Mi madre salió a recibirnos. Me dio un beso, rodeó con un brazo a Flor de Nieve y la guió hacia el interior de la casa. Durante mi ausencia, mi madre, mi tía y Hermana Mayor habían trabajado de firme para ordenar la sala principal. Habían retirado todos los trastos y la ropa y guardado los platos. El suelo de tierra apisonada estaba recién barrido y lo habían rociado con agua para asentarlo más y refrescarlo.
Flor de Nieve conoció a todos mis familiares, incluido Hermano Mayor. Cuando sirvieron la cena, limpió sus palillos metiéndolos en su taza de té; aparte de ese pequeño detalle, que denotaba un refinamiento al que nosotros no estábamos acostumbrados, hizo cuanto pudo para ocultar sus sentimientos. Sin embargo, yo empezaba a conocerla y comprendí que estaba poniendo al mal tiempo buena cara. Para mí era evidente que mi alma gemela se sentía horrorizada por cómo vivíamos mi familia y yo.
Había sido un largo día y estábamos muy cansadas. Cuando llegó la hora de acostarse, volvió a invadirme la aprensión, pero las mujeres de mi familia también habían trabajado de firme en el piso de arriba. Habían aireado la ropa de cama y organizado en pulcros montones todo el revoltijo de artículos relacionados con nuestras actividades cotidianas. Mi madre nos ofreció un cuenco de agua fresca para lavarnos y dos mudas de ropa, una mía y una de Hermana Mayor —todo recién lavado—, que Flor de Nieve podría ponerse mientras fuera nuestra invitada. Dejé que ella se aseara primero, pero apenas se mojó los dedos, sospechando, creo, que el agua no estaba lo bastante limpia. Sostuvo la camisa de dormir a cierta distancia de su cuerpo, examinándola como si fuera un pescado podrido en lugar de la prenda de vestir más nueva de Hermana Mayor. Miró alrededor, vio que la estábamos observando y, sin decir palabra, se desvistió y se puso la camisa de dormir. Nos metimos en la cama. Esa noche, como ocurriría en el futuro siempre que Flor de Nieve se quedara en mi casa, Hermana Mayor durmió con Luna Hermosa.
Mi madre nos deseó buenas noches a las dos. Luego se inclinó, me besó y me susurró al oído:
—La señora Wang nos ha dicho lo que teníamos que hacer. Sé feliz, pequeña, sé feliz.
De modo que allí estábamos, acostadas una al lado de la otra y arropadas sólo con una delgada colcha de algodón. Éramos muy pequeñas. Pese a lo cansadas que estábamos, no podíamos parar de cuchichear. Flor de Nieve me interrogó acerca de mi familia. Yo también le hice preguntas sobre la suya. Le conté cómo había muerto Hermana Tercera. Ella me explicó que su hermana pequeña había muerto de un catarro. Me hizo preguntas acerca de nuestro pueblo y le conté que Puwei significaba «aldea de gran hermosura» en el dialecto local. Ella me dijo que Tongkou significaba «aldea de la boca de madera» y que, cuando fuera allí a visitarla, comprendería por qué se llamaba así.
La luz de la luna se colaba por la celosía e iluminaba su rostro. Hermana Mayor y Luna Hermosa se quedaron dormidas, pero nosotras seguimos charlando. Hablar del vendado de los pies se considera impropio de una dama, y las mujeres saben que esa clase de conversaciones no hace más que inflamar las pasiones de los hombres. Pero nosotras éramos niñas y el proceso de vendado todavía no había terminado, de modo que no era un recuerdo, como lo es ahora para mí, sino un suplicio que formaba parte de nuestra vida. Flor de Nieve me contó que se había escondido de su madre y había suplicado a su padre que se apiadara de ella. Él había estado a punto de ceder, lo cual la habría condenado a vivir como una vieja criada en el hogar de sus padres o a servir en otra casa.
—Sin embargo, cuando mi padre empezó a fumar su pipa —prosiguió—, olvidó la promesa que me había hecho. Mientras estaba distraído, mi madre y mi tía me subieron a la habitación de las mujeres y me ataron a una silla. Por eso llevo un año de retraso en el vendado, igual que tú. —Eso no significaba que, una vez decidido su destino, ella lo aceptara. Al contrario, los primeros meses se había rebelado y en una ocasión incluso se arrancó los vendajes casi por completo—. Pero mi madre me vendó de nuevo y me ató aún más fuerte a la silla.
—No puedes oponerte a tu destino —observé—. Estamos predestinados.
—Eso dice mi madre. Sólo me desataba para obligarme a caminar hasta que se me rompieran los huesos y para que pudiera utilizar el orinal. Yo no dejaba de mirar por la celosía. Observaba los pájaros que pasaban volando. Seguía la trayectoria de las nubes que viajaban por el cielo. Contemplaba la luna y la veía crecer y menguar. Pasaban tantas cosas al otro lado de mi ventana que casi me olvidaba de lo que estaba pasando dentro de la habitación.
¡Cómo me asustaban esos sentimientos! Flor de Nieve tenía las ansias de independencia propias de los nacidos en el año del caballo, sólo que su caballo tenía unas alas que la llevaban volando hasta muy lejos, mientras que el mío era lento y pesado. No obstante, la sensación que noté en la boca del estómago —una sensación de transgresión y rebeldía— me produjo un estremecimiento de emoción que con el tiempo acabaría convirtiéndose en un profundo anhelo.
Flor de Nieve se arrimó más a mí, hasta que nuestras caras quedaron muy juntas. Me puso una mano en la mejilla y dijo:
—Me alegro de que seamos almas gemelas. —Cerró los ojos y se durmió.
Tumbada junto a ella, contemplé su rostro iluminado por la luna; mientras sentía el delicado peso de su manita en mi mejilla y oía cómo su respiración se tornaba más profunda, me pregunté cómo podía conseguir que mi
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me quisiera como yo ansiaba que me quisieran.
Se espera que las mujeres amen a sus hijos tan pronto éstos salen de su vientre, pero ¿qué madre no se ha sentido decepcionada al ver por primera vez a su hija o no ha experimentado la oscura melancolía que se apodera de la mente, incluso sosteniendo en brazos a un valioso varón, si éste no hace otra cosa que llorar y su suegra la mira como si tuviera la leche agria? Puede que amemos a nuestras hijas de todo corazón, pero debemos enseñarles a soportar el dolor. Amamos a nuestros hijos más que a nada, pero nunca podremos formar parte de su mundo, el reino exterior de los hombres. Se espera que amemos a nuestro esposo desde el día del rito de la Elección de Pretendiente, aunque no vayamos a ver su rostro hasta pasados seis años. Nos enseñan a amar a nuestra familia política, pero, cuando entramos en ella, somos unas extrañas sin más privilegios que los criados. Nos ordenan que amemos y honremos a los antepasados de nuestros esposos, y nosotras cumplimos con nuestras obligaciones, aunque en el fondo estemos agradecidas a los antepasados de nuestra familia natal. Amamos a nuestros padres porque cuidan de nosotras, pero ellos nos consideran ramas inútiles del árbol familiar. Consumimos los recursos de nuestra familia. Una familia nos cría para entregarnos a otra familia. Pese a ser felices en el seno de nuestra familia natal, todas sabemos que la separación es inevitable. Así pues, la amamos, pero sabemos que ese amor terminará con una triste separación. Todas estas clases de amor surgen del deber, el respeto y la gratitud, y las mujeres de mi condado saben que son fuente de tristeza, desazón y crueldad.
En cambio, el amor entre dos almas gemelas es diferente. Como decía la señora Wang, las niñas no están obligadas a ser
laotong,
sino que establecen ese vínculo de forma voluntaria. Ni Flor de Nieve ni yo sentíamos todo cuanto habíamos expresado en las primeras anotaciones que hicimos en nuestro abanico, pero, cuando nos miramos por primera vez en el palanquín, noté que nos unía algo especial, como una chispa para encender un fuego o una semilla para cultivar arroz. Sin embargo, una sola chispa no basta para calentar una habitación, y una sola semilla no basta para obtener una cosecha copiosa. El amor verdadero, el amor profundo, debe crecer. Como entonces yo todavía no entendía el amor apasionado, pensaba en los arrozales que veía en mis paseos diarios hasta el río con mi hermano, cuando todavía conservaba todos los dientes de leche. Quizá pudiera hacer crecer nuestro amor como los campesinos hacían crecer sus cosechas: mediante el trabajo duro, una voluntad férrea y las bendiciones de la naturaleza. Es curioso que todavía hoy lo recuerde.
Waaa!
Sabía muy poco de la vida, pero sabía lo suficiente para pensar como un campesino.
Así pues, preparaba mi terreno —pidiendo a mi padre un trozo de papel o a Hermana Mayor un pedacito de alguna prenda de su ajuar— para plantar en él. Mis semillas eran los caracteres de
nu shu
que componía. La señora Wang se convirtió en mi acequia de riego. Cuando la casamentera venía a mi casa para ver los progresos de mis pies, yo le daba mi misiva —en forma de una carta, un trozo de tela o un pañuelo bordado— y ella se la entregaba a Flor de Nieve.
Ninguna planta puede crecer sin sol, y eso es lo único que el campesino no puede controlar. Acabé por creer que Flor de Nieve desempeñaba ese papel. Para mí, el sol adoptaba la forma de sus respuestas a mis cartas. Cuando recibía un mensaje de Flor de Nieve, todas nos reuníamos para descifrar su significado, pues ella ya empezaba a emplear imágenes y palabras que ponían a prueba los conocimientos de
nu shu
de mi tía.
Yo escribía cosas típicas de una niña: «Estoy bien. ¿Cómo estás tú?» Ella respondía: «Hay dos pájaros posados en las ramas altas de un árbol. Juntos echan a volar por el cielo.» Yo escribía: «Hoy mamá me ha enseñado a preparar pasta de arroz envuelta en una hoja de taro.» Flor de Nieve contestaba: «Hoy he mirado por la celosía de mi habitación. He pensado en el fénix que sale en busca de un compañero, y entonces me he acordado de ti.» Yo escribía: «Ya han elegido una fecha propicia para la boda de Hermana Mayor.» Ella respondía: «Ahora tu hermana está en la segunda etapa de las ceremonias de la boda. Por fortuna, pasará unos cuantos años más contigo.» Yo escribía: «Quiero aprenderlo todo. Tú eres muy inteligente. ¿Podrías enseñarme?» Ella contestaba: «Yo también aprendo de ti. Eso es lo que nos convierte en un par de patos mandarines que anidan juntos.» Yo escribía: «Mis ideas no son profundas y mi escritura es torpe, pero me gustaría tenerte aquí para poder decirnos cosas al oído por la noche.» Su respuesta era: «Dos ruiseñores cantan en la oscuridad.»
Sus palabras me asustaban y estimulaban al mismo tiempo. Flor de Nieve era inteligente y mucho más instruida que yo, pero no era eso lo que me daba miedo. En todos sus mensajes hablaba de pájaros, de volar, de un mundo lejano. Ya entonces se rebelaba contra lo que se le ofrecía. Yo quería agarrarme a sus alas y elevarme, por muy intimidada que me sintiera.
Con excepción del abanico, que fue su primer regalo, Flor de Nieve nunca me envió nada sin que yo le hubiera mandado algo antes, pero eso no me importaba. Yo estaba mimándola. La regaba con mis cartas y ella siempre me recompensaba con un nuevo brote o un nuevo capullo. Pero había un obstáculo que desbarataba mis planes: yo estaba deseando que me invitara a su casa, pero esa invitación no llegaba.
Un día, la señora Wang nos visitó y trajo el abanico. Yo no lo abrí de golpe. Desplegué sólo los tres primeros pliegues, revelando el primer mensaje de Flor de Nieve, mi respuesta y un nuevo texto, que rezaba:
Si tu familia está de acuerdo, me gustaría ir a verte el undécimo mes. Nos sentaremos juntas, enhebraremos nuestras agujas, escogeremos los hilos de colores y cuchichearemos.
Flor de Nieve había dibujado otra delicada flor en la guirnalda de hojas.
Llegó el día elegido. Yo esperaba junto a la celosía a que el palanquín doblara la esquina. Cuando se detuvo delante de nuestra puerta, tuve ganas de bajar corriendo y salir a la calle para recibir a mi
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pero eso era imposible. Mi madre salió y se abrió la portezuela del palanquín, del que se apeó Flor de Nieve. Llevaba la misma túnica azul celeste con nubes bordadas. Con el tiempo deduje que ésa era su prenda de viaje y que se la ponía cada vez que nos visitaba para no avergonzar a mi familia luciendo ropas más lujosas.
No traía comida ni ropa; era lo habitual. La señora Wang le hizo la misma advertencia que la vez anterior: debía portarse bien, no protestar y aprender con los ojos y los oídos, para que su madre se enorgulleciera de ella. Flor de Nieve dijo: «Sí, tiíta», pero yo advertí que no le prestaba atención y que escudriñaba la celosía intentando atisbar mi cara tras ella.
Mi madre la acompañó al piso de arriba. Apenas mi alma gemela puso los pies en la habitación de las mujeres, empezó a hablar y ya no paró. Parloteaba, susurraba, bromeaba, hacía confidencias, consolaba, admiraba. No era la niña que me turbaba con sus ansias de echar a volar. Sólo quería jugar, divertirse, reír y hablar, hablar, hablar. Hablar de cosas de crías pequeñas.
Como yo le había dicho que quería ser su pupila, Flor de Nieve empezó ese mismo día a instruirme en los preceptos de las
Enseñanzas para mujeres;
me dijo, por ejemplo, que no debía enseñar los dientes al sonreír ni alzar la voz cuando hablaba con un hombre. Pero ella también había manifestado en sus mensajes que quería aprender de mí, y me pidió que le enseñara a preparar aquellos pegajosos pastelillos de arroz. Además, me hizo preguntas extrañas: cómo se sacaba agua del pozo y cómo se daba de comer a los cerdos. Yo me reí, porque todas las niñas saben hacer esas cosas, y Flor de Nieve me juró que ella nunca las hacía. Deduje que se burlaba de mí, pero insistió en que nadie le había enseñado a hacer esas cosas. Entonces las otras mujeres empezaron a aguijonearme.
—¡Tal vez eres tú la que no sabe sacar agua del pozo! —dijo Hermana Mayor.
—Tal vez no te acuerdas de cómo se da de comer a un cerdo —añadió mi tía—. Todo eso se te olvidó cuando te deshiciste de tus viejos zapatos.
Súbitamente enfadada, me levanté de un brinco, puse los brazos en jarras y las fulminé con la mirada, pero cuando vi su expresión risueña mi rabia desapareció y me entraron ganas de hacerlas reír aún más.
Empecé a ir de un lado para otro con paso inseguro, porque mis pies aún no estaban del todo curados, explicando lo que había que hacer para sacar agua del pozo y llevarla hasta la casa, y luego me agaché como si recogiera hierbas y las mezclara con las sobras de la cocina. Luna Hermosa reía a carcajadas y estuvo a punto de orinarse encima. Hasta Hermana Mayor, tan seria y enfrascada en la preparación de su ajuar, reía con disimulo. Flor de Nieve estaba exultante y daba palmas con verdadero regocijo. Veréis, ella tenía esa habilidad: entraba en la habitación de las mujeres y, con unas sencillas palabras, me movía a hacer cosas que a mí jamás se me habría ocurrido hacer. Y esa habitación, que para mí era un lugar de secretos, sufrimiento y duelo, se convertía gracias a ella en un oasis de alegría y diversión.