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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (28 page)

Pese a que Flor de Nieve tenía una posición muy inferior a la mía, prestaba más atención y escuchaba más que yo. Debí imaginarlo. Siempre le había interesado más que a mí el reino exterior. Me explicó que los rebeldes de los que yo había oído hablar se llamaban taiping y que pretendían un orden armonioso. Creían, al igual que el pueblo yao, que los fantasmas, los dioses y las diosas influyen en las cosechas, la salud y el nacimiento de los hijos varones. Los taiping prohibían el vino, el opio, el juego, las danzas y el tabaco. Decían que había que arrebatar las fincas a los terratenientes, que tenían el noventa por ciento de las tierras y recibían el setenta por ciento de la cosecha, y que los que trabajaban la tierra debían compartirla por igual. En nuestra provincia cientos de miles de personas habían abandonado sus hogares para unirse a los taiping y estaban invadiendo pueblos y ciudades. Me habló de su cabecilla, que creía ser hijo de un famoso dios; de algo que él llamaba su Reino Celestial, de su aversión a los extranjeros y de la corrupción política. Yo no entendía qué intentaba decirme. Para mí un extranjero era alguien de otro condado. Yo vivía dentro de las cuatro paredes de la habitación de arriba, pero la mente de Flor de Nieve volaba hasta lugares lejanos, observando, buscando y preguntando.

Cuando regresé a mi casa y pregunté a mi esposo quiénes eran los taiping, él contestó: «Una esposa debe preocuparse de sus hijos y de hacer feliz a su familia. Si vuelves tan inquieta de tu pueblo natal, la próxima vez no te daré permiso para visitar a tu familia.» No dije ni una palabra más acerca del reino exterior.

La escasez de lluvias y las consecuencias que ésta tuvo en las cosechas hicieron que el hambre asolara Tongkou. Sin embargo, no me preocupé hasta que vi que nuestra despensa empezaba a vaciarse. Al poco tiempo mi suegra comenzó a castigarnos si derramábamos unas gotas de té o encendíamos un fuego demasiado grande en el brasero. Mi suegro se moderaba al servirse carne del plato central, pues prefería que sus nietos comieran antes que él aquel valioso alimento. Tío Lu, que había vivido en el palacio, no protestaba, pero, cuando comprendió la gravedad de la situación, empezó a exigirle más a mi hijo, con la esperanza de convertirlo en una garantía de que la familia recuperaría su buena posición.

Eso suponía un desafío para mi esposo. Una noche, cuando estábamos en la cama con las lámparas apagadas, me confió:

—Tío Lu cree que nuestro hijo tiene talento, y yo me alegré de que se ocupara de sus lecciones, pero ahora miro hacia el futuro y veo que quizá tendremos que enviarlo lejos para que siga sus estudios. ¿Cómo vamos a hacerlo, si todo el condado sabe que pronto tendremos que empezar a vender campos para poder comer? —Mi esposo me cogió la mano en la oscuridad—. Lirio Blanco, se me ha ocurrido una idea y mi padre la apoya, pero estoy preocupado por ti y por nuestros hijos.

Esperé, temiendo qué diría a continuación.

—La gente necesita ciertas cosas para vivir —prosiguió mi esposo—. El aire, el sol, el agua y la leña no cuestan dinero, aunque a veces no sean abundantes. Pero la sal sí cuesta dinero, y todo el mundo necesita sal para vivir.

Mi mano estrechó la suya. ¿Adónde quería llegar?

—He preguntado a mi padre si puedo coger nuestros últimos ahorros —añadió—, viajar hasta Guilin, comprar sal y traerla aquí para venderla. Me ha dado permiso.

