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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (35 page)

Carta de vituperio

Las familias de todo el condado reconstruían sus vidas. Los supervivientes de la epidemia y la rebelión habíamos soportado terribles experiencias. Estábamos emocionalmente agotados y habíamos perdido a muchos seres queridos, pero seguíamos vivos y lo agradecíamos. Poco a poco nos recuperamos. Los hombres volvieron a trabajar en los campos y los hijos varones regresaron al salón principal de sus pueblos para continuar sus estudios, mientras las mujeres y las niñas se retiraban a las habitaciones de arriba para bordar y tejer. Todos seguíamos adelante, animados por nuestra buena suerte. En el pasado yo había sentido a veces curiosidad por el reino exterior de los hombres. Tras la dura experiencia vivida en las montañas juré que nunca volvería a asomarme a él. Tenía que vivir en la habitación de arriba. Me alegró volver a ver a mis cuñadas y estaba deseando pasar largas tardes con ellas cosiendo, tomando té, cantando y contando historias. Pero eso no era nada comparado con cómo me sentí al volver a ver a mis hijos. Aquellos tres meses habían sido una eternidad tanto para ellos como para mí. Mis hijos habían crecido y habían cambiado. El mayor había cumplido doce años durante mi ausencia. Se había refugiado en el centro administrativo del condado durante la revuelta, protegido por los soldados del emperador, y había estudiado mucho. Había aprendido la lección más importante: todos los funcionarios, con independencia de dónde vivieran o de qué dialecto hablaran, leían los mismos textos y hacían los mismos exámenes para que la lealtad, la integridad y una visión singular prevalecieran en todo el reino. Incluso lejos de la capital, en condados tan remotos como el nuestro, los magistrados locales —todos educados por igual— ayudaban a los subditos a entender la relación que había entre ellos y el emperador. Si mi hijo no se apartaba de su camino, algún día se presentaría a los exámenes.

Ese año, vi a Flor de Nieve tan a menudo como durante nuestra infancia. Nuestros esposos no ponían reparos, pese a que la rebelión seguía asolando otras regiones del país. Después de todo lo que había ocurrido, mi marido creía que yo estaría a salvo bajo la vigilancia del carnicero, y éste animaba a su esposa a visitarme, pues ella siempre regresaba a casa con comida, libros y dinero que yo le regalaba. Durante nuestras visitas mi
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y yo compartíamos la cama y nuestros esposos dormían en otras habitaciones para permitirnos estar juntas. El carnicero no se atrevía a poner objeciones y seguía el ejemplo de mi esposo. ¿Cómo habrían podido impedir nuestras visitas, nuestras noches juntas, las confidencias que nos susurrábamos al oído? Ya no temíamos al sol, a la lluvia ni a la nieve. «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.»

Continuamos reuniéndonos en Puwei con motivo de las fiestas, como siempre habíamos hecho. A ella le gustaba ver a mis tíos, que se habían ganado el amor y el respeto de la familia con toda una vida de bondad. Mi tía recibía todo el cariño que merecía de sus «nietos». Mi tío gozaba de mejor posición que cuando vivía mi padre; Hermano Mayor necesitaba sus consejos para cuidar los campos y llevar las cuentas, y mi tío estaba encantado de poder ofrecérselos. Mis tíos habían encontrado un final feliz que nadie habría imaginado.

Ese año, cuando Flor de Nieve y yo fuimos al templo de Gupo, dimos gracias a la diosa con todo nuestro corazón. Le hicimos ofrendas y nos inclinamos ante ella para agradecerle que hubiéramos sobrevivido a aquel invierno. Luego, cogidas del brazo, no encaminamos hacia el puesto de taro. Allí sentadas, planeamos el futuro de nuestras hijas y hablamos de los métodos de vendado que les asegurarían unos lotos dorados perfectos. Cuando regresamos a nuestros respectivos hogares, hicimos vendajes, compramos hierbas calmantes, bordamos zapatos en miniatura para poner en el altar de Guanyin, preparamos bolas de arroz glutinoso que presentaríamos ante la Doncella de los Pies Diminutos y dimos a nuestras hijas pastelillos de judías rojas para ablandarles los pies. Negociamos por separado con la señora Wang la unión de nuestras hijas. Cuando Flor de Nieve y yo volvimos a encontrarnos, comparamos las conversaciones que habíamos mantenido con la casamentera y reímos al comprobar que su tía no había cambiado: seguía demostrando una gran astucia y todavía llevaba la cara empolvada.

