascararse.

—¿Quiere que lo repinte aprovechando que está en seco?

—Cámbielo —dijo Hardi—. No ponga puerto. Sólo el nombre. Con letras negras.

—¿Qué nombre?


Carolyn
.

CAPÍTULO VI

El desvencijado casco de una torpedera abandonada llenaba un enorme cobertizo, lejos de la entrada principal del varadero de Culling. La proa, llena de disparos de ametralladora, exhibía una desafiante hendidura abierta en dirección al puerto, como si estuviera clamando por la tumba que le había sido negada. La popa se perdía entre las sombras de la casamata.

Hardin se instaló un banco de trabajo a la sombra del barco de guerra muerto —tres gruesas tablas sobre cuatro patas redondas, procedentes de una vieja botavara aserrada—, puso varios tubos fluorescentes para complementar la luz natural que entraba a raudales por la fachada abierta del cobertizo y desplegó sus herramientas sobre las vigas más próximas.

Lo primero que hizo fue construir una larga y estrecha caja de madera contrachapado, un molde de paredes trapezoidales, con los ángulos interiores redondeados, que luego recubrió de parafina, para forrarlo después con cuatro capas de tela de fibra de vidrio pegadas con resina epoxídica. Repitió el mismo procedimiento con una plancha de madera contrachapada sobre la cual había atornillado previamente dos escuadras de hierro cromado.

La fibra de vidrio laminada tenía que curarse Hardin aprovechó ese tiempo para adquirir material electrónico en Plymouth y Bristol. Después extrajo la caja de fibra de vidrio que había formado en el molde de madera y separó la cara posterior, más estrecha, con una fina cuchilla, fijó con resina epoxídica la pieza lisa con las escuadras de hierro sobre la parte superior de la caja y volvió a acoplar la parte que acababa de cortar con unos goznes y un reborde de caucho para hermetizarla.

Había creado una larga y estrecha cápsula estanca, de sesenta centímetros de ancho por un metro ochenta de largo. Tenia los ángulos redondeados y un perfil fusiforme, llevaba unos conectores en la parte superior y la parte trasera era una pequeña portezuela hermética.

Hardin la llevó al borde del muelle, la llenó de rocas y la sumergió para ver si dejaba filtrar el agua. Culling se acercó a ver qué estaba haciendo. Le ayudó a izar la cápsula fuera del agua, lió un cigarrillo con papel de regaliz y observó sin decir nada mientras el doctor abría la portezuela y extraía las rocas. Por fin, cuando Hardin la hubo puesto boca abajo y dejó caer las últimas piedras, tan secas como en el momento de meterlas dentro, Culling encendió su cigarrillo y le preguntó:

—¿Un ataúd?

Hardin ignoró sus palabras. Admiraba los conocimientos prácticos del viejo cuidador de barcos, pero procuraba mantener deliberadamente las distancias, pues Culling siempre parecía estarle observando.

—¿Puede subir mi barco? —le preguntó.

—¿Ahora?

—Ahora.

Había esperado que fueran las cuatro, hora en que los empleados de Culling regresaban a sus casas. Se habían quedado solos.

—Sí. La rampa está libre.

—Lo tendré un par de horas fuera del agua.

—Muy bien.

—Después puedo botarlo yo mismo.

—Esperaré.

Hardin remó hasta el
Swan
y lo llevó hasta los railes. Cuando tuvo el velero fuera del agua, hizo cuatro perforaciones en la falsa quilla y fijó la caja hermética sobre la base del casco, en la aleta, entre la quilla y el árbol de la hélice, con grandes tornillos de cromo. Culling le observaba interesado.

—Usted perdonará, doctor, pero ¿qué diablos está haciendo?

Hardin terminó de apretar los tornillos de palometa que le permitirían retirar fácilmente la caja, salió de debajo del barco y se levantó estirando el cuerpo. Había llegado el momento de revelarle alguna cosa a Culling.

—Es un estuche para el sonar.

—¿Un sonar? Tiene capacidad para ocultar el cuerpo de un hombre.

Hardin se rió.

—Tiene que ser grande. En realidad es una gran oreja. Irá forrada con una chapa por dentro. ¿Qué le parece?

—No sé…

—No he inventado nada nuevo —siguió diciendo Hardin—. Sólo intento que el aparato resulte lo suficientemente barato y sencillo para que se decidan a usarlo los navegantes.

—¿Y el radar?

—Ése es el próximo paso. El principio es el mismo. Tiene que ser barato y sencillo y, puesto que está destinado a un velero, no puede consumir demasiada energía.