El plan de mi esposo entrañaba más peligros que los que yo podía nombrar. Guilin estaba en la provincia vecina. Para llegar hasta allí mi esposo tendría que pasar por territorio ocupado por los rebeldes. Y los que no eran rebeldes eran campesinos desesperados que habían perdido sus hogares y se habían convertido en bandidos que asaltaban a quienes se atrevían a transitar por los caminos. El negocio de la sal era peligroso en sí mismo, y ésa era una de las razones por las que la sal siempre escaseaba. Los hombres que controlaban su comercio en nuestra provincia tenían sus propios ejércitos, pero mi esposo estaba solo. Carecía de experiencia en el trato con los caudillos y los astutos comerciantes. Por si eso fuera poco, mi mente femenina lo imaginaba conociendo a hermosas mujeres en Guilin. Si salía airoso de su aventura, quizá volviera a casa con unas cuantas concubinas. Mi debilidad de mujer fue lo primero que expresé.

—No recojas flores silvestres —le supliqué, utilizando el eufemismo con que denominábamos a esa clase de mujeres que podía encontrar en su viaje.

—El valor de una esposa reside en sus virtudes, no en su rostro —me tranquilizó él—. Me has dado hijos. Mi cuerpo recorrerá una larga distancia, pero mis ojos no mirarán lo que no deben ver. —Hizo una pausa, y añadió—: Sé fiel, evita la tentación, obedece a mi madre y sirve a nuestros hijos.

—Eso haré —prometí—. Pero no me preocupa lo que pueda sucederme a mí.

Intenté expresar mis otros temores, pero él dijo:

—¿Acaso vamos a dejar de vivir porque unos cuantos estén descontentos? Debemos seguir utilizando nuestros caminos y nuestros ríos, que son de todos los chinos.

Dijo que calculaba estar lejos durante un año.

Tan pronto mi esposo partió, el desasosiego se apoderó de mí. A medida que pasaban los meses, cada vez estaba más nerviosa y asustada. Si le ocurría algo, ¿qué sería de mí? Como viuda, tendría muy pocas opciones. Puesto que mis hijos eran demasiado pequeños para ocuparse de mí, mi suegro me vendería a otro hombre. Sabía que si eso llegaba a ocurrir quizá no volvería a ver a mis hijos, y entendí por qué tantas viudas se suicidaban. Sin embargo, no iba a conseguir nada llorando día y noche abrumada por los riesgos que me amenazaban. Intentaba mantener una apariencia serena en la habitación de arriba, pese a que me preocupaba muchísimo la seguridad de mi esposo.

Pensando que me consolaría ver a mi primer hijo, comencé a hacer algo que no se me habría pasado por la cabeza hasta entonces. Varias veces al día, me ofrecía a ir a buscar el té para las mujeres de la habitación de arriba; una vez abajo, me sentaba y escuchaba las lecciones de mi hijo con tío Lu.

—Las tres fuerzas más importantes son el cielo, la tierra y el hombre —recitaba el pequeño—. Las tres luces son el sol, la luna y las estrellas. Las oportunidades que ofrece el cielo no son iguales a las ventajas conseguidas en la tierra, mientras que las ventajas de la tierra no están a la altura de las bendiciones que proceden de la armonía entre los hombres.

—Esas palabras puede memorizarlas cualquier niño, pero ¿qué significan? —Tío Lu era exigente y riguroso.

¿Creéis que mi hijo erraba alguna vez en las respuestas? Pues no, y os diré por qué. Si no contestaba correctamente a una pregunta o cometía algún error en sus recitaciones, tío Lu le golpeaba en la palma de la mano con una vara de bambú. Si al día siguiente volvía a equivocarse, el castigo era doble.

—El cielo da al hombre el clima, pero sin el fértil suelo de la tierra el clima no tiene ningún valor —contestó mi hijo—. Y el rico suelo es inútil si no reina la armonía entre los hombres.

Sonreí, orgullosa, en mi escondite, pero tío Lu no se contentaba con una sola respuesta correcta.

—Muy bien. Ahora hablemos del imperio. Si fortaleces a tu familia y cumples las normas que están escritas en el
Libro de los ritos,
habrá orden en tu casa. Eso se extiende de una casa a la siguiente, construyendo la seguridad del estado hasta llegar al emperador. Pero un rebelde engendra a otro rebelde, y pronto reina el desorden. Presta atención, pequeño. Nuestra familia posee tierras. Tu abuelo las gobernó durante mi ausencia, pero ahora la gente sabe que ya no tengo contactos en la corte. Ven y oyen a los rebeldes. Debemos ser prudentes.

