Mis
sanzhaoshu
contenían los consabidos versos acerca de la tristeza de mi familia ahora que no viviría con ella. Al mismo tiempo, ensalzaban mis virtudes y repetían frases como: «Nos gustaría convencer a esa noble familia de que espere unos cuantos años antes de llevarte.» O bien: «Es triste que ahora estemos separadas.» Además, rogaban a mis suegros que fueran indulgentes y me enseñaran las costumbres de su familia con paciencia.
El
sanzhaoshu
de Flor de Nieve también era tal como yo esperaba, e incorporaba el amor que ella sentía por los pájaros. Empezaba así: «El fénix se une a la gallina dorada, una unión celestial.» Hasta mi
laotong
había escrito frases estereotipadas.
En circunstancias normales el cuarto día después de la boda yo habría regresado a Puwei, con mi familia, pero tenía planeado desde hacía tiempo ir primero a casa de Flor de Nieve para pasar con ella el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Ahora que estaba a punto de volver a verla, estaba más nerviosa que nunca. Estrené uno de mis trajes de diario: una túnica de seda verde claro y unos pantalones con un bordado de tallos de bambú. Quería causar buena impresión no sólo a cualquiera con quien me cruzara por Tongkou, sino también a la familia de Flor de Nieve, sobre la que tanto había oído hablar en los últimos años. Yonggang, la criada, me guió por los callejones de Tongkou. La niña llevaba en una cesta mi ropa, mi hilo de bordar, mi tela y el libro del tercer día que yo había compuesto para Flor de Nieve. Era una suerte que Yonggang me hiciera de guía, y sin embargo su compañía me molestaba. La criada era una de las muchas novedades a las que tendría que acostumbrarme.
Tongkou era mucho mayor y próspero que Puwei. Los callejones estaban limpios y no había gallinas, patos ni cerdos correteando a su antojo. Nos detuvimos ante una casa que era tal como Flor de Nieve la había descrito: de dos plantas, tranquila y elegante. Yo acababa de llegar a ese pueblo y no conocía sus costumbres, pero algo funcionaba exactamente igual que en Puwei: no gritamos desde la calle ni llamamos a la puerta para anunciar nuestra llegada, sino que Yonggang se limitó a abrirla y entró en la casa de Flor de Nieve.
La seguí y de inmediato me asaltó un extraño hedor, en el que un repugnante olor dulzón se mezclaba con el de excrementos y carne podrida. No sabía de dónde procedía, pero me pareció humano. Se me revolvió el estómago, pero aún me trastornó más lo que vieron mis ojos.
La sala principal era mucho más amplia que la de mi casa natal, pero con bastantes menos muebles. Vi una mesa, pero ninguna silla; vi una balaustrada tallada que conducía a la habitación de las mujeres. Aparte de esos pocos elementos —de una calidad muy superior a la de cualquier mueble de mi hogar—, no había nada. Ni siquiera chimenea. Estábamos a finales de otoño y hacía frío. Además, la habitación se veía sucia y con restos de comida por el suelo. Había varias puertas que debían de conducir a los dormitorios.
El interior de la vivienda no sólo no era lo que cualquier transeúnte habría esperado encontrar tras ver la fachada, sino que no se parecía en nada a como Flor de Nieve me lo había descrito. Sin duda me había equivocado de casa.
Cerca del techo había varias ventanas, todas cegadas, excepto una por la que entraba un solo haz de luz que atravesaba la oscuridad. Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra, vi a una mujer acuclillada junto a una palangana. Llevaba la ropa sucia y raída, como una modesta campesina. Cuando nuestras miradas se encontraron, se apresuró a desviar la vista. Cabizbaja, se levantó y se colocó bajo el haz de luz. Tenía un hermoso cutis, pálido y terso como la porcelana. Juntó los dedos de las manos e hizo una inclinación.
