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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (14 page)

Entonces comprendí qué había hecho. Había escrito un carácter de
nu shu
en mi vientre. Llevábamos años haciendo algo parecido: trazábamos caracteres en el suelo con un palo, o nos los dibujábamos la una a la otra con el dedo en la palma de la mano o en la espalda.

—Lo haré otra vez —dijo—, pero presta atención.

Volvió a lamerse el dedo con un fluido movimiento y, cuando rozó de nuevo mi piel, no pude evitar cerrar los ojos. Noté como si mi cuerpo se volviera más pesado y me faltara el aliento. Un trazo hacia la izquierda que formaba una media luna, otra media luna debajo, mirando hacia el otro lado, dos trazos a la derecha para crear la primera cruz, y otros dos a la izquierda para dibujar la segunda. Una vez más, mantuve los párpados cerrados hasta que dejé de sentir aquel frescor pasajero. Cuando los abrí, Flor de Nieve me observaba con curiosidad.

—Cama —dije.

—Muy bien —susurró—. Cierra los ojos. Voy a escribir otro.

Esta vez lo escribió más apretujado y más pequeño, justo al lado del hueso derecho de mi cadera. Lo reconocí de inmediato: era un verbo que significaba «iluminar».

Cuando lo dije, ella acercó su cara a la mía y me susurró al oído:

—Perfecto.

El siguiente carácter se arremolinó en mi vientre, junto al otro hueso de la cadera.

—Luz de luna —dije, y abrí los ojos—. La luz de la luna ilumina mi cama.

Flor de Nieve sonrió al ver que había reconocido el primer verso del poema de la dinastía Tang que ella misma me había enseñado; entonces permutamos las posiciones. Tal como ella había hecho conmigo, me entretuve contemplando su cuerpo: la finura del cuello, sus pequeños senos, la lisa extensión de su vientre, tentadora como un pedazo de seda por bordar; los huesos de la cadera, que sobresalían angulosos; un triángulo idéntico al mío, y dos delgadas piernas que se estrechaban hasta desaparecer en las zapatillas de dormir de seda roja.

No olvidéis que yo todavía no me había casado. Aún no sabía nada acerca de la vida de los esposos. Más tarde comprendería que para una mujer no hay nada más íntimo que sus zapatillas de dormir y que para un hombre no hay nada más erótico que ver la blanca piel de una mujer desnuda realzada por el rojo intenso de esas zapatillas, pero os aseguro que esa noche mi mirada se detuvo en ellas. Eran las zapatillas de verano de Flor de Nieve, en las que mi
laotong
había bordado los Cinco Venenos: el ciempiés, el sapo, el escorpión, la serpiente y el lagarto. Ésos eran los símbolos tradicionales para contrarrestar los males del verano: el cólera, la peste, la fiebre tifoidea, la malaria y el tifus. Sus puntadas eran perfectas, y también era perfecto todo su cuerpo.

Me lamí el dedo y contemplé su blanca piel. Cuando le acaricié el vientre por encima del ombligo con el dedo húmedo, noté cómo ella inspiraba. Sus pechos ascendieron, su estómago se hundió y se le puso carne de gallina.

—Yo —dijo. Había acertado. Escribí el siguiente carácter debajo de su ombligo—. Creer —dijo. Entonces la imité y escribí junto al hueso derecho de su cadera—. Ligera. —A continuación junto al hueso izquierdo—: Nieve.

Ella conocía el poema, así que las palabras no tenían ningún misterio; la gracia consistía en las sensaciones que producía escribirlas y leerlas. Hasta ese momento yo había trazado los caracteres en los mismos sitios que ella; ahora tenía que encontrar otro lugar. Elegí ese punto blando donde se juntan las costillas encima del estómago, consciente de que era una zona sensible al tacto, al miedo, al amor. Flor de Nieve se estremeció al notar la yema de mi dedo cuando escribí «temprano».

Sólo faltaban dos palabras para terminar el verso. Yo sabía qué quería hacer, pero vacilé. Volví a deslizar la yema del dedo por la punta de la lengua. Entonces, envalentonada por el calor, la luz de la luna y el tacto de su piel, escribí con el dedo húmedo en uno de sus pechos. Flor de Nieve separó los labios y emitió un débil gemido. No dijo qué carácter era, y yo no se lo pedí. Antes de dibujar el último carácter del verso me tumbé de costado junto a ella para ver mejor cómo reaccionaba su piel. Me lamí el dedo, tracé el carácter y observé cómo su pezón se tensaba y fruncía. Nos quedamos inmóviles un momento. Después, sin abrir los ojos, Flor de Nieve susurró el verso completo: «Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.»

Mi
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se puso de costado y me miró. Me tocó una mejilla con ternura, como hacía todas las noches desde que empezáramos a dormir juntas, años atrás. Su rostro resplandecía a la luz de la luna. Entonces deslizó la mano por mi cuello y por mi pecho hasta llegar a las caderas.

—Quedan dos versos —dijo.