Pero el terror que tío Lu tanto temía no llegó en la forma de los taiping. Lo último que oí antes de que los fantasmas de la muerte descendieran sobre nosotros fue que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Le bordé un pañuelo para desearle una gestación sana y feliz, y lo decoré con peces plateados que saltaban de un arroyo azul claro, creyendo que ésa era la imagen más propicia y refrescante que podía ofrecer a una mujer que iba a estar embarazada durante el verano.

Aquel año, el gran calor llegó antes. Era demasiado pronto para que volviéramos a nuestra casa natal, así que las mujeres y nuestros hijos languidecíamos en la habitación de arriba esperando, esperando, esperando. Como la temperatura aumentaba día a día, los hombres de Tongkou y de los pueblos de los alrededores llevaban a los niños a bañarse al río. Era el mismo río en que de niña me refrescaba los pies, y sentí una gran alegría cuando mi suegro y mi cuñado se ofrecieron a llevar allí a los niños. Pero también era el mismo río donde las niñas de pies grandes lavaban la ropa y de donde cogían agua para beber y cocinar, porque los pozos del pueblo estaban llenos de larvas de insectos.

El primer caso de fiebre tifoidea apareció en el mejor pueblo del condado, mi Tongkou. Afectó al precioso primogénito de uno de nuestros arrendatarios y se extendió por su casa hasta matar a toda su familia. La enfermedad empezaba con fiebres, seguidas de un fuerte dolor de cabeza y vómitos. A veces también producía tos y ronquera, o un sarpullido de granos de color rosa. Cuando aparecía la diarrea, sólo era cuestión de horas que la muerte pusiera fin a la agonía. En cuanto nos enterábamos de que un niño había caído enfermo, sabíamos qué iba a pasar. Primero moría el niño, luego sus hermanos y hermanas, luego la madre y por último el padre. Era un proceso que se repetía una y otra vez, porque una madre no puede abandonar a su hijo enfermo y un esposo no puede abandonar a su esposa moribunda. Pronto el caos reinó en todas las poblaciones del condado.

La familia Lu se retiró de la vida del pueblo y cerró las puertas de su casa. Las criadas desaparecieron; no sé si mi suegro las echó o huyeron atemorizadas. No supe más de ellas. Las mujeres de la familia reunimos a los niños en la habitación de arriba creyendo que allí estarían más seguros. El hijo de Cuñada Tercera fue el primero en presentar los síntomas de la enfermedad. Le ardía la frente y tenía las mejillas muy coloradas. Al verlo me llevé a mis hijos a mi dormitorio y llamé a mi hijo mayor. En ausencia de mi esposo, debería haber consentido en su deseo de quedarse con su tío abuelo y el resto de los hombres, pero no lo dejé elegir.

—Sólo yo saldré de esta habitación —dije a mis hijos—. Hermano Mayor se ocupará de vosotros mientras yo no esté aquí. Tenéis que obedecerlo en todo.

Todos los días salía de la habitación una vez por la mañana y otra por la noche. Consciente de la gravedad de la enfermedad, me llevaba el orinal y lo vaciaba yo misma, procurando que nada de la zona donde se acumulaban los excrementos tocara el recipiente, mis manos, mis pies o mi ropa. Sacaba agua salobre del pozo, la hervía y la filtraba hasta que quedaba clara y limpia. Me daba miedo la comida, pero algo teníamos que comer. No sabía qué hacer. ¿Debíamos ingerir alimentos crudos, directamente arrancados del huerto? Cuando pensé en el estiércol que utilizábamos para abonar los campos, comprendí que eso no podía ser aconsejable. Recordé lo único que cocinaba mi madre cuando yo estaba enferma:
congee.
Lo preparaba dos veces al día.