—Bienvenida, Lirio Blanco, bienvenida. —Hablaba en voz baja, pero no por deferencia a mi recién adquirida posición, sino más bien con miedo—. Espera aquí. Voy a buscar a Flor de Nieve.
Me quedé pasmada. Así pues, no me había equivocado, me encontraba en la casa de mi
laotong.
¿Cómo era posible? Cuando la mujer cruzó la sala en dirección a la escalera, vi que sus lotos dorados eran casi tan pequeños como los míos, algo asombroso tratándose de una sirvienta.
Agucé el oído. Oí a la mujer hablar con alguien en el piso de arriba y, a continuación, algo a lo que me costó dar crédito: la voz de Flor de Nieve, con tono obstinado y discutidor. Me sentía cada vez más consternada. Por lo demás, en la casa reinaba un silencio inquietante. Y en medio de ese silencio noté que me acechaba algo parecido a un espíritu maligno del más allá. Todo mi cuerpo reaccionó para defenderse de esa sensación. Se me puso carne de gallina. Temblaba dentro de mi traje de seda verde claro, que me había puesto para impresionar a los padres de Flor de Nieve, pero que no me protegía del húmedo viento que entraba por la ventana ni del miedo que me producía hallarme en un lugar tan extraño, oscuro, hediondo y aterrador.
Flor de Nieve apareció en lo alto de la escalera.
—Sube —dijo.
Me quedé paralizada, tratando de asimilar lo que veían mis ojos. De pronto algo me tocó la manga y di un respingo.
—No creo que a mi amo le guste que te deje aquí —dijo Yonggang con gesto de preocupación.
—Tu amo sabe dónde estoy —repuse sin pensar.
—Lirio Blanco. —La voz de Flor de Nieve traslucía una triste desesperación que jamás había percibido en ella.
En ese momento acudió a mi mente un recuerdo reciente. Mi madre me había dicho que, como mujer, no siempre podría evitar la indignidad y que tenía que ser valiente. «Te has comprometido de por vida —me había dicho—. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.» Comprendí que no se refería al trato carnal con mi esposo, sino a esto. Flor de Nieve era mi alma gemela para toda la vida. Yo le profesaba un amor mayor y más profundo que el que jamás sentiría por mi esposo. Ése era el verdadero significado de la relación de dos
laotong.
Di un paso y Yonggang emitió un débil gemido. Yo no sabía qué hacer, porque nunca había tenido criadas. Le di unas palmaditas en el hombro, vacilante.
—Vete. —Adopté el tono que suponía utilizaban las señoras, aunque no sabía exactamente cómo era—. No pasa nada.
—Si por algún motivo tienes que marcharte, sal a la calle y pide ayuda —me aconsejó Yonggang, que estaba muy preocupada—. Aquí todo el mundo conoce a mi amo y a la señora Lu. Cualquiera te acompañará hasta la casa de tus suegros.
Le quité la cesta de las manos. Como seguía sin moverse, le indiqué por señas que se marchara. Ella dejó escapar un suspiro de resignación, hizo una pequeña reverencia, caminó de espaldas hasta la puerta, se dio la vuelta y salió.
Subí por la escalera, sujetando la cesta con una mano. Cuando me acerqué a Flor de Nieve, vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Mi
laotong
, al igual que la otra mujer, llevaba prendas acolchadas de color gris, gastadas y remendadas. Me paré un escalón antes del rellano.
—Nada ha cambiado —dije—. Somos almas gemelas.
Ella me dio la mano, me ayudó a subir el último peldaño y me condujo a la habitación de las mujeres. En otros tiempos aquella estancia también debía de haber sido muy bonita. Parecía tres veces más amplia que la equivalente de mi casa natal. En lugar de una celosía con barrotes verticales, cubría la ventana una pantalla de madera delicadamente tallada. Por lo demás, la habitación estaba casi vacía; sólo había una rueca y una cama. La hermosa mujer a la que yo había visto abajo estaba sentada con elegancia en el borde de la cama, con las manos pulcramente entrelazadas sobre el regazo.
