Cuando creía que mi desgracia no podía ser mayor, me di cuenta de que las tres hermanas de juramento de que hablaba Flor de Nieve tenían que ser las mujeres de su pueblo que habíamos conocido en las montañas. Recordé todo cuanto había sucedido el invierno anterior. ¿Se habían confabulado para robarme a mi
laotong
la primera noche, cuando se pusieron a cantar? ¿Se había sentido Flor de Nieve atraída por ellas, como un esposo por nuevas concubinas más jóvenes, más hermosas y más adorables que una esposa fiel? ¿Eran las camas de esas mujeres más cálidas, sus cuerpos más firmes, sus cuentos más originales? ¿Acaso ella contemplaba sus rostros y no veía en ellos expectativas ni responsabilidades?
Jamás había sentido un dolor parecido: intenso, desgarrador, insoportable, mucho peor que los dolores de parto. Entonces algo cambió dentro de mí. Empecé a reaccionar no como la niña pequeña que se había enamorado de Flor de Nieve, sino como la señora Lu, la mujer que creía que las reglas y convenciones podían proporcionar la paz mental. Me resultaba más fácil empezar a enumerar los defectos de Flor de Nieve que enfrentarme a las emociones que estaban surgiendo en mi interior.
El amor siempre me había hecho mostrarme indulgente con ella, pero cuando empecé a concentrarme en sus debilidades surgió toda una trama de engaños, falsedades y traiciones. Pensé en todas las veces que me había mentido: acerca de su familia, de su vida de casada, incluso de las palizas. No sólo no había sido una
laotong
fiel, sino que ni siquiera había sido una buena amiga. Una amiga habría sido sincera y franca conmigo. Por si fuera poco, dejé que se apoderaran de mí los recuerdos de las últimas semanas. Flor de Nieve se había aprovechado de mi dinero y de mi posición para conseguir ropa, alimentos y una mejor situación para su hija, al tiempo que rechazaba mi ayuda y mis consejos. Me sentí engañada y necia.
Entonces ocurrió algo muy extraño. Surgió en mi mente la imagen de mi madre. Recordé que de niña yo siempre había anhelado que me expresara su amor. Creía que si yo hacía todo cuanto ella me ordenaba durante el vendado de mis pies me ganaría su afecto. Creía que lo había logrado, pero ella no sentía nada por mí. Igual que Flor de Nieve, mi madre sólo había perseguido sus propios intereses. Mi primera reacción ante sus mentiras y falta de consideración hacia mí había sido la rabia, y nunca la había perdonado, pero con el tiempo me había alejado cada vez más de ella, hasta que dejó de tener poder emocional sobre mí. Si quería proteger mi corazón, tendría que hacer lo mismo con Flor de Nieve. No podía permitir que nadie sospechara que me moría de angustia porque ella ya no me amara. Además, tenía que ocultar mi ira y mi desasosiego porque ésas no eran emociones propias de una mujer de mi categoría.
Cerré el abanico y lo guardé. Flor de Nieve me había pedido que le contestara. Pasó una semana. No inicié el vendado de los pies de mi hija en la fecha que habíamos acordado. Pasó otra semana. Loto volvió a presentarse ante mi puerta, esta vez con una carta que Yonggang me llevó a la habitación de arriba. Desdoblé el papel y me quedé mirando los caracteres. Aquellos trazos siempre habían parecido caricias. Esa vez los leí como si fueran cuchilladas.
¿Por qué no me has escrito? ¿Estás enferma, o ha vuelto a sonreírte la buena suerte? Empecé a vendar los pies a mi hija el vigésimo cuarto día, el mismo día que empezaron a vendárnoslos a nosotras. ¿Empezaste tú también a vendar a tu hija ese día? Miro por mi celosía hacia la tuya. Mi corazón vuela hacia ti, cantando y deseándoles felicidad a nuestras hijas.
Leí la carta una vez y luego acerqué una esquina del papel a la llama de la lámpara de aceite. Observé cómo los bordes se enroscaban y cómo las palabras se convertían en humo. En los días siguientes, mientras el tiempo era cada vez más frío y empezaba con el vendado de mi hija, recibí otras cartas. También las quemé.
Yo tenía treinta y tres años. Podría considerarme afortunada si vivía otros siete. No soportaba la desagradable sensación que notaba en el estómago ni un minuto más, menos aún un año. Estaba muy atormentada, pero recurrí a la misma disciplina que me había ayudado a superar el vendado de los pies, la epidemia y el invierno en las montañas. Empecé a Arrancar la Enfermedad de mi Corazón. Cada vez que un recuerdo aparecía en mi mente, pintaba sobre él con tinta negra. Si mi mirada se detenía sobre algún recuerdo, lo apartaba de mi memoria cerrando los ojos. Si el recuerdo llegaba a mí en forma de aroma, acercaba la nariz a los pétalos de una flor, echaba más ajo de la cuenta en el
wok
o evocaba el olor a muerte que nos rodeaba en las montañas. Si el recuerdo me rozaba la piel —en forma de una caricia de mi hija, del aliento de mi esposo en mi oreja por la noche o del roce de la brisa en mis pechos cuando me bañaba—, me rascaba, me frotaba o me golpeaba para alejarlo de mí. Era implacable como el campesino después de la cosecha, que arranca cada resto de lo que la pasada temporada había sido su más preciado cultivo. Intentaba vaciar por completo mi mente, consciente de que ésa era la única forma de proteger mi herido corazón.
Como los recuerdos del amor de Flor de Nieve seguían atormentándome, construí una torre de flores como la que habíamos levantado para protegernos del fantasma de Luna Hermosa. Tenía que exorcizar a ese otro fantasma para impedir que entrara en mi mente y me atormentara con promesas rotas de amor verdadero. Vacié mis cestos, baúles, cajones y estantes y saqué todos los regalos que Flor de Nieve me había hecho a lo largo de los años. Busqué todas las cartas que me había escrito desde que nos conocíamos. Me costó trabajo buscarlo todo. No encontré nuestro abanico. Tampoco encontré... Bueno, digamos que faltaban muchas cosas. Puse todo lo que encontré en la torre de flores y a continuación redacté una carta:
Tú, que antes conocías mi corazón, ya no sabes nada de mí.
Quemo todas tus palabras y confío en que desaparezcan entre las nubes. Tú, que me traicionaste y me abandonaste, has salido para siempre de mi corazón. Por favor, déjame tranquila.
Doblé el papel y lo deslicé por la diminuta celosía de la habitación de arriba de la torre de flores. Entonces prendí fuego a la base, añadiendo aceite cuando era necesario para que ardieran todos los pañuelos, los tejidos y los bordados.
Sin embargo, Flor de Nieve seguía atormentándome. Cuando vendaba los pies a mi hija, era como si ella estuviera conmigo en la habitación, con una mano en mi hombro, susurrándome al oído: «Asegúrate de que no se forman pliegues en las vendas. Demuéstrale a tu hija tu amor maternal.» Yo cantaba para no oír sus palabras. Por la noche notaba a veces su mano sobre mi mejilla y no podía conciliar el sueño. Me quedaba despierta, furiosa conmigo misma y con ella, pensando: «Te odio, te odio, te odio. No cumpliste tu promesa de ser sincera. Me traicionaste.»
Hubo dos personas que pagaron las consecuencias de mi sufrimiento. Me avergüenza admitirlo, pero la primera fue mi hija. Y la segunda, lamento decirlo, fue la anciana señora Wang. Mi amor maternal era muy intenso y no podéis imaginar el cuidado que tenía cuando vendaba los pies a mi hija, recordando no sólo lo que le había pasado a Hermana Tercera, sino también las lecciones que me había inculcado mi suegra sobre cómo tenía que hacer ese trabajo para reducir el peligro de infecciones y deformidades que podían acarrear incluso la muerte. Sin embargo, también trasladé de mi cuerpo a los pies de mi hija el dolor que sentía por lo que me había hecho Flor de Nieve. ¿Acaso no eran mis lotos dorados el origen de todas mis penas y de todos mis logros?
Aunque mi hija tenía unos huesos blandos y un carácter dócil, lloraba desconsoladamente. Yo no soportaba oír sus sollozos, aunque no habíamos hecho más que empezar. Cogía mis sentimientos y los controlaba, y obligaba a mi hija a pasearse por la habitación de arriba; los días que tocaba cambiarle los vendajes, se los apretaba aún más y la atormentaba recitándole a gritos las palabras que mi madre me había dicho a mí: «Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú tendrás tu recompensa.» Confiaba en que mediante mis actos yo también arañaría un poco de esa recompensa y encontraría la paz que mi madre me había prometido.
Fingiendo que quería lo mejor para Jade, hablaba con otras mujeres de Tongkou que también estaban vendando los pies a sus hijas. «Todas vivimos aquí —decía—. Todas somos de buenas familias. ¿No deberían nuestras hijas ser hermanas de juramento?»
Mi hija consiguió tener unos pies casi tan pequeños como los míos. Pero antes de que yo viera el resultado definitivo la señora Wang me visitó, el quinto mes del nuevo año lunar. Para mí, la casamentera no había cambiado. Siempre había sido una anciana, pero ese día la observé con ojo crítico. La señora Wang era entonces mucho más joven de lo que yo soy ahora; eso significa que cuando la conocí ella sólo tenía cuarenta años a lo sumo. Pero mi madre y la madre de Flor de Nieve habían muerto más o menos a esa edad y se consideraba que habían sido longevas. Al recordar aquella época pienso que la señora Wang, que era viuda, no quería morir ni irse a vivir con otro hombre. Decidió valerse por sí misma. No lo habría conseguido si no hubiera sido extremadamente hábil y astuta. Sin embargo, tenía que lidiar con su cuerpo. Daba a entender a la gente que era invulnerable cubriendo con polvos la belleza que podía quedar en su rostro y vistiéndose con ropa chabacana para desmarcarse de las mujeres casadas de nuestro condado. Ahora que contaba casi setenta años, ya no necesitaba esconderse detrás de los polvos ni de las ropas de seda llamativa. Era una anciana; todavía era astuta y hábil, pero tenía una debilidad que yo conocía muy bien: adoraba a su sobrina.