Se incorporó y yo me tumbé boca arriba. Yo creía que nunca había soportado tanto calor como en las noches pasadas, pero entonces, desnuda a la luz de la luna, sentí arder en mi interior un fuego mucho más abrasador que cualquier castigo que los dioses pudieran imponernos con los ciclos de las estaciones.

Cuando comprendí dónde pensaba escribir Flor de Nieve el primer carácter, hice un esfuerzo y me concentré. Se había colocado a mis pies, los había levantado y apoyado sobre su regazo. Empezó a escribir en la cara interna del tobillo izquierdo, justo encima del borde de mi zapatilla de dormir roja. Cuando terminó, repitió la operación en el tobillo derecho. A continuación fue pasando de una extremidad a otra, escribiendo siempre justo por encima de los vendajes. Yo notaba un cosquilleo de placer en los pies, esas partes de mi cuerpo que me habían provocado tanto dolor y sufrimiento, y de los que recogía tanto orgullo y tanta belleza. Flor de Nieve y yo éramos almas gemelas desde hacía ocho años, pero nunca habíamos compartido una intimidad semejante. Éste fue el verso que escribió: «Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.»

Estaba deseando que mi
laotong
experimentara el mismo placer que yo acababa de sentir. Levanté sus lotos dorados y me los puse sobre los muslos. Elegí el sitio que había encontrado más exquisito: el hueco entre el hueso del tobillo y el tendón que arranca de allí y asciende por la parte de atrás de la pantorrilla. Escribí un carácter que puede significar «inclinarse», «doblegarse» o «postrarse». En el otro tobillo escribí la palabra «Yo».

Le solté los pies y escribí un carácter en la pantorrilla. Después elegí un punto en la cara interna del muslo izquierdo, un poco más arriba de la rodilla. Dibujé los dos últimos caracteres en la parte más alta de los muslos. Me incliné y me concentré en dibujarlos a la perfección. Soplé sobre los trazos, consciente de la sensación que con eso iba a causar, y observé cómo se agitaba el vello que crecía entre sus piernas.

Después recitamos juntas el poema entero:

La luz de la luna ilumina mi cama.

Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.

Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.

Me inclino. Echo de menos mi hogar.

Como es bien sabido, el poema habla de un funcionario que siente nostalgia de su hogar; pero aquella noche, y siempre a partir de entonces, yo creí que hablaba de nosotras. Flor de Nieve era mi hogar, y yo el suyo.

Luna Hermosa

Al día siguiente regresó Luna Hermosa y nos pusimos a trabajar de nuevo. Hacía varios meses que nuestros respectivos suegros habían elegido la fecha de nuestras bodas, y ya habían hecho entrega de los primeros regalos a la familia de las novias: más carne de cerdo y dulces, así como cajas de madera para ir colocando todos los elementos de nuestro ajuar. Por último enviaron la tela, que era lo más importante.

Ya he explicado que mi madre y mi tía tejían para nuestra familia, y por aquel entonces Luna Hermosa y yo ya éramos también dos expertas tejedoras. Participábamos en un proceso artesanal: mi padre y mi tío cultivaban el algodón y las mujeres de la familia lo limpiaban; nuestra posición económica no nos permitía derrochar las materias primas, así que empleábamos con moderación la cera de abeja con que dibujábamos los estampados y los tintes con que teñíamos la tela de azul.

Aparte de con los tejidos que fabricábamos con nuestras propias manos, yo sólo podía comparar la tela nupcial que había recibido con la de las túnicas, los pantalones y los tocados de Flor de Nieve, confeccionados con hermosos tejidos y adornados con sofisticados dibujos para formar un elegante vestuario. De las prendas que llevaba Flor de Nieve en esa época, mi favorita era un traje de color añil. El complicado estampado y el corte de la túnica no podían compararse siquiera con los atuendos de las mujeres casadas de Puwei. Sin embargo, Flor de Nieve lo llevó con toda naturalidad hasta que empezó a desteñirse y deshilacharse. Lo que intento decir es que yo me inspiraba en la tela y su corte. Quería hacerme ropa de diario que no desentonara en Tongkou.

El algodón que enviaron mis suegros en concepto de pago por la novia cambió por completo mi forma de pensar. Era suave, sin semillas, con elaborados dibujos, y estaba teñido con el añil intenso que tanto apreciaba el pueblo yao. Al recibir ese regalo comprendí que todavía me quedaba mucho por aprender y hacer. Con todo, esa tela de algodón no era nada comparada con las sedas que me mandaron más tarde, de excelente calidad y perfectamente teñidas. Rojo para la boda, pero también para los aniversarios, las celebraciones de Año Nuevo y otras fiestas. Morado y verde, apropiados para una joven esposa. Un gris azulado como el cielo antes de una tormenta y un verde azulado como el estanque del pueblo en verano para mis años de madurez y, por último, de viudedad. Negro y azul oscuro para los hombres de mi nueva familia. Había sedas sencillas y otras cuya trama dibujaba signos de la doble felicidad, peonías o nubes.

No podía disponer a mi antojo de esos rollos de seda y algodón que me habían enviado mis suegros. Tenía que emplearlos para preparar mi ajuar, igual que Luna Hermosa y Flor de Nieve tenían que utilizar sus regalos para preparar los suyos. Debíamos confeccionar suficientes colchas, fundas de almohada, zapatos y prendas de vestir para toda una vida, pues las mujeres yao creen que no deben aceptar nada de su familia política. ¡Ay, las colchas! Voy a hablaros de las colchas. Su confección resulta aburrida y agotadora. Sin embargo, existe la creencia de que cuantas más aporte una mujer al hogar de sus suegros, más hijos varones engendrará; por eso hacíamos el mayor número posible.

En cambio, nos encantaba hacer zapatos. Confeccionábamos zapatos para nuestros maridos, nuestras suegras, nuestros suegros y cualquier otra persona que viviera en nuestro nuevo hogar, incluidos hermanos, hermanas, cuñadas y niños. (Yo tuve suerte, porque mi esposo era el primogénito de la familia y sólo tenía tres hermanos más jóvenes. Los zapatos de los hombres eran muy sencillos y no daban ningún trabajo. Luna Hermosa, en cambio, tenía que soportar una carga mucho más pesada. En su nuevo hogar vivían el hijo, sus padres, cinco hermanas, una tía, un tío y sus tres hijos.) Además teníamos que hacer dieciséis pares para nosotras: cuatro pares para cada una de las cuatro estaciones. De todas nuestras labores, los zapatos serían los más examinados, pero eso no nos preocupaba, porque poníamos muchísimo cuidado en la confección de cada par, desde la suela hasta la última puntada del bordado. Los zapatos nos permitían demostrar nuestras habilidades técnicas y artísticas, y además transmitían un mensaje alegre y optimista. En nuestro dialecto, la palabra «zapato» se pronuncia igual que la palabra «niño». Igual que con las colchas, se suponía que cuantos más hiciéramos, más hijos tendríamos. La diferencia es que su confección requiere delicadeza, mientras que coser colchas es una dura tarea. Como las tres niñas trabajábamos juntas, competíamos de forma amistosa para crear los diseños más espléndidos en la parte exterior de cada par de zapatos, y para que el interior fuera sólido y resistente.

Nuestras futuras familias nos habían enviado patrones de sus pies. No conocíamos a nuestros esposos y, por lo tanto, ignorábamos si eran altos o tenían la cara picada de viruela, pero sí sabíamos qué tamaño tenían sus pies. Eramos jóvenes (y románticas, como todas las niñas a esa edad) e imaginábamos toda clase de cosas acerca de nuestros esposos a partir de esos patrones. Algunas resultaron ciertas, pero la mayoría no.

Con ayuda de los patrones, cortábamos trozos de tela de algodón y los pegábamos formando tres capas. Cuando habíamos hecho varias suelas, las dejábamos secar en el alféizar de la ventana. Durante la semana de la Fiesta de la Brisa se secaban muy deprisa. Una vez secas, cogíamos esas piezas de varias capas, juntábamos tres y las cosíamos para confeccionar una suela gruesa y fuerte. Muchas mujeres las cosen con puntadas sencillas que recuerdan a las semillas de arroz, pero nosotras queríamos impresionar a nuestras nuevas familias, así que las cosíamos creando diferentes dibujos: una mariposa con las alas desplegadas para los zapatos del esposo, un crisantemo en flor para los de la suegra, un grillo en una rama para los del suegro. ¡Y todo ese trabajo sólo para las suelas! Pensad que para nosotras esos zapatos eran mensajes destinados a nuestra futura familia, que esperábamos nos acogiera bien cuando llegara el momento.

Como ya he dicho, aquel año hizo un calor insoportable durante la Fiesta de la Brisa, que duraba una semana, y en la habitación de arriba nos asfixiábamos. Abajo se estaba un poquito mejor. Bebíamos té con la esperanza de refrescarnos, pero sufríamos aunque lleváramos puestas nuestras túnicas de verano y nuestros pantalones más ligeros. Para aliviarnos evocábamos sensaciones refrescantes. Yo hablaba de cuánto me gustaba sumergir los pies en el río. Luna Hermosa recordaba sus carreras por los campos, a finales de otoño, cuando el aire frío te cortaba las mejillas. Flor de Nieve nos contó que en una ocasión había viajado al norte con su padre y había sentido el gélido viento que llegaba de Mongolia. Pero nada de eso nos confortaba. Era un tormento.

Mi padre y mi tío se compadecían de nosotras. Sabían mejor que nadie lo cruel que era aquel calor, pues trabajaban todos los días bajo un sol abrasador. Pero éramos pobres. No teníamos un patio interior donde pasar las horas, ni una parcela adonde pudieran llevarnos los porteadores para estar a la sombra de un árbol, ni ningún otro sitio donde estar al abrigo de las miradas de los desconocidos. Así pues, mi padre cogió tela de mi madre y, con la ayuda de mi tío, levantó una suerte de pabellón en la fachada norte de la casa. Pusieron unas colchas de invierno en el suelo para que nos sentáramos.

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