—Día y noche, Yuxiu guardaba para sí sus emociones —proseguía mi tía—. Las malvadas mujeres de la corte y los eunucos la observaban mientras bordaba o practicaba caligrafía en silencio. Siempre se reían de su trabajo. «Qué mal lo hace», decían. «Mirad cómo ese mono de campo intenta copiar la escritura de los hombres.» Sus labios sólo pronunciaban palabras crueles, pero Yuxiu no intentaba copiar la caligrafía de los hombres. Lo que hacía era cambiarla, inclinarla, feminizarla, y de ese modo creó unos caracteres nuevos que muy poco o nada tenían que ver con la caligrafía de los hombres. Sin que nadie lo supiera, estaba inventando un código secreto para poder comunicarse con su madre y sus hermanas.
Flor de Nieve y yo siempre preguntábamos cómo habían podido descifrar el código secreto la madre y las hermanas de Yuxiu, y un día mi tía incluyó la respuesta en la historia.
—Quizá un eunuco compasivo les hizo llegar una carta de Yuxiu en la que la muchacha se lo explicaba. O quizá sus hermanas no sabían qué decía la nota, la dejaron por allí y, al ver el texto al sesgo, interpretaron correctamente los caracteres en cursiva. Con el tiempo las mujeres de esa familia inventaron nuevos caracteres fonéticos, que aprendieron a interpretar por el contexto, igual que hacéis ahora vosotras, niñas. Pero ésos son detalles que sólo interesan a los hombres —nos regañó con expresión severa, recordándonos que esas cuestiones no eran asunto nuestro—. Lo que nos enseña la historia de la vida de Yuxiu es que encontró una manera de compartir lo que le estaba ocurriendo detrás de su fachada de felicidad y que su regalo ha pasado a través de incontables generaciones hasta llegar a nosotras.
Nos quedamos calladas, pensando en la infortunada concubina. Luego mi tía empezó a cantar, y las tres nos unimos a ella, mientras mi madre escuchaba. Era una canción triste, que, según se decía, había salido de los labios de Hu Yuxiu. Nuestras voces se hacían eco de su pena:
Mis lágrimas empapan las palabras que escribo,
una rebelión invisible que ningún hombre puede ver.
Que la historia de nuestra vida se convierta en arte.
Oh, madre, oh, hermanas, escuchadme, escuchadme.
Las últimas notas salieron flotando por la celosía y se perdieron en el callejón.
—Recordad, niñas —dijo mi tía—, que no todos los hombres son emperadores, pero todas las niñas se casan y se marchan de la casa de sus padres. Yuxiu inventó el
nu shu
para que las mujeres de nuestra tierra mantuvieran los lazos que las unen a sus familias.
Cogimos nuestras agujas y empezamos a bordar. Al día siguiente mi tía volvería a contarnos la historia.
El año que Flor de Nieve y yo cumplimos los trece, estudiamos toda suerte de disciplinas, pero no por eso dejamos de ayudar en las tareas domésticas. Las mujeres de su familia le habían enseñado de manera impecable las artes más refinadas, pero habían fracasado estrepitosamente con las artes domésticas, de modo que ella me seguía de cerca mientras yo realizaba mis faenas. Nos levantábamos al amanecer y encendíamos el fuego de la cocina. Después de fregar los platos dábamos de comer al cerdo. A mediodía salíamos a recoger hortalizas frescas del huerto; luego preparábamos la comida. Antes esas tareas las hacían mi madre y mi tía, pero ahora ellas se limitaban a supervisarnos. Las tardes las pasábamos en la habitación de las mujeres. Al anochecer ayudábamos a preparar y servir la cena.
