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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (26 page)

La audacia de mi
laotong
me hizo comprender la verdadera función de nuestra escritura secreta: no había sido concebida para que nos escribiéramos cartas ingenuas ni para que nos presentáramos a las mujeres de la familia de nuestro esposo, sino para darnos voz. El
nu shu
era un medio por el que nuestros pies vendados podían acercarnos unas a otras, por el que nuestros pensamientos podían sobrevolar los campos, como había escrito Flor de Nieve. Los hombres de nuestras casas no concebían que nosotras pudiéramos tener algo importante que decir. No imaginaban que pudiéramos tener emociones ni expresar ideas creativas. Las mujeres —nuestras suegras y las demás— levantaban bloqueos aún mayores para protegerse de nosotras. Sin embargo, a partir de ese momento confié en que Flor de Nieve y yo escribiéramos la verdad acerca de nuestras vidas, tanto si estábamos juntas como separadas. Quería dejar de utilizar las frases estereotipadas que tan comunes eran entre las esposas en sus años de arroz y sal y expresar mis verdaderos pensamientos. Hablaríamos como hablábamos cuando estábamos acurrucadas en la habitación de arriba de mi casa natal.

Necesitaba ver a Flor de Nieve y asegurarle que la situación mejoraría, pero, si desobedecía a mi suegra e iba a visitarla, cometería uno de los delitos más graves. Esconderme para escribir o leer cartas no era nada comparado con eso, pero tenía que hacerlo si quería ver a mi
laotong.

Flor de Nieve:

Lloro cuando te imagino en esa casa. Eres demasiado buena para tener que soportar tanta indignidad. Tenemos que vernos. Por favor, ven a mi casa natal el Día de la Expulsión de los Pájaros. Llevaremos a nuestros hijos. Volveremos a ser felices. Te olvidarás de tus problemas. Recuerda que junto a un pozo nadie pasa sed. Junto a una hermana nadie desespera. Siempre seré tu hermana.

Lirio Blanco

Sentada en la habitación de arriba, planeaba y conspiraba, pero tenía miedo. Decidí que lo más aconsejable era la simplicidad —recogería a Flor de Nieve con mi palanquín de camino a casa—, pero también era la forma más fácil de que me descubrieran. Las concubinas podían estar mirando por la celosía y ver cómo el palanquín torcía hacia la derecha, hacia Jintian. Y había otro factor aún más peligroso: los caminos estarían llenos de mujeres —mi suegra entre ellas— que volvían a sus hogares natales para pasar allí la fiesta. Podía vernos cualquiera; cualquiera podía denunciarnos, aunque sólo fuera para congraciarse con la familia Lu. Sin embargo, cuando llegó el día, ya había reunido suficiente valor para creer que podía salirme con la mía.

El primer día del segundo mes lunar señalaba el inicio de la temporada de labranza y por eso se celebraba entonces la Fiesta de la Expulsión de los Pájaros. Esa mañana, las mujeres se levantaron temprano para preparar bolas de arroz glutinoso; fuera, los pájaros esperaban a que los hombres empezaran a sembrar los campos. Mi suegra y yo cocinábamos las bolas de arroz, nuestro alimento diario más preciado, con que protegeríamos la cosecha. Cuando llegó la hora, las mujeres solteras de Tongkou llevaron las bolas fuera y las pincharon en unos palos, que a continuación clavaron en los campos para atraer a los pájaros, mientras los hombres lanzaban grano envenenado en los bordes de los labrantíos para que las aves siguieran atracándose. Tan pronto éstas picotearon los primeros granos mortales, las mujeres casadas de Tongkou subieron a carros y palanquines, o a la espalda de mujeres de pies grandes, y partieron hacia sus pueblos natales. Según cuentan las ancianas, si no nos marchamos, los pájaros se comen las semillas de arroz que nuestros esposos están a punto de plantar y no podemos darles más hijos.

Tal como había planeado, mis porteadores se pararon en Jintian. No salí del palanquín por temor a que me viera alguien. Se abrió la portezuela y subió Flor de Nieve, con su hijo dormido en brazos. Habían pasado ocho meses desde que nos viéramos en el templo de Gupo. Yo creía que mi
laotong,
de tanto trabajar, habría perdido la lozanía del embarazo, pero sus formas aún se adivinaban redondas bajo la túnica y la falda. Tenía los pechos más grandes que yo, aunque su hijo era escuálido comparado con el mío. También tenía el vientre abultado, y por eso se había apoyado al bebé sobre el hombro, en lugar de llevarlo en el regazo.

Cambió de posición al niño, con suavidad, para enseñármelo. Yo aparté a mi hijo de mi pecho y lo levanté para que los dos críos se miraran. Tenían siete y seis meses. Dicen que todos los bebés son guapos. Mi hijo lo era, pero el de Flor de Nieve, pese a tener el pelo espeso y negro, era delgado como un junco, tenía la piel de un amarillo enfermizo y la frente arrugada. Pero, como es lógico, elogié su belleza, y ella hizo lo mismo con mi hijo.

Mientras nos bamboleábamos en el palanquín, nos interesamos por los nuevos proyectos de la otra. Flor de Nieve estaba tejiendo una pieza de tela que incorporaba un verso de un poema; era una labor muy difícil y agotadora. Yo estaba aprendiendo a adobar pájaros; era una tarea relativamente fácil, pero que había que hacer con cuidado para que la carne no se estropeara. Pero eso sólo eran cumplidos; teníamos temas más serios de que hablar. Cuando le pregunté cómo iban las cosas, ella no vaciló ni un instante.

—Cuando me despierto por la mañana, la única alegría que tengo es sentir a mi hijo cerca —me confió mirándome a los ojos—. Me gusta cantar mientras lavo la ropa o entro la leña en la casa, pero mi esposo se enfada si me oye. Cuando está disgustado, no me deja cruzar el umbral si no es para realizar mis tareas. Cuando está contento, por la noche me deja sentarme fuera, en la plataforma donde mata los cerdos. Pero, mientras estoy allí, sólo sé pensar en los animales sacrificados. Por la noche me quedo dormida pensando que volveré a levantarme, pero que no habrá amanecer, sino sólo oscuridad.

Intenté tranquilizarla.

—Dices eso porque hace poco que has sido madre y el invierno ha sido muy duro. —Yo no tenía derecho a comparar mi congoja con la suya, pero también a mí me invadía la melancolía en ocasiones, cuando echaba de menos a mi familia natal o cuando las frías sombras de los cortos días de invierno entristecían mi corazón—. Está llegando la primavera —le recordé—. Cuando los días sean más largos, seremos más felices.

—Yo prefiero que los días sean cortos —afirmó con rotundidad—. Las quejas sólo cesan cuando mi esposo y yo nos acostamos. Entonces no oigo protestar a mi suegro porque el té está flojo, a mi suegra regañarme porque tengo el corazón blando, a mis cuñadas ordenarme que les lave la ropa, a mi esposo ordenarme que no haga el ridículo en el pueblo, ni a mi hijo exigir, exigir, exigir.

Me horrorizaba que la situación de mi alma gemela fuera tan mala. Ella se sentía desgraciada y yo no sabía qué decir, aunque sólo unos días atrás me había hecho la promesa de que seríamos más francas. La confusión y la torpeza hicieron que me dejara llevar por el convencionalismo.

—Yo he intentado adaptarme a mi esposo y a mi suegra y eso me ha hecho la vida más fácil —apunté—. Deberías hacer lo mismo. Ahora sufres, pero un día tu suegra morirá y tú serás la dueña de la casa. Todas las primeras esposas que tienen hijos varones acaban venciendo.

Sonrió sin ganas y yo pensé en sus quejas respecto a su hijo. No lo entendía. Un hijo varón lo era todo para una mujer. Era su deber y su máximo logro satisfacer todas sus exigencias.

—Tu hijo pronto aprenderá a caminar —añadí—. Tendrás que perseguirlo por todas partes. Eso te hará feliz.

Ella abrazó con fuerza a su hijo.

—Vuelvo a estar embarazada.