—¿Para eso son todos esos aparatos que hay en el galpón?

—Unos son para el radar —dijo Hardi—. Otros para el sonar.

Una caja negra era una caja negra y no le costó mucho mentir. En su condición de médico e ingeniero, estaba habituado a trabajar en un mundo cerrado, con el conocimiento exclusivo de secretos de biología y de física que resultaban tan misteriosos para la mayoría de la gente como la lengua latina para un siervo del medioevo.

Culling examinó la caja, suspendida de la quilla como la barquilla de un pequeño dirigible. Palpó los ángulos cromados.

—No entiendo gran cosa de radares y sonares —comentó—. Pero lo que sí puedo decirle es que una caja de estas dimensiones tendrá la suficiente capacidad de flotación para despegarse con fuerza del barco si no le pone un lastre.

Hardin abrió la portezuela hermética.

—Dejaré que se llene de agua para probarla. Si va bien le pondré un lastre de plomo en la base. ¿Cree que frenará la marcha de la embarcación?

Culling la examinó desde diversos ángulos.

—Es difícil saberlo, doctor. El casco tiene una línea tan perfecta que cuesta predecir qué efecto puede tener una pequeña alteración.

Se puso en cuclillas y midió el volumen de la caja con las manos, palpándola como haría un buen cocinero con un pollo recién muerto.

—Preferiría que fuera un poco más pequeña.

Hardin se agachó a su lado y la observó, dubitativo.

—Maldita sea, puede que tenga razón.

Culling se deslizó por debajo del barco con lento andar de cangrejo y una vez fuera estiró con cuidado su retorcida figura. Mientras se masajeaba los músculos de la parte baja de la espalda con sus huesudos puños, dijo:

—Pronto tendrá ocasión de averiguarlo, cuando la saque a alta mar.

Era la primera vez que navegaba en alta mar desde el accidente sufrido hacía un mes y sintió un miedo espantoso al divisar un gigantesco petrolero, en el momento mismo de entrar en la estrecha hendidura que se abría entre los acantilados para salir al Canal de la Mancha. El petrolero destacaba tan nítidamente contra el sol como un navío de juguete sobre un tablero de juego vacío; se alzaba con facilidad sobre las olas, con el casco carmín y negro, la obra muerta de un blanco reluciente y tan enorme que miniaturizaba a los barcos que lo rodeaban, a pesar de que sólo tenía un cuarto del tamaño del
Leviathan
.

El
Swan
requirió su atención haciéndole olvidar su pánico. El velero empezó a surcar seguro el cortante oleaje del Canal de la Mancha, manteniéndose fijo en su curso con escasa tendencia a inclinarse bruscamente o a balancearse. Había puesto en marcha el motor, por si el barco necesitaba una ayudita para salir de la angosta rada; pero el
Swan
había navegado bien contra el viento y pudo sacarlo del abra con una sola bordada hacia estribor.

Luego, con el viento del sudoeste en la popa y la vela mayor y el génova izados, puso rumbo al este siguiendo la costa inglesa, mientras examinaba nervioso la procesión que desfilaba por el canal de navegación de salida. Nunca había visto tantos grandes buques reunidos.

Predominaban los petroleros y grandes cargueros —buques para el transporte de cereales y minerales—, que se alzaban negros e imponentes sobre las centelleantes aguas bañadas por los rayos del sol. También había barcos de carga más pequeños, los más viejos con voluminosas grúas erguidas sobre las cubiertas, los más modernos llenos hasta los topes de grandes contenedores rectangulares.

El negro y gris anonimato de los buques empezó a hacérsele tan monótono que la aparición de un barco dedicado al transporte de frutas, con exuberantes listas verdes sobre la proa reluciente, le dejó deslumbrado. Era blanco, un bonito barco de línea aerodinámica y con la estrella de David orgullosamente pintada en la chimenea. Al verla, Hardin recordó un viaje a Israel con Carolyn.

Lentamente fue muriendo el día. Hardin escudriñó la costa, contrastó los rasgos característicos con las indicaciones de su mapa y preparó un par de anclas. Los barcos iban desfilando en pulcra y ordenada procesión. Las cubiertas, de un rojo encendido, se confundían con el color de las nubes, para luego consumirse hasta parecer ceniza. Las aguas del Canal se tiñeron de un denso azul gris, no como el color pizarra del Atlántico Norte, sino más exuberante, como si las fértiles tierras de Inglaterra y Francia les hubieran prestado su color.