Cada minuto del día incluía alguna lección. Las niñas de mi casa —y cuento entre ellas a Flor de Nieve— intentábamos ser alumnas aplicadas. Luna Hermosa destacaba en el hilado, tarea para la que nosotras dos no teníamos paciencia. A mí me gustaba cocinar, pero no me interesaba tanto tejer, coser o confeccionar zapatos. A ninguna nos gustaba limpiar, pero Flor de Nieve era la que peor lo hacía. Mi madre y mi tía nos regañaban a mi prima o a mí si no limpiábamos bien el suelo o no quitábamos toda la suciedad de las túnicas de nuestros padres. Yo creía que se mostraban más indulgentes con Flor de Nieve porque sabían que algún día dispondría de criadas y nunca tendría que hacer esas faenas. Yo lo veía de otro modo: ella nunca aprendería a limpiar porque era como si flotara por encima de los aspectos prácticos de la vida.
También aprendíamos cosas de los hombres de mi familia, aunque mi padre y mi tío nunca nos enseñaban nada directamente, pues se habría considerado indecoroso. Lo que quiero decir es que yo aprendía cosas acerca de los hombres observando la conducta de Flor de Nieve y cómo mi padre y mi tío reaccionaban ante ella. El
congee
es uno de los platos más fáciles de cocinar (sólo hay que echar arroz en abundante agua y remover sin parar), así que dejábamos que Flor de Nieve lo preparara para el desayuno. Ella no tardó en fijarse en que a mi padre le gustaban las cebolletas, y siempre añadía un puñado más en su cuenco. A la hora de cenar, mi madre y mi tía siempre dejaban los platos encima de la mesa para que mi padre y mi tío se sirvieran; Flor de Nieve, en cambio, bordeaba la mesa, con la cabeza gacha, ofreciendo uno a uno los platos, primero a mi padre, luego a mi tío y a continuación a Hermano Mayor y Hermano Segundo. Siempre mantenía una distancia decorosa, pero al mismo tiempo irradiaba elegancia. Me di cuenta de que, cuando se les prestaban esas pequeñas atenciones, ellos no se llenaban la boca de comida, no escupían en el suelo ni se rascaban la barriga. En lugar de eso, sonreían a Flor de Nieve y hablaban con ella.
Yo no me contentaba con aprender a manejarme en la habitación del piso de arriba y en las salas de la planta baja, ni siquiera con estudiar el
nu shu.
Quería saber más acerca de mi futuro. Afortunadamente a Flor de Nieve le encantaba hablar y nos contaba muchas cosas acerca de Tongkou. Ya había realizado numerosos viajes entre ambos pueblos y conocía bien la ruta. «Cuando vayas a vivir con tu esposo —me explicaba—, cruzarás el río y pasarás por muchos arrozales hasta llegar a las colinas bajas que se ven desde los límites de Puwei. Tongkou está al pie de esas colinas. Ellas nunca se tambalearán, y nosotros tampoco, o al menos eso afirma mi padre. En Tongkou estamos a salvo de los terremotos, el hambre y los merodeadores. Tiene un
feng shui
perfecto.»
Mientras escuchaba a Flor de Nieve, Tongkou crecía en mi imaginación, pero eso no era nada comparado con lo que sentía cuando me hablaba de mi esposo y mis futuros suegros. Ni Luna Hermosa ni yo habíamos presenciado las negociaciones de la señora Wang con nuestros padres, pero ya sabíamos lo fundamental: que todos los habitantes de Tongkou eran Lu y que las familias de nuestros futuros esposos eran prósperas. Eso era lo que más interesaba a nuestros padres, pero nosotras queríamos saber más acerca de nuestros esposos, nuestras suegras y las demás mujeres con que conviviríamos en las habitaciones de arriba. Sólo Flor de Nieve podía responder a nuestras preguntas.
