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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (13 page)

—Ni se te ocurra contar a Flor de Nieve lo que acabas de oír. ¡Nunca! Ella es una muchacha inocente. No quiero que esa asquerosa le pudra la mente.

—Sí, tiíta.

Me zarandeó con fuerza e insistió:

—¡Nunca!

—Lo prometo.

Entonces yo no entendía ni la mitad de lo que habían dicho. Y, aunque lo hubiera entendido, ¿por qué iba a repetir esas crueles murmuraciones a Flor de Nieve? Yo la quería. Jamás se me habría ocurrido importunarla con los venenosos comentarios de la señora Gao.

Sólo añadiré esto: mi madre debió de decir algo a mi padre, porque la señora Gao no volvió a entrar en nuestra casa. El resto de las negociaciones con ella se realizaron en taburetes que colocábamos delante de la puerta. Eso demuestra lo mucho que mis padres apreciaban a Flor de Nieve. Ella era mi
laotong,
pero mis padres la querían como a una hija.

Llegó el décimo mes de mi decimotercer año. Al otro lado de la celosía, el blanco del abrasador cielo estival fue dejando paso al azul intenso del otoño. Sólo faltaba un mes para la boda de Hermana Mayor. La familia del novio hizo entrega de la última ronda de regalos. Las hermanas de juramento de Hermana Mayor vendieron uno de sus veinticinco
jin
de arroz y compraron presentes con el dinero obtenido. Las niñas acudieron a nuestra casa para el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Otras mujeres del pueblo vinieron para charlar, ofrecer consejos y lamentarse. Durante veintiocho días cantamos canciones y contamos historias. Las hermanas de juramento ayudaron a Hermana Mayor a coser su última colcha y a envolver los zapatos que había confeccionado para los miembros de su nueva familia. Todas trabajábamos juntas en los libros del tercer día que regalaríamos a Hermana Mayor; servirían para presentarla ante las mujeres de su nueva familia, de modo que nos esforzábamos por dar con las palabras adecuadas para describirla, resaltando al máximo sus virtudes.

Tres días antes de que Hermana Mayor se marchara a su nuevo hogar, celebramos el Día de los Lamentos. Mi madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de las mujeres, con los pies apoyados en el tercero, y entonó un lamento.

—Hija Mayor, eras una perla en mi mano —cantó—. Mis ojos se llenan de lágrimas. Dos riachuelos resbalan por mis mejillas. Pronto quedará un espacio vacío.

Hermana Mayor, sus hermanas de juramento y las otras mujeres del pueblo rompieron a llorar al oír el triste lamento de mi madre.
Ku, ku, ku,
gemían.

A continuación cantó mi tía, siguiendo el ritmo que había marcado mi madre. Como siempre, intentaba ser optimista en medio de la desgracia.

—Soy fea y no muy inteligente, pero siempre he procurado tener buen humor. He amado a mi esposo y él me ha amado a mí. Somos un par de patos mandarines feos y no muy inteligentes. Lo hemos pasado muy bien en la cama. Espero que tú también lo pases bien.

Cuando me llegó el turno, murmuré:

—Hermana Mayor, mi corazón llora al perderte. Si hubiéramos sido hijos varones, no tendríamos que separarnos. Seguiríamos siempre juntos, como nuestro padre y nuestro tío, o como Hermano Mayor y Hermano Segundo. Nuestra familia está triste. La habitación del piso de arriba estará vacía sin ti.

Como quería hacerle el mejor regalo posible, le canté lo que me había enseñado Flor de Nieve:

—Todo el mundo necesita ropa, por muy fresco que sea el verano y por muy templado que sea el invierno, así que confecciona ropa para los demás sin necesidad de que te lo pidan. Aunque la mesa esté bien abastecida, deja que tus suegros coman primero. Trabaja sin descanso y recuerda tres cosas: sé buena y respetuosa con tus suegros; sé buena con tu esposo y cose siempre para él, y sé buena con tus hijos y un ejemplo de decoro para ellos. Si lo haces, tu nueva familia te tratará bien. Mantente serena en esa hermosa casa.

