Todavía no había terminado con la señora Wang.
—Necesitamos muchachas para el rito de Sentarse y Cantar —dije—. ¿Puedes traer a la hermana mayor de Flor de Nieve?
—No. Sus suegros no la dejarán volver a esta casa.
Traté de digerirlo. Jamás había oído que semejante cosa fuera posible.
—Pues necesitamos muchachas —insistí.
—No vendrá nadie, Lirio Blanco —me confió la señora Wang—. Mi cuñado tiene muy mala reputación. Ninguna familia permitirá que una niña soltera traspase este umbral. Quizá tu madre y tu tía, que ya conocen la situación...
—¡No!
Todavía no estaba preparada para verlas, y a Flor de Nieve no le serviría de nada su compasión. Lo que necesitaba mi
laotong
era la compañía de muchachas desconocidas.
Yo tenía algunas monedas que me habían regalado por mi boda. Deslicé unas pocas en la mano de la señora Wang y dije:
—No vuelvas hasta que hayas encontrado a tres muchachas. Paga a sus padres la cantidad que consideres oportuna. Diles que yo me hago responsable de sus hijas.
Estaba convencida de que, como esposa de la mejor familia de Tongkou, podría conseguir lo que quisiera, y sin embargo lo que estaba haciendo era muy arriesgado, porque mis suegros no tenían ni idea de que utilizaba su posición de ese modo. No obstante, la señora Wang evaluó la situación. Ella necesitaba seguir haciendo negocios en Tongkou y estaba a punto de cosechar los frutos de haberme introducido en la familia Lu. No quería poner en peligro su posición, pero ya se había saltado muchas normas para beneficiar a su sobrina. Al final resolvió mentalmente la ecuación, asintió con la cabeza y se marchó.
Al día siguiente regresó con tres crías, hijas de unos campesinos que trabajaban para mi suegro. Dicho de otro modo: eran niñas como yo, pero que no habían disfrutado de mis ventajas.
Fue un mes agotador. Enseñé a cantar a las niñas. Las ayudé a buscar palabras bonitas para describir a Flor de Nieve —a quien no conocían de nada— en sus libros del tercer día. Si no sabían un carácter, yo se lo escribía. Si se dedicaban a perder el tiempo cuando debían confeccionar las colchas, las llevaba aparte y les susurraba que sus padres las castigarían si no realizaban bien las tareas para las que las habían contratado.
¿Recordáis cómo se sentía mi hermana mayor durante los ritos nupciales? Estaba muy triste por tener que marcharse de su casa natal, pero todos consideraban que iba a hacer una buena boda. Las canciones que entonó no eran ni demasiado trágicas ni demasiado alegres, y reflejaban lo que iba ser su futuro. Por mi parte, había tenido sentimientos encontrados acerca de mi matrimonio. También estaba triste por tener que abandonar mi casa natal, pero al mismo tiempo me sentía emocionada porque mi vida iba a cambiar para mejor. En mis canciones había elogiado a mis padres por haberme criado y les había dado las gracias por lo mucho que habían trabajado por mí. El futuro de Flor de Nieve, en cambio, se vislumbraba sombrío. Era algo que nadie podía negar ni cambiar, de modo que nuestras canciones estaban impregnadas de melancolía.
—Madre —cantó Flor de Nieve un día—, padre no me plantó en una colina soleada. Viviré para siempre en la sombra.
Y su madre contestó:
—Ciertamente, es como plantar una flor hermosa en un muladar.
Las tres niñas y yo no podíamos sino estar de acuerdo, y alzamos nuestras voces al unísono para repetir ambas frases. Así es como hacíamos las cosas: con sentimiento, pero a la manera tradicional.
Hacía cada vez más frío. Un día, vino el hermano menor de Flor de Nieve y tapó las celosías con papel, aunque eso no impidió que la humedad siguiera entrando en la casa. Teníamos los dedos rígidos y enrojecidos a causa del frío. Las tres niñas campesinas no se atrevían a quejarse. Como no podíamos continuar de aquella manera, propuse que nos trasladáramos a la cocina, donde podríamos calentarnos junto al brasero. La señora Wang y la madre de Flor de Nieve se plegaron a mi deseo, demostrando una vez más que yo tenía poder.
El libro del tercer día que había escrito para Flor de Nieve tiempo atrás estaba lleno de espléndidas predicciones acerca de su futuro, pero aquellas frases ya no eran pertinentes. Empecé de nuevo. Corté un trozo de tela añil para confeccionar las tapas, entre las que coloqué varias hojas de papel de arroz que cosí con hilo blanco. En las esquinas de la primera hoja pegué recortes de papel rojo. En las primeras páginas escribiría mi canción de despedida; en las siguientes presentaría a mi
laotong
a su nueva familia, y las últimas las dejaría en blanco para que ella escribiera lo que quisiera y guardara las muestras de sus bordados. Molí tinta en el tintero de piedra y cogí el pincel. Dibujé los trazos de nuestra escritura secreta con gran esmero. No debía permitir que mi mano, tan temblorosa a causa de las emociones de aquellos días, estropeara los sentimientos que pretendía expresar.
