Mi segundo hijo era un muchacho bondadoso e inteligente, pero sin tantas ansias de aprender como mi primogénito. Lo imaginaba viviendo con nosotros el resto de su vida, trayendo a su esposa a casa, engendrando hijos y trabajando para su hermano mayor. El segundo hijo de Flor de Nieve, por su parte, era el preferido de su familia. Tenía la misma constitución que su padre: era bajo y robusto, con brazos y piernas fuertes. Jamás tenía miedo, nunca tiritaba de frío ni protestaba si tenía hambre. Seguía a su padre como un fantasma, incluso cuando él salía a cazar. Y debía de servirle de alguna ayuda, porque de lo contrario el carnicero no habría permitido que el crío lo acompañara. Cuando volvían al campamento con un animal muerto, el niño se acuclillaba junto a su padre y aprendía a preparar la carne. Ese parecido del muchacho con su padre me permitía entender mejor a Flor de Nieve. Su esposo quizá era rudo y apestoso, y quizá estaba muy por debajo de mi alma gemela, pero el amor que ella demostraba por su hijo significaba que también quería mucho a su marido.
El aspecto y la conducta de Luna de Primavera no podían ser más diferentes de los de mi hija. Jade había heredado las facciones más bien toscas de mi familia, y por eso yo era tan dura con ella. Como el dinero que habíamos ganado con la venta de la sal le permitiría contar con una generosa dote, era muy probable que encontrara un buen marido. Yo creía que Jade sería una buena esposa, pero Luna de Primavera sería una esposa extraordinaria si se le brindaban las mismas oportunidades que había tenido yo.
Todos ellos hacían que yo añorara a mi familia.
Estaba triste y asustada, pero las noches con Flor de Nieve aligeraban mi pena. ¿Cómo os digo esto? Incluso allí, incluso en aquella situación tan extrema, con tanta gente alrededor, el carnicero quería tener trato carnal con mi
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Cohabitaban a la intemperie, protegiéndose del frío con una colcha junto a la hoguera. Los demás desviábamos la mirada, pero no podíamos evitar oírlos. Por fortuna el carnicero no hacía ruido y sólo de vez en cuando emitía algún gruñido. Los suspiros de placer que yo oía no eran del carnicero, sino de mi
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y me costaba entenderlo. Cuando terminaban, ella venía a mi lado y me abrazaba, como hacía cuando éramos niñas. Olía a sexo, pero hacía tanto frío que de todos modos yo agradecía su calor. Sin su cuerpo junto al mío, habría muerto cualquiera de aquellas noches, como tantas mujeres.
Como era de esperar, con tanto trato carnal Flor de Nieve volvió a quedar encinta. Al principio creí que el frío, las privaciones y la mala alimentación eran la causa de que hubiera dejado de tener la menstruación, pues a mí me había ocurrido lo mismo. Sin embargo, ella descartaba tajantemente esa posibilidad.
—No es la primera vez que me quedo embarazada —me dijo—. Conozco los síntomas.
—Entonces, espero que tengas otro hijo varón.
—Sí, esta vez será varón —afirmó, y sus ojos destellaron con una mezcla de felicidad y convicción.
—Sí, los hijos varones son una bendición. Deberías estar orgullosa de tu primogénito.
—Desde luego —repuso sin entusiasmo. A continuación añadió—: Os he visto juntos. Sé que le tienes mucho aprecio. ¿Le tienes suficiente aprecio para que se convierta en tu yerno?
En efecto, yo apreciaba al muchacho, pero esa propuesta estaba fuera de lugar.
—No puede haber matrimonios entre nuestras familias —contesté. Me sentía en deuda con Flor de Nieve por haberme convertido en quien era y estaba dispuesta a ayudar a Luna de Primavera, pero nunca permitiría que mi hija cayera tan bajo—. Es mucho más importante una unión entre nuestras dos hijas, ¿no te parece?