—Cuánto tiempo sin vernos, señora Lu —dijo, al tiempo que se sentaba en una silla de la sala principal. Como no le ofrecí té, miró alrededor con nerviosismo—. ¿Está tu esposo en la casa?
—El señor Lu vendrá más tarde, pero puedes empezar. Mi hija es demasiado joven para que vengas a negociar su unión matrimonial.
La señora Wang se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada. Como yo no me reí, se puso seria y dijo:
—Ya sabes que no he venido para eso. He venido a hablar de una unión de
laotong.
Estos asuntos atañen sólo a las mujeres.
Empecé a tamborilear con la uña del dedo índice en el reposabrazos de teca de mi silla. El sonido resultaba demasiado fuerte e inquietante incluso para mí, pero no dejé de hacerlo.
La casamentera metió una mano en la manga y sacó un abanico.
—He traído esto para tu hija. Me gustaría dárselo.
—Mi hija está arriba, pero el señor Lu no consideraría apropiado que se lo enseñases antes de que él lo haya examinado.
—Verás, señora Lu, esto contiene un mensaje escrito en nuestra escritura secreta —explicó la señora Wang.
—Entonces dámelo a mí —dije tendiendo la mano.
La anciana casamentera vio cómo me temblaba y vaciló.
—Flor de Nieve...
—¡No! —exclamé con más brusquedad de la deseada, porque no soportaba oír el nombre de mi
laotong.
Me serené y añadí—: El abanico, por favor.
Me lo entregó de mala gana. Dentro de mi cabeza un ejército de pinceles mojados en tinta negra tachaba los pensamientos y los recuerdos que surgían a borbotones. Evoqué la dureza de los bronces del templo de los antepasados, la dureza del hielo en invierno y la dureza de los huesos resecos bajo un sol implacable para que me dieran fuerza. Abrí el abanico con un rápido movimiento.
«Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas.» Era la misma frase que Flor de Nieve me había escrito años atrás. Levanté la cabeza y vi que la señora Wang me miraba de hito en hito aguardando mi reacción, pero mantuve las facciones plácidas como la superficie de un estanque en una noche sin brisa. «Nuestras dos familias plantan jardines. Se abren dos flores. Están a punto de encontrarse. Tú y yo nacimos en el mismo año. ¿No podemos ser almas gemelas? Juntas volaremos más alto que las nubes.»
Me parecía oír la voz de Flor de Nieve en cada uno de los caracteres, primorosamente trazados. Cerré el abanico con un golpe seco y se lo tendí a la casamentera, pero ella no lo cogió.
—Señora Wang, creo que ha habido un error. Los ocho caracteres de las dos niñas no encajan. Nacieron en días diferentes de meses diferentes. Además, sus pies no se parecían antes de que empezaran a vendárselos y dudo que se parezcan cuando termine el proceso de vendado. Además —añadí haciendo con la mano un amplio gesto que abarcaba toda la sala principal—, las circunstancias familiares tampoco se parecen. Eso salta a la vista.
Entornó los ojos.
—¿Crees que no conozco la verdad? —me espetó—. Déjame decirte lo que sé. Has roto tu lazo sin dar ninguna explicación. Una mujer, tu
laotong,
llora desconcertada...
—¿Desconcertada? ¿Sabes qué me hizo?
—Habla con ella. No desbarates el plan que idearon dos buenas madres. Hay dos niñas con un brillante futuro. Podrían ser tan felices como lo fueron sus madres.
Era impensable que yo aceptara el trato que me proponía la casamentera. La pena me había debilitado, y en el pasado yo había dejado en varias ocasiones que Flor de Nieve me engañara: que me distrajera, que influyera en mí, que me convenciera. Además, no podía arriesgarme a ver a Flor de Nieve con sus hermanas de juramento. Ya me atormentaba bastante imaginarlas susurrándose secretos al oído y haciéndose caricias.
—Señora Wang —dije—, jamás permitiría que mi hija cayera tan bajo como para unirse a la hija de un carnicero.
Fui intencionadamente desdeñosa, con la esperanza de que la casamentera abandonara el tema, pero fue como si no me hubiera oído, porque dijo:
—Os recuerdo juntas. Al cruzar un puente vuestra imagen se reflejaba en el agua que fluía abajo: la misma estatura, idénticos pies, el mismo valor. Prometisteis fidelidad. Prometisteis que nunca os alejaríais la una de la otra, que siempre estaríais juntas, que nunca os separaríais ni os distanciaríais...
Yo había cumplido todas mis promesas de buen grado, pero ¿qué había hecho Flor de Nieve?
—No sabes de qué hablas —repliqué—. El día que tu sobrina y yo firmamos el contrato, nos dijiste: «Nada de concubinas.» ¿No te acuerdas, anciana? Ahora ve y pregunta a tu sobrina qué ha hecho.