Transcurridos los treinta días, empezó el Día de los Lamentos. Flor de Nieve se quedó en el piso de arriba. Su madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de las mujeres. Nosotras ya teníamos preparadas las canciones. Pese a la amenaza de la ira del padre de Flor de Nieve ante cualquier ruido, elevé la voz para cantar mis sentimientos y mis consejos.
—Una buena mujer no debe aborrecer los defectos de su esposo —canté, recordando «La historia de la esposa Wang»—. Ayuda a mejorar a tu familia. Sirve y obedece a tu marido.
La madre y la tía de Flor de Nieve cantaron:
—Para ser buenas hijas, debemos obedecer. —Al oír sus voces nadie habría puesto en duda la devoción y el afecto que se profesaban—. Debemos recogernos en la habitación de arriba, ser castas, mostrarnos recatadas y perfeccionar las artes de las mujeres. Para ser buenas hijas, debemos abandonar el hogar. Ése es nuestro destino. Cuando nos vamos a la casa de nuestro esposo, se abren ante nosotras nuevos mundos, a veces mejores y a veces peores.
—Disfrutamos juntas de los felices años de hija —recordé a Flor de Nieve—. Pasó el tiempo y nunca nos separamos. Ahora seguiremos juntas. —Evocando los primeros mensajes intercambiados en nuestro abanico y lo escrito en nuestro contrato de
laotong,
añadí—: Seguiremos hablándonos al oído. Seguiremos eligiendo nuestros colores, enhebrando nuestras agujas y bordando juntas.
Flor de Nieve apareció en lo alto de la escalera y su voz llegó hasta mí.
—Creía que volaríamos juntas como dos aves fénix, eternamente. Ahora soy como una criatura muerta que yace en el fondo de un estanque. Dices que seguiremos juntas, como antes. Te creo. Sin embargo, el umbral de mi casa nunca podrá compararse con el tuyo.
Bajó despacio por la escalera y se sentó junto a su madre. Creíamos que la veríamos llorar, pero no derramó ni una lágrima. Entrelazó un brazo en el de su madre y escuchó con educación cómo las niñas del pueblo entonaban sus lamentos. La observé sin entender su aparente falta de emoción, cuando hasta yo, que había estado muy contenta porque iba a hacer una buena boda, había llorado en aquella ceremonia. ¿Acaso abrigaba sentimientos encontrados, como me había ocurrido a mí? Sin duda echaría de menos a su madre, pero ¿echaría de menos a aquel despreciable padre o añoraría despertar cada mañana en una casa vacía que le recordaba la desgracia de su familia? Casarse con un carnicero era terrible, pero ¿era peor que la vida que había llevado hasta entonces? Además, Flor de Nieve había nacido bajo el signo del caballo, como yo. Sus ansias de libertad y aventuras eran tan fuertes como las mías. Sin embargo, aunque éramos almas gemelas, nacidas bajo el signo del caballo, yo siempre tenía los pies en el suelo y era realista, fiel y obediente, mientras que su caballo tenía alas que querían elevarla por el aire y luchar contra cualquier cosa que pudiera frenarla, pese a tener una mente que perseguía la belleza y el refinamiento.
Dos días más tarde, llegó la silla de flores de mi
laotong.
Tampoco esta vez lloró ni se rebeló contra lo inevitable. Se entretuvo un momento con el pequeño grupo de mujeres que se habían congregado y luego subió al palanquín, escasamente decorado. Las tres niñas a las que yo había contratado ni siquiera esperaron a que hubiera doblado la esquina para marcharse. La madre de Flor de Nieve entró en la casa y yo me quedé sola con la señora Wang.
—Pensarás que soy una vieja despreciable —dijo ésta—, pero debes saber que nunca mentí a tu madre ni a tu tía. Pocas veces se le presenta a una mujer la oportunidad de cambiar su destino o el de otra persona, pero...
Levanté una mano para impedir que enumerara sus excusas, porque lo que yo necesitaba saber era otra cosa.
—Durante los años que fuiste a mi casa para examinarme los pies...
—¿Quieres saber si es verdad que eras especial?
Asentí. Ella me miró con fijeza.
—No es fácil encontrar una
laotong
—admitió—. Tenía a varios adivinos recorriendo el condado en busca de alguien a quien pudiera unir con mi sobrina. Por supuesto, habría preferido a alguien de una familia más próspera, pero el adivino Hu te encontró a ti. Tus ocho caracteres encajan con los de mi sobrina. Aunque no hubiera sido así, él habría venido igualmente a mí porque, sí, tus pies eran muy especiales. Tu suerte estaba destinada a cambiar, tanto si te convertías en la
laotong
de mi sobrina como si no. Ahora espero que su destino haya cambiado también gracias a su relación contigo. Dije muchas mentiras para que Flor de Nieve tuviera una vida mejor. Nunca te pediré perdón por eso.
Contemplé el pintarrajeado rostro de la señora Wang mientras sopesaba sus palabras. Quería odiarla, pero no podía. Ella había hecho todo lo posible por la persona a quien yo más quería en el mundo.
Como la hermana mayor de Flor de Nieve no podía entregar los libros del tercer día, fui yo en su lugar. Mi familia natal me envió un palanquín y no tardé en llegar a Jintian. No había adornos ni estridentes sonidos de una banda nupcial que hicieran sospechar que ese día sucedía algo especial en el pueblo. Me bajé del palanquín en un callejón de tierra, delante de una casa con el tejado bajo y un montón de leña arrimado a la pared. A la derecha de la puerta había algo que parecía un gigantesco
wok
empotrado en una plataforma de ladrillos.
A mi llegada debería haberse celebrado un banquete. No lo hubo. Las mujeres más importantes del pueblo deberían haber salido a recibirme. Lo hicieron, pero la tosquedad de su dialecto, pese a que sólo estaban a unos pocos
ti
de Tongkou, concordaba con el desagradable carácter de la gente de Jintian.
Cuando llegó el momento de leer los
sanzhaoshu,
me condujeron a la sala principal. A primera vista la casa se parecía a aquella donde yo había nacido. De la viga central colgaban pimientos puestos a secar. Las paredes eran de ladrillo basto y no estaban pintadas. Yo confiaba en que el parecido con mi hogar se reflejara también en sus moradores. Aquel día no conocí al esposo de Flor de Nieve, pero sí a su suegra, y he de decir que era una mujer muy malcarada. Tenía los ojos muy juntos y los labios delgados que caracterizan a las personas de mentalidad cerrada y espíritu mezquino.
Flor de Nieve entró en la sala, se sentó en un taburete junto a sus libros del tercer día y esperó en silencio. Yo tenía la impresión de que había cambiado al casarme, pero ella estaba igual que siempre. Las mujeres de Jintian se apiñaron alrededor de los
sanzhaoshu
y empezaron a toquetearlos con sus sucias manos. Hablaban entre sí de las puntadas de los bordes y de los recortes de papel, pero ninguna hizo ni un solo comentario acerca de la calidad de la caligrafía ni de los sentimientos expresados. Al cabo de unos minutos tomaron asiento.
La suegra de Flor de Nieve se dirigió hacia un banco. No le habían vendado los pies tan mal como a mi madre, pero tenía unos andares extraños, que revelaban su baja extracción social aún mejor que los sonidos guturales que salían de su boca. Se sentó, miró con desdén a su nueva nuera y a continuación posó su severa mirada en mí.
—Tengo entendido que te has casado con el hijo de la familia Lu. Tienes mucha suerte. —Sus palabras eran educadas, pero por la forma en que las pronunció parecía que yo me hubiera bañado en estiércol—. Dicen que mi nuera y tú domináis el
nu shu.
Las mujeres de nuestro pueblo no practican ese pasatiempo. Sabemos leerlo, pero nos gusta más oírlo.
No la creí. Esa mujer era como mi madre: no sabía
nu shu.
Recorrí la habitación con la mirada evaluando a las otras mujeres. No habían hecho ningún comentario sobre la caligrafía porque seguramente no sabían nada de ella.
—No necesitamos ocultar nuestros pensamientos en unos garabatos escritos sobre papel —prosiguió la suegra de Flor de Nieve—. Todas estas vecinas saben cómo pienso. —La frase fue recibida con unas risitas nerviosas. La mujer levantó tres dedos para mandar callar a sus amigas—. Nos haría gracia oírte leer los
sanzhaoshu
de mi nuera. Será interesante saber lo que una muchacha venida de una casa importante de Tongkou tiene que decir acerca de mi nuera.
Todas las palabras que pronunciaba eran despectivas. Yo reaccioné como lo haría cualquier muchacha de diecisiete años. Cogí el libro del tercer día que había escrito la madre de Flor de Nieve y lo abrí. Recordé su refinada voz e intenté imitarla cuando leí:
—«Presento esta carta a tu noble familia tres días después de tu boda. Soy tu madre y llevamos tres días separadas. La desgracia golpeó a nuestra familia, y ahora tú te has casado y te has ido a un pueblo difícil donde la vida es dura.» —A continuación, siguiendo la tradición de los libros del tercer día, la madre de Flor de Nieve se dirigía a la nueva familia de su hija—. «Espero que seáis compasivos con el modesto ajuar de mi hija. Todas sus prendas son sencillas. No os burléis de ella, por favor.» —El texto continuaba refiriendo la mala suerte que había tenido la familia de Flor de Nieve, su pérdida de posición social y la pobreza en que vivían, pero mis ojos pasaron por encima de los caracteres escritos como si no existieran, e improvisé—: A una mujer honrada como nuestra Flor de Nieve le corresponde una buena casa. Merece una familia decente.
Dejé el libro. La habitación estaba en silencio. Entonces cogí mi libro del tercer día y lo abrí. Busqué con la mirada a la suegra de mi
laotong.
Quería que supiera que mi alma gemela siempre tendría en mí a una protectora. Luego, mirando a Flor de Nieve, canté: