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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (29 page)

—¡La cerda inútil sigue viva! —exclamó una voz amarga y virulenta detrás de mí.

Cuñada Tercera ni siquiera parpadeó, pero yo me di la vuelta. Era mi suegra. Se había quitado las horquillas y unos grasientos mechones de cabello enmarcaban su cara.

—Nunca debimos dejarte entrar en esta casa —añadió—. Estás destruyendo el clan Lu, asquerosa y corrupta cerda. —A continuación escupió a Cuñada Tercera, que ni siquiera se limpió la cara—. Te maldigo —prosiguió mi suegra, roja de ira y de dolor—. Espero que mueras. Si no mueres, el señor Lu te echará de aquí cuando llegue el otoño. Y espero que la diosa te haga sufrir. Pero, si estuviera en mi mano, no vivirías lo suficiente para ver la luz del día.

Mi suegra, que parecía no haber reparado siquiera en mí, dio media vuelta, apoyó una mano contra la pared y salió tambaleándose de la cocina. Miré a mi cuñada, que seguía pareciendo ausente de este mundo. Yo sabía que lo que iba a hacer no era conveniente, pero me acerqué a ella, la abracé y la guié hasta una silla. Puse agua a calentar y, haciendo acopio de valor, mojé un trapo en un cubo de agua fresca y limpié la cara a mi cuñada. Luego arrojé el trapo al brasero y vi cómo ardía. Cuando hirvió el agua, preparé té, le serví una taza y se la puse delante. Ella no la cogió. No sabía qué más podía hacer, así que me puse a preparar el
congee,
removiendo con paciencia el fondo del cazo para que el arroz no se pegara ni se quemara.

—Me esfuerzo por oír el llanto de mis hijos. Busco a mi esposo por todas partes —murmuró Cuñada Tercera, Me di la vuelta, creyendo que se dirigía a mí, pero comprendí por su mirada que hablaba sola—. Si vuelvo a casarme, ¿cómo podré reunirme con mi esposo y con mis hijos en el más allá?

Yo no podía ofrecerle palabras de consuelo, porque no las había. Cuñada Tercera no tenía ningún árbol robusto que la protegiera, ni ninguna montaña fiel se alzaba detrás de ella. Se levantó y salió de la cocina tambaleándose sobre sus delicados lotos dorados, frágil como uno de esos farolillos que soltamos en la Fiesta de los Farolillos. Seguí removiendo el
congee.

A la mañana siguiente, cuando bajé, me pareció que algo había cambiado. Yonggang y otras dos criadas habían regresado y estaban limpiando la cocina y amontonando leña. Yonggang me informó de que esa misma mañana habían encontrado muerta a Cuñada Tercera. Se había suicidado bebiendo lejía. A menudo me pregunto qué habría pasado si hubiera esperado unas horas más, porque durante la comida mi suegra empezó a tener fiebre. Ya debía de estar enferma la noche anterior, cuando fue tan cruel con su nuera.

Yo tenía que tomar una decisión difícil. Hasta ese momento había mantenido protegidos a mis hijos en mi dormitorio, pero mi deber como esposa era servir a mis suegros antes que a nadie. Eso no significaba sólo llevarles el té por la mañana, lavarles la ropa o aceptar sus críticas con resignación. Servirlos significaba que debía apreciarlos más que a nadie, más que a mis padres, mi esposo o mis hijos. Como mi marido no estaba en la casa, no me quedaba otro remedio que olvidar el miedo a la enfermedad, expulsar de mi corazón todos los sentimientos que tenía hacia mis hijos y cumplir con mi deber. Si no lo hacía y mi suegra moría, mi vergüenza sería insoportable.

Aun así, no podía abandonar a mis hijos sin más. Mis otras cuñadas estaban con sus respectivas familias en sus propias habitaciones. Yo no sabía qué estaba pasando detrás de esas puertas cerradas. Quizá ya habían enfermado. Quizá ya habían muerto. Tampoco podía confiar a mi suegro el cuidado de mis hijos. Él había pasado la noche junto a su esposa y quizá sería el siguiente en enfermar. Por otro lado, no veía a tío Lu desde el inicio de la epidemia, aunque todas las mañanas y todas las noches él dejaba su cuenco vacío junto a la puerta de su habitación para que yo se lo rellenara.