El resto del tiempo estaba encerrada en mi dormitorio con mis hijos. Durante el día oíamos gente correr de un lado a otro. Por la noche llegaban hasta nosotros los gritos intermitentes de los enfermos y los angustiados lamentos de las madres. Por la mañana yo pegaba una oreja a la puerta y me enteraba de quién se había marchado al más allá. Las concubinas, que no tenían a nadie que se ocupara de ellas, agonizaban y morían solas, con la única compañía de las mismas mujeres contra las que hasta entonces habían conspirado.

Tanto de día como de noche me preocupaba por Flor de Nieve y mi esposo. ¿Mi
laotong
pondría en práctica las mismas medidas preventivas que empleaba yo? ¿Estaría bien? ¿Habría muerto? ¿Habría perecido su primer hijo, que siempre me había parecido tan débil? ¿Habría muerto toda la familia? ¿Y mi esposo? ¿Habría muerto en otra provincia o en algún camino? Si algo malo le pasaba a alguno de los dos, no sabía qué iba a hacer. Me sentía enjaulada por el miedo.

En mi dormitorio sólo había una ventana y estaba demasiado alta para asomarme a ella. Los olores que desprendían los hinchados cadáveres que la gente dejaba ante las casas impregnaban la húmeda atmósfera. Nos tapábamos la nariz y la boca, pero no había escapatoria: el hedor hacía que nos escocieran los ojos y se nos adhería a la lengua. Yo repasaba mentalmente todas las tareas que debía realizar: rezar constantemente a la diosa, envolver a los niños con tela rojo oscuro, barrer la habitación tres veces al día para asustar a los fantasmas que acecharan en busca de presas. También enumeraba todas las cosas de que debíamos abstenernos: nada de comida frita ni salteada. Si mi esposo hubiera estado en casa, tampoco deberíamos haber tenido trato carnal. Pero él estaba lejos, y era yo la que debía permanecer alerta.

Un día, mientras preparaba las gachas de arroz, mi suegra entró en la cocina con un pollo muerto en la mano.

—Ya no tiene sentido que reservemos los pollos —dijo con aspereza. Mientras lo descuartizaba y picaba ajo, me previno—: Tus hijos morirán si no comen carne y verdura. Vas a matarlos de hambre y ni siquiera habrán tenido tiempo de enfermar.

Me quedé contemplando el pollo. Se me hacía la boca agua y me rugía el estómago, pero por primera vez desde que me había casado hice oídos sordos a los comentarios de mi suegra. No dije nada. Puse el
congee
en cuencos y los coloqué en una bandeja. Cuando me dirigía a mi dormitorio, me detuve ante la puerta de tío Lu, llamé con los nudillos y dejé un cuenco para él. Tenía que hacerlo, porque no sólo era el miembro de más edad y más respetado de nuestra familia, sino que además era el maestro de mi hijo. Los clásicos nos enseñan que la relación del maestro y el alumno es la segunda en importancia después de la del padre y el hijo.

Llevé los otros cuencos a mis hijos. Jade protestó al ver que no había cebollas ni trozos de cerdo, ni siquiera verduras en conserva, y le di una fuerte bofetada. Los otros niños se tragaron sus quejas, mientras su hermana se mordía el labio inferior y contenía las lágrimas. No les hice caso. Cogí la escoba y me puse a barrer.

Pasaban los días y los síntomas de la enfermedad seguían sin aparecer en nuestro dormitorio, pero el calor era insoportable y empeoraba los olores de la enfermedad y la muerte. Una noche, cuando fui a la cocina, encontré a Cuñada Tercera de pie, como una aparición, en medio de la habitación oscura, vestida de pies a cabeza con prendas blancas de luto. Deduje por su atuendo que sus hijos y su esposo habían muerto. Su mirada, vacía y perdida, me dejó paralizada. Ella no se movió ni dio muestras de haberme visto, pese a que yo estaba a sólo un metro de ella. Estaba tan asustada que no me atrevía a retirarme ni a avanzar. Oí el canto de las aves nocturnas y el débil gemido de carabao. Entonces se me ocurrió una idea estúpida: ¿por qué no morían los animales? ¿O sí morían y no había nadie para decírmelo?

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