La felicité, pero estaba muy desconcertada. Eso explicaba por qué tenía los pechos tan grandes y el vientre tan abultado. Debía de estar muy avanzada. Pero ¿cómo podía haberse quedado encinta tan pronto? ¿Era ése el acto impuro al que se refería en su carta? ¿Se había acostado con su esposo antes de los cien días? Sí, debía de ser eso.

—Deseo que tengas otro hijo varón —conseguí decir.

—Eso espero. —Suspiró—. Porque mi esposo dice que es mejor tener un perro que una hija.

Todos sabíamos que esas palabras eran ciertas, pero ¿qué clase de hombre decía una cosa así a su esposa estando ella embarazada?

Los porteadores dejaron el palanquín en el suelo y oímos los gritos de júbilo de mis hermanos; así me libré de tener que decir unas palabras adecuadas a mi
laotong.
Había llegado a casa.

¡Cómo había cambiado todo! Hermano Mayor y su esposa tenían dos hijos. Ella había vuelto al hogar paterno para pasar la Fiesta de la Expulsión de los Pájaros, pero había dejado a los niños en la casa de mis padres para que los viéramos. Mi hermano menor todavía no se había casado, pero ya se estaba preparando su boda, de modo que era hombre oficialmente. Hermana Mayor había llegado con sus dos hijas y su hijo. Se estaba haciendo mayor, aunque yo todavía la veía como una niña en sus años de cabello recogido. Mi madre ya no podía criticarme con tanta facilidad, aunque lo intentaba. Mi padre se sentía orgulloso, pero hasta yo me daba cuenta de la carga que suponía para él tener que alimentar tantas bocas aunque sólo fuera unos días. En total había bajo nuestro techo siete niños de entre seis meses y seis años. Armaban jaleo, correteaban de aquí para allá, lloraban para reclamar atención y las mujeres les cantaban canciones para tranquilizarlos. Mi tía estaba feliz rodeada de crios; vivir en una casa llena de niños siempre había sido su sueño. Sin embargo, de vez en cuando yo veía que se le empañaban los ojos. Si el mundo hubiera sido más justo, Luna Hermosa también habría estado allí con sus hijos.

Pasamos tres días charlando, riendo, comiendo y durmiendo; nadie discutía, murmuraba, condenaba ni acusaba. Para Flor de Nieve y para mí los mejores momentos eran los que pasábamos por la noche en la habitación de arriba. Poníamos a nuestros hijos en la cama, entre ambas. Al verlos juntos las diferencias eran aún más patentes. Mi hijo era rollizo y tenía un mechón de cabello levantado, como su padre. Le encantaba mamar y gorjeaba pegado a mi pezón hasta que se emborrachaba con mi leche, y sólo paraba para mirarme de vez en cuando y sonreír. Al hijo de Flor de Nieve le costaba mamar, y escupía la leche sobre el hombro de su madre cuando ella lo hacía eructar. También era problemático en otros aspectos: solía llorar al atardecer, rojo de ira, y tenía el trasero irritado. Sin embargo, cuando los cuatro nos acurrucábamos bajo la colcha, los dos crios se tranquilizaban, apaciguados por nuestros susurros.

—¿Te gusta tener trato carnal? —preguntó Flor de Nieve tras asegurarse de que todos los demás dormían.

Durante años habíamos oído los chistes subidos de tono que contaban las ancianas y los comentarios jocosos de mi tía sobre lo bien que lo pasaba en la cama con mi tío. Todo eso nos había resultado muy desconcertante cuando éramos niñas, pero yo ya había entendido que no tenía nada de desconcertante.

—Mi esposo y yo somos como dos patos mandarines —añadió al ver que tardaba en contestar—. Ambos hallamos la felicidad volando juntos.

Sus palabras me sorprendieron. ¿Estaba mintiendo otra vez, como había hecho durante años? Me quedé callada, y ella continuó:

—No obstante, aunque ambos gozamos mucho en la cama, me molesta que mi esposo no respete los períodos de purificación. Cuando di a luz, sólo esperó veinte días. —Hizo otra pausa, y luego admitió—: No le culpo por ello. Yo consentí. Quería que pasara.

Sentí alivio, aunque estaba muy asombrada por su deseo de tener trato carnal con su esposo. Debía de estar diciéndome la verdad, porque nadie mentiría para encubrir una verdad peor. ¿Podía haber algo más vergonzoso que realizar un acto impuro?