Me senté en la cocina, retorciéndome las manos con nerviosismo. Yonggang se acercó, se arrodilló ante mí y dijo:

—Yo vigilaré a tus hijos.

Recordé cómo me había acompañado a casa de Flor de Nieve después de mi boda, cómo me había cuidado tras cada parto y cómo me había demostrado su fidelidad y su discreción llevando mis cartas a mi
laotong.
Había hecho muchas cosas por mí desde que sólo era una niñita de diez años y, sin que yo me diera cuenta, se había convertido en una joven corpulenta de grandes pies que ya tenía veinticuatro. Para mí seguía siendo tan fea como los genitales de un cerdo, pero sabía que todavía no había enfermado y que cuidaría de mis hijos como si fueran suyos.

Le di instrucciones muy precisas de cómo quería que les preparara el agua y la comida, y le entregué un cuchillo para que lo guardara por si la situación empeoraba y tenía que defender la puerta. Dejé a mis hijos en manos del destino y me concentré en la madre de mi esposo.

Durante cinco días me ocupé de mi suegra e hice por ella todo cuanto habría hecho cualquier nuera decente. Le lavaba las partes íntimas cuando ella ya no tenía fuerzas para utilizar el orinal. Le preparaba el mismo
congee
que había preparado a mis hijos; luego me hacía un corte en el brazo, como había visto hacer a mi madre, para añadir mi fluido vital a las gachas de arroz. Ese era el regalo más valioso que podía hacer una nuera, y yo se lo hice con la esperanza de que, por medio de algún milagro, lo que a mí me había dado vitalidad le devolviera a ella la suya.

Pero no es necesario que os diga lo terrible que es esa enfermedad, y ya podéis imaginar lo que pasó. Mi suegra murió. Siempre había sido justa conmigo, incluso amable, de modo que me costó decirle adiós. Cuando exhaló su último suspiro, comprendí que yo no podría hacer todo lo que merecía una mujer de su categoría. Lavé su sucio y reseco cuerpo con agua caliente aromatizada con madera de sándalo. Le puse las prendas mortuorias y metí sus textos de
nu shu
en los bolsillos, las mangas y los pliegues de su túnica. El propósito de esos textos no era que las generaciones venideras recordaran su nombre; los había escrito para expresar sus pensamientos y sus emociones a sus amigas, y ellas habían hecho otro tanto. En otras circunstancias yo habría quemado todo eso junto a su tumba pero, a causa del calor y la epidemia, había que enterrar los cadáveres deprisa sin pensar mucho en cosas como el
feng shui,
el
nu shu
o el deber filial. Lo único que podía hacer era asegurarme de que mi suegra tendría el consuelo de las palabras de sus amigas para leerlas y cantarlas en el más allá. Cuando hube terminado, se llevaron su cadáver en un carro para enterrarlo cuanto antes.

Mi suegra había vivido muchos años. En ese sentido yo podía alegrarme por ella. Y, tras su muerte, me convertí en la mujer más importante de la casa, aunque mi esposo no hubiera regresado. A partir de ese momento las cuñadas tendrían que obedecerme. Tendrían que congraciarse conmigo si querían recibir un trato favorable. Como las concubinas también habían muerto, confiaba en conseguir una mayor armonía, porque tenía muy clara una cosa: bajo ese techo no iba a haber más concubinas.

