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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (17 page)

Así es como me sentía, y pensaba que Flor de Nieve debía de sentir lo mismo que yo, pero mi
laotong
era un misterio para mí. Su boda se celebraría un mes después de la mía, pero no parecía ni emocionada ni triste. Estaba muy apagada, incluso cuando cantaba, sin equivocarse, la letra de nuestras canciones o trabajaba con diligencia en el libro del tercer día que estaba componiendo para mí. Pensé que quizá la ponía más nerviosa que a mí la perspectiva de la noche de bodas.

—Eso no me asusta —dijo, mientras doblábamos y envolvíamos mis colchas.

—A mí tampoco —aseguré, pero ninguna de las dos lo decía con mucha convicción.

En mis años de hija, cuando todavía me dejaban jugar en la calle, había visto muchos animales aparearse. Sabía que tendría que hacer algo parecido, pero no entendía cómo iba a pasar ni qué se esperaba de mí, y Flor de Nieve, que generalmente sabía mucho más que yo, no podía ayudarme. Ambas esperábamos que nuestras madres, hermanas mayores, mi tía o incluso la casamentera, nos explicaran cómo realizar aquella tarea, igual que nos habían enseñado a hacer tantas otras.

Como a ambas nos resultaba violento abordar ese tema, intenté conducir la conversación hacia los planes que teníamos para las semanas siguientes. En lugar de regresar con mi familia después de mi boda, iría a casa de Flor de Nieve para acompañarla durante el mes del rito de Sentarse y Cantar. Tenía que ayudarla con los preparativos de la boda, como ella me había ayudado a mí. Hacía diez años que deseaba ir allí y, en cierto modo, eso me hacía más ilusión que conocer a mi esposo, porque había oído hablar mucho acerca de la casa y la familia de Flor de Nieve, mientras que apenas sabía nada del hombre con el que iba a casarme. Sin embargo, pese a estar muy emocionada (¡por fin iba a ver la casa de Flor de Nieve!), ella sólo me daba detalles muy vagos.

—Te llevará alguien de tu familia política —dijo mi alma gemela.

—¿Crees que mi suegra participará en el rito de Sentarse y Cantar de tu boda? —pregunté. Eso me habría complacido, porque así mi suegra me vería con mi
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—La señora Lu está demasiado ocupada. Tiene muchas obligaciones, y tú también las tendrás algún día.

—Pero conoceré a tu madre, a tu hermana mayor y... ¿A quién más invitaréis?

Suponía que mi madre y mi tía participarían en los rituales de su boda. Flor de Nieve era casi un miembro más de nuestra familia y yo creía que querría tenerlas a su lado durante esos días.

—Vendrá tía Wang —contestó.

Seguramente la casamentera haría varias apariciones durante el rito de Sentarse y Cantar de mi
laotong,
tal como había hecho con el mío. Para la señora Wang nuestra boda suponía la culminación de largos años de duro trabajo; cuando abandonáramos el hogar paterno, ella recibiría sus honorarios. Era lógico que no quisiera desperdiciar ni una sola oportunidad de demostrar a las otras mujeres —madres de potenciales clientes— los espléndidos resultados que había obtenido.

—No sé si mi madre ha invitado a alguien además. No sé qué ha planeado —continuó mi
laotong
—. Todo será una sorpresa.

Nos quedamos calladas mientras cada una doblaba otra colcha. La miré y me pareció advertir cierta tensión en sus facciones. Por primera vez en muchos años volvió a invadirme la inseguridad. ¿Y si Flor de Nieve seguía considerando que no era digna de ella? ¿La avergonzaba que las mujeres de Tongkou conocieran a mi madre y mi tía? Entonces recordé que estábamos hablando de su rito de Sentarse y Cantar. Todo se haría exactamente como su madre decidiera.

Le aparté un mechón de la cara y se lo puse detrás de la oreja.

—Estoy impaciente por conocer a tu familia. Vamos a pasarlo muy bien.