Casi había anochecido cuando entró en el puerto de Portland. Encontró un lugar para fondear, cerca de la entrada del puerto; aferró las velas y se dejó caer agotado en su litera.

Se despertó al amanecer, con las manos y los músculos rígidos de tanto manipular las velas, las palmas doloridas. Devoró hambriento unas manzanas, queso y cereales tostados, preparó café y zarpó del puerto como un espectro al impulso de una leve brisa matutina. A las nueve, el viento ya había empezado a animarse. Hardin forzó la marcha del
Swan
y consiguió llegar a Chichester a última hora de la noche el comportamiento del velero en condiciones muy diversas —navegando contra el viento, dando bordadas o con el viento en popa— no parecía verse demasiado afectado por la caja que llevaba suspendida de la quilla.

A la mañana siguiente, Hardin se despertó tarde y estaba haciendo los preparativos para izar las velas cuando la patrulla del puerto de Chichester se acercó con una rápida motora a su barco anclado. Un oficial de aduanas le pidió permiso para subir a bordo. Hardin exhibió los papeles del barco y su pasaporte. Otro funcionario esperaba en la lancha en compañía de un perro.

—¿Viene de Fowey? —le preguntó amablemente el inspector.

—Hice una parada en Portland.

—¿Y adonde se dirige?

—A Rotterdam. Voy a hacer un crucero por el Rin.

—No le entretendremos mucho. Puede acompañarnos o continuar con sus ocupaciones, como prefiera.

—Continuaré con lo que estaba haciendo —dijo Hardin.

El inspector llamó al perro. Era una mezcla de pastor alemán. El piloto de la lancha le soltó la correa y el perro saltó bajo los guardamancebos y se metió en la cabina del velero.

Hardin dejó que la leve brisa le soplara en la cara y decidió utilizar el génova. Bajó por la escotilla de proa, tomó la vela y se abrió paso por el lado del inspector, que estaba registrando uno de los armarios. El perro gimoteaba, excitado. Hardin se rascó una oreja.

—¿Qué hacen?


Chester
es un rastreador —explicó el otro.

—¿Droga?

—Explosivos.

Hardin asintió indicando que comprendía. Era la respuesta que esperaba. El IRA seguía representando una constante amenaza terrorista. Estos supuestos funcionarios de aduanas probablemente debían de pertenecer a la policía secreta.

—¿Registran todos los barcos que entran en el puerto?

—Escogemos algunos, más o menos al azar. Y sabemos identificar a un extranjero.

Aquella noche llegó a Hastings y al día siguiente se puso en marcha muy temprano, iniciando la travesía del Canal de la Mancha, que lo llevó hasta Calais tras dieciocho horas de navegación, agotado por la constante tensión nerviosa de tener que sortear los grandes buques al cruzar los canales de tráfico marítimo en dirección este y oeste. A la mañana siguiente soplaba un fuerte viento y el Mar del Norte apareció encrespado en cuanto hubo abandonado el puerto. Estuvo luchado todo el día contra el fuerte oleaje y sólo consiguió llegar hasta Ostende, en la costa occidental de Flandes.

Al otro día aún fue peor. Soplaba un duro temporal de levante, pero Hardin salió del puerto barloventeando, dejó atrás las señales que advertían del peligro a las pequeñas embarcaciones y fue voltejeando rumbo al este, a lo largo de la costa desconocida. No podía perder tiempo esperando que amainara. Empezó a caer una bruma que le hizo pasar de largo el acceso al canal interior que enlazaba con Rotterdam atravesando Holanda. No se atrevió a hacer frente a la rompiente que rugía amenazadora a estribor y siguió adelante. Finalmente, aquella tarde, cuando empezaba a despejar la niebla, alcanzó la Punta de Holanda.

Arrió las velas y, con el motor a toda marcha, empezó a adentrarse en el Canal de Nieuwe, dejando atrás Europoort, un enorme complejo de cobertizos plateados y muelles para los grandes petroleros, desparramados sobre una baja y lisa llanura coronada de niebla, encerrada entre los bosques azul grisáceo de tenues chimeneas que alimentaban continuamente el amarillo del cielo. A diez millas del mar se introdujo en el Nieuwe Maas y fue siguiendo el canal flanqueado de diques que se adentraban serpenteando entre las dársenas del puerto de Rotterdam.

Cada dársena estaba circundada de amarraderos para buques de gran calado, vías de ferrocarril y depósitos de mercancías. El cielo, más azul aquí que sobre los humos químicos de Europoort, asomaba entre una plateada maraña de tuberías, bosques de grúas y nubes de cables negros.

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