Tal como las criadas habían intuido, la enfermedad estaba abandonando nuestro condado. Abrimos las puertas y evaluamos la situación. En nuestra casa habían muerto mi suegra, mi tercer cuñado, toda su familia y las concubinas. Hermano Segundo y Hermano Cuarto sobrevivieron, y también sus familias. En mi familia natal habían muerto mi padre y mi madre. Yo lamentaba no haber pasado más tiempo con ellos en mi ultima visita, por supuesto, pero mi padre y yo habíamos dejado de relacionarnos cuando me vendaron los pies y nada había vuelto a ser como antes con mi madre después de nuestra discusión sobre las mentiras que me había contado acerca de Flor de Nieve. Como hija casada, mi única obligación era llorar a mis padres durante un año. Intenté agradecer a mi madre lo que había hecho por mí, pero no puedo afirmar que me consumiera la pena.

En general podíamos considerarnos afortunados. Tío Lu y yo no nos dijimos nada, pues eso habría sido indecoroso. Cuando salió de su habitación, ya no era un anciano benévolo que pasaba las horas muertas durante su retiro. Enseñaba a mi hijo con tanta intensidad, concentración y dedicación que nunca tuvimos que volver a contratar a un maestro venido de fuera. Mi hijo jamás eludía sus estudios, animado por la certeza de que la noche de su boda y el día en que su nombre apareciera en la lista dorada del emperador serían los más felices de su vida. En el primero estaría cumpliendo su papel de buen hijo; en el segundo pasaría de la oscuridad de nuestro pequeño condado a una fama tan grande que toda China sabría de él.

Pero antes de que eso sucediera mi esposo regresó a casa. No puedo describir el alivio que sentí cuando vi su palanquín acercarse por el camino, seguido de una caravana de carros tirados por bueyes y cargados de bolsas de sal y otros productos. No iba a pasarme nada de aquello que yo había temido y por lo que tantas lágrimas había derramado, o al menos no todavía. Me contagié de la felicidad que expresaban las mujeres de Tongkou mientras nuestros hombres descargaban los carros. Todas llorábamos liberando la tensión, el miedo y el dolor que habíamos soportado. Para mí —para todas nosotras—, mi esposo era la primera buena señal que veía desde hacía varios meses.

Vendieron la sal por todo el condado a gente desesperada pero agradecida. Los insólitos beneficios obtenidos con esas ventas nos libraron de toda preocupación económica. Pagamos nuestros impuestos. Volvimos a comprar los campos que habíamos tenido que vender. La familia Lu recuperó su prestigio y su riqueza. La cosecha de ese año resultó abundante, y por ese motivo el otoño fue aún más festivo. Habíamos capeado los malos tiempos y sentíamos un gran alivio. Mi suegro contrató a unos artesanos, que vinieron a Tongkou y pintaron bajo los aleros de la casa unos frescos que hablarían a los vecinos, y a todos cuantos visitaran el pueblo en el futuro, de nuestra prosperidad y nuestra buena suerte. Podría salir hoy mismo y verlos: mi esposo subiendo a la barca que lo llevaría río abajo, sus tratos con los comerciantes de Guilin, las mujeres de nuestra casa, ataviadas con amplias túnicas, bordando mientras esperábamos y el feliz regreso de mi esposo.

Está todo pintado bajo los aleros tal como sucedió, excepto el retrato de mi suegro. Está representado en una silla de respaldo alto, contemplando con gesto orgulloso todas sus propiedades, pero la verdad es que añoraba a su esposa y ya no tenía ánimos para ocuparse de las cosas mundanas.

Murió un día mientras paseaba por el campo. Nuestro principal deber era ser los mejores dolientes que el condado hubiera visto jamás. Pusieron a mi suegro en un ataúd y lo dejaron fuera cinco días. Con el dinero que habíamos conseguido, contratamos a una banda para que tocara música día y noche. Vino gente de todo el condado para postrarse ante el ataúd. Traían regalos o dinero envuelto en sobres blancos, banderines y rollos de seda decorados con caracteres de la escritura de los hombres que elogiaban a mi suegro. Todos los hermanos y sus esposas fueron de rodillas hasta la tumba. Los vecinos de Tongkou y mucha gente venida de los pueblos cercanos nos siguieron a pie. Con nuestra ropa de luto, formábamos un río blanco que avanzaba lentamente por los verdes campos. Cada siete pasos, todos nos postrábamos y tocábamos el suelo con la frente. La tumba estaba a un kilómetro de distancia, de modo que podéis imaginar cuántas veces nos paramos por aquel pedregoso camino.

Jóvenes y viejos entonaban sus lamentos, mientras la banda tocaba cuernos, flautas, címbalos y tambores. Mi esposo, como era el primogénito, quemó unos billetes y lanzó petardos. Los hombres cantaron sus canciones, y las mujeres, las suyas. Mi esposo también había contratado a varios monjes, que oficiaron ritos para guiar a mi suegro —y a todas las víctimas de la epidemia— hasta una existencia feliz en el mundo de los espíritus. Después del entierro ofrecimos un banquete al que estuvo invitado todo el pueblo. A medida que los comensales regresaban a sus casas, los primos Lu de mayor estatus les entregaban una moneda de la buena suerte envuelta con papel, un trozo de caramelo para eliminar el sabor amargo de la muerte y una toallita para limpiarse. Así transcurrió la primera semana de los rituales. En total hubo cuarenta y cinco días de ceremonias, ofrendas, banquetes, discursos, música y lágrimas. Al final —aunque mi esposo y yo todavía no habíamos terminado el período oficial de luto— todo el condado sabía que nosotros dos nos habíamos convertido, al menos de nombre, en el señor y la señora Lu.

En las montañas

Todavía no sabía si Flor de Nieve y su familia habían sobrevivido a la epidemia de fiebre tifoidea. Había estado muy preocupada por mis hijos y después había tenido que atender a mi suegra; cuando todavía no había desaparecido la euforia que me produjo el regreso de mi esposo, murió mi suegro y tuvimos que encargarnos del funeral. Mi marido y yo nos convertimos, antes de lo previsto, en el señor y la señora Lu, y con tanto ajetreo me había olvidado por primera vez de mi
laotong.

Entonces recibí una carta suya.

Querida Lirio Blanco:

Me han dicho que estás viva. Lamento la muerte de tus suegros. Todavía me ha dolido más saber que tus padres también han fallecido. Los quería mucho.

Nosotros sobrevivimos a la epidemia. En los primeros días parí otra hija muerta. Mi esposo dice que es mejor así. Si todas mis hijas hubieran sobrevivido, ahora tendría cuatro, y eso sería un desastre. Sin embargo, perder a tres hijos es demasiado para una madre.

Tú siempre me dices que vuelva a intentarlo. Desearía ser como tú y tener tres hijos varones. Como tú dices, el tesoro de una mujer son sus hijos varones.

Aquí murió mucha gente. Te diría que ahora vivimos más tranquilos, pero mi suegra sobrevivió. No pasa ni un solo día sin que hable mal de mí, y hace todo lo posible para poner a mi esposo en mi contra.

Te invito a visitarnos. Mi humilde puerta no puede compararse con la tuya, pero estoy deseando que olvidemos nuestros problemas. Si me quieres, ven, por favor. Tenemos que prepararlo todo bien antes de empezar a vendar los pies de nuestras hijas.

Flor de Nieve

Ahora que mi suegra no vigilaba mis movimientos, ya no tenía por qué esconderme para ver a Flor de Nieve. Recordaba su consejo acerca de los deberes de una esposa: «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.»

Mi esposo, en cambio, ponía muchas objeciones porque no le gustaba que desatendiera a nuestros hijos (los varones tenían once, ocho y un año y medio, respectivamente, y nuestra hija acababa de cumplir seis). Dediqué varios días a tranquilizarlo. Le cantaba para ahuyentar las preocupaciones de su mente. Ponía trabajo a los niños, y eso aplacaba los temores de su padre. Le preparaba sus platos favoritos. Le lavaba y le daba masajes en los pies todas las noches, cuando volvía cansado de recorrer los campos. Satisfacía su deseo sexual. Él seguía sin querer que yo me marchara, y más tarde lamenté no haberle hecho caso.

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