Todavía estaba tensa cuando dijo:

—No quisiera que te llevaras una decepción. Te he hablado tanto de mi madre, de mi padre...

—Y de Tongkou, y de tu casa...

—Seguro que nada te resultará tan bonito como lo has imaginado.

Me reí.

—Es una tontería que te preocupes. Todo lo que he imaginado proviene de los hermosos cuadros que tú has dibujado con tus palabras.

Tres días antes de mi boda empecé las ceremonias relacionadas con el Día de la Pena y las Preocupaciones. Mi madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de arriba, las mujeres de nuestro pueblo vinieron a presenciar los lamentos y todos exclamaron
ku, ku, ku
entre sollozos. Cuando mi madre y yo hubimos terminado de llorar y cantarnos una a otra, repetí el rito con mi padre, mis tíos y mis hermanos. Es cierto que era valiente y pensaba sin temor en mi nueva vida, pero mi cuerpo y mi alma estaban debilitados por el hambre, pues la novia no puede comer durante los diez últimos días de las ceremonias de la boda. ¿Observamos esta tradición para que nos entristezca aún más dejar a nuestra familia, para estar más complacientes cuando llegamos a la casa de nuestro esposo, o para que éste nos encuentre más puras? ¿Cómo voy a saberlo? Lo único que sé es que mi madre, como la mayoría de las madres, escondió unos huevos duros para mí en la habitación de las mujeres; sin embargo, no me proporcionaban mucha fuerza, y mis emociones se debilitaban con cada nuevo evento.

A la mañana siguiente me despertaron los nervios, pero Flor de Nieve estaba a mi lado, y con sus suaves dedos en mi mejilla intentó tranquilizarme. Ese día iban a presentarme a mis suegros y yo tenía tanto miedo que no habría podido comer aunque hubiese estado permitido. Me ayudó a ponerme el traje nupcial que yo misma había confeccionado: una túnica corta sin cuello, ceñida con un cinturón, y unos pantalones largos. Luego deslizó en mi muñeca los brazaletes de plata que me había enviado la familia de mi esposo y me ayudó a ponerme los otros regalos: los pendientes, el collar y las horquillas. Los brazaletes hacían un ruido metálico y los dijes de plata que yo había cosido en mi túnica tintineaban armoniosamente. Calzaba los zapatos rojos de boda y lucía un ornado tocado con cuentas perladas y alhajas de plata que temblaban cuando caminaba, movía la cabeza o no podía contener mis sentimientos. De la parte delantera del tocado colgaban unas borlas rojas que formaban un velo y me impedían ver. Para no perder el decoro debía mantener la vista fija en el suelo.

Flor de Nieve me guió hasta la planta baja. Que no viera no significaba que infinidad de emociones no me recorrieran el cuerpo. Oí los irregulares pasos de mi madre, a mi tía y mi tío hablar en voz baja, y a mi padre arrastrar la silla al levantarse. Fuimos juntos hasta el templo de Puwei, donde agradecí a mis antepasados la vida que había tenido. Flor de Nieve no se separó ni un momento de mí; me conducía por los callejones, me susurraba palabras de ánimo al oído y me recordaba que debía apresurar el paso, si podía, porque mis suegros no tardarían en llegar.

De vuelta en casa, subimos a la habitación de las mujeres. Para tranquilizarme, mi
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me cogió las manos e intentó describirme lo que debía de estar haciendo en esos momentos mi nueva familia.

—Cierra los ojos y trata de imaginarlo. —Se inclinó hacia mí, de modo que las borlas de mi tocado se agitaban con cada palabra que pronunciaba—. El señor y la señora Lu, sin duda elegantemente vestidos, han partido hacia Puwei con sus amigos y parientes. Los acompaña una banda de músicos para anunciar a todos cuantos encuentren por el camino que hoy van a realizar una buena adquisición. —Bajó la voz para añadir—: ¿Dónde está el novio? Él te espera en Tongkou. ¡Sólo faltan dos días para que lo veas!

