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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (4 page)

—¿Teniente?

—¿Se encontraba el
Leviathan
en la zona donde fui hallado? —preguntó Hardin con voz queda.

—Descargó en Le Havre el lunes por la noche. No obstante, considero…

—¡Largo de aquí! —exclamó furioso Hardin.

El inspector de policía de la localidad era un hombre de aspecto inteligente y juvenil, con una sonrisa llena de simpatía y la mirada fría. Empezó a hablar con desagradable seguridad.

—Lo siento, pero no se ha encontrado rastro de su esposa. Hemos comprobado los informes recibidos de todos los puertos del Canal de la Mancha y estamos en contacto con los franceses y los irlandeses.

—Podría haberla recogido un barco que no lleve radio.

—Es poco probable.

El inspector inclinó el cuerpo hacia él.

—Bien, doctor Hardin, ahora tenemos que verificar su identidad. ¿Conoce a alguien en Inglaterra?

Hardin citó los nombres de un par de médicos de Londres.

—Desearíamos tomar sus huellas digitales.

—¿Quién demonios creen que soy?

El dolor de la rodilla le ponía irritable, pero compartía el parecer de la doctora Akanke en cuanto a que el traumatismo craneal sufrido vetaba el recurso a los analgésicos.

—Éste es un puerto de entrada —respondió el inspector sin alterarse—. Con frecuencia recibimos visitas poco gratas, de traficantes de armas irlandeses, traficantes de drogas y todo tipo de extranjeros ilegales, pakistaníes, indios… ya sabe usted.

—¿Y qué cree que soy yo? —preguntó indignado Hardin, haciéndole blanco de su dolor por la desesperación de Caroly—. ¿Un pakistaní o un terrorista del IRA que ha nadado hasta la costa con un obús entre los dientes?

—Creo que ya basta por hoy; muchas gracias, inspector —dijo entonces la doctora Akanke.

La doctora, que permanecía vigilante junto a la puerta, había entrado en la habitación, flanqueada por dos enfermeras, que hicieron salir al policía. En cuanto éste cruzó la puerta, la doctora puso un termómetro en la boca de Hardin, y dijo:

—No se encuentra usted en condiciones de gritar.

Hacía veinticuatro horas que Hardin había recobrado el conocimiento en el hospital. El capitán del puerto y el inspector de policía habían avivado la profunda indignación que empezaba a arder en su fuero interno.

—Quiero telefonear a Nueva York.

—Yo le sugeriría que ahora duerma. Ya nos hemos puesto en contacto con su embajada.

—Dormiré cuando haya telefoneado a mi abogado, doctora. ¿Puede pedirme la conferencia, por favor? El tono en que le habló la hizo cambiar de actitud.

—Por favor —insistió Hardin—. Estoy muy alterado. Tengo que hablar con una persona.

—De acuerdo.

Veinte minutos después entró un asistente con un teléfono conectado a un largo cable. La operadora del servicio de conferencias con el extranjero verificó los dos números de la conexión y le anunció que podía hablar.

—Pete —dijo Bill Kline—. ¿Qué demonios sucede? Han dicho algo…

—Nos abordó un barco.

—¿Estáis bien?

—Carolyn ha desaparecido.

—¡Oh, cielo santo! ¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Cinco días.

—Oh —suspiró Kline—. Oh, no…

Durante unos instantes sólo se escuchó el quedo siseo de la conexión.

—¿Queda alguna esperanza?

Hardin inspiró profundamente. No podía continuar mintiendo. El mar estaba demasiado frío. Él mismo había sobrevivido de milagro. Era poco probable que se produjera otro.

—No demasiadas… No, no queda ninguna esperanza.

Hardin cerró los ojos y escuchó los sollozos de su amigo. Kline adoraba a Carolyn. Había acabado por destruir su segundo matrimonio, de tanto compararla con su propia mujer.

—¿Qué ocurrió? —volvió a preguntar.

—Chocamos con un petrolero. El
Leviathan
.

—¿El
Leviathan
? ¡Dios mío! ¿No lo visteis venir?

—Emergió de un banco de bruma frente a nosotros. No nos dio tiempo a hacer nada.

—¿No les funcionaba el radar?

—No sé qué pasó, Bill. Nosotros teníamos levantado nuestro reflector de radar.

—¿Qué dijeron los del buque? —insistió Kline.

—Las cosas no pasaron como tú piensas, Bill —explicó Hardin—. El buque no se detuvo. Estuve cuatro días en el mar.

—¿Cómo? ¿Os arrollaron y continuaron tranquilamente su camino?

—Así es. Ahora, escúchame: quiero demandarlos.

—Bien, verás…

—Quiero que, quienquiera que sea el responsable reciba su castigo.

¿Puedes estar aquí mañana?

—Imposible, Pete. Tengo una cliente que ha recibido una citación para comparecer a declarar en Washington. Tengo que acompañarla. Además, necesitas alguien del país. Me pondré en contacto con mi procurador en Inglaterra. Un tipo de primera categoría. ¿Dónde estás?

