Mi tía cumplió a rajatabla todos los ritos del funeral. Fue al entierro de rodillas. Quemó billetes y ropa junto a la tumba para que Luna Hermosa los empleara en el más allá. Reunió todos los textos que mi prima había escrito en
nu shu
y también los quemó. Después construyó un pequeño altar en nuestra casa y todos los días hacía ofrendas en él. No lloraba delante de nosotros, pero nunca olvidaré los sonidos que invadían la casa por la noche, cuando mi tía se acostaba. Sus lamentos surgían de lo más profundo de su alma. Los demás no podíamos dormir. No podíamos consolarla. Mis hermanos y yo intentábamos no hacer ningún ruido, volvernos invisibles, pues sabíamos que para ella nuestras voces y caras sólo eran amargos recordatorios de lo que acababa de perder. Por la mañana, cuando los hombres se marchaban al campo, mi tía se retiraba a su habitación y no salía de allí. Se tumbaba de costado, de cara a la pared, y se negaba a comer otra cosa que no fuera el cuenco de arroz que mi madre le llevaba; pasaba el día en silencio hasta que caía la noche, y entonces iniciaba de nuevo aquel espeluznante lamento.
Todo el mundo sabe que, cuando alguien fallece, una parte de su espíritu desciende al más allá y otra parte permanece con la familia; según otra creencia, el espíritu de una muchacha muerta antes de casarse persigue a sus amigas solteras, no para asustarlas sino para llevárselas al más allá, donde le harán compañía. Todas las noches, la infelicidad de Luna Hermosa llegaba hasta nosotras a través de los sobrenaturales lamentos de mi tía, y Flor de Nieve y yo sabíamos que corríamos peligro.
A Flor de Nieve se le ocurrió una idea. «Hemos de construir una torre de flores», dijo una mañana. Una torre de flores era justo lo que necesitábamos para apaciguar al espíritu de Luna Hermosa. Así tendría un sitio donde refugiarse y distraerse. Si ella era feliz, Flor de Nieve y yo estaríamos protegidas.
Las familias ricas acuden a un constructor de torres de flores profesional, pero Flor de Nieve y yo decidimos levantarla con nuestras manos. Diseñamos una pagoda de siete plantas. Pusimos un par de perros
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en la entrada. En las paredes interiores pintamos poemas con nuestra escritura secreta. Construimos un piso para bailar y otro para flotar. En el techo de un dormitorio pintamos estrellas y la luna. En otro piso hicimos una habitación de las mujeres, con celosías confeccionadas con ornados recortes de papel que permitían mirar en todas direcciones. Fabricamos una mesa sobre la que pusimos muestras de nuestros hilos favoritos, tinta, papel y un pincel, para que Luna Hermosa bordara o escribiera en
nu shu
a sus nuevas amigas fantasmas. Hicimos criados y bufones con papel de colores y los repartimos por la torre para que en todos los pisos hubiera compañía, distracción y diversiones. Cuando no estábamos trabajando en la torre de flores, componíamos un lamento que cantaríamos para tranquilizar a mi prima. Si la torre de flores era para que Luna Hermosa la disfrutara toda la eternidad, nuestras palabras serían una despedida definitiva del mundo de los vivos.
El día que por fin cambió el tiempo, pedimos permiso para ir a la tumba de Luna Hermosa. No había que andar mucho; Flor de Nieve había tenido que caminar mucho más para llegar a los campos y avisar a mi padre y mi tío cuando murió Luna Hermosa. Nos sentamos junto al túmulo y, al cabo de unos minutos, Flor de Nieve quemó la torre de flores. La vimos arder, imaginando que viajaba hasta el más allá y que Luna Hermosa se paseaba encantada por sus habitaciones. Luego saqué el papel donde habíamos escrito a Luna Hermosa en nuestra escritura secreta y empezamos a cantar:
Luna Hermosa, esperamos que encuentres la paz en tu torre de flores.
Esperamos que nos olvides, pero nosotras nunca te olvidaremos.
Te honraremos. Limpiaremos tu tumba el día de la Fiesta de Primavera.
No dejes que tus pensamientos se desboquen.
Vive en tu torre de flores y sé feliz.
Regresamos a casa y subimos a la habitación de las mujeres. Nos sentamos juntas y escribimos por turnos el lamento en los pliegues de nuestro abanico. Cuando hubimos terminado, añadí a la guirnalda del borde superior una media luna, delgada y discreta como Luna Hermosa.
La torre de flores nos protegía y aplacaba al inquieto fantasma de Luna Hermosa, pero no ayudaba a mis inconsolables tíos. Había que resignarse. Estábamos a merced de poderosos elementos y no podíamos hacer nada para adivinar nuestro destino. Eso se explica mediante el yin y el yang: hay hombres y mujeres, oscuridad y luz, pena y felicidad; todas esas cosas crean un equilibrio. Vivimos un momento de máxima felicidad, como nos ocurrió a Flor de Nieve y a mí al principio de la Fiesta de la Brisa, y de pronto se produce una desgracia como la muerte de Luna Hermosa. Mis tíos, que hasta entonces habían sido felices, se convirtieron de la noche a la mañana en dos desdichados sin descendientes ni motivación en la vida; cuando muriera mi padre, tendrían que confiar en la bondad de Hermano Mayor para que se ocupara de ellos y no los echara de la casa. Mi familia no era muy pudiente y había demasiadas bodas en perspectiva... Eso alteraba el equilibrio del universo, de modo que los dioses lo restablecieron matando a una niña de buen corazón. No hay vida sin muerte. Ése es el verdadero significado del yin y el yang.
Dos años después de la muerte de Luna Hermosa, empecé a peinarme el cabello —que llevaba recogido desde los quince años— al estilo del dragón, como corresponde a una joven que está a punto de contraer matrimonio. Mis suegros enviaron más telas, dinero para que pudiera tener mi propio monedero y joyas (pendientes, anillos, collares) de plata y jade. Además regalaron a mis padres treinta paquetes de arroz glutinoso —suficiente para alimentar a la familia y los amigos que nos visitarían esos días— y una pieza de magro de cerdo, que mi padre cortó y mis hermanos repartieron entre los vecinos de Puwei para hacerles saber que había empezado oficialmente la celebración de la boda, que duraría un mes. Pero lo que más sorprendió y complació a mi padre —y lo que demostró que el sacrificio que mi familia había hecho por mí había valido la pena— fue la llegada de otro carabao. Con ese solo regalo mi padre se convirtió en uno de los tres hombres más prósperos de nuestro pueblo.
Flor de Nieve vino a pasar con nosotros todo el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Durante esas cuatro últimas semanas, mientras yo terminaba mi ajuar, me ayudó en todo y estrechamos aún más los lazos que nos unían. Ambas teníamos ideas descabelladas acerca de lo que sería el matrimonio, pero creíamos que nada podría compararse con el placer que sentíamos cuando nos abrazábamos: el calor de nuestros cuerpos, la suavidad y el delicado perfume de nuestra piel. Nada podría cambiar el amor que nos profesábamos y no cabía ninguna duda de que en el futuro tendríamos cada vez más cosas que compartir.
Para nosotras el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba señalaba el principio de un compromiso aún más profundo entre las dos. Tras diez años de amistad, nuestra relación estaba a punto de entrar en una fase nueva y mucho más profunda. Al cabo de dos o tres años, cuando me instalara definitivamente en la casa de mi esposo y Flor de Nieve se marchara al hogar de su esposo en Jintian, nos visitaríamos con frecuencia. Estábamos seguras de que nuestros maridos, que eran hombres adinerados y distinguidos, alquilarían palanquines con ese propósito.