De pronto oímos música. Estaban llegando. Flor de Nieve y yo nos acercamos a la celosía. Me aparté las borlas de la cara y miré. Todavía no veíamos la banda ni el cortejo, pero sí a un emisario que entraba en el callejón; se paró ante la puerta y entregó a mi padre una carta escrita en papel rojo, donde se declaraba que mi nueva familia había venido a buscarme.

En ese momento la banda dobló la esquina, seguida de un gran grupo de desconocidos. Cuando llegaron a nuestra casa, empezó el clásico tumulto. La gente lanzó agua y hojas de bambú a la banda, y se oyeron las risas y bromas de rigor. Me llamaron para que bajara. Una vez más, Flor de Nieve me cogió de la mano y me guió. Las mujeres cantaban: «Criar a una niña y casarla es como construir un buen camino para que otros lo utilicen.»

Salimos, y la señora Wang presentó a los padres de ambas familias. Yo tenía que mostrarme tan recatada como pudiera en ese momento, en que mis suegros me veían por primera vez, así que ni siquiera podía pedir en voz baja a Flor de Nieve que me describiera qué aspecto tenían ni preguntarle qué creía que pensaban de mí. A continuación, mis padres encabezaron el cortejo hacia el templo de los antepasados, donde mi familia ofrecería el primero de numerosos banquetes. Flor de Nieve y otras niñas de mi pueblo se sentaron alrededor de mí. Se sirvieron platos especiales y bebidas alcohólicas. A los comensales se les pusieron las mejillas coloradas. Los hombres y las ancianas me lanzaban pullas. Durante todo el convite yo canté lamentos y las mujeres me respondieron a coro. Llevaba siete días sin probar bocado y el olor de la comida me mareó.

Al día siguiente, el de los Grandes Cantos, se celebró un almuerzo. Se expusieron todos mis trabajos y mis libros nupciales del tercer día, y Flor de Nieve, las mujeres y yo cantamos otra vez. Mi madre y mi tía me condujeron a la mesa principal. Tan pronto me senté, mi suegra me puso delante un cuenco de sopa que ella misma había preparado y que simbolizaba la bondad de mi nueva familia. Yo habría dado cualquier cosa por haber podido probar aunque sólo fuera un sorbito de aquel caldo.

El velo me impedía ver la cara de mi suegra, pero, cuando miré hacia abajo entre las borlas y vi unos lotos dorados que parecían tan pequeños como los míos, me asaltó el pánico. Mi suegra no calzaba los zapatos que yo había confeccionado para ella. Y comprendí el porqué: el bordado de los que llevaba era mucho mejor que cualquiera de los míos. Me sentí muy desdichada. Seguro que mis padres estaban avergonzados, y mis suegros, desilusionados.

En ese terrible momento Flor de Nieve se acercó y me cogió del brazo. La tradición dictaba que yo debía abandonar la fiesta, así que me condujo fuera del templo y me acompañó a casa. Me ayudó a subir por la escalera, me quitó el tocado y el resto del traje nupcial y me puso una camisa y las zapatillas de dormir. Yo no despegué los labios. La perfección de los zapatos de mi suegra me atormentaba, pero no me atrevía a hacer ningún comentario, ni siquiera ante Flor de Nieve. No quería que ella también se avergonzara de mí.

Esa noche, mi familia regresó muy tarde a casa. Si alguien pensaba darme algún consejo sobre el acto carnal, tenía que ser entonces. Mi madre entró en la habitación y Flor de Nieve salió. Mi madre parecía preocupada, y por un instante pensé que iba a decirme que mis suegros querían deshacer la unión. Dejó el bastón sobre la cama y se sentó a mi lado.

—Siempre te he dicho que una verdadera dama no permite que la indignidad entre en su vida —dijo—, y que la belleza sólo se alcanza a través del dolor.

Asentí con pudor, pero por dentro casi gritaba de terror. Mi madre había pronunciado aquella frase una y otra vez durante el vendado de mis pies. ¿Tan malo era lo del acto carnal?

—Espero que recuerdes, Lirio Blanco, que no siempre podemos evitar la indignidad. Tienes que ser valiente. Te has comprometido de por vida. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.

Entonces se levantó, se apoyó en el bastón y salió renqueando de la habitación. ¡Sus palabras no me habían ayudado en absoluto! Mi buen ánimo, mi audacia y mi fuerza me abandonaron del todo. En verdad, me sentía como una novia: asustada, triste y aterrada ante la idea de abandonar a mi familia.

Cuando Flor de Nieve volvió a entrar y me vio pálida de miedo, ocupó el lugar que mi madre acababa de dejar en la cama e intentó consolarme.

—Llevas diez años preparándote para este momento —dijo con ternura—. Obedeces las normas recogidas en las
Enseñanzas para mujeres.
Tus palabras son dulces, pero tu corazón es fuerte. Te peinas con recato. No te pintas los labios con carmín ni te aplicas polvos. Sabes hilar lana y algodón, tejer, coser y bordar. Sabes cocinar, limpiar, lavar, tener siempre a punto té caliente y encender el fuego en el hogar. Te ocupas de tus pies como es debido. Todas las noches, antes de acostarte, te quitas las vendas viejas. Te lavas los pies con esmero y utilizas la cantidad justa de perfume antes de vendártelos con vendas limpias.

—¿Y el... acto carnal?

—¿Qué pasa con eso? Tus tíos han sido muy felices en la cama. Tus padres han tenido suficiente trato carnal para concebir muchos hijos. No puede ser tan duro como limpiar y bordar.

Me sentí un poco mejor, pero Flor de Nieve no había terminado. Me ayudó a meterme en la cama, se acurrucó a mi lado y siguió elogiándome.

—Serás una buena madre, porque eres cariñosa —me susurró al oído—, y al mismo tiempo serás una buena maestra. ¿Cómo lo sé? Mira cuántas cosas me has enseñado. —Hizo una breve pausa para que mi mente y mi cuerpo asimilaran sus palabras, y luego continuó con un tono más natural—: Además, me he fijado en cómo te miraban los Lu ayer y hoy.

Me aparté de sus brazos para mirarla.

—Cuéntame. Cuéntamelo todo.

—¿Te acuerdas de cuando la señora Lu te llevó la sopa?

Claro que me acordaba. Eso había sido el principio de lo que yo imaginaba sería una vida entera de humillación.

—Temblabas de pies a cabeza —continuó Flor de Nieve—. ¿Cómo lo hiciste? Todos los presentes se dieron cuenta. Todos comentaron tu fragilidad combinada con tu circunspección. Mientras permanecías sentada con la cabeza agachada, demostrando que eres una doncella perfecta, la señora Lu desvió la mirada hacia su esposo. Sonrió satisfecha y él le devolvió la sonrisa. Verás, la señora Lu es muy estricta, pero tiene buen corazón.

—Pero si...

—¡Y cómo te examinaban los pies todos los miembros del clan Lu! Oh, Lirio Blanco, estoy segura de que en mi pueblo todos se alegran de saber que un día te convertirás en la nueva señora Lu. Ahora procura dormir. Te aguardan muchos largos días.

Nos tumbamos frente a frente. Flor de Nieve me puso una mano en la mejilla, como solía hacer.

—Cierra los ojos —susurró, y yo la obedecí.

Al día siguiente mis suegros llegaron a Puwei lo bastante temprano para recogerme y regresar a Tongkou conmigo antes del anochecer. Cuando oí la banda en las afueras del pueblo, se me aceleró el corazón. No pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos. Mi madre, mi tía, Hermana Mayor y Flor de Nieve lloraban mientras me acompañaban abajo. Los emisarios del novio llegaron ante la puerta de mi casa. Mis hermanos ayudaron a cargar mi ajuar en los palanquines. Yo volvía a llevar puesto el tocado, de modo que no pude ver a nadie, pero oía las voces de mis familiares mientras recitábamos los últimos cantos tradicionales.

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