Hardin se lo dijo.

—¿En un hospital? ¿Te encuentras bien?

—Me encuentro bien.

—¿Y el hecho se produjo en aguas británicas?

—No —dijo Hardin—. En alta mar.

—¡Oh…! Bien. Mi colega irá a verte mañana sin falta. Me pondré en contacto con el Departamento de Estado y me ocuparé de mandarte una transferencia a través de American Express. ¿Necesitas algo más?

—Ropa.

—Naturalmente. En seguida iré a tu casa.

Al oírle mencionar su apartamento, Hardin recordó las ropas de Carolyn y su fragancia particular, siempre presente en sus armarios.

—¿Existe alguna esperanza? —preguntó Kline, con voz entrecortada.

—Yo todavía confío —dijo Hardin—. Pero…

Transcurrieron unos segundos.

—Me encargaré de hacer todo lo necesario aquí —declaró Kline.

Hardin colgó, enfermo de dolor. La muerte de Carolyn había cobrado realidad al comunicárselo a Kline. Ahora el abogado transmitiría la noticia a su familia. Una terrible oleada de náuseas sacudió el cuerpo de Hardin, que se había tendido en la cama con la mano todavía sobre el auricular. Aguardó un instante el violento vómito, señal de que había sufrido daño en la médula oblonga, la parte más baja del encéfalo. Pero se durmió.

Al día siguiente recibió una llamada del Hospital Presbiteriano de Columbia, donde trabajaba Carolyn, para confirmar la noticia. Ella había solicitado la baja temporal de su cargo dentro del equipo médico, y el crucero a través del Atlántico era el inicio de lo que esperaba fueran cuatro largos meses de holganza antes de su reincorporación al trabajo.

Después se presentó una mujer joven de la Embajada norteamericana que había llegado en tren, procedente de Londres, para entregarle un pasaporte temporal, con un visado de entrada en Inglaterra, e interesarse oficialmente por él. Su persona pareció intimidarla, como si acabara de conocer a algún personaje de un espacio dramático de la televisión; hasta que Hardin dijo que deseaba la ayuda de la Embajada para presentar una demanda contra los propietarios del
Leviathan
. Entonces la joven palmeó la manta y declaró en tono ritual:

—Tiene que recuperarse.

A continuación se presentaron un par de periodistas de Londres que telefonearon varias veces, tras ver frustrados todos sus intentos de llegar hasta él por la negativa de la doctora Akanke, que les cerró personalmente el paso. Hardin empezaba a estar harto de su situación y, pensando que la prensa tal vez podría ayudarle, les mencionó un par de detalles antes de que la doctora Akanke viniera a interrumpirle para anunciarle que acababa de llegar el padre de Carolyn.

Ira Jacobs era un hombre bajo y delgado, de unos sesenta años, que llevaba ropas caras. Sin embargo, se sentía incómodo ante su yerno, que era protestante, por la pasmosa facilidad con que éste parecía conseguir tantas cosas. Carolyn había heredado sus ojos oscuros y sus manos menudas; la presencia del hombre dio nueva amplitud al dolor de Hardin.

Jacobs parecía al borde del colapso. La pena había acentuado las arrugas de sus mejillas y ensombrecido sus ojeras. La madre de Carolyn, anunció, estaba bajo un tratamiento de tranquilizantes y no había podido hacer el viaje. Luego se quedó de pie junto a la cama, muy envarado, sin querer tomar asiento. Dijo que quería saber lo que había ocurrido.

Hardin le describió los últimos momentos que habían pasado juntos él y Carolyn.

Jacobs se echó a llorar. Levantó unos ojos acusadores, con las mejillas mojadas de lágrimas.

—¿Por qué no prestasteis más atención?

—Estábamos atentos. Salió de un banco de bruma.

—¿Por qué navegasteis entre la bruma?

—No tuvimos más remedio.

—Fue una estupidez. Te llevaste a mi hija.

—Ira —suplicó Hardin.

—Qué locura, navegar a vela a través del océano. Era una médica brillante. ¡Y tan bella! Lo tenía todo para hacer agradable una vida. Y ni siquiera me has dejado su cuerpo.

Hardin hizo un esfuerzo y se enfrentó con la mirada angustiada del padre. Intentó cogerle la mano. Jacobs la apartó con gesto brusco.

—¿Por qué la arrastraste a hacer este viaje?

—Nos queríamos, Ira. Siempre habíamos navegado juntos. Los cruceros formaban parte de nuestras vidas. De nuestro matrimonio.

Jacobs retorció las manos.

—Ni siquiera ha dejado hijos.

—Habíamos tomado conjuntamente esa decisión. Éramos felices.

—No hacíais más que jugar. Ella era un persona seria hasta que tú te la llevaste.

Ira Jacobs empezó a andar hacia la puerta, luego se volvió bruscamente, con el rostro contorsionado.