A continuación cantaron las hermanas de juramento. Adoraban a Hermana Mayor, que era amable e inteligente. Cuando se casara la última hermana de juramento, disolverían su valiosa hermandad. Ya sólo tendrían recuerdos de cuando tejían y bordaban juntas. Sólo tendrían las palabras anotadas en sus libros del tercer día para consolarse en años venideros. Juraron que, cuando muriera una de ellas, las otras irían al funeral y quemarían sus escritos para que las palabras viajaran con ella hasta el más allá. Aunque las hermanas de juramento estaban desconsoladas por su partida, esperaban que fuera feliz.

Cuando hubieron cantado todas y se hubieron derramado abundantes lágrimas, Flor de Nieve anunció:

—No te voy a cantar. Lo que haré será compartir contigo el modo que hemos encontrado tu hermana y yo para mantenerte siempre con nosotras. —Sacó nuestro abanico de la manga de su túnica, lo abrió y leyó el sencillo pareado que ambas habíamos escrito—: «Hermana Mayor y buena amiga, tranquila y cariñosa. Eres un feliz recuerdo para nosotras.» —A continuación señaló la florecita rosa que había pintado en la guirnalda, cada vez más larga, del borde superior del abanico y que a partir de entonces representaría a Hermana Mayor.

Al día siguiente recogimos hojas de bambú y llenamos baldes de agua. Cuando llegó la nueva familia de Hermana Mayor, les lanzamos las hojas, que simbolizaban que el amor de los novios se mantendría siempre fresco, como el bambú; luego los rociamos con agua, símbolo de la pureza de la novia. Esas bromas iban acompañadas de risas y gritos de júbilo.

Pasaron las horas entre banquetes y lamentos. Se exhibió el ajuar para que todos admiraran la calidad de las labores de Hermana Mayor. La novia estaba hermosa, aunque no podía contener las lágrimas. A la mañana siguiente subió al palanquín que la conduciría hasta la casa de su nueva familia. Volvimos a lanzar agua, mientras vociferábamos: «¡Casar a una hija es como tirar agua!» Fuimos todos a pie hasta la linde del pueblo y vimos cómo el cortejo cruzaba el puente y salía de Puwei. Tres días más tarde, enviamos al nuevo pueblo de Hermana Mayor pastelillos de arroz, regalos y todos nuestros libros del tercer día, que las mujeres leerían en voz alta en la habitación de arriba. Un día después, tal como marcaba la tradición, Hermano Mayor subió al carro de mi familia, fue a recoger a Hermana Mayor y la trajo a casa. Exceptuando unas cuantas visitas conyugales, repartidas a lo largo del año, Hermana Mayor seguiría viviendo con nosotros hasta el final de su primer embarazo.

De todos los acontecimientos de la boda de Hermana Mayor, lo que mejor recuerdo es su regreso tras una visita nupcial a la casa de su esposo, la primavera siguiente. Normalmente Hermana Mayor era una persona muy serena (se sentaba en su taburete, en un rincón, y trabajaba en silencio en su labor; nunca provocaba discusiones y siempre se mostraba obediente), pero ese día se arrodilló en el suelo y, con la cara hundida en el regazo de mi madre, le contó sus penas entre sollozos. Su suegra la maltrataba y criticaba y no paraba de quejarse. Su esposo era ignorante y burdo. Sus suegros pretendían que sacara agua del pozo y lavara la ropa de toda la familia. ¿No veía que tenía los nudillos en carne viva de las faenas del día anterior? Le escatimaban la comida y hablaban mal de nuestra familia porque no les enviábamos suficientes provisiones cuando ella iba de visita.