—Lirio Blanco —dijo Flor de Nieve—, te presento a mi madre.
Crucé la estancia, junté las manos y me incliné ante la mujer que había traído al mundo a mi
laotong.
—Te ruego que disculpes nuestra pobreza —dijo la madre de Flor de Nieve—. Sólo puedo ofrecerte té. —Se levantó y añadió—: Tenéis mucho que contaros. —Dicho esto, abandonó la habitación con la sublime elegancia que proporciona un vendado de pies perfecto.
Cuatro días atrás, cuando salí de mi casa natal, yo había llorado de pena, alegría y miedo, todo a la vez. Ahora, sentada con Flor de Nieve en la cama de aquella habitación, vi en sus mejillas lágrimas de remordimiento, culpabilidad, vergüenza y turbación. Deseaba gritarle: «¡Cuéntame!», pero esperé a que ella hablara y me dijera la verdad, consciente de que cada palabra que saliera de sus labios le haría perder el poco prestigio que todavía conservaba.
—Mucho antes de que nos conociéramos —dijo por fin—, mi familia era una de las mejores del condado. Como ves —añadió señalando la estancia—, esta casa fue hermosa en otros tiempos. Éramos una familia muy próspera. Mi bisabuelo, el funcionario imperial, recibió muchos
mou
del emperador.
Yo la escuchaba atentamente, y mi mente no paraba.
—Cuando murió el emperador, mi bisabuelo cayó en desgracia y decidió retirarse aquí. Llevaba una vida tranquila. Cuando falleció, mi abuelo ocupó su lugar. Tenía muchos trabajadores y muchas criadas. También tenía tres concubinas, pero sólo le dieron hijas. Mi abuela tuvo por fin un hijo varón y se aseguró su lugar en la familia. Casaron a ese hijo con mi madre. Dicen que mi madre era como Hu Yuxiu, aquella mujer tan inteligente y adorable que sedujo a un emperador. Mi padre no era funcionario imperial, pero había estudiado los clásicos. Decían que un día sería el jefe de Tongkou, y mi madre así lo creía. También había quien vaticinaba un futuro diferente. Mis abuelos reconocían en mi padre la debilidad propia de los varones que crecen en una casa llena de hermanas y con demasiadas concubinas, mientras mi tía sospechaba que era cobarde y propenso a los vicios.
Flor de Nieve tenía la mirada perdida mientras rememoraba el pasado.
—Mis abuelos murieron dos años después de mi nacimiento —continuó—. Mi familia lo tenía todo: ropa lujosa, comida en abundancia, criados. Mi padre me llevaba de viaje; mi madre me llevaba al templo de Gupo. De niña vi y aprendí muchas cosas. Pero mi padre tenía que ocuparse de las tres concubinas de mi abuelo y casar a sus cuatro hermanas y a sus cinco hermanastras, las hijas de las concubinas. Además tenía que proporcionar trabajo, alimento y cobijo a los trabajadores del campo y a las criadas. Concertó la boda de sus hermanas y sus hermanastras. Intentó demostrar a todos que era un hombre importante. Cada vez hacía regalos más caros a las familias de los novios. Empezó a vender campos al gran terrateniente del oeste de nuestra provincia para comprar más seda y más cerdos con que obsequiar a los novios. Mi madre es una mujer muy hermosa, ya lo has visto, pero por dentro es como era yo antes de conocerte: mimada e ignorante de las tareas de las mujeres, con excepción del bordado y el
nu shu.
Y entonces mi padre... —Vaciló un momento, y soltó de corrido—: Mi padre se aficionó a la pipa.