—Tienes suerte, Lirio Blanco —me reveló un día Flor de Nieve—. He visto a ese chico Lu. Es primo segundo mío. Tiene el pelo negro azulado, como la noche. Es amable con las muchachas. Una vez compartió un pastel de luna conmigo. No tenía ninguna obligación de hacerlo. —Y me contó que mi futuro esposo había nacido en el año del tigre, un signo tan enérgico como el mío, lo cual nos hacía compatibles. Luego abordó cosas que a mí me convenía saber para adaptarme a la familia Lu—: Es una casa donde hay mucho trabajo —me explicó—. Como jefe del pueblo, el señor Lu recibe numerosos visitantes de Tongkou y de aldeas vecinas. Además, en la casa vive mucha gente. No tienen hijas, pero las nueras irán a vivir con la familia. Tú serás la primera nuera. Tu rango será muy elevado desde el principio. Si eres la primera en dar a luz un hijo varón, conservarás tu privilegiada posición para siempre. Eso no significa que no vayas a tener los mismos problemas que Yuxiu, la concubina del emperador. La señora Lu ha dado cuatro hijos varones a su esposo y, aun así, él tiene tres concubinas. Debe tenerlas, porque es el jefe. Ellas son un signo de poder.
Eso debería haberme preocupado. A fin de cuentas, si el padre tenía concubinas, probablemente el hijo también las tendría. Pero yo era tan joven e inocente que eso ni siquiera se me ocurrió. Y aunque se me hubiera ocurrido, no habría sido consciente de los conflictos que podía provocar. Mi mundo todavía se reducía a mis padres y mis tíos; todo parecía muy sencillo.
Flor de Nieve se volvió hacia Luna Hermosa, quien, como siempre, escuchaba con atención y esperaba en silencio a que nosotras la incluyéramos en la conversación.
—Luna Hermosa, me alegro por ti. Conozco muy bien a esa familia Lu. Tu futuro esposo, como ya sabes, nació en el año del jabalí. Es una persona tenaz, galante y considerada, y tú, que eres de carácter dócil, lo adorarás. Formaréis una pareja muy bien avenida.
—¿Y mi suegra? —preguntó Luna Hermosa con timidez.
—La señora Lu visita a mi madre todos los días. Tiene muy buen corazón; no tengo palabras para describir su bondad.
De pronto las lágrimas anegaron los ojos de Flor de Nieve. A Luna Hermosa y a mí nos extrañó tanto que nos echamos a reír creyendo que hacía teatro. Mi
laotong
parpadeó rápidamente.
—¡Me ha entrado un fantasma en los ojos!—exclamó, y se puso a reír con nosotras. Luego añadió—: Luna Hermosa, serás muy feliz. Te querrán de todo corazón. Y lo mejor es que todos los días podrás ir caminando hasta la casa de Lirio Blanco, porque viviréis muy cerca. —Se volvió hacia mí y prosiguió—: Tu suegra es una mujer muy tradicional. Sigue todas las normas de las mujeres, cuida mucho sus palabras, va muy bien vestida y, cuando se presentan invitados, siempre hay té caliente preparado. —Como Flor de Nieve me había enseñado a hacer esas cosas, yo no temía cometer errores—. En esa casa hay más sirvientas de las que jamás ha tenido mi familia —agregó—. No tendrás que cocinar, salvo cuando prepares algún plato especial a la señora Lu. Y tampoco tendrás que amamantar a tu hijo si no quieres.
No di crédito a sus últimas palabras y pensé que estaba loca.
Entonces le pedí que me hablara del padre de mi esposo. Reflexionó un momento y contestó:
—El maestro Lu es generoso y compasivo, pero también muy astuto; por eso es el jefe. Todos lo respetan. Y también respetarán a su hijo y a su nuera.—Me miró con sus penetrantes ojos y repitió—: Tienes mucha suerte.
Con las descripciones que hacía Flor de Nieve, ¿cómo no iba a imaginarme viviendo en Tongkou con mi adorable esposo y con unos hijos perfectos?