Como yo no tenía hermanas de juramento que me acompañaran durante esas celebraciones, mi madre, mi tía, mi cuñada, Hermana Mayor —que había venido a casa porque volvía a estar embarazada— y unas cuantas muchachas solteras de Puwei subían a la habitación para celebrar mi buena suerte. La señora Wang también acudía de vez en cuando. En ocasiones contábamos nuestras historias favoritas, o una elegía una canción que todas cantábamos a coro. Otras veces cantábamos la historia de nuestra propia vida. Mi madre, que estaba satisfecha con su destino, nos contó «El cuento de la Niña Flor», y mi tía, que todavía estaba de luto, nos hizo llorar a todas entonando un triste canto fúnebre.
Una tarde, mientras yo bordaba el cinturón con que me ceñiría el traje de boda, la señora Wang vino a distraernos con «La historia de la esposa Wang». Se sentó en un taburete al lado de Flor de Nieve, que estaba muy concentrada componiendo mi libro del tercer día y buscando las palabras idóneas para hablarles de mí a mis suegros, y empezaron a decirse cosas al oído. De vez en cuando yo oía a Flor de Nieve decir «Sí, tiíta» o «No, tiíta». Siempre se había mostrado muy cariñosa con la casamentera y yo había intentado seguir su ejemplo con relativo éxito.
Cuando la señora Wang vio que todas estábamos esperando, removió el trasero sobre el taburete para ponerse cómoda y empezó su relato.
—Erase una vez una mujer piadosa con muy pocas perspectivas. —En los últimos años la señora Wang había engordado mucho, y por eso tanto sus relatos como sus movimientos eran más lentos—. Su familia la casó con un carnicero. No podía haber otra unión más baja tratándose de una mujer de creencias budistas. Pese a ser muy piadosa, era ante todo mujer, y tuvo hijos e hijas. Sin embargo, la esposa Wang no comía pescado ni carne. Todos los días recitaba
sutras
durante horas, sobre todo el
sutra
del diamante. Cuando no recitaba, suplicaba a su esposo que no matara más animales. Lo prevenía del mal karma que arrastraría en su siguiente vida si continuaba desempeñando aquel oficio.
La casamentera puso una mano sobre el muslo de Flor de Nieve en un gesto de consuelo. A mí me habría molestado sentir la mano de la anciana en mi pierna, pero Flor de Nieve no la apartó.
—El esposo Wang le decía (y algunos creerán que con razón) que los hombres de su familia eran carniceros desde hacía innumerables generaciones —prosiguió—. «Sigue recitando el
sutra
del diamante», le decía. «En tu próxima vida recibirás tu recompensa. Yo seguiré matando animales. Compraré tierras en esta vida y dejaré que me castiguen en la próxima.»
La esposa Wang sabía que estaba condenada por haberse acostado con su esposo, pero, cuando él puso a prueba sus conocimientos del
sutra
del diamante y descubrió que lo recitaba sin saltarse ni una palabra, le dio una habitación para ella sola a fin de que pudiera ser casta el resto de su vida de casada.
—Entretanto —continuó la señora Wang, cuya mano volvió a moverse hacia Flor de Nieve y se posó suavemente en su nuca—, el rey del más allá envió fantasmas para que vigilaran a las personas virtuosas. Espiaron a la esposa Wang y, tras convencerse de su pureza, la animaron a viajar al más allá para recitar el
sutra
del diamante. Ella sabía qué significaba eso: le estaban pidiendo que muriera. Les suplicó que no la obligaran a abandonar a sus hijos, pero los fantasmas no quisieron oír sus ruegos. La esposa Wang dijo a su marido que tomara otra esposa, y a sus hijos, que fueran buenos y obedecieran a su nueva madre. Y, tras pronunciar esas palabras, cayó al suelo, muerta.
»La esposa Wang padeció mucho antes de que la condujeran ante el rey del más allá. Él, que había comprobado su virtud y devoción observando cómo soportaba todas sus tribulaciones, le pidió, al igual que había hecho el marido de la esposa Wang, que recitara el
sutra
del diamante. Ella se dejó nueve palabras, pero el rey del más allá quedó tan satisfecho con sus esfuerzos (los que había hecho tanto en vida como después de muerta) que la recompensó permitiéndole regresar al mundo de los vivos convertida en recién nacido. Esa vez, la esposa Wang nació como varón en la casa de un erudito funcionario, pero llevaba escrito su verdadero nombre en la planta del pie.