Luna Hermosa, Flor de Nieve y yo nos apiñamos y chascamos la lengua en señal de conmiseración; nos compadecíamos de Hermana Mayor, pero creíamos que a nosotras nunca nos pasaría lo que a ella. Mi madre le acariciaba el cabello y le daba palmaditas en la temblorosa espalda. Yo creía que le diría que no se preocupara, que esos problemas eran pasajeros, pero mi madre no despegó los labios. Con gesto de impotencia, buscaba a mi tía con la mirada, con la esperanza de que ella pudiera ofrecerle consejo.

—Tengo treinta y ocho años —dijo mi tía, no con pena sino con resignación—. La suerte no me ha acompañado. Tengo una buena familia, pero mis pies y mi cara marcaron mi destino. Cualquier mujer, aunque no sea muy inteligente ni muy hermosa, puede encontrar esposo, porque hasta los hombres más tarados pueden engendrar un hijo. Ellos sólo necesitan un recipiente. Mi padre me casó con la mejor familia que encontró dispuesta a acogerme. ¿Crees que no lloré entonces como tú lloras ahora? Pero el destino aún fue más cruel conmigo. No concebí ningún hijo varón. Me convertí en una carga para mis suegros. Ojalá tuviera un hijo varón y una vida feliz. Me gustaría que mi hija no se casara, porque así la tendría a ella para aliviar mis penas. Pero la vida de las mujeres es así. No puedes escapar de tu destino. Estás predestinada.

Los sentimientos expresados por mi tía, que era la única de la familia que siempre tenía a punto un comentario gracioso, que siempre hablaba de lo felices que eran mi tío y ella en la cama, que siempre nos guiaba en nuestro aprendizaje con paciencia y alegría, provocaron una conmoción. Luna Hermosa me cogió una mano y me la apretó. Sus ojos se llenaron de lágrimas al reconocer aquella verdad, que hasta ese momento nadie había pronunciado en la habitación de las mujeres. Nunca habíamos pensado en lo dura que había sido la vida para mi tía, pero entonces repasé los años pasados y comprendí que mi tía siempre había puesto al mal tiempo buena cara.

Huelga decir que sus palabras no consolaron a Hermana Mayor. Sollozaba aún con más fuerza y se tapaba los oídos con las manos. Mi madre tenía que hablar, pero, cuando lo hizo, las palabras que salieron de su boca procedían de lo más profundo del yin: lo negativo, lo oscuro y lo femenino.

—Te has casado —dijo con una extraña indiferencia—. Te has ido a vivir a otro pueblo. Tu suegra es cruel. Tu esposo no te quiere. Nos gustaría que no te marcharas nunca, pero todas las hijas abandonan la casa natal tarde o temprano. Todo el mundo está de acuerdo. Todo el mundo lo acepta. Puedes llorar y suplicar que te dejemos venir a casa, podemos lamentarnos de que ya no estés con nosotros, pero no tenemos alternativa. Hay un dicho que lo explica muy bien: «Si una hija no se casa, no vale nada; si el fuego no arrasa la montaña, la tierra no será fértil.».

Años de cabello recogido
La Fiesta de la Brisa

Flor de Nieve y yo cumplimos quince años. Nuestro peinado representaba un fénix, símbolo de que pronto nos casaríamos. Trabajábamos con ahínco en la elaboración de nuestros ajuares. Hablábamos con voz queda. Caminábamos con gracia con nuestros lotos dorados. Dominábamos el
nu shu
y, cuando no estábamos juntas, nos escribíamos casi a diario. Ya teníamos la menstruación. Ayudábamos en la casa barriendo, recogiendo hortalizas del huerto, cocinando, lavando los platos y la ropa, tejiendo y cosiendo. Se nos consideraba mujeres, pero sin las responsabilidades de las mujeres casadas. Todavía gozábamos de libertad para visitarnos cuando queríamos y para pasar las horas en la habitación de arriba, donde cuchicheábamos y bordábamos con las cabezas muy juntas. Nos unía ese amor con que yo soñaba de pequeña.

Ese año, Flor de Nieve vino a pasar con nosotros la Fiesta de la Brisa, que se celebra durante la época más calurosa del año, cuando las reservas de la anterior cosecha se están agotando y todavía no se ha recogido la nueva. Las nueras, que son las mujeres de rango inferior de la casa, viajan a su hogar natal y pasan allí varios días o incluso semanas. Lo llamamos la Fiesta de la Brisa, pero en realidad son varios días en que las familias se libran de tener que alimentar a sus nueras.

Hermana Mayor acababa de instalarse definitivamente en la casa de su esposo. Estaba a punto de nacer su primer hijo y era allí donde le correspondía estar. Mi madre había ido a visitar a su familia y se había llevado a Hermano Segundo. Mi tía también había ido a su casa natal, y Luna Hermosa estaba con sus hermanas de juramento, en el mismo Puwei. La esposa de Hermano Mayor y su hija estaban «capturando la brisa» con su familia natal. Mi padre, mi tío y Hermano Mayor se las apañaban muy bien solos. De vez en cuando nos pedían a Flor de Nieve y a mí que les lleváramos té caliente, tabaco y rodajas de sandía, pero, aparte de eso, no teníamos gran cosa que hacer. Así pues, pasamos tres días y tres noches de la semana de la Fiesta de la Brisa solas en la habitación de arriba.

La primera noche, nos tumbamos juntas con los vendajes en los pies, las zapatillas de dormir, la ropa interior y los camisones. Pusimos la cama bajo la celosía, con la esperanza de «capturar la brisa», pero no corría ni pizca de aire y nos estábamos asando de calor. La luna pronto estaría llena. Su luz, que se colaba por la ventana, iluminaba nuestros rostros, bañados en sudor, y nos causaba mayor sensación de bochorno. La segunda noche, que fue aún más calurosa, Flor de Nieve propuso que nos quitáramos la camisa de dormir.

—Estamos solas —dijo—. Nadie se enterará.

Eso nos alivió un poco, pero aún teníamos calor.

La tercera noche que pasamos solas, la luna estaba llena y un resplandor azulado bañaba la habitación de arriba. Tras asegurarnos de que los hombres dormían, nos quitamos la ropa, incluso la interior. Sólo nos dejamos puestos los vendajes y las zapatillas de dormir. El aire nos acariciaba la piel, pero no era una brisa fresca y seguimos con tanto calor como si estuviéramos completamente vestidas.

—Con esto no basta —dijo Flor de Nieve, como si me hubiera leído el pensamiento.

Se incorporó y cogió nuestro abanico. Lo abrió despacio y empezó a abanicarme. Pese a que el aire estaba caliente, me proporcionaba una sensación muy placentera. Sin embargo, Flor de Nieve frunció el entrecejo. Cerró el abanico y lo dejó.

Entonces escudriñó mi rostro un instante, y luego dejó que su mirada descendiera por mi cuello y mis pechos hasta posarse en mi vientre. No me avergonzó que me mirara de ese modo, porque era mi
laotong,
mi alma gemela. No había nada de que avergonzarse.

Levanté la cabeza y vi que se llevaba el índice a los labios, entre los que asomó la punta de su lengua, rosada y brillante a la luz de la luna llena. Con un gesto delicadísimo deslizó la yema del dedo por la húmeda superficie. Luego llevó el dedo hasta mi vientre. Trazó una línea hacia la izquierda, después otra en la dirección opuesta, y a continuación dibujó algo parecido a dos cruces. El frío de la saliva me puso carne de gallina. Cerré los ojos y dejé que esa sensación se extendiera por mi cuerpo, hasta que de pronto la humedad desapareció. Cuando abrí los ojos, Flor de Nieve me miraba fijamente.

—¿Qué? —No esperó a que yo contestara—. Es un carácter —explicó—. A ver si sabes cuál.

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