Cuando recuerdo aquellos meses de primavera y de principios de verano, me doy cuenta de que era muy feliz. Tenía a mi familia y tenía a mi
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Como ya he dicho, seguía adelante. Pero no le ocurría lo mismo a Flor de Nieve. No recuperó el peso que había perdido. Comía muy poco —unos granos de arroz, un poco de verdura— y prefería beber té. Su piel recobró la palidez de antaño, pero sus mejillas no volvieron a llenarse. Cuando venía a Tongkou y yo le proponía visitar a nuestras viejas amigas, rechazaba educadamente mi invitación diciendo «Seguro que no quieren verme», o «No se acordarán de mí». Yo insistía, hasta que ella me prometía que al año siguiente iría conmigo al rito de Sentarse y Cantar de una muchacha Lu de Tongkou que era prima lejana suya y vecina mía.

Por las tardes Flor de Nieve se sentaba conmigo mientras yo bordaba, pero siempre miraba por la celosía, como si su pensamiento estuviera en otra parte. Era como si se hubiera arrojado a aquel precipicio, el último día que pasamos en las montañas, y todavía estuviera cayendo al vacío. Yo percibía su tristeza, pero me negaba a aceptarla. Mi esposo me previno varias veces acerca de eso.

—Eres fuerte —me dijo una noche después de que Flor de Nieve regresara a Jintian—. Volviste de las montañas y cada día haces que me sienta más orgulloso de cómo llevas nuestra casa y del buen ejemplo que das a las mujeres de nuestro pueblo. No te enfades conmigo, por favor, pero por lo que respecta a tu alma gemela estás ciega. Ella no es tu alma gemela en todos los sentidos. Quizá lo que ocurrió el invierno pasado fue demasiado duro para ella. Yo no la conozco bien, pero seguro que hasta tú te das cuenta de que intenta poner al mal tiempo buena cara. Has tardado años en comprender que no todos los hombres son como tu esposo.

Me avergonzó enormemente que mi esposo me confiara sus pensamientos. Mejor dicho, me irritó que se atreviera a entrometerse en los asuntos del reino interior de las mujeres. No obstante, no discutí con él, porque no debía. Sin embargo, necesitaba demostrarle que se equivocaba y que yo tenía razón. Así pues, observé con mayor atención a Flor de Nieve la siguiente vez que vino a visitarme. La escuché de verdad. Su vida había empeorado. Su suegra le racionaba los alimentos y sólo le permitía comer una tercera parte del arroz necesario para subsistir.

—Sólo como gachas de arroz —me confió—, pero no me importa. No tengo mucha hambre.

Peor aún, el carnicero no había dejado de pegarle.

—Me dijiste que no volvería a hacerlo —protesté. Me resistía a creer lo que mi esposo había visto con claridad.

—¿Qué quieres que haga yo? No puedo defenderme. —Estaba sentada enfrente de mí, con la labor en el regazo, lánguida y arrugada como la piel de un bulbo de taro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Ella contestó con otra pregunta:

—¿Para qué preocuparte con cosas que no puedes cambiar?

—Si nos esforzamos, podemos alterar el destino —afirmé—. Yo cambié mi vida. Tú también puedes cambiar la tuya.

Me miró fijamente sin decir nada.

—¿Lo hace muy a menudo? —pregunté intentando controlar la voz, pese a que me producía una gran frustración saber que su esposo seguía golpeándola y a que me indignaba que ella lo aceptara con esa actitud pasiva. Además, me dolía que, una vez más, no se hubiera sincerado conmigo.