Recordé el día que la señora Gao nos había incomodado hablando de la familia de Flor de Nieve. Había mencionado el juego y las concubinas, pero también había comentado que el padre se había aficionado a la pipa. Entonces yo tenía nueve años y pensé que se refería a que fumaba demasiado tabaco. Ahora comprendí no sólo que el padre de mi
laotong
había caído en las garras del opio, sino que todas las mujeres que se encontraban en la habitación de arriba aquel día, salvo yo, sabían muy bien de qué hablaba la señora Gao. Mi madre lo sabía, mi tía lo sabía, la señora Wang lo sabía. Todas lo sabían y se habían puesto de acuerdo para que yo no me enterara.
—¿Tu padre todavía vive? —pregunté tímidamente. Lo lógico era pensar que si hubiera fallecido, mi alma gemela me lo habría dicho, pero, puesto que me había contado tantas mentiras, también podía haberme engañado en eso.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Está abajo? —inquirí, pensando en el extraño y desagradable olor que impregnaba la sala principal.
No respondió. Se limitó a arquear las cejas, y yo interpreté ese gesto como una afirmación.
—La situación empeoró con la hambruna —prosiguió—. ¿Lo recuerdas? Tú y yo todavía no nos conocíamos, pero hubo una mala cosecha, seguida de un invierno extremadamente crudo.
¿Cómo podría haberlo olvidado? En aquella época, en mi casa sólo comimos gachas de arroz con nabos secos. Mi madre administraba las provisiones con prudencia, mi padre y mi tío apenas probaban bocado, y todos habíamos sobrevivido.
—Mi padre no estaba preparado para algo así —admitió Flor de Nieve—. Fumaba su pipa y se olvidaba de nosotros. Un día, sus concubinas se marcharon. Quizá regresaron a sus hogares natales. O murieron en la nieve. No se supo más de ellas. Cuando llegó la primavera, sólo mis padres, mis dos hermanos, mis dos hermanas y yo vivíamos en la casa. De puertas afuera todavía llevábamos una vida elegante, pero en realidad los acreedores empezaban a visitarnos con regularidad. Mi padre vendió más campos. Al final sólo nos quedó la casa. Pero a él le importaba más su pipa que su familia. Antes de empeñar los muebles (no te imaginas lo bonitos que eran, Lirio Blanco), se le ocurrió venderme a mí.
—¿Como criada? ¡No!
—Peor aún. Como falsa nuera.
Aquello era, a mi juicio, la pesadilla más espantosa de toda niña: que no le vendaran los pies, que la criaran unos desconocidos tan inmorales que no les importaba no tener una nuera auténtica, y que la trataran peor que a una criada. Yo era bastante mayor para comprender que las falsas nueras se convertían en meros objetos que cualquier varón de la casa podía utilizar para satisfacer sus apetitos sexuales.
—Fue la hermana de mi madre quien nos salvó —prosiguió—. Cuando tú y yo nos hicimos
laotong,
buscó una unión pasable para mi hermana mayor. Mi hermana ya nunca viene aquí. Después mi tía colocó a mi hermano mayor de aprendiz en Shangjiangxu. Ahora mi hermano pequeño trabaja en los campos para la familia de tu esposo. Mi hermana pequeña murió, ya lo sabes...
A mí no me interesaba la vida de unas personas a las que no conocía y sobre las que sólo había oído contar mentiras.
—Y a ti ¿qué te pasó?
—Mi tía cambió mi futuro con tijeras, tela y alumbre. Mi padre se opuso, pero ya conoces a tía Wang. ¿Quién se atreve a decirle que no una vez que ha tomado una decisión?
—¿Tía Wang? ¿Te refieres a nuestra tía Wang, la casamentera?
—Es la hermana de mi madre.
Me llevé los dedos a las sienes. El día que conocí a Flor de Nieve y fuimos juntas al templo de Gupo, ella se había dirigido a la casamentera llamándola tiíta. Yo pensé que lo hacía por cortesía y respeto, y con el tiempo me acostumbré a llamarla también así. Ahora me sentí muy necia.