Mi conocimiento del mundo ya no se reducía a mi pueblo. Flor de Nieve y yo habíamos ido cinco veces a Shexia. Todos los años subíamos las escaleras del templo de Gupo, dejábamos nuestras ofrendas en el altar y encendíamos incienso. Luego íbamos al mercado, donde comprábamos hilo para bordar y papel. Antes de marcharnos visitábamos al anciano Zou para deleitarnos con su taro caramelizado. Por el camino, aprovechando que la señora Wang dormía, nos asomábamos por la ventanilla del palanquín. Veíamos pequeños senderos que arrancaban del camino principal y llevaban a otros pueblos. También había ríos y canales. Nuestros porteadores nos explicaron que esas aguas permitían a nuestro condado comunicarse con el resto de la nación. En la habitación de las mujeres sólo veíamos cuatro paredes, pero los hombres de nuestro condado no estaban tan aislados. Si querían, podían llegar casi a cualquier lugar en barco.
Durante todo ese tiempo la señora Wang y la señora Gao entraban y salían de nuestra casa como un par de gallinas afanosas. ¿Acaso creíais que, una vez concertados nuestros compromisos, esas dos nos iban a dejar tranquilas? Tenían que vigilar, esperar, conspirar y engatusar para proteger y asegurar sus inversiones. Había que controlar muchos detalles para que nada saliera mal. Como es lógico, les preocupaba que hubiera cuatro bodas en una sola casa; no sabían si mi padre pagaría el precio prometido por la esposa de Hermano Mayor, si las tres niñas aportarían una dote adecuada ni, sobre todo, si las familias abonarían los honorarios de las casamenteras. Pero en el decimotercer verano de mi vida la rivalidad entre las dos mujeres se agravó.
Todo empezó de la manera más tonta. Estábamos en la habitación de arriba y la señora Gao empezó a quejarse de que muchas familias del pueblo no le pagaban los honorarios acordados, e insinuó que la nuestra era una de ellas.
—Ha habido un levantamiento de campesinos en las montañas que nos está poniendo las cosas muy difíciles a todos —expuso la señora Gao—. No entran ni salen productos. Nadie tiene dinero en efectivo. He oído decir que algunas niñas han tenido que anular sus compromisos matrimoniales porque sus familias ya no pueden reunir la dote. Ahora se convertirán en falsas nueras.
Nosotros ya sabíamos que en nuestro condado las cosas se habían puesto difíciles, pero lo que la señora Gao dijo a continuación nos sorprendió a todos:
—Ni siquiera la pequeña Flor de Nieve está a salvo. Todavía estoy a tiempo de buscarle otro pretendiente más apropiado.
Me alegré de que Flor de Nieve no estuviera allí para oír aquella insinuación.
—Estás hablando de una familia que se cuenta entre las mejores del condado —repuso la señora Wang, cuya voz no sonaba como el aceite, sino como dos piedras entrechocando.
—Querrás decir que se contaba, tiíta. Ese hombre es demasiado aficionado al juego y las concubinas.
—Sólo ha hecho lo que corresponde a un hombre de su posición. En cualquier caso, hay que perdonarte tu ignorancia. Tú no sabes lo que significa tener categoría.
—¡Ja! No me hagas reír. Mientes con gran descaro. Todo el condado sabe lo que le está pasando a esa familia. Añade las revueltas de las montañas a las malas cosechas y la negligencia y... ¿Qué se puede esperar de un hombre débil, sino que se aficione a la pipa y...?
Mi madre se levantó de pronto.
—Señora Gao, estoy agradecida por todo lo que has hecho por mis hijos, pero ellas son niñas y no tienen por qué oír esta conversación. Te acompañaré a la puerta, porque seguro que tienes otras visitas que hacer.
Mi madre casi la levantó de la silla y la arrastró hasta la escalera. En cuanto salieron, mi tía sirvió té a la señora Wang, que se había quedado muy callada, enfrascada en sus pensamientos y con la mirada perdida. Entonces parpadeó tres veces seguidas, miró en derredor y me llamó. Yo tenía trece años y la casamentera todavía me daba miedo. Había aprendido a dirigirme a ella llamándola «tiíta», pero para mí seguía siendo la imponente señora Wang. Cuando me acerqué, me sujetó entre los muslos y me cogió los brazos, como había hecho el primer día que vino a nuestra casa.