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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (38 page)

Mi Carta de Vituperio se hizo famosa. Las mujeres la escribían en pañuelos y abanicos. Se la enseñaban a las niñas y la cantaban durante el mes de las celebraciones de boda para prevenir a las novias de los riesgos que entraña la vida. De ese modo la desgracia de Flor de Nieve se extendió por todo el condado. En cuanto a mí, todo lo que había sucedido me paralizó. ¿Qué sentido tenía ser la señora Lu, si no había amor en mi vida?

Hacia las nubes

Pasaron ocho años. En ese tiempo murió el emperador Xianfeng, el emperador Tongzhi subió al poder y la rebelión de los taiping terminó en una provincia remota. Mi primer hijo se casó; su esposa quedó embarazada y vino a vivir a nuestra casa poco antes de dar a luz un varón, el primero de mis preciosos nietos. Mi hijo aprobó además sus exámenes de funcionario
shengyuan
del distrito. A continuación se puso a estudiar para ser funcionario
xiucai
de la provincia. No podía dedicar mucho tiempo a su esposa, pero creo que ella se sentía a gusto en nuestra habitación de arriba. Era una joven refinada y hábil en las tareas domésticas, y yo le tenía un profundo cariño. En sus años de cabello recogido, cuando contaba dieciséis, mi hija se comprometió con el hijo de un comerciante de arroz de la lejana Guilin. Quizá nunca volvería a ver a Jade, pero esa alianza consolidaría nuestros lazos con el negocio de la sal. La familia Lu era adinerada, respetada y afortunada. Yo tenía cuarenta y dos años y había hecho todo lo posible para olvidar a Flor de Nieve.

Un día, a finales del otoño del cuarto año del reinado del emperador Tongzhi, Yonggang entró en la habitación de arriba y me susurró al oído que había venido alguien que quería verme. Le pedí que hiciera subir al visitante, pero Yonggang miró a mi nuera y a mi hija, que estaban conmigo bordando, y negó con la cabeza. Ese gesto era una impertinencia por su parte, o algo más grave. Me dirigí al piso de abajo sin decir nada. Cuando entré en la sala principal, una muchacha vestida con harapos se arrodilló y tocó el suelo con la frente. Solían acudir mendigos a mi puerta, porque yo tenía fama de ser una persona generosa.

—Sólo tú puedes ayudarme, señora Lu —imploró la muchacha, mientras se arrastraba hacia mí hasta posar la frente sobre mis lotos dorados.

Me agaché y le toqué un hombro.

—Dame tu cuenco y te lo llenaré —dije.

—No tengo cuenco de mendiga y no necesito comida.

—Entonces, ¿para qué has venido?

La muchacha rompió a llorar. Le pedí que se levantara y, al ver que no obedecía, le di unas palmaditas en el hombro. Yonggang estaba a mi lado, con la vista clavada en el suelo.

—¡Levántate! —ordené a la muchacha.

Ella alzó la cabeza y me miró. La habría reconocido en cualquier parte. La hija de Flor de Nieve era la viva imagen de ésta cuando tenía esa edad. Su cabello se resistía a la sujeción de las horquillas y unos mechones sueltos le caían sobre la cara, pálida y tersa como la luna de primavera a la que hacía referencia su nombre. A través de la neblina de la memoria vi a Luna de Primavera cuando sólo era un bebé, y luego durante aquellos días y noches terribles de nuestro invierno en las montañas. Aquella preciosa criatura habría podido ser la
laotong
de mi hija. Y allí estaba, posando la frente sobre mis pies, suplicándome ayuda.

—Mi madre está muy enferma. No sobrevivirá al invierno. Ya no podemos hacer nada por ella, salvo aliviar su agitado espíritu. Ven a verla, por favor. No para de llamarte. Sólo tú puedes confortarla.

Cinco años atrás, la intensidad de mi dolor habría sido tan grande que habría echado a la joven de mi casa, pero era la esposa del hombre más importante de Tongkou y había aprendido cuáles eran mis deberes. Nunca podría perdonar a Flor de Nieve por toda la tristeza que me había causado, pero la posición que tenía en el condado me obligaba a mostrar mi cara de dama elegante. Dije a Luna de Primavera que se marchara a su casa y le prometí que yo no tardaría en llegar; entonces dispuse que un palanquín me llevara a Jintian. Mientras viajaba hacia allí, me preparé para volver a ver a Flor de Nieve y al carnicero, a su hijo, que ya debía de haberse casado, y, por supuesto, a las hermanas de juramento.

El palanquín me dejó ante la puerta del hogar de Flor de Nieve. Todo estaba tal como yo lo recordaba. Había un montón de leña junto a la fachada de la casa. La plataforma con el
wok
empotrado estaba preparada para nuevos sacrificios. Vacilé un momento mientras contemplaba todo aquello. La silueta del carnicero se dibujaba en el oscuro umbral, y entonces apareció ante mí: más viejo, más enjuto, pero inconfundible pese al paso de los años.

—No soporto verla sufrir. —Ésas fueron las primeras palabras que me dijo tras ocho años. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Me dio un hijo, que me ha ayudado a hacer mejor mi trabajo. Me dio una buena hija. Embelleció mi casa. Se ocupó de mi madre hasta su muerte. Hizo todo cuanto debe hacer una esposa, pero yo fui cruel con ella, señora Lu. Ahora me doy cuenta. —Entonces pasó a mi lado y añadió—: Está mejor acompañada de mujeres. —Lo vi caminar hacia los campos, el único lugar donde un hombre puede estar solo con sus emociones.

Incluso ahora, al cabo de tantos años, me cuesta recordar aquel momento. Creía que había borrado a Flor de Nieve de mi memoria y que la había arrancado de mi corazón. Estaba convencida de que jamás la perdonaría por amar a sus hermanas de juramento más que a mí, pero tan pronto la vi en su cama todos esos pensamientos y esas emociones desaparecieron. El tiempo —la vida— la había maltratado. Me quedé allí plantada; yo había envejecido, por supuesto, pero mi piel conservaba su tersura gracias a las cremas, los polvos y la escasa exposición al sol, mientras mi ropa indicaba a todo el condado qué clase de persona era. Flor de Nieve yacía en la cama y parecía una vieja bruja envuelta en harapos. Yo había reconocido de inmediato a su hija, pero a ella no la habría reconocido.

Sí, allí estaban las otras mujeres: Loto, Sauce y Flor de Ciruelo. Como yo había sospechado durante aquellos años, las hermanas de juramento de Flor de Nieve eran las mujeres que habían convivido con nosotras bajo el árbol en las montañas. No nos saludamos.

Cuando me acerqué a la cama, Luna de Primavera se levantó y se hizo a un lado. Flor de Nieve tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida. Miré a su hija sin saber qué hacer. La joven me hizo una señal con la cabeza y cogí una mano de su madre; la noté fría. Ella se movió, pero no abrió los ojos, y entonces se humedeció los labios, que tenía agrietados.

—Noto... —Meneó la cabeza como si intentara alejar de su mente un pensamiento.

Pronuncié su nombre en voz baja y le apreté ligeramente los dedos.

Mi
laotong
abrió los ojos y parpadeó, sin acabar de creer que yo estuviera allí.

—He notado tu caricia —murmuró por fin—. Sabía que eras tú. —Su voz era débil, pero, cuando habló, todos los años de dolor y horror desaparecieron. Tras los estragos de la enfermedad vi y oí a la niña que un día me había invitado a ser su
laotong.

—Te he oído llamarme —mentí— y he venido tan rápido como he podido.

—Estaba esperándote.

En su rostro apareció una mueca de dolor. Con la otra mano se apretó el estómago, al tiempo que doblaba las piernas. Su hija, sin decir nada, mojó un paño en un cuenco de agua, lo escurrió y me lo dio. Yo lo cogí y enjugué el sudor que había humedecido la frente de Flor de Nieve durante el espasmo.

—Lamento lo que ocurrió —dijo ella conteniendo su dolor—, pero debes saber que nunca he dejado de quererte.

Mientras yo aceptaba sus disculpas, la sacudió otro espasmo, peor que el primero. Mi
laotong
volvió a apretar los párpados y se quedó callada. Mojé el paño y se lo puse en la frente; luego volví a cogerle la mano y permanecí sentada a su lado hasta que se puso el sol. Para entonces las otras mujeres ya se habían marchado y Luna de Primavera había bajado a preparar la cena. A solas con Flor de Nieve, retiré la colcha. La enfermedad se había comido la carne que rodeaba sus huesos y había alimentado un tumor que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un bebé dentro de su vientre.

Ni siquiera ahora soy capaz de explicar mis emociones. Durante mucho tiempo me había sentido dolida y furiosa. Estaba segura de que nunca perdonaría a Flor de Nieve, pero, en lugar de aferrarse a esa certeza, mi mente comprendió que el vientre de mi
laotong
había vuelto a traicionarla y que el tumor que tenía dentro debía de llevar varios años formándose. Yo tenía un deber que cumplir...

¡No! No es eso. Yo había sufrido durante todos esos años porque todavía la quería. Ella era la única que había descubierto mis debilidades y me había amado a pesar de ellas. Y yo había seguido amándola incluso cuando más la odiaba.

Volví a arroparla con la colcha y empecé a pensar. Tenía que buscar a un buen médico. Flor de Nieve debía comer, y necesitábamos un adivino. Yo quería que ella luchara como yo habría luchado. Veréis, todavía no entendía que no se pueden controlar las manifestaciones del amor ni cambiar el destino de otra persona.

Me llevé su fría mano a los labios y luego fui al piso de abajo. El carnicero estaba sentado a la mesa. El hijo de Flor de Nieve, ya un hombre hecho y derecho, estaba sentado al lado de su hermana. Los dos me miraron con expresiones heredadas de su madre: orgullo, resistencia, resignación, súplica.

—Me marcho a mi casa —anuncié. El hijo de Flor de Nieve compuso una mueca de decepción, de modo que alcé una mano y aclaré—: Volveré mañana. Por favor, preparadme un sitio para dormir. No me iré de esta casa hasta que... —No pude terminar la frase.

Creí que cuando me instalara allí ganaríamos aquella batalla, pero Flor de Nieve sólo aguantó dos semanas. Dos semanas de mis ochenta años de vida para mostrar a mi alma gemela todo el amor que sentía por ella. No salí ni una sola vez de su habitación. Su hija me traía todo lo que entraba en mi cuerpo y se llevaba todo lo que salía de él. Yo lavaba a Flor de Nieve todos los días y luego me lavaba con esa misma agua. Años atrás, el hecho de que ella compartiera un cuenco de agua conmigo me había demostrado que me amaba. Confiaba en que ahora viera lo que yo hacía, recordara el pasado y supiera que nada había cambiado.

Por la noche, cuando los otros se retiraban, me levantaba del jergón que la familia me había preparado y me metía en su cama. La abrazaba e intentaba dar calor a su marchito cuerpo y aliviar el tormento que lo sacudía y la hacía gemir incluso mientras dormía. Todas las noches me quedaba dormida deseando que mis manos fueran esponjas que pudieran absorber el tumor que crecía dentro del vientre de mi
laotong.
Todas las mañanas, al despertar, la encontraba mirándome fijamente con sus hundidos ojos, la palma de su mano sobre mi mejilla.

El médico de Jintian llevaba años atendiéndola, pero decidí mandar a buscar al mío. El hombre miró a mi
laotong
y meneó la cabeza.

—Esta mujer no tiene cura, señora Lu —afirmó—. Lo único que puedes hacer es esperar a que llegue la muerte. Ya se aprecia en el tono morado de la piel por encima de los vendajes. Primero, los tobillos; luego las piernas, que se hincharán y adquirirán un color morado a medida que su fuerza vital se debilite. Sospecho que pronto cambiará su respiración. Reconocerás las señales. Una inhalación, una exhalación, y luego nada. Cuando creas que ya no va a volver a respirar, inhalará de nuevo. No llores, señora Lu. Entonces el fin estará muy cerca, y ella ni siquiera será consciente de su dolor.

El médico dejó unos paquetes de hierbas para que preparáramos una infusión medicinal; le pagué y juré que no volvería a solicitar sus servicios. Cuando se hubo marchado, Loto, la mayor de las hermanas de juramento, intentó consolarme.

—El esposo de Flor de Nieve ha hecho venir a muchos médicos, pero ninguno podría hacer nada por ella.

El viejo resentimiento amenazó con surgir de nuevo en mí, pero vi compasión en el rostro de Loto, no sólo por Flor de Nieve, sino también por mí.

Recordé que el amargo era el más yin de todos los sabores. Causaba contracciones, reducía la fiebre y calmaba el corazón y el espíritu. Convencida de que el melón amargo detendría el avance de la enfermedad, pedí a sus hermanas de juramento que me ayudaran a preparar melón amargo salteado con puré de judías negras y sopa de melón amargo. Las tres mujeres me obedecieron. Me senté en la cama de Flor de Nieve y se lo di a pequeñas cucharadas. Al principio ella comía sin protestar. Después cerró la boca y desvió la mirada, como si yo no estuviera allí con ella.

La hermana de juramento mediana me llevó aparte. En el rellano de la escalera, Sauce cogió el cuenco que yo tenía en las manos y susurró:

—Es demasiado tarde para esto. No quiere comer. Debes dejarla marchar. —Sauce me acarició la mejilla con ternura. Más tarde, ese mismo día, fue ella quien limpió el vómito de melón amargo de Flor de Nieve.

Mi siguiente y último plan era consultar al adivino. Entró en la habitación y anunció:

—Un fantasma se ha pegado al cuerpo de tu amiga. No te preocupes. Juntos lo expulsaremos de esta habitación y ella se curará. Flor de Nieve —dijo inclinándose sobre la cama—, te he traído unas palabras para que las recites. —A continuación nos ordenó a las demás—: Arrodillaos y rezad.

Luna de Primavera, la señora Wang (sí, la anciana casamentera también estuvo allí la mayor parte del tiempo), las tres hermanas de juramento y yo nos postramos alrededor de la cama y comenzamos a rezar y a cantar a la Diosa de la Compasión, mientras Flor de Nieve repetía las oraciones con un hilo de voz. Cuando el adivino nos vio enfrascadas en nuestra tarea, sacó un pedazo de papel de su bolsillo, escribió unos conjuros en él, le prendió fuego y recorrió varias veces la habitación intentando ahuyentar al fantasma hambriento. Por último cortó el humo con una espada, zas, zas, zas.

—¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma!

Pero no sirvió de nada. Pagué al adivino y desde la celosía de Flor de Nieve lo vi subir a su carro tirado por un poni y alejarse por el camino. Juré que a partir de entonces sólo recurriría a los adivinos para buscar fechas propicias.

Flor de Ciruelo, la menor de las hermanas de juramento, vino a mi lado y dijo:

—Flor de Nieve hace todo lo que le pides. Espero que te des cuenta, señora Lu, de que sólo lo hace por ti. Este tormento dura ya demasiado tiempo. Si ella fuera un perro, ¿la obligarías a seguir sufriendo?

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