—Sí, tienes razón —concedió sin darse cuenta de mis verdaderos sentimientos—. Cuando volvamos a casa, iremos a ver a tía Wang, tal como teníamos pensado. Tan pronto como los pies de las niñas adopten su nueva forma, irán al templo de Gupo para firmar su contrato, se comprarán un abanico para escribir en él sus vidas y comerán en el puesto de taro.
—Tú y yo también deberíamos encontrarnos en Shexia. Si somos discretas, podremos observarlas.
—¿Me estás proponiendo que las espiemos? —preguntó, escandalizada. Al ver que yo sonreía se echó a reír—. Siempre he creído que era yo la traviesa, ¡pero mira quién es ahora la que conspira!
Pese a las privaciones que tuvimos que soportar durante aquellos meses, el plan que habíamos trazado para nuestras hijas nos infundía esperanzas e intentábamos recordar en todo momento lo bueno de la vida. Celebramos el quinto cumpleaños del hijo menor de Flor de Nieve. Era un niñito muy gracioso y nos divertía observarlo cuando ayudaba a su padre. Parecían dos cerdos: husmeaban, hurgaban, se frotaban el uno contra el otro; iban manchados de barro y mugre y se deleitaban con su mutua compañía. Al hijo mayor le gustaba sentarse con las mujeres. Como yo me interesaba por él, Flor de Nieve también empezó a prestarle atención. Cuando su madre lo miraba, él siempre sonreía. Su expresión me recordaba a la de mi alma gemela cuando tenía esa edad: dulce, candida, inteligente. Flor de Nieve no lo miraba con verdadero amor maternal, pero sí como si lo que veía le gustara más que antes.
Un día, mientras yo estaba enseñando una canción al muchacho, mi
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dijo:
—El niño no debería aprender las canciones de las mujeres. De pequeñas aprendimos algunos poemas...
—Sí, tu madre te los enseñaba y tú...
—Y estoy segura de que en la casa de tu esposo habrás aprendido otros.
—Sí, así es.
Ambas nos emocionamos mientras recordábamos títulos de poemas que conocíamos.
Flor de Nieve cogió a su hijo de la mano.
—Enseñémosle lo que sabemos y hagamos de él un hombre culto.
No podíamos enseñarle gran cosa, pues no habíamos recibido educación, pero aquel chico era como una seta seca que se echa en agua hirviendo y absorbía todo cuanto le ofrecíamos. No tardaría en recitar de corrido el poema de la dinastía Tang que a nosotras tanto nos gustaba de niñas, además de pasajes enteros del libro clásico infantil que yo había memorizado para ayudar a mi hijo en sus estudios. Por primera vez vi verdadero orgullo en el rostro de Flor de Nieve. El resto de la familia no sentía lo mismo, pero mi alma gemela no se acobardó ni cedió a sus demandas de que abandonara aquel empeño. Se había acordado de la niñita que apartaba la cortina del palanquín para asomarse al exterior.
Aquellos días —pese a ser fríos y estar llenos de miedo y penalidades— tenían algo maravilloso: Flor de Nieve irradiaba una felicidad que hacía muchos años yo no veía en ella. Estaba embarazada y, aunque no comía mucho, resplandecía como si tuviera dentro una lámpara de aceite. Disfrutaba de la compañía de las tres hermanas de juramento de Jintian y se alegraba de no pasar el día encerrada con su suegra. Sentada con esas mujeres, entonaba canciones que yo llevaba mucho tiempo sin oír. Allí, a la intemperie, lejos de los confines de su oscura y lúgubre casita, su espíritu de caballo se sentía libre.