—Eso está mal —susurré—. Debes cumplir las normas.

—¿Qué ocurrirá si no? ¿Me volveré tan impura como mi esposo?

Eso era algo que yo ya había pensado, pero contesté:

—Podrías enfermar o morir.

Flor de Nieve rió en la oscuridad.

—Nadie enferma por tener trato carnal. Sólo da placer. Me paso el día trabajando sin descanso para mi suegra. ¿Acaso no merezco los placeres de la noche? Y si tengo otro hijo, aún seré más feliz.

En eso tenía razón. El niño que dormía entre nosotras era difícil y débil. Flor de Nieve necesitaba tener otro hijo... por si acaso.

Los tres días de fiesta transcurrieron con asombrosa rapidez. Mi corazón estaba más alegre. Flor de Nieve bajó de mi palanquín delante de su casa y yo me fui a la mía. Nadie me había visto cambiar de camino y el dinero que había pagado a mis porteadores garantizaba su silencio. Animada por mi éxito, pensé que podría verla más a menudo. Había muchas fiestas durante el año que requerían que las mujeres casadas regresaran a sus hogares natales, y también estaba nuestra visita anual al templo de Gupo. Éramos mujeres casadas, pero seguíamos siendo almas gemelas, dijera lo que dijese mi suegra.

En los meses siguientes seguimos escribiéndonos; nuestras palabras atravesaban los campos en ambas direcciones, libres como dos pájaros que planean en una corriente alta. Sus quejas disminuyeron, y también las mías. Éramos jóvenes madres y las aventuras cotidianas de nuestros hijos nos alegraban la vida: los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos. Yo pensaba que ambas estábamos satisfechas a medida que nos adaptábamos al ritmo de nuestro nuevo hogar, aprendíamos a complacer a nuestras suegras y nos habituábamos a los deberes de las esposas.

Hasta me acostumbré a escribirle acerca de mi esposo y de nuestros momentos de intimidad. Por fin comprendía aquella antigua enseñanza: «Sube a la cama, pórtate como un esposo; baja de la cama, pórtate como un caballero.» Yo prefería a mi marido cuando él bajaba de la cama. Durante el día él obedecía las Nueve Consideraciones. Era lúcido, escuchaba atentamente y se mostraba cariñoso. Era recatado, leal, respetuoso y honrado. Cuando tenía dudas, consultaba a su padre, y en las raras ocasiones en que se enfadaba procuraba que no se notara. Así pues, por la noche, cuando subía a la cama, yo me alegraba de su goce, aunque sentía alivio cuando él terminaba. No entendía lo que había oído decir a mi tía cuando yo estaba en mis años de cabello recogido, ni que Flor de Nieve encontrara placer en el acto carnal.

Pese a mi gran ignorancia, había una cosa que sí sabía: no se pueden infringir las normas sin pagar un alto precio.

Lirio Blanco:

Mi hija nació muerta. Se marchó sin haber echado raíces, de modo que no conoció los pesares de la vida. Le cogí los pies. Nunca conocerían la agonía del vendado. Le toqué los ojos. Nunca conocerían la tristeza de abandonar su hogar natal, de ver a su madre por última vez, de despedirse de un hijo muerto. Puse mis dedos sobre su corazón. Nunca conocería el dolor, la pena, la soledad, la tristeza. Me la imagino en el más allá. ¿Estará mi madre con ella? Ignoro cuál habrá sido el destino de ambas.

En mi casa todos me culpan. Mi suegra dice: «¿Para qué te casaste con mi hijo, si no vas a darle hijos varones?» Mi esposo dice: «Eres joven. Tendrás más hijos. La próxima vez me darás un varón.»

No tengo forma de desahogarme. No tengo a nadie que me escuche. Ojalá te oyera subir por la escalera.

Imagino que soy un pájaro. Vuelo hacia las nubes y el mundo, abajo, parece muy lejano.

Me pesa el trozo de jade que llevaba colgado del cuello para proteger a mi bebé. No puedo dejar de pensar en mi niñita muerta.

Flor de Nieve

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