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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (20 page)

BOOK: El abanico de seda
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—No me lo habías dicho.

—¿Lo de tía Wang? Eso es lo único que creía que sabías.

«Lo único que creía que sabías.» Intenté asimilar esas palabras.

—Tía Wang había adivinado cómo era mi padre —continuó Flor de Nieve—. Sabía que era un hombre débil. A mí también me conocía bien. Sabía que no me gustaba obedecer, que no prestaba atención, que era una inútil en el arte de las labores domésticas, pero que mi madre podía enseñarme a bordar, a vestirme, a comportarme delante de un hombre, a dominar nuestra escritura secreta. Mi tía no es una mujer como las demás; es una casamentera y por tanto tiene mentalidad de comerciante. Comprendía lo que nos esperaba a mi familia y a mí. Empezó a buscarme una
laotong
con objeto de que esa relación difundiera por el condado la idea de que yo era una muchacha educada, fiel, obediente...

—Y digna de una buena boda —concluí. Eso también podía aplicarse a mí.

—Buscó por todo el condado, viajó hasta mucho más allá de su territorio, hasta que el adivino le habló de ti. Cuando te conoció, decidió unir mi destino al tuyo.

—No lo entiendo.

Flor de Nieve sonrió con tristeza.

—Tú ibas hacia arriba; yo, hacia abajo. Cuando nos conocimos, yo no sabía nada. Se suponía que tenía que aprender de ti.

—Pero si fuiste tú quien me lo enseñó todo a mí. Siempre has bordado mejor que yo. Y dominabas el
nu shu
a la perfección. Me enseñaste a vivir en una familia distinguida...

—Y tú me enseñaste a sacar agua del pozo, lavar la ropa, cocinar y limpiar la casa. He intentado enseñar a mi madre, pero ella está anclada en el pasado.

Yo ya había comprendido que la madre de Flor de Nieve se resistía a olvidar un pasado que nunca podría recuperar, pero tras oír a mi
laotong
contar la historia de su familia pensé que también ella veía las cosas a través del feliz velo de la memoria. Había convivido con mi alma gemela muchos años y sabía que ella concebía el reino interior de las mujeres como un lugar hermoso y libre de preocupaciones. Quizá Flor de Nieve pensaba que se obraría algún milagro y que las cosas volverían a ser como antes.

—Aprendí de ti todo cuanto necesitaba saber para afrontar mi nueva vida —prosiguió—, aunque nunca he limpiado tan bien como tú.

Cierto, nunca me había superado en eso. Yo siempre había pensado que ése era su recurso para no ver la modestia con que vivíamos, pero entonces me di cuenta de que para ella era más fácil deslizarse por el aire, por encima de las nubes, que admitir la indignidad que tenía ante los ojos.

—Pero tu casa es mucho más grande y difícil de limpiar que la mía, y tú sólo eras una niña en tus años de cabello recogido —argumenté para hacerla sentir mejor—. Tú tenías...

—Una madre que no podía ayudarme, un padre adicto al opio y unos hermanos y hermanas que se marchaban uno tras otro.

—Pero vas a casarte...

De pronto me acordé del último día que la señora Gao entró en mi casa, cuando fue a la habitación de arriba y yo presencié su discusión con la señora Wang. ¿Qué había dicho del compromiso matrimonial de Flor de Nieve? Intenté recordar lo que sabía acerca del acuerdo, pero Flor de Nieve casi nunca hablaba de su futuro esposo ni nos enseñaba los regalos que le enviaba su futura familia política. Sí, habíamos visto algunas piezas de seda y algodón en que estaba trabajando, pero ella siempre decía que no eran nada especial, sólo prendas de diario que bordaba para sí.

En mi mente empezó a formarse una idea aterradora: Flor de Nieve iba a casarse con el hijo de una familia muy humilde. Sólo faltaba por saber cuan humilde era.

Creo que ella adivinó mis pensamientos, porque dijo:

—Mi tía hizo cuanto pudo por mí. Mi futuro esposo no es un campesino.

El comentario me dolió un poco, porque mi padre era un campesino.

—Entonces, ¿qué es? ¿Comerciante? —Era un oficio deshonroso, sí, pero quizá con esa unión la vida de Flor de Nieve podría mejorar.

—Me casaré con un hombre de Jintian, como dijo tía Wang, pero la familia de mi esposo... —Vaciló otra vez y por fin dijo—: Son carniceros.

Waaa!
¡No podía haber un matrimonio peor! El esposo de Flor de Nieve debía de tener dinero, pero se ganaba el sustento con una actividad impura y repugnante. Recordé todo lo que habíamos hecho durante el último mes, mientras preparábamos mi boda. Sobre todo recordé que la señora Wang había permanecido al lado de Flor de Nieve, ofreciéndole consuelo y apaciguándola. Entonces me vino a la memoria el día en que la casamentera nos contó «La historia de la esposa Wang» y comprendí, con gran pesar, que esa historia no iba dirigida a mí, sino a Flor de Nieve.

No sabía qué decir. Había oído retazos de la verdad desde los nueve años, pero había decidido no creerla ni admitirla. Ahora pensaba: «¿Acaso no es mi deber procurar que mi
laotong
sea feliz? ¿Conseguir que olvide esos problemas? ¿Hacerle creer que todo irá bien?»

La abracé.

—Al menos nunca pasarás hambre —dije, aunque con el tiempo descubriría que en esto me equivocaba—. A una mujer pueden ocurrirle cosas mucho peores —añadí, pues no lograba imaginar nada peor.

Apoyó la cara sobre mi hombro y rompió a llorar. Al cabo de un rato me apartó con brusquedad. Tenía los ojos anegados en lágrimas, pero no vi tristeza en ellos, sino una intensa rabia.

—¡No quiero que me compadezcas!

No era compasión lo que yo sentía, sino tristeza y desconcierto. La carta que mi alma gemela me había escrito me había impedido disfrutar de mi boda. Su ausencia durante el rito de la lectura de los libros del tercer día me había herido profundamente. Y ahora, esto. Bajo la perplejidad fermentaba la sensación de que Flor de Nieve me había traicionado. Habíamos pasado muchas noches juntas, y sin embargo nunca me había contado la verdad. ¿Por qué? ¿Acaso porque en el fondo era incapaz de aceptar su destino? ¿Porque, como siempre se evadía de todo, creía que podría evadirse de la realidad? ¿Acaso creía de verdad que nuestros pies dejarían de tocar el suelo y nuestros corazones volarían como los pájaros? ¿O quizá me había ocultado la verdad con la intención de guardar las apariencias, creyendo que este día nunca llegaría?

Tal vez debí enfadarme con ella por haberme mentido, pero no era enojo lo que sentía. Creía que me había correspondido un futuro especial y eso me había vuelto tan egocéntrica que me había impedido ver lo que tenía delante. ¿Acaso no había sido fallo mío, como
laotong,
no plantearle las preguntas pertinentes acerca de su pasado y su futuro?

Yo sólo tenía diecisiete años. Había pasado los diez últimos sin salir apenas de la habitación, rodeada de mujeres que veían un futuro concreto para mí. Lo mismo podía decirse de los hombres de la casa. Sin embargo, de todas esas personas —mi madre, mi tía, mi padre, mi tío, la señora Gao, la señora Wang e incluso Flor de Nieve—, la única a quien podía culpar era mi madre. La señora Wang quizá la engañara al principio, pero más adelante mi madre había descubierto la verdad y decidido ocultármela. Lo que yo pensaba de ella se mezclaba con la súbita revelación de que sus esporádicas muestras de afecto, que ahora veía como parte del engaño, no habían sido más que una forma de mantenerme en el buen camino para lograr una boda que beneficiara a toda mi familia.

Me sentía absolutamente confundida, y creo que mi confusión fue uno de los factores que desencadenaron los sucesos posteriores. No entendía lo que me ocurría. No sabía qué era lo que de verdad importaba. No era más que una niña ignorante que creía saber algo porque se había casado. No sabía cómo resolver la situación, así que lo enterré todo en lo más hondo de mí. Pero mis sentimientos no desaparecieron, no podían desaparecer. Era como si hubiera comido carne de un cerdo enfermo y ésta hubiera empezado a envenenarme poco a poco.

Todavía no me había convertido en la señora Lu a la que hoy día todos respetan por su elegancia, compasión y poder. Sin embargo, tan pronto entré en la casa de Flor de Nieve sentí algo nuevo en mi interior. Pensad otra vez en ese trozo de carne de cerdo enfermo y entenderéis a qué me refiero. Tenía que fingir que no estaba enferma ni infectada, de modo que me apliqué con tesón a esa tarea. Quería honrar a la familia de mi esposo siendo caritativa y bondadosa con las personas que se hallaban en peor situación. No sabía cómo hacerlo, por supuesto, porque eso no estaba en mi naturaleza.

Flor de Nieve debía casarse al cabo de un mes, de modo que ayudé a ella y a su madre a limpiar la casa. Quería que estuviera presentable cuando llegaran los emisarios del novio, pero no había forma de hacer desaparecer el hedor que impregnaba las habitaciones. Aquel repugnante olor dulzón procedía del opio que fumaba el padre de Flor de Nieve. Y los otros malos olores, como ya habréis deducido, los despedían sus excrementos. Ni quemando incienso o vinagre, ni abriendo las ventanas incluso en aquellos fríos meses, lográbamos disimular la inmundicia de aquel hombre y de sus hábitos.

Pronto aprendí cómo era la vida en aquella casa, con dos mujeres aterrorizadas por un hombre que no salía de su habitación de la planta baja. Las oía hablar en voz baja y encogerse de miedo cuando él las llamaba. También vi a aquel hombre, tumbado sobre su propia suciedad. Pese a ser pobre, era arrogante e irascible como un niño malcriado. En otros tiempos debía de maltratar a su esposa e hija, pero ahora no era más que un drogadicto aturdido, al que era mejor dejar solo con su vicio.

Intenté ocultar mis emociones. En aquella casa ya se habían vertido suficientes lágrimas; sólo faltaba que yo me pusiera a llorar. Pedí a Flor de Nieve que me enseñara los regalos que le había enviado la familia del carnicero. Pensaba que quizá no sería tan mala al fin y al cabo. Había visto las piezas de seda en que trabajaba mi
laotong.
Debía de ser una familia más o menos próspera, aunque fuera espiritualmente impura.

Abrió un baúl de madera y fue depositando con delicadeza todas sus labores sobre la cama. Vi los zapatos de seda azul celeste con las nubes bordadas que había terminado el día que murió Luna Hermosa. Vi una túnica que tenía esa misma seda en la parte delantera. A continuación sacó cinco pares de zapatos de tallas diferentes confeccionados con la misma tela, pero con otros bordados. De pronto comprendí que Flor de Nieve había hecho todo aquello con la túnica que llevaba el día que nos conocimos.

Examiné otras prendas del ajuar. Allí estaba la tela azul lavanda con ribete blanco del traje de viaje que llevaba cuando tenía nueve años; con ella había confeccionado camisas y zapatos. También vi el tejido añil y blanco, mi favorito, del que había cortado tiras que luego había cosido a túnicas, tocados, cinturones y adornos para las colchas. Flor de Nieve había recibido poquísimos regalos de su familia política, pero había aprovechado la tela de sus prendas viejas para confeccionar un insólito ajuar.

—Serás una excelente esposa —dije, admirada de lo que mi alma gemela había conseguido hacer.

Ella rió por primera vez. Yo siempre había adorado el sonido de su risa, aguda y seductora. Reí con ella, porque todo aquello... superaba cualquier cosa que hubiera podido imaginar, superaba todo lo bueno y lo malo del universo. La situación en que se encontraba era terrible y trágica, extraña y sorprendente a la vez.

—Tus cosas...

—Ni siquiera son mías —aclaró Flor de Nieve después de respirar hondo—. Mi madre me hacía ropa con lo que quedaba de su ajuar para que la llevara cuando iba a visitarte. Ahora he vuelto a utilizarla para presentarme ante mi esposo y mis suegros.

¡Claro! Entonces recordé haber pensado que cierto bordado era demasiado sofisticado para ser obra de una niña tan pequeña, o haber cortado algún hilo suelto de su puño cuando ella no miraba. ¡Qué ingenua había sido! Me ruboricé, me llevé las manos a las mejillas y reí aún con más ganas.

—¿Crees que mi suegra lo notará? —preguntó Flor de Nieve.

—Si yo no lo noté, no creo que... —La risa no me dejó terminar la frase.

Quizá sólo las niñas y las mujeres le vean la gracia. Se nos considera completamente inútiles. Aunque nuestra familia natal nos quiera, somos una carga para ella. Cuando nos casamos, nos presentamos ante un hombre al que jamás hemos visto, nos acostamos con él y nos sometemos a las exigencias de nuestras suegras. Si tenemos suerte, engendramos hijos varones y aseguramos nuestra posición en la casa de nuestro esposo. Si no, nos enfrentamos al desprecio de nuestra suegra, a las burlas de las concubinas de nuestro marido y a la cara de decepción de nuestras hijas. Recurrimos a artimañas femeninas —de las que las niñas de diecisiete años no saben casi nada—, pero eso es lo único que podemos hacer para alterar nuestro destino. Vivimos para satisfacer los caprichos y placeres de los demás, y por eso lo que habían hecho Flor de Nieve y su madre era casi inconcebible. Habían recuperado la tela que en su día la familia de Flor de Nieve enviara a su madre como regalo de boda, la tela con que ésta había confeccionado el ajuar de una elegante doncella y que más tarde había utilizado de nuevo para vestir a su hermosa hija; ahora habían vuelto a retocarla para anunciar las virtudes de una joven que iba a casarse con un impuro carnicero. Todo aquello era obra de mujeres —obra que los hombres consideran meramente decorativa— y se servían de ella para cambiar el curso de sus vidas.

No obstante, hacía falta mucho más. Flor de Nieve tenía que presentarse en su nuevo hogar con ropa suficiente para vestirse durante muchos años y de momento tenía muy pocas prendas. Me puse a pensar qué podíamos hacer en el mes que nos quedaba.

Cuando llegó la señora Wang para el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba de Flor de Nieve, me la llevé a un rincón y le supliqué que fuera a mi casa natal.

—Necesito ciertas cosas... —dije.

Aquella mujer siempre había sido muy crítica conmigo. Además, había mentido, no a mi familia sino a mí. Nunca me había inspirado mucha simpatía, pero hizo lo que le pedí porque, al fin y al cabo, ahora yo gozaba de una posición superior a la suya. Volvió de mi casa al cabo de varias horas con dos cestas; una contenía mis golosinas de boda, unos trozos de carne de cerdo que mis suegros me habían regalado y hortalizas del huerto, y la otra, la tela que yo tenía pensado cortar cuando regresara al hogar paterno. Nunca olvidaré cómo se comió aquella carne la madre de Flor de Nieve. Le habían enseñado a comportarse como una dama y, pese a lo hambrienta que estaba, no se lanzó sobre la comida como habría hecho cualquiera de mi familia, sino que desprendía pequeños trozos de carne con los palillos y se los llevaba con delicadeza a la boca. Su contención y compostura me enseñaron algo que siempre he tenido presente: aunque esté desesperada, debo conducirme en todo momento como una mujer educada.

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