Una noche gélida, cuando ya llevábamos diez semanas allí arriba, el segundo hijo de Flor de Nieve se ovilló junto a la hoguera para dormir y nunca despertó. No sé si murió de alguna enfermedad, de hambre o de frío, pero al amanecer vimos que la escarcha cubría su cuerpo y que tenía la piel azul. Los lamentos de Flor de Nieve resonaban por las montañas, pero el carnicero aún estaba más afligido. Cogió al niño en brazos; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y abrían surcos en la mugre acumulada durante semanas en su cara. No había forma de consolarlo y se resistía a soltar al crío. No tenía oídos para su esposa ni para su madre. Hundió el rostro en el cuerpo de su hijo para no oír las súplicas de las mujeres. Ni siquiera cedió cuando los campesinos de nuestro grupo se sentaron alrededor de él, protegiéndolo de nuestra mirada y consolándolo con susurros. De vez en cuando levantaba la cabeza y exclamaba mirando al cielo: «¿Cómo puede ser que haya perdido a mi precioso hijo?» La desgarrada pregunta del carnicero aparecía en muchas historias y canciones de
nu shu.
Miré a las otras mujeres sentadas en torno al fuego y vi en sus rostros la pregunta sin formular: ¿podía un hombre, un carnicero, experimentar la misma desesperación y tristeza que sentíamos las mujeres cuando perdíamos a un hijo?
El padre permaneció dos días allí sentado, con el cadáver en los brazos, mientras los demás entonábamos cantos fúnebres. Al tercer día se levantó, estrechó al niño contra su pecho y se alejó de la hoguera, sorteando los corros que formaban otras familias, en dirección al bosque, donde tantas veces se había adentrado con su hijo. Regresó dos días más tarde con las manos vacías. Cuando Flor de Nieve le preguntó dónde había enterrado a su hijo, el carnicero se volvió y la golpeó con tanta brutalidad que mi
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salió despedida hacia atrás y fue a caer con un ruido sordo dos metros más allá, en la nieve endurecida.
El carnicero siguió golpeándola hasta que ella abortó, expulsando un violento chorro de sangre negra que manchó las heladas pendientes del campamento. El embarazo no estaba muy avanzado, de modo que no encontramos el feto, pero el carnicero estaba convencido de que había librado al mundo de otra niña. «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer», recitaba una y otra vez, como si ninguna de nosotras hubiera oído nunca ese proverbio. Las mujeres nos limitamos a atender a Flor de Nieve —le quitamos los pantalones, derretimos nieve para lavarlos, le limpiamos la sangre de los muslos y con el relleno de una de sus colchas nupciales intentamos contener el hediondo flujo que seguía saliendo de entre sus piernas— sin dirigir la palabra a su esposo.
Cuando lo recuerdo, pienso que fue un milagro que Flor de Nieve sobreviviera esas dos últimas semanas en las montañas mientras aguantaba con resignación las palizas de su esposo. Su cuerpo se debilitó a causa de la hemorragia. Estaba cubierta de heridas y cardenales de las palizas diarias que le propinaba su esposo. ¿Por qué no hice nada para detenerlo? Yo era la señora Lu. En otras ocasiones lo había obligado a hacer lo que yo quería. ¿Por qué no lo hice esa vez? Precisamente por ser la señora Lu no podía hacer nada más. Él era un hombre físicamente fuerte que no tenía reparos en emplear esa fuerza. Yo era una mujer con categoría, pero estaba sola. Carecía de poder. Él lo sabía, y yo también.
Cuando mi
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pasaba sus peores momentos, me di cuenta de cuánto necesitaba a mi esposo. Para mí, gran parte de mi vida con él tenía que ver con los deberes y los papeles que debíamos desempeñar. Lamentaba todas las ocasiones en que no había sido la esposa que él merecía. Me juraba que, si conseguía bajar de aquella montaña, me convertiría en una mujer digna del título de señora Lu y no sería sólo una actriz de una obra de teatro. Deseaba que así fuera, pero poco después descubrí que podía llegar a ser mucho más brutal y cruel que el esposo de Flor de Nieve.
Las mujeres que convivíamos bajo el árbol seguíamos cuidando de Flor de Nieve. Le curábamos las heridas limpiándolas con agua hervida para evitar posibles infecciones y las vendábamos con tela arrancada de nuestra propia ropa. Las otras querían prepararle sopa con el tuétano de los animales que traía el carnicero, pero les recordé que ella era vegetariana; decidimos turnarnos e ir por parejas al bosque a recoger corteza de árbol, hierbas y raíces. Con esos ingredientes cocinábamos un caldo amargo y la obligábamos a tomárselo, mientras intentábamos consolarla con nuestras canciones.
Pero nada de lo que hacíamos o decíamos conseguía tranquilizarla. Flor de Nieve no podía dormir. Se quedaba sentada junto al fuego, con los muslos pegados al pecho y los brazos en torno a las rodillas, meciéndose con una desesperación desgarradora. Pese a que no teníamos ropa limpia, todas habíamos intentado mantener un aspecto pulcro. A ella, en cambio, eso le traía sin cuidado. No se lavaba la cara con puñados de nieve ni se frotaba los dientes con el dobladillo de la túnica, y llevaba el pelo suelto. Me recordaba a Cuñada Tercera la noche que mi suegra cayó enferma: era como si no estuviera ya con nosotros y su mente se alejara cada vez más.
Todos los días llegaba un momento en que Flor de Nieve se levantaba con dificultad y se iba a pasear por las nevadas montañas. Caminaba como sonámbula, perdida, desarraigada, desgajada. Yo siempre la acompañaba sin que ella me lo pidiera; entrelazaba mi brazo en el suyo y juntas avanzábamos tambaleándonos por las heladas piedras con nuestros lotos dorados hasta llegar al borde del precipicio; una vez allí, ella gritaba al vacío y el fuerte viento del norte se llevaba el eco de sus gritos.
Aquello me producía pavor, pues recordaba nuestra espantosa huida a las montañas y los horrísonos chillidos que proferían las mujeres al despeñarse por aquellos barrancos. Ella no compartía mi temor. Se quedaba contemplando el cielo por encima de las montañas, donde los halcones planeaban aprovechando las corrientes. Yo pensaba en todas las veces en que me había hablado de sus ansias de volar. Qué fácil habría sido para ella dar un paso más y precipitarse al vacío. Pero yo nunca me apartaba de su lado ni le soltaba el brazo.
Intentaba hablar con ella de cosas que la ataran a la tierra. Le preguntaba: «¿Quieres hablar tú con la señora Wang acerca de nuestras hijas, o prefieres que lo haga yo?» Si ella no contestaba, yo intentaba sacar otro tema. «Tú y yo vivimos muy cerca. ¿Por qué esperar a que las niñas se hagan almas gemelas para que se conozcan? Deberíais pasar las dos una temporada en mi casa. Les vendaremos los pies juntas. Así también tendremos eso para recordar.» O bien: «Mira ese árbol de nieve. Se acerca la primavera y pronto nos marcharemos de aquí.» Durante diez días ella sólo me contestó con monosílabos.
El undécimo día, mientras se dirigía hacia el borde del precipicio, habló por fin.
—He perdido cinco hijos y todas las veces mi esposo me ha echado la culpa. Coge su frustración y la encierra en sus puños. Cuando necesita liberar esas armas, me pega. Antes creía que estaba enfadado conmigo por engendrar hijas, pero ahora, con mi hijo... ¿Era dolor lo que sentía mi esposo? —Hizo una pausa y ladeó la cabeza, como si intentara aclarar sus ideas—. Sea como sea, él tiene que hacer algo con sus puños —concluyó con pesimismo.
Eso significaba que las palizas habían empezado tan pronto como mi
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llegó a la casa del carnicero. Pese a que la conducta de éste era algo habitual y aceptado en nuestro condado, me apenaba que Flor de Nieve me lo hubiera ocultado tan bien y durante tanto tiempo. Yo había creído que nunca volvería a mentirme y que nunca más tendríamos secretos, pero no era eso lo que me dolía; me sentía culpable por no haber reparado en los indicios de que mi
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llevaba una vida desgraciada.