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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (30 page)

El vigésimo octavo día del décimo mes, me puse una túnica de seda azul lavanda que había bordado con crisantemos, apropiada para el otoño. Yo creía que sólo vestiría las prendas que había confeccionado durante mis años de cabello recogido. No se me había ocurrido pensar que mi suegra moriría y dejaría numerosos rollos de tela que ni siquiera había tocado, ni que tendría dinero suficiente para comprar grandes cantidades de la mejor seda de Suzhou.

Iba a pasar tres noches lejos de mi hogar, pero, recordando que cuando éramos niñas mi
laotong
se ponía mi ropa siempre que me visitaba, no me llevé ninguna otra prenda para no hacer ostentación de mi riqueza ante una familia más humilde que la mía.

El palanquín me dejó delante de su casa. Flor de Nieve me esperaba sentada en la plataforma que había junto al umbral, vestida con una túnica, unos pantalones, un delantal y un tocado de algodón de color añil sucio, gastado y mal teñido. No entramos enseguida en la casa, porque a ella le apetecía disfrutar del fresco de la tarde. Mientras charlábamos, me fijé por primera vez en el gigantesco
wok
donde hervían los animales muertos para arrancarles el pelo y despellejarlos. En un cobertizo que tenía la puerta abierta vi unas piezas de carne colgada de las vigas. El olor me revolvió el estómago. Pero lo peor eran la cerda y sus crías, que subían una y otra vez a la plataforma buscando comida. Cuando dimos cuenta del arroz con mijo, ella cogió los cuencos y los dejó a nuestros pies para que la cerda y sus crías los rebañaran.

Al poco rato vimos llegar al carnicero —empujaba un carro cargado con cuatro banastas, cada una de las cuales contenía un cerdo tumbado boca abajo y con las patas estiradas— y fuimos al piso de arriba, donde la hija de Flor de Nieve bordaba y su suegra limpiaba algodón. La estancia era húmeda y sombría. La celosía era aún más pequeña y sencilla que la de mi casa natal; aun así, al asomarme distinguí mi ventana de Tongkou. Ni siquiera allí arriba podíamos librarnos del olor a cerdo.

Nos sentamos y nos pusimos a hablar de lo que más nos importaba: nuestras hijas.

—¿Has pensado cuándo deberíamos empezar el vendado? —inquirió Flor de Nieve.

Lo correcto era iniciarlo ese año, pero su pregunta me hizo abrigar esperanzas de que ella pensara como yo.

—Nuestras madres esperaron hasta que cumplimos siete años, y desde entonces hemos sido muy felices juntas —me aventuré a decir.

Ella esbozó una amplia sonrisa.

—Eso mismo he pensado yo. Nuestros ocho caracteres encajaban a la perfección. ¿No crees que no sólo deberíamos unir los ocho caracteres de nuestras hijas, sino también sus ocho caracteres a los nuestros en la medida de lo posible? Podrían iniciar el vendado el mismo día y a la misma edad que nosotras.

Miré a la hija de Flor de Nieve. Luna de Primavera era tan hermosa como su madre a esa edad —piel sedosa, cabello negro y brillante—, pero adoptaba una actitud resignada. Estaba sentada con la cabeza gacha, sin apartar la vista de su bordado, intentando no escuchar cómo hablábamos de su destino.

—Serán como un par de patos mandarines —auguré, y me alegré de que nos hubiéramos puesto de acuerdo con tanta facilidad, aunque estoy segura de que ambas confiábamos en que nuestros armoniosos ocho caracteres compensaran el hecho de que los de las niñas no encajaban a la perfección.

Era una gran suerte que Flor de Nieve tuviera a Luna de Primavera; de lo contrario, habría tenido que pasar los días a solas con su suegra. Dejad que os diga que esa mujer seguía siendo tan mordaz y mezquina como yo la recordaba. Sólo sabía decir una cosa: «Tu hijo mayor no es mejor que una niña. Es un debilucho. Nunca será lo bastante fuerte para matar un cerdo.» Cuando la oía, yo pensaba: «¿Por qué los fantasmas no se la llevaron durante la epidemia?», aunque ese pensamiento no fuera digno de una mujer de mi posición.

La cena me hizo recordar sabores de mi infancia, pues se sirvió lo mismo que comíamos en mi casa natal antes de que empezaran a llegar los regalos de mis suegros: judías en conserva, pies de cerdo con salsa de pimientos, rodajas de calabaza fritas en el
wok
y arroz rojo. Todas las comidas que hacíamos en Jintian se parecían en una cosa: siempre contenían carne de cerdo. Grasa de cerdo con las judías negras, orejas de cerdo cocidas en una olla de barro, intestinos de cerdo, pene de cerdo salteado con ajo y pimientos. Flor de Nieve no probaba nada de todo aquello y comía sus verduras y su arroz en silencio.

Después de cenar su suegra fue a acostarse. Aunque la tradición dicta que las almas gemelas deben compartir la cama cuando se visitan y que el esposo debe dormir en otra habitación, el carnicero anunció que no pensaba renunciar a la compañía de su esposa. ¿Qué excusa dio? «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer.» Era un viejo proverbio, y seguramente cierto, pero no era muy elegante decir una cosa así a la señora Lu. Con todo, él mandaba en su casa y nosotras no teníamos más remedio que obedecerlo.

Flor de Nieve me llevó a la habitación del piso de arriba, donde me preparó una cama con las colchas de su ajuar, limpias pero deshilachadas. Puso sobre un mueble un cuenco lleno de agua caliente para que me lavara la cara. Cómo me habría gustado mojar en ella un trapo y borrar las preocupaciones del rostro de mi
laotong.
Mientras lo pensaba, ella me trajo un traje casi idéntico al suyo —casi, porque yo recordaba cómo lo había confeccionado con una de las prendas rescatadas del ajuar de su madre—. Luego se inclinó hacia mí, me besó en la mejilla y me susurró al oído:

—Mañana pasaremos el día juntas. Te enseñaré mis bordados y lo que he escrito en nuestro abanico. Hablaremos y recordaremos viejos tiempos. —Después me dejó sola.

Apagué el farolillo y me tumbé bajo las colchas. La luna estaba casi llena y la luz azulada que entraba por la celosía me transportó al pasado. Apreté la cara contra los pliegues de la colcha, que conservaba el perfume, fresco y delicado, de Flor de Nieve en nuestros años de cabello recogido. Me pareció volver a oír nuestros débiles gemidos de placer. Sola en aquella oscura habitación, me ruboricé al recordar cosas que era mejor olvidar. Pero los gemidos no desaparecieron de mis oídos y me incorporé. Ese sonido no lo imaginaba yo, sino que procedía del dormitorio de Flor de Nieve. ¡Mi
laotong
estaba teniendo trato carnal con su esposo! Quizá se hubiera hecho vegetariana, pero no se parecía a la esposa Wang de la historia que nos contaba mi tía. Me tapé los oídos e intenté conciliar el sueño, pero no lo conseguía. Mi buena suerte me había convertido en una persona impaciente e intolerante. El carácter impuro de aquella casa y sus moradores me irritaba los sentidos, la piel y el alma.

A la mañana siguiente el carnicero se marchó a trabajar. Ayudé a Flor de Nieve a lavar y secar los platos, a entrar leña, a sacar agua del pozo, a cortar las hortalizas para la comida, a coger carne del cobertizo donde se guardaban las piezas de cerdo y a cuidar a su hija. Cuando terminamos, puso a calentar el agua que utilizaríamos para bañarnos. Luego la subió a la habitación de las mujeres y cerró la puerta. Nunca habíamos sentido pudor; ¿por qué habíamos de sentirlo entonces? En aquella casita hacía mucho calor, pese a que estábamos en el décimo mes, pero se me puso carne de gallina cuando Flor de Nieve pasó el trapo mojado por mi piel.

¿Cómo puedo explicar esto sin que mis palabras parezcan propias de un esposo? Cuando la miré, vi que su pálida piel, siempre tan hermosa, había empezado a tornarse gruesa y oscura. Sus manos, siempre tan suaves, parecían rugosas sobre mi piel. Tenía arrugas encima del labio superior y en las comisuras de los ojos. Llevaba el cabello recogido en un prieto moño, en el que se apreciaban algunos mechones blancos. Tenía la misma edad que yo: treinta y dos años. Las mujeres de nuestro país no suelen vivir más de cuarenta, pero yo acababa de ver cómo mi suegra se iba al más allá, cuando aún parecía muy hermosa, a pesar de haber alcanzado la asombrosa edad de cincuenta y un años.

Esa noche volvimos a comer cerdo para cenar.

Entonces no me daba cuenta, pero el reino exterior, ese tumultuoso mundo de los hombres, se estaba filtrando en mi vida y en la de Flor de Nieve. La segunda noche que pasamos en su casa, nos despertaron unos ruidos espantosos. Nos reunimos en la sala principal y nos acurrucamos unos contra otros; todos, incluso el carnicero, estábamos aterrados. La habitación se llenó de humo. Una casa, quizá un pueblo entero, se estaba quemando cerca de allí. El polvo y la ceniza se depositaban sobre nuestra ropa. Se oían ruidos de metal y de cascos de caballos, que resonaban en nuestras cabezas. Estaba oscuro y no sabíamos qué sucedía. ¿Se estaba produciendo una catástrofe en un solo pueblo, o se trataba de algo mucho peor?

Se avecinaba un gran desastre. Los habitantes de los pueblos cercanos empezaron a huir de sus casas para refugiarse en las montañas. A la mañana siguiente, desde la celosía de Flor de Nieve vimos una caravana de hombres, mujeres y niños en carros empujados por otras personas o tirados por bueyes, a pie o en ponis. El carnicero corrió hasta las afueras del pueblo y les preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Es la guerra?

Unas voces le contestaron:

—¡El emperador ha enviado un mensajero a Yongming para que nuestro gobierno actúe contra los taiping!

—¡Las tropas imperiales han llegado para echar a los rebeldes!

—¡Hay combates por todas partes!

El carnicero hizo bocina con las manos y preguntó:

—¿Qué debemos hacer?

—¡Huid!

—¡La batalla pronto llegará aquí!

Yo estaba paralizada, abrumada y muerta de miedo. ¿Por qué mi esposo no había venido a buscarme? Una y otra vez me reprochaba a mí misma haber elegido aquel momento, después de tantos años, para visitar a mi
laotong.
Pero así es el destino. Tomamos decisiones acertadas y sensatas, pero a veces los dioses tienen otros planes para nosotros.

Ayudé a Flor de Nieve a preparar unas bolsas para ella y sus hijos. Fuimos a la cocina y cogimos un gran saco de arroz, té y licor para beber y para curar heridas. Por último enrollamos cuatro colchas de su ajuar, las atamos y las dejamos junto a la puerta. Cuando todo estuvo preparado, me puse mi traje de viaje de seda, salí, me planté en la plataforma y esperé a que viniera mi esposo, pero no apareció. No apartaba la vista del camino de Tongkou. De allí también salían tropeles de gente, sólo que, en lugar de subir hacia las colinas que se elevaban detrás del pueblo, cruzaban los campos en dirección a Yongming. Los dos torrentes de refugiados —el que iba hacia las colinas y el que se dirigía a la ciudad— me confundieron. ¿Acaso no había dicho siempre Flor de Nieve que las montañas eran los brazos que nos protegían? Entonces, ¿por qué iban los habitantes de Tongkou en la dirección opuesta?

A última hora de la tarde vi que un palanquín se apartaba del grupo que salía de Tongkou y viraba hacia Jintian. Yo sabía que venía a buscarme, pero el carnicero no quiso esperar.