»La esposa Wang había llevado una vida ejemplar, pero sólo había sido una mujer —nos recordó la casamentera—. Ahora que era un hombre, destacaba en todo cuanto hacía. Alcanzó el más alto rango entre los funcionarios imperiales, consiguió riquezas, honores y prestigio. No obstante, echaba de menos a su familia y ansiaba volver a ser una mujer. Al final el emperador le concedió audiencia; ella le contó su historia y le suplicó que la dejara regresar al pueblo natal de su esposo. Tal como había ocurrido con el rey del más allá, el valor y la virtud de la mujer conmovieron al emperador, que, sin embargo, vio algo más en ella: devoción filial. Le concedió una plaza de magistrado en el pueblo natal de su esposo. La esposa Wang llegó allí con sus lujosos ropajes de funcionario imperial. Cuando todos los habitantes salieron a rendirle pleitesía, dejó perpleja a la multitud quitándose los zapatos de varón y revelando su verdadero nombre. Dijo a su esposo, que ya era muy anciano, que quería volver a ser su esposa. El esposo Wang y sus hijos fueron a la tumba de la esposa Wang y la abrieron. El emperador de jade salió de ella y anunció que toda la familia Wang podía abandonar este mundo y alcanzar el nirvana, y eso fue lo que hicieron.
Pensé que la señora Wang había contado esa historia para hablarme de mi futuro. Mi esposo Lu y su familia, por muy queridos y respetados que fueran en el condado, quizá hicieran cosas que pudieran considerarse ofensivas o incluso impuras. Además, era propio de la naturaleza de un hombre nacido bajo el signo del tigre ser fogoso, enérgico e impulsivo. Pudiera ser que mi esposo se rebelara contra la sociedad o se burlara de las tradiciones. (He de admitir que eso no es tan grave como ser carnicero; aun así, eran conductas que podían resultar peligrosas.) Yo, como mujer nacida bajo el signo del caballo, podría ayudar a mi esposo a corregir esas conductas negativas. Una mujer caballo nunca debe tener miedo de tomar el mando y apartar a su compañero de los problemas. Para mí, ése era el verdadero mensaje de «La historia de la esposa Wang». Ella no había conseguido que su esposo hiciera lo que ella le pedía, pero, gracias a su devoción y sus buenas obras, no sólo lo había salvado de la condena que le habrían acarreado sus actos impuros, sino que además había ayudado a toda su familia a alcanzar el nirvana. Es uno de los pocos relatos didácticos con final feliz que nos contaron, y aquel día de últimos de otoño, un mes antes de mi boda, me hizo sentir feliz.
Por lo demás, yo experimentaba sentimientos encontrados durante el rito de Sentarse y Cantar. Me entristecía saber que iba a alejarme de mi familia, pero, tal como había hecho con el vendado de los pies, procuraba ver más allá; no me quedaba con aquel pedacito de vida que podía ver por la celosía, sino que contemplaba un paisaje como los que Flor de Nieve y yo veíamos por la ventanilla del palanquín de la señora Wang. Estaba convencida de que me esperaba un futuro nuevo y mejor. Quizá era una actitud innata en mí; si pueden, los caballos recorren el mundo. Me complacía la idea de vivir en otro sitio. Como es lógico, me gustaría poder afirmar que Flor de Nieve y yo seguíamos nuestra naturaleza de caballo exactamente como la definen los horóscopos, pero los caballos (y las personas) no siempre obedecen. Decimos una cosa y hacemos otra. Sentimos de una forma; luego nuestros corazones se abren en otra dirección. Vemos una cosa, pero no comprendemos que las anteojeras limitan nuestra visión. Avanzamos por una vereda que nos gusta, pero entonces vemos un camino, un callejón, un río que nos tienta...