—Las montañas lo cambiaron. Nos cambiaron a todos. ¿No te das cuenta?

—¿Muy a menudo? —insistí.

—Yo no le doy todo lo que esperaba de mí...

Dicho de otro modo, la pegaba más a menudo de lo que ella podía admitir.

—Quiero que vengas a vivir conmigo —dije.

—Lo peor que puede hacer una mujer es abandonar a su esposo —repuso—. Ya lo sabes.

En efecto, lo sabía. Era una ofensa por la que el esposo podía castigar a la mujer con la muerte.

—Además —continuó—, yo jamás abandonaría a mis hijos. Mi hijo necesita protección.

—¿Y lo proteges con tu propio cuerpo? —pregunté.

¿Qué podía responder ella?

Ahora que tengo ochenta años, recuerdo aquello y comprendo que me mostré excesivamente impaciente con el desaliento de Flor de Nieve. En el pasado, cuando no estaba segura de cómo debía reaccionar ante la infelicidad de mi
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siempre la había animado a obedecer las reglas y las tradiciones del reino interior como forma de combatir las adversidades de su vida. Esa vez fui más allá e inicié una campaña para que controlara a su esposo gallo, creyendo que, como mujer nacida bajo el signo del caballo, ella podría utilizar su fuerza de voluntad para cambiar la situación. Flor de Nieve, que sólo tenía una hija inútil y un primogénito al que todos despreciaban, debía intentar volver a quedarse embarazada. Necesitaba rezar más, comer mejor y pedir tónicos al herborista para concebir otro hijo varón. Si ofrecía a su esposo lo que éste quería, él recordaría la valía de su esposa. Pero eso no era todo...

Cuando llegó la Fiesta de los Fantasmas, el decimoquinto día del séptimo mes, yo llevaba tiempo acribillando a preguntas a Flor de Nieve con la esperanza de animarla a mejorar su situación. ¿Por qué no trataba de llevar una vida mejor? ¿Por qué no hacía feliz a su esposo por los medios que ella sabía utilizar? ¿Por qué no se pellizcaba las mejillas para devolverles el color? ¿Por qué no comía más para tener más energía? ¿Por qué no iba a su casa y se inclinaba ante su suegra, le preparaba las comidas, cosía para ella, cantaba para ella y hacía lo que había que hacer para que una anciana fuera feliz en su vejez? ¿Por qué no se esforzaba más para que todo fuera mejor? Yo creía que le daba consejos prácticos, aunque no tenía sus problemas ni sus preocupaciones. Pero era la señora Lu y creía que tenía razón.

Cuando ya no se me ocurrían más cosas que Flor de Nieve podía hacer en su casa, la interrogaba acerca del tiempo que pasaba en la mía. ¿No se alegraba de estar conmigo? ¿No le gustaban las sedas que le regalaba? ¿No presentaba a su esposo los obsequios que le enviaba la familia Lu en señal de gratitud con suficiente deferencia para que él le estuviera agradecido? ¿No le gustaba que yo hubiera contratado a un maestro para que enseñara a leer y escribir a los niños de la edad de su hijo que vivían en Jintian? ¿No se daba cuenta de que haciendo
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a nuestras hijas podíamos cambiar el destino de Luna de Primavera?

Si de verdad me quería, ¿por qué no hacía lo mismo que había hecho yo —envolverse en las convenciones que protegían a las mujeres— para mejorar su situación?

Ella nunca contestaba. Se limitaba a suspirar y asentir con la cabeza. Su reacción acentuaba aún más mi impaciencia. Yo remachaba mis razonamientos, hasta que ella se rendía y prometía poner en práctica mis instrucciones, pero no lo hacía, y la siguiente vez mi frustración era aún mayor. Yo no entendía cómo el audaz caballo de la infancia de Flor de Nieve había perdido su energía. Era lo bastante testaruda para creer que podía curar a un caballo que se había quedado cojo.