—¡Es hora de marcharnos! —exclamó.

Yo quería quedarme allí hasta que mi familia viniera a recogerme, pero el carnicero se negó.

—Entonces iré caminando hacia el palanquín —dije. Desde la celosía de mi casa había imaginado infinidad de veces que iba caminando hasta Jintian. ¿Por qué no podía hacer el viaje a la inversa y reunirme con mi familia?

El carnicero hizo un brusco gesto con la mano, como si cortara el aire, indicando que no quería oír ni una palabra más.

—Están viniendo muchos hombres. ¿Sabes lo que le harían a una mujer sola? ¿Sabes lo que me haría tu familia si te pasara algo?

—Pero...

—Lirio Blanco —intervino Flor de Nieve—, ven con nosotros... Sólo estaremos fuera unas horas y luego te enviaremos con tu familia. Tenemos que ponernos a salvo.

El carnicero subió al carro a su madre, a su esposa, a los niños más pequeños y a mí; luego, junto con su hijo mayor, empezó a empujar de él. Yo miraba más allá de los campos que se extendían al otro lado de Jintian y veía llamas y penachos de humo agitados por el viento.

Flor de Nieve ofrecía continuamente agua a su esposo y a su hijo mayor. El otoño estaba avanzado y, cuando se puso el sol, el frío cayó sobre nosotros, pero el esposo y el hijo sudaban como si fuera pleno verano. Sin que nadie se lo pidiera, Luna de Primavera bajó del carro y cogió a su hermano pequeño. Llevó al niño sobre la cadera, y luego a la espalda. Por último lo dejó en el suelo, le cogió de la mano y se agarró al carro con la otra.

El carnicero aseguró a su esposa y a su madre que pronto nos detendríamos, pero no nos detuvimos. Formábamos parte de una siniestra caravana. Poco antes del amanecer, a la hora en que la oscuridad es más impenetrable, ascendimos por la primera ladera empinada. El carnicero tenía el rostro crispado, las venas se destacaban en su piel y le temblaban los brazos del esfuerzo que hacía para empujar el carro colina arriba. Al final se rindió y cayó al suelo detrás de nosotros. Flor de Nieve se bajó de un salto. Me miró. Yo la miré también. Detrás de mi
laotong
el cielo estaba rojo como el fuego. Los sonidos que transportaba el viento me hicieron apearme del carro. Nos atamos sendas colchas a la espalda. El carnicero se cargó el saco de arroz al hombro y los niños cogieron toda la comida que pudieron. Entonces pensé algo. Si sólo íbamos a estar fuera unas horas, ¿por qué llevábamos tanta comida? Quizá no volvería a ver a mi esposo ni a mis hijos durante varios días. Entretanto estaría allí, a merced de los elementos, con el carnicero. Me tapé la cara con las manos y procuré serenarme. No podía permitir que él viera en mí síntomas de debilidad.

Seguimos a pie hasta alcanzar a los otros. Flor de Nieve y yo sujetábamos a la madre del carnicero por los brazos para ayudarla a remontar la cuesta. Ella descansaba todo su peso en nosotras, como era de esperar en una rata. Cuando Buda quiso que la rata divulgara sus enseñanzas, la astuta criatura intentó aprovecharse del caballo. El caballo, que es un animal sabio, se negó a llevarla, y por eso los dos signos son incompatibles desde entonces. Pero en aquel espantoso camino, aquella espeluznante noche, ¿qué podíamos hacer nosotras, los dos caballos?

Los hombres que veíamos alrededor tenían una expresión adusta. Habían abandonado sus hogares y su sustento y se preguntaban si acabarían convertidos en montones de ceniza. Las mujeres tenían la cara surcada de lágrimas de miedo y dolor, pues en una sola noche estaban caminando todo lo que no habían caminado desde que les habían vendado los pies. Los niños no se quejaban, porque estaban demasiado asustados. No habíamos hecho más que iniciar nuestra huida.

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