—Siempre deseé que ese matrimonio no durase. ¡Y con cuánta razón, Dios mío! ella todavía viviría si mis deseos se hubieran cumplido.

La pared negra le persiguió esa noche, viscosa como alquitrán, y Peter sabía que si le daba alcance le sofocaría, inundaría su nariz y su garganta y se le escurriría por la tráquea hasta llenarle los pulmones. Sabía que era un sueño. Pero cuando la doctora Akanke le sacudió hasta despertarle, se aferró a ella, temblando de terror.

El procurador se llamaba Geoffrey Norton. Era más joven que Hardin e iba agradablemente vestido con una americana deportiva, una camisa azul y una corbata de vivos colores. Dijo que estaba dispuesto a hacer todo lo posible para servirle Le pidió a Hardin que le relatara exactamente todo lo ocurrido, excusándose por su insistencia, y le escuchó con gran concentración.

Cuando hubo terminado de relatar los hechos, Hardin añadió:

—Fue prácticamente un asesinato, puro y simple. Quiero que el capitán y la tripulación de ese barco respondan ante la justicia.

—¿Por qué? —preguntó Norton.

Lo dijo como si tratara de pedir un dato más, no como si formulara un desafío.

Hardin había estado reflexionando al respecto durante sus momentos de vigilia.

—Quiero que los demás capitanes y tripulaciones estén advertidos de que deben hacer todo lo preciso para vigilar la posible presencia de barcos pequeños —respondió—. No es la primera vez que un barco particular sufre un atropello, pero en esta ocasión han dado con alguien que no va a quedarse callado.

Una sonrisa cruzó fugazmente la boca de Norton.

—Esto simplifica el asunto, ¿no le parece?

—Si no le parece bien —replicó vivamente Hardin—, me buscaré otro abogado.

—Su motivo no me preocupa —dijo Norton—. La justicia es en gran parte un proceso de desagravio.

—Muy bien, ¿y ahora qué hacemos?

—Ya he comentado el asunto con un abogado del Almirantazgo, un especialista en derecho marítimo. Me ha explicado el procedimiento a seguir y me ha ayudado a identificar a los propietarios del
Leviathan
.

—¿Qué quiere decir con eso de identificar?

—Cuando se produjo el choque, el
Leviathan
había sido alquilado por un breve período a CPF French Petroleum. El barco está matriculado en Liberia, es propiedad de un consorcio con sede en Luxemburgo, formado por inversores ingleses, norteamericanos, árabes y suizos, y lo administra una compañía naviera liberiana llamada U.L.C.C., Ltd. (
Ultra Large Crude Carriers Limited
), Transportadores de Petróleo Ultra Grandes, Sociedad Limitada. Se trata de una compañía bastante nueva, pionera en el flete de buques de gran tamaño y especial calidad. Tienen una oficina en Londres.

—No me importa quién sea el propietario.

—Presentaremos la demanda contra U.L.C.C., Ltd. —replicó Norton.

—¿Por qué no acudimos directamente a los tribunales y formulamos una denuncia?

—No es la manera correcta de proceder. La compañía administradora del
Leviathan
contrastará nuestra demanda con el cuaderno de bitácora y cualquier parte que pueda haber dado el capitán del barco.

—El capitán no puede haber dado parte, puesto que no se detuvo.

—Probablemente no —reconoció Norton—. Pero, según me han informado, la compañía efectuará una escrupulosa investigación.

—Muy bien. ¿Y qué ocurrirá si no hay testigos de lo ocurrido?

—¿Ningún otro barco o nave pudo haber presenciado la colisión?

—Estábamos solos.

—Me he puesto en contacto con la unidad de la RAF que se encargó de la búsqueda de su esposa después de que usted fuera hallado en el acantilado. Hasta el momento, no han encontrado ningún rastro de naufragio.

—Han transcurrido seis días —dijo Hardin—. Y, además,
La Sirena
era de fibra de vidrio. Se habrá hundido como una piedra.

—Sí, claro. Si la U.L.C.C., Ltd. se niega a reconocer su responsabilidad, tendremos que trasladar el asunto a los abogados del Almirantazgo. Entonces ellos comunicarán a la compañía administradora del
Leviathan
nuestra intención de llevar adelante el caso. La compañía a su vez trasladará el asunto a su departamento jurídico y se lo notificará a Lloyd's, su compañía aseguradora. Entonces podemos intentar llegar a un acuerdo pactado. Si eso no resultara, podríamos presentar una petición para interponer una demanda ante el Almirantazgo. Como puede suponer, el asunto empezaría a resultar ya bastante caro.

—Un momento —le interrumpió Hardin—. Yo no quiero demandarles. Lo que quiero es que el capitán reciba su castigo.

Norton dejó su cuaderno de notas sobre la mesita de cabecera de Hardin. Cruzó las piernas y juntó las manos.

—Por desgracia, dado que el incidente ocurrió en aguas internacionales, el gobierno no tiene autoridad para procesarle.

—¿Qué puedo hacer entonces?

—Puede demandar a los propietarios del barco.

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