Entonces oímos a Hermana Tercera exclamar:
—¡No! ¡No quiero ir! ¡No quiero que me vendéis!
Mi madre la regañó a voz en grito:
—Eres una inútil. Una vergüenza para nuestros antepasados. —Eran palabras crueles, pero no inusitadas; en nuestro pueblo las oíamos casi a diario.
Metieron a Hermana Tercera en la habitación de un empujón. Cayó al suelo, pero enseguida se incorporó, corrió hasta un rincón y se quedó allí agachada.
—Vamos a vendarte. No tienes elección —declaró mi madre.
Hermana Tercera, nerviosa, miraba en busca de un lugar donde esconderse. Estaba atrapada y nada podría impedir lo inevitable. Madre y tía avanzaron hacia ella, que hizo un último intento por escabullirse de sus brazos, pero Hermana Mayor la agarró. Hermana Tercera sólo tenía seis años, pero se resistió con uñas y dientes. Hermana Mayor, mi tía y mi abuela la sujetaban, mientras mi madre le ceñía a toda prisa los vendajes. Hermana Tercera no paraba de chillar. Varias veces consiguió liberar un brazo, pero enseguida volvían a sujetárselo. Por un segundo mi madre dejó escapar el pie de Hermana Tercera, que agitó la pierna, de modo que la larga venda ondeó en el aire como la cinta de un acróbata. Luna Hermosa y yo estábamos horrorizadas; los miembros de nuestra familia no debían comportarse así. Sin embargo, lo único que podíamos hacer era permanecer sentadas y mirar con los ojos como platos, porque unas punzadas cada vez más fuertes empezaban a subirnos por las pantorrillas. Finalmente, mi madre terminó su trabajo. Soltó de golpe los pies de Hermana Tercera, se levantó, la miró con desagrado y le espetó una sola palabra:
—¡Inútil!
Los minutos siguientes se me antojaron eternos. Mi madre me miró primero a mí, porque era la mayor, y ordenó:
—¡Levántate!
Era una orden de imposible cumplimiento, ya que sentía un dolor punzante en los pies. Hasta unos minutos antes estaba muy segura de mi valor, pero ya no logré contener las lágrimas.
Mi tía dio unos golpecitos en el hombro de Luna Hermosa y ordenó:
—Levántate y camina.
Hermana Tercera seguía tumbada en el suelo, llorando.
Mi madre me levantó de la silla. La palabra «dolor» no sirve para describir lo que sentí. Tenía los dedos doblados bajo la planta de los pies, de modo que el peso de mi cuerpo descansaba por completo en esos apéndices. Intenté inclinarme hacia atrás y apoyarme en los talones, pero mi madre, al darse cuenta, me golpeó y exclamó:
—¡Camina!
Obedecí como pude. Mientras avanzaba arrastrando los pies hacia la ventana, mi madre se agachó y levantó del suelo a Hermana Tercera, la llevó a rastras hasta Hermana Mayor y dijo: «Que recorra la habitación diez veces.» