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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (22 page)

—«Somos dos niñas que se han casado y se han marchado de su casa natal, pero nuestros corazones siempre permanecerán unidos. Tú bajas y yo subo. Tu familia sacrifica animales. La mía es la mejor del condado. Estás tan cerca de mí como mi propio corazón. Nuestros futuros están unidos. Somos como un puente sobre un ancho río. Caminamos juntas.» —Quería que la suegra de Flor de Nieve me oyera y entendiera mis palabras, pero ella me miraba con desconfianza, los delgados labios apretados en una mueca de desagrado.

Cuando hube terminado de leer, añadí estas palabras:

—No expreses tu tristeza cuando otras personas puedan verte. No dejes que tus ojos viertan lágrimas. No des a la gente maleducada motivos para reírse de ti ni de tu familia. Obedece las normas. Borra las arrugas de tu frente. Seremos almas gemelas para siempre.

Flor de Nieve y yo no tuvimos ocasión de hablar. Me condujeron a mi palanquín y regresé a mi casa natal. Cuando me quedé sola, saqué nuestro abanico de su envoltorio y lo abrí. Ya había tres pliegues llenos de frases que conmemoraban momentos que para nosotras habían sido especiales. Era lógico, porque habíamos vivido más de una tercera parte de lo que en nuestro condado se consideraba una larga vida. Repasé todos aquellos momentos. Cuánta felicidad. Cuánta tristeza. Cuánta intimidad.

Busqué la última anotación de Flor de Nieve, concerniente a mi boda con el hijo de la familia Lu. Preparé tinta y saqué mi pincel más fino. Debajo de las frases con que ella me deseaba buena suerte, dibujé con sumo cuidado nuevos trazos: «Un fénix vuela por encima de un gallo. Siente el viento contra su cuerpo. Nada lo atará a la tierra.» Solo entonces, tras haber escrito esas palabras, me permití por fin pensar en la realidad del destino de mi
laotong.
En la guirnalda del borde superior pinté una flor marchita de la que goteaban pequeñas lágrimas. Esperé a que se secara la tinta. Entonces cerré el abanico.

El templo de Gupo

Cuando regresé a mi casa natal, mis padres se alegraron de verme. Y aún se alegraron más al ver los dulces enviados por mis suegros. Pero, si he de ser sincera, yo no me alegré de verlos a ellos. Me habían mentido durante diez años y en mi interior hervían emociones despreciables. Ya no era la niña pequeña cuyos sentimientos desagradables se llevaba el agua del río. Quería acusar a mi familia, pero por mi propio bien debía observar las normas de la devoción filial. Así pues, me rebelaba con discreción, aislándome emocional y físicamente.

Al principio mi familia no pareció reparar en mi cambio de actitud. Ellos se comportaban como siempre y yo hacía cuanto podía para rechazar sus tentativas de acercamiento. Mi madre quiso examinarme las partes íntimas, pero me negué alegando vergüenza. Mi tía me preguntó cómo lo había pasado en la cama con mi esposo, pero le di la espalda fingiendo timidez. Mi padre intentó cogerme la mano, pero le insinué que esas muestras de cariño no eran apropiadas para una mujer casada. Hermano Mayor buscaba mi compañía para compartir conmigo risas e historias, pero le dije que para eso ya tenía a su esposa. Hermano Segundo me miraba y guardaba las distancias; yo me limitaba a indicarle con recato que cuando se casara lo entendería. Sólo mi tío, con su mirada de desconcierto y su nerviosismo, me inspiraba cierta simpatía, pero tampoco le dije nada. Hacía mis labores. Trabajaba en silencio en la habitación de arriba. Me mostraba educada. Me mordía la lengua, porque todos ellos, excepto mi hermano menor, eran mayores que yo. Pese a ser una mujer casada, no estaba en posición de acusarlos de nada.

Sin embargo, no podía seguir actuando así mucho tiempo sin despertar sospechas. Para mi madre, mi comportamiento, pese a ser cortés en todo momento, era inaceptable. En aquella pequeña casa convivían varias personas y no estaba bien que yo llenara tanto espacio de lo que ella consideraba mi mezquindad.

Llevaba cinco días en mi casa natal cuando mi madre pidió a mi tía que bajara a buscar té. En cuanto nos quedamos solas, vino hacia mí, apoyó el bastón contra la mesa a la que yo estaba sentada, me agarró por el brazo y me hincó las uñas en la carne.

—¿Qué te pasa? ¿Te crees mejor que el resto de nosotros? —susurró con rabia—. ¿Te crees superior porque te has acostado con el hijo de un cacique?

Levanté la cabeza y la miré a los ojos. Nunca le había faltado al respeto, pero esa vez no disimulé la ira que sentía. Me sostuvo la mirada, creyendo que la dureza de su expresión me amilanaría, pero yo no me arredré. Entonces, con un rápido movimiento, me soltó el brazo, tomó impulso y me dio una fuerte bofetada. Volví la cabeza y luego la miré de nuevo a los ojos, y mi madre se sintió aún más ofendida.

—Deshonras esta casa con tu comportamiento —afirmó—. Eres una vergüenza.

—Una vergüenza —musité, a sabiendas de que mi madre se enfurecería aún más.

Entonces la agarré por el brazo y tiré de ella hacia abajo para que su cara y la mía quedaran a la misma altura. Su bastón cayó al suelo con estrépito.

—¿Estás bien, hermana? —preguntó mi tía desde el piso de abajo.

—Sí, trae el té cuando esté listo —respondió mi madre adoptando un tono desenfadado.

Las emociones que rugían en mi interior hacían que me temblara todo el cuerpo. Mi madre se dio cuenta y sonrió. Le clavé las uñas en el brazo, tal como ella me había hecho a mí. Bajé la voz para decir:

—Eres una mentirosa. Me habéis engañado. ¿Creíais que no descubriría la verdad acerca de Flor de Nieve?

—No te dijimos nada por piedad hacia ella —gimió—. Queremos mucho a Flor de Nieve. Ella era feliz aquí. ¿Por qué habríamos tenido que cambiar la opinión que tenías de ella?

—Si hubiera sabido la verdad, nada habría cambiado. Flor de Nieve es mi
laotong.

Mi madre compuso un gesto porfiado y cambió de táctica.

—Todo cuanto hicimos fue por tu propio bien.

Le hinqué las uñas aún más fuerte.

—Querrás decir por vuestro propio bien.

Yo era consciente del dolor físico que le estaba causando, pero mi madre no dio muestras de ello, sino que adoptó una expresión amable y suplicante. Yo sabía que intentaría justificarse, pero jamás habría podido imaginar la excusa que me presentó.

—Tu relación con Flor de Nieve y la perfección de tus pies os garantizaban una buena boda a ti y a tu prima. Luna Hermosa merecía ser feliz.

Me indignó que desviara la conversación del tema que a mí me preocupaba, pero mantuve la compostura.

—Luna Hermosa murió hace dos años —dije con voz ronca—. Flor de Nieve vino a esta casa hace diez años. Y tú nunca encontraste el momento de hablarme de sus circunstancias.

—Luna Hermosa...

—¡No estamos hablando de Luna Hermosa!

—Tú la llevaste fuera. Si no lo hubieras hecho, ella seguiría con vida. Destrozaste el corazón a tu tía.

Debería haber supuesto que mi madre, como buen mono, tergiversaría los hechos. Aun así, la acusación era demasiado cruel. Pero ¿qué podía hacer yo? Era una buena hija. Dependía de mi familia hasta que quedara encinta y me marchara definitivamente a la casa de mi esposo. ¿Cómo una muchacha nacida bajo el signo del caballo iba a ganar la batalla contra un artero mono?

Mi madre debió de darse cuenta de que tenía ventaja, porque añadió:

—Si fueras una hija decente, me agradecerías...

—¿Qué debería agradecerte?

—Te he dado la vida que yo no pude tener por culpa de estos pies —afirmó señalando sus deformes extremidades—. Te vendé los pies y ahora has recibido la recompensa.

Sus palabras me transportaron a las largas horas de sufrimiento, cuando ella solía repetirme una versión de aquella promesa. Me di cuenta, horrorizada, de que durante aquellos espantosos días mi madre no me había demostrado su amor maternal. En realidad, el dolor que me había infligido tenía que ver con su egoísmo, sus deseos y sus necesidades.

Sentía una rabia y una decepción insoportables.

—Nunca volveré a esperar de ti la menor muestra de bondad —le espeté, y le solté el brazo con una mueca de asco—. Pero recuerda esto: me educaste para que algún día llegara a tener poder para controlar lo que ocurre en esta familia. Seré una mujer buena y caritativa, pero no creas que olvidaré lo que me has hecho.

Mi madre se agachó, recogió su bastón y se apoyó en él.

—Me compadezco de la familia Lu. El día que te marches de esta casa será el más feliz de mi vida. Hasta entonces, no vuelvas a comportarte como una estúpida.

—¿O si no qué? ¿No me darás de comer?

Mi madre me miró como si yo fuera una desconocida. Luego dio media vuelta y fue renqueando hasta su silla. Cuando llegó mi tía con el té, no dijimos nada.

Así fue como quedaron las cosas. Yo me mostré más amable con los demás: mis hermanos, mi tía, mi tío y mi padre. Quería borrar por completo a mi madre de mi vida, pero mis circunstancias me lo impedían. Tenía que permanecer en mi casa natal hasta que me quedara embarazada y estuviera a punto de dar a luz. E incluso cuando me instalara en el hogar de mi esposo, la tradición me obligaría a volver con mi familia varias veces al año. Con todo, intentaba mantener una distancia emocional con mi madre (aunque pasábamos muchos días en la misma habitación) comportándome como si hubiera madurado y ya no necesitara su cariño. Era la primera vez que lo hacía —en apariencia cumplía las tradiciones y las normas, liberaba mis emociones brevemente y luego me aferraba a mi resentimiento como un pulpo a una roca—, y la verdad es que funcionaba. Mi familia aceptó mi conducta, y yo seguí pareciendo una buena hija. Más tarde volvería a hacer algo similar, aunque por motivos muy diferentes y con resultados desastrosos.

Tenía más estima que nunca a Flor de Nieve. Nos escribíamos a menudo y la señora Wang hacía de correo. A mí me preocupaban sus circunstancias (si su suegra era amable con ella, cómo la trataba su esposo en la cama y si la situación había empeorado en su casa natal), y ella temía que yo no la quisiera como antes. Nos habría gustado vernos, pero ya no teníamos el pretexto de trabajar en nuestros ajuares para reunimos y sólo se nos permitía salir para las visitas conyugales.

Yo pasaba cuatro o cinco noches al año en la casa de mi esposo. Cada vez que me marchaba del hogar paterno, las mujeres de mi familia lloraban por mí. Siempre me llevaba comida, pues mis suegros no me alimentarían hasta que fuera a vivir definitivamente con ellos. Cada vez que iba a Tongkou, me animaba el trato que allí recibía. Cuando volvía a mi casa natal, las emociones de mi familia eran agridulces, porque cada noche que pasaba lejos de ellos me hacía parecer más valiosa y les recordaba que pronto los abandonaría para siempre.

Con cada viaje me volvía más atrevida. Miraba por la ventanilla del palanquín hasta que llegué a conocer bien el trayecto. El camino solía estar lleno de barro y baches. Estaba bordeado de arrozales y algún que otro campo de taro. En las afueras de Tongkou, un pino se retorcía sobre el sendero, como si saludara a los viajeros. Un poco más allá, a la izquierda, estaba el estanque del pueblo. El río Xiao serpenteaba detrás de mí. Enfrente, tal como había descrito Flor de Nieve, Tongkou se acurrucaba en los brazos de las colinas.

Cuando los porteadores me dejaban ante la entrada principal de Tongkou, los adoquines que yo pisaba formaban un intrincado dibujo que imitaba las escamas de los peces. Esa zona tenía forma de herradura, con el pabellón donde se descascarillaba el arroz a la derecha y un establo a la izquierda. Los pilares de la puerta, decorados con tallas pintadas, sostenían un ornado tejado con aleros que se elevaban hacia el cielo. En las paredes había frescos que representaban escenas de la vida de los inmortales. El umbral era alto, para indicar a los visitantes que Tongkou era el pueblo más importante del condado. Un par de bloques de ónice adornados con peces saltarines flanqueaban la puerta y ayudaban a desmontar a los visitantes que llegaban a caballo.

Detrás del umbral estaba el patio principal de Tongkou, amplio y acogedor, cubierto por una cúpula de ocho lados, tallada y pintada, que tenía un
feng shui
perfecto. Si traspasaba la puerta secundaria que había a la derecha, llegaba al salón principal de Tongkou, que se utilizaba para recibir a los visitantes comunes y para celebrar pequeñas reuniones. Más allá estaba el templo de los antepasados, que servía para acoger a los emisarios y a los funcionarios imperiales, así como para las celebraciones importantes, como las bodas. Los edificios más humildes, algunos de madera, se apiñaban detrás.

La casa de mis suegros se alzaba al otro lado de la puerta secundaria de la derecha. Todas las viviendas de esa zona eran majestuosas, pero la de mis suegros era particularmente bonita. Incluso ahora me alegro de vivir aquí. Es de ladrillo, de dos plantas, con la fachada enyesada. Bajo los aleros exteriores hay pinturas de hermosas doncellas y apuestos hombres estudiando, tocando instrumentos, practicando caligrafía, repasando las cuentas. Ésas son las cosas que siempre se han hecho en esta casa, de modo que esas pinturas ofrecen a los transeúntes información sobre el carácter de sus moradores y sobre cómo emplean su tiempo. Las paredes interiores están revestidas de las nobles maderas de nuestras colinas, y las habitaciones, ricamente ornamentadas con columnas, celosías y barandillas labradas.

Cuando llegué por primera vez, la sala principal estaba prácticamente igual que ahora: los muebles eran elegantes; el suelo, de madera; el aire entraba por las altas ventanas, y la escalera subía por la pared oriental hasta un balcón de madera decorado con una cenefa de rombos. En aquella época mis suegros dormían en la habitación más amplia de la parte trasera, en la planta baja. Cada uno de mis cuñados tenía su propia habitación alrededor de la sala principal. Al cabo de un tiempo sus esposas vinieron a vivir con ellos. Si no les daban hijos varones, acababan trasladándose a otras dependencias y las concubinas o las falsas nueras ocupaban su lugar en la cama de mis cuñados.

Durante mis visitas dedicaba las noches a tener trato carnal con mi esposo. Debíamos concebir un hijo varón y nos esforzábamos para lograrlo. Aparte de eso, apenas nos veíamos —él pasaba el día con su padre, y yo, con su madre—, pero con el tiempo acabamos conociéndonos mejor y eso hacía que nuestros empeños nocturnos resultaran más llevaderos.

Como ocurre en la mayoría de los matrimonios, la persona con la que era más importante que yo estableciera una relación era mi suegra. Enseguida comprobé que la señora Lu era una mujer muy convencional, tal como me había dicho Flor de Nieve. Me observaba con atención mientras yo realizaba las mismas tareas que hacía en mi casa natal: preparar el té y el desayuno, lavar la ropa de vestir y las sábanas, preparar la comida, coser, bordar y tejer por la tarde, y por último preparar la cena. Mi suegra me corregía y me daba órdenes continuamente. «Corta el melón en dados más pequeños —me decía mientras yo preparaba la sopa de melón—. Eso parece la comida de los cerdos.» O bien: «Tengo la menstruación y he manchado las sábanas. Frótalas bien hasta que queden limpias.» Cuando veía la comida que yo había traído de mi casa, la olfateaba y decía: «La próxima vez, trae algo que no huela tanto. Los olores de tu comida quitan el apetito a mi esposo y a mis hijos.» Cuando terminaba la visita, me enviaban de nuevo a mi casa natal sin darme las gracias ni decirme adiós.

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