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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (8 page)

CAPÍTULO V

Ella no había conocido nunca un médico como él. Peter Hardin le dijo que no había estudiado cirugía, pero actuaba con la osadía y tajante decisión de un cirujano de primera fila; en eso le recordaba a su padre. Pero su padre era un soldado nigeriano yoruba y aquel hombre era un viudo norteamericano blanco, y algo le decía a la joven doctora que en el fondo tal vez fuera una suerte que tuviera que regresar a su país al cabo de un mes.

Ella tenía veintisiete años, acababa de dejar atrás la pesada monotonía de los estudios de medicina y de pronto se sorprendía prestando atención a los detalles más extraños: que las escasas sonrisas de Peter dilataban su ancha boca, pero nunca mostraba los dientes; el retumbante sonido de su voz; su manera de apartarse el mechón de la frente cuando se inclinaba sobre una página.

Tenía una enorme capacidad de concentración. Ella se detuvo a su lado y su sombra se proyectó durante varios minutos sobre el libro, sin que él lo notara. Peter estaba tumbado sobre la hierba del jardín del hospital, rodeado de libros y revistas. Desde su regreso a Londres, se había pasado la mayor parte del tiempo leyendo sobre temas de navegación y cuestiones marítimas. A las preguntas de ella, respondía que era una forma de terapia. Una vez al día, ambos charlaban por espacio de una hora. Hardin se negaba a hablar con el psiquiatra del centro, pero respondía abierta y cándidamente a las preguntas de la doctora y le dio varias veces las gracias por haberle ayudado a situar las cosas en su justa perspectiva.

Decía que se sentía mucho mejor y ella le creía. Su indignación parecía haber desaparecido, se había esfumado como si nunca hubiera existido. Ya no trataba con malos modos a la gente y tampoco se quedaba mirando fijamente al vacío, con los ojos encendidos por la ira, como solía hacer antes.

La doctora proyectó una sombra chinesca en forma de pájaro sobre la página que él estaba leyendo y la hizo aletear. Él levantó la vista.

—Hola.

—¿Te gustaría venir a mi despacho? —dijo Ajaratu.

—Se está muy bien aquí. A ti tampoco te vendría mal un poco de aire fresco.

Ella tuvo la impresión de que él había estado a punto de decir «sol» y luego había rectificado a tiempo. Se arrodilló a su lado, consciente de lo pálida que era la piel del hombre, a pesar del bronceado.

—¿Cómo va la terapia? —le preguntó.

—Estupendamente.

Peter Hardin alargó la mano para enderezar el montón de revistas, pero éste se desmoronó, abriéndose en abanico como una mano de bridge. Ajaratu hojeó los ejemplares de
Seguridad en el mar y Juego limpio
y luego cogió una llamativa revista en color con la fotografía de un soldado en la portada.

Él se la quitó de las manos y la apiló con las otras.

—Anoche no tuve ningún sueño.

—Espléndido.

—Al menos no recuerdo haber soñado nada.

—¿Cómo está tu rodilla?

—Rígida.

—Siguen los calambres.

—Lo intentan —respondió Hardin—. Pero estoy empezando a anticiparme a ellos y a cambiar de posición a tiempo.

—Tal vez no sea necesario operarte.

Una enfermera se acercó al jardín y anunció que había una llamada del extranjero para el doctor Hardin. Él se disculpó. Recibía un par de conferencias diarias.

—Perdón. Volveré en seguida.

No tardó en regresar.

—Mi abogado. Lo siento.

—¿Era importante?

La doctora deseaba averiguar hacia dónde se enfocaban en ese momento sus intereses.

Él miró hacia el mar.

—El seguro se ha hecho cargo del barco.

—¿Tu esposa tenía algún tipo de seguro de vida?

La indignación volvió a refulgir en su mirada, como el destello de un relámpago. Ajaratu se mantuvo a la expectativa. Se lo había preguntado adrede, para provocar su reacción.

—Sí —dijo pausadamente él—. ¿Otras preguntas agradables?

—Lo siento, Peter. He sido muy poco considerada. Ibas a hablarme de tus negocios.

—No hay gran cosa que decir —respondió Hardin—. Tengo un socio que se ha hecho cargo de la marcha diaria y mi abogado lo supervisa. Las patentes son de mi propiedad. La cosa funciona.

—¿Y tú qué haces, entonces? ¿Inventas nuevos instrumentos?

—O salgo a navegar.

Se quedó pensativo un instante.

—Es curioso, pero me resulta difícil conectar con la persona que era yo cuando hice ese termómetro. Parece como si hubiera transcurrido un largo tiempo, aunque sólo han pasado unos pocos años. Visto retrospectivamente, todo fue tan rápido… Se me ocurrió la idea; lo diseñé en una mañana; estuve algún tiempo más perfeccionándolo. Bill Kline se encargó de poner la cosa en marcha y de las negociaciones comerciales. Pasamos un período de enloquecida actividad cuando instalamos la fábrica y después, de pronto, empezó a entrar el dinero. A veces todavía me cuesta creer que haya sucedido. —Se rió—. Dudo que pudiera volver a hacerlo.

Ajaratu sonrió. Antes de comprender que Hardin se recuperaría con tanta rapidez, había telefoneado a Kline para averiguar algunos detalles de su vida que pudieran serle útiles para el tratamiento. La versión del invento que le había dado el abogado era menos despreocupada.

—Veinte horas al día, siete días a la semana, durante un año y medio. Eso tardó en tener el aparato a punto de producción. Una increíble resolución. En cuanto comprendió que había dado con la idea correcta, ya fue imposible pararle.

—Debió de haber sido duro para su esposa.

—¿Carolyn? —el abogado hizo una pausa.— Sí, fue duro. Pero ella había reanudado los estudios de medicina en aquel momento, estaba atareada y supieron resolver la situación, igual que lo resolvían todo. Ella era una mujer increíble… ¿Cómo está Peter?

La doctora le había dicho que no se preocupara. Aunque en esos momentos naturalmente, el abogado sabría por su conversación con Hardin que su amigo estaba bastante bien.

—El director sugiere que deberíamos darte de alta —le dijo Ajaratu a Hardin.

Él sonrió con una mueca.

—Sí, supongo que en cierto modo he estado utilizando el hospital como si fuera un hotel. Me buscaré una habitación en el pueblo.

—No hay prisa —dijo ell—. Tenemos algunas camas sobrantes.

Se abrazó las rodillas y se quedó contemplando la larga y estrecha rada que se extendía más abajo.

—¿Qué piensas hacer?

Hardin señaló con la cabeza los brillantes cascos que se balanceaban junto a sus amarras.

—Voy a comprarme un barco.

Los ricos londinenses propietarios de los veleros los dejaban al cuidado de un enjuto viejo cornuallés de rostro astuto. Su nombre, Culling, aparecía grabado sobre los
docks
y los cobertizos de su varadero, situado en el extremo norte de la rada, del lado de Fowey. Escuchó sin hacer comentarios las explicaciones de Hardin sobre el tipo de viaje y de barco que tenía en mente, luego le hizo subir a un desvencijado bote de remos de madera, dio un tirón a la cuerda de un fuera borda Seagull y enfiló hacia el centro de la rada, donde los barcos que tenía a su cargo apuntaban las proas hacia la corriente como ovejas frente al perro pastor.

Una brisa fresca agitó las aguas e hizo vibrar musicalmente los aparejos de los yates en los palos de aluminio. Hardin estaba impresionado. Eran barcos para cruceros en alta mar y de competición. Pasaron ronroneando junto a un espectacular casco blanco, un Spartman & Stephens Nautor
Swan
construido en Finlandia. Hardin admiró sus poderosas líneas anhelando poseerla Sería difícil imaginar un velero mejor diseñado para que pudiera tripularlo un solo hombre. En los Estados Unidos había muy pocos, pero Hardin, en cierta ocasión, había visto uno en Boston.

Culling aminoró la marcha del pequeño motor y dijo:

—Ahí lo tiene. Un señor velero.

Hardin soltó un silbido. Ahí estaba. Un grácil y rápido velero Hinckley aparejado en Marconi. Otro diseño norteamericano, un Tripp, pero mucho más antiguo, con un largo lanzamiento de proa y bello como un cuadro.

—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó Hardin mientras el marinero se abarloaba al velero y detenía expertamente el bote haciendo girar el motor sobre su soporte.

Culling se encogió de hombros.

—Lo venden muy barato. Necesita algunos retoques pero es una ganga.

Hardin subió a bordo y echó un vistazo al velero. Últimamente no lo habían cuidado con demasiado entusiasmo. Los cromados estaban corroídos y la primera manivela que tocó estaba atascada. Aunque eso no era forzosamente importante. El Hinckley era un barco sólido, construido en Maine y él buscaba algo más que un brillante acabado de la pintura.

—Necesitaré un buen rato para examinarlo bien —dijo Hardin.

—Tómese el tiempo que quiera.

Culling se tendió en el fondo del bote y se cubrió los ojos con la gorra de algodón, ofreciendo a todos los fines y propósitos la impresión de que dormía.

El cuartel de la escotilla que daba a la escalera del camarote se abrió con gran dificultad. Hardin tuvo que apretar con todas sus fuerzas para apartarlo lo suficiente para poder bajar al camarote. El interior del barco estaba sucio y olía a humedad. Una arrugada manta había empezado a criar moho sobre uno de los camarotes de proa. Hardin comenzó por la proa y fue avanzando hacia atrás, revisando los armarios, los comportamientos de las velas, las sentinas y alacenas, intentando descubrir los puntos fuertes y los defectos del barco, calculando hasta qué punto lo había estropeado su anterior propietario.

Encontró botellas de licor medio vacías, ingredientes para cócteles, servilletas de papel, vasos y platos de plástico y unas cuantas piezas de recambio y herramientas. Las existencias de pasadores, poleas, cabos, drizas y cinta aislante eran escasas. Quienquiera que hubiera hecho la travesía desde los Estados Unidos con el barco no había sido la última persona a bordo.

Sacó la vela mayor de su bolsa. La lona estaba deteriorada a todo lo largo del pujamen. El único punto flaco del dracón era su inestabilidad química al permanecer expuesto a la luz del sol y la vela estaba destrozada porque no se habían preocupado de cubrirla cuando estaba aferrada en la botavara.

Iluminó con su linterna las profundidades de un armario y descubrió que el mamparo que separaba el camarote principal del camarote de proa se había desprendido ligeramente del casco; sin embargo, cuando levantó las tablas que cubrían la sobrequilla encontró poca agua en las sentinas y la caja de estopas que protegía el eje del motor parecía cerrar bien.

Subió otra vez a cubierta, diciéndose que un buen barco de fibra de vidrio como el Hinckley podía sobrevivir a la acción de un propietario descuidado como el que había tenido éste mucho más tiempo que un barco de madera o de acero. La madera se pudría y el acero se oxidaba; la fibra de vidrio, en cambio, se limitaba a esperar que llegaran tiempos mejores.

El aparejo fijo, los estays y obenques de alambre que sostenían el palo, parecían en buen estado, aunque sería necesario cambiar algunas juntas corroídas. El aparejo móvil, las drizas y las escotas, estaban gastados. Cuando llegó a la proa, Hardin se apoyó en el estay de proa y su mirada examinó toda la eslora del barco. El estay parecía muy tesado.

Culling se apartó la gorra de la cara y le gritó desde el bote de remos.

—¿Le conviene?

—Tal vez.

Hardin recorrió la cubierta, inspeccionando los candeleras que sostenían los pasamanos y comprobó que varios de ellos estaban flojos. Las burdas del palo mayor, así como los obenques, estaban tan tesados como el estay. Bajó a la bañera y volvió a examinar la escotilla que tanto le había costado abrir. Observó que las guías no sólo estaban limpias, sino que, además, alguien las había ensanchado con un cincel, en un inútil intento de lograr que el cuartel resbalara más fácilmente. Introdujo la mano por la escotilla y palpó el primer peldaño de la escalera. Estaba suelto. Recordando la hendidura que había encontrado entre el mamparo del camarote y el casco, se inclinó sobre la borda del barco y lo examinó en toda su extensión. Se incorporó bruscamente y cruzó el yate para bajar al bote de Culling.

El marino le sonrió con una mueca.

—¿Sí?

—Está hecho un plátano.

—¿Un plátano?

Hardin golpeo el casco con la mano.

—Tiene una prominencia en el medio. Algún condenado imbécil ha estado tesando demasiado la jarcia. El atirantamiento ha deformado el casco.

—Veo que entiende usted de barcos, señor.

—También sé reconocer a un estafador —le replicó Hardin.

La acusación no pareció afectar a Culling. Enrolló la cuerda en torno a la rueda del fuera borda.

—Voy a mostrarle otro —dijo.

—No creo que me interese —respondió Hardin.

Se había sentado en la proa del bote, mirando hacia atrás.

Culling dio un tirón a la cuerda y el motor empezó a zumbar como una lata llena de mosquitos.

—No tardaremos ni un minuto. Nos viene de paso camino del embarcadero.

Hardin asintió con expresión sombría. El viejo ladrón tenia controlados todos los barcos decentes del puerto. Contempló el panorama de pueblecitos y colinas balanceándose en un círculo de suaves colores peninsulares. De todos los bellos parajes que había visitado con Carolyn, ninguna poseía una luz tan pálida, clara y reveladora como Cornualles.

El paisaje interrumpió su vaivén y cuando Culling aminoró la marcha del motorcito, Hardin se volvió y pudo ver el Nautor
Swan
, a unos veinte metros de distancia. Incluso amarrado, tenía todo el aire de un tiburón al acecho.

—¿Ése?

—Ése —le confirmó Culling.

El
Swan
poseía las líneas cortas y afiladas de una bayoneta. La impresión que causaba era más de fuerza que de belleza, con su proa no demasiado inclinada y la cuadrada popa cortada formando un claro ángulo hacia delante. La alargada cabina apenas se alzaba unos treinta centímetros por encima del punto más alto de la cubierta.

Hardin desvió la mirada de las líneas rectas del casco para fijarla en el astuto rostro de Culling.

—¿Qué está tramando ahora? Seguro que cuesta más de lo que puedo pagar.

Las traviesas facciones de Culling se suavizaron.

—El propietario ha quebrado y sus acreedores quieren cobrar. El barco vale cincuenta y cinco mil libras, pero me conformaré con cuarenta y cinco.

—No lo dirá en serio —replicó Hardin.

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