Mi vida cambió para siempre el decimoquinto día del octavo mes lunar del sexto año del reinado de Xianfeng. Había llegado la Fiesta del Otoño. Faltaban pocos días para que iniciáramos el vendado de nuestras hijas. Ese año, Flor de Nieve y sus hijos iban a visitarnos durante las fiestas, pero no fueron ellos quienes se presentaron ante mi puerta, sino Loto, una de las mujeres con las que habíamos convivido bajo el árbol en las montañas. La invité a tomar el té conmigo en la habitación de arriba.

—Gracias —dijo—, pero he venido a Tongkou para visitar a mi familia natal.

—Todas las familias agradecen la visita de una hija casada —repuse, como requería la tradición—. Estoy segura de que se alegrarán de verte.

—Y yo a ellos —afirmó Loto, al tiempo que metía la mano en la cesta de pastelillos de luna que llevaba colgada del brazo—. Nuestra amiga me ha pedido que te entregue una cosa.

Sacó un paquete largo y delgado, envuelto con un trozo de seda verde claro que yo había regalado poco tiempo atrás a Flor de Nieve. Loto me lo dio, me deseó buena suerte y se alejó contoneándose por el callejón hasta doblar la esquina.

Por la forma del paquete supe de inmediato qué era, pero no me explicaba por qué me había enviado el abanico en lugar de traérmelo personalmente. Me lo llevé arriba y esperé hasta que mis cuñadas salieron juntas a repartir pastelillos de luna entre nuestras vecinas. Les pedí que se llevaran a mi hija, que pronto no podría salir a corretear por ahí, y me senté en una silla junto a la celosía. Una débil luz se filtraba por ella y proyectaba un dibujo de hojas y enredaderas sobre mi mesa de trabajo. Me quedé largo rato contemplando el paquete; intuía que aquello no era un buen presagio. Al final abrí un extremo del envoltorio de seda verde y luego el otro, hasta que nuestro abanico quedó a la vista. Lo cogí y lo desplegué poco a poco. Junto a los caracteres que habíamos escrito con hollín la noche antes de nuestro descenso de las montañas, vi una nueva columna de caracteres.

«Tengo demasiados problemas», había escrito Flor de Nieve. Su caligrafía siempre había sido más pulcra que la mía; sus líneas como patas de mosquito eran tan finas y delicadas que los extremos se afilaban hasta desaparecer. «No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy. Escríbeme, no para consolarme como hasta ahora, sino para recordar los felices días de infancia que pasamos juntas.»

Nada más.

Sentí como si me hubieran traspasado con una espada. Mi estómago dio una sacudida y luego se contrajo hasta formar una dura pelota. ¿Amarla? ¿Cómo podía ser que estuviera hablando del amor de unas hermanas de juramento en nuestro abanico secreto? Releí las líneas, aturdida y confusa. «Tres hermanas de juramento han prometido amarme...» Flor de Nieve y yo éramos
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y nuestra unión era lo bastante fuerte para superar grandes distancias y largas separaciones. Se suponía que el lazo que nos unía era más importante que el matrimonio con un hombre. Habíamos jurado ser sinceras y fieles hasta que la muerte nos separara. Que ella incumpliese sus promesas a cambio de una nueva relación con tres hermanas de juramento me dolía como ninguna otra cosa habría logrado hacerlo. No podía creer que estuviera insinuando que podíamos seguir siendo amigas y escribiéndonos. Para mí ese mensaje era diez mil veces más humillante que si mi esposo hubiera entrado en mi casa y hubiera anunciado que acababa de traer a su primera concubina. Además, yo había tenido la oportunidad de entrar a formar parte de una hermandad de mujeres casadas y había renunciado a ella. Mi suegra me había presionado mucho, pero yo había conspirado para mantener a Flor de Nieve en mi vida. Y de pronto me abandonaba. Por lo visto, aquella mujer por la que yo sentía verdadero amor, a la que valoraba y con la que me había comprometido de por vida, no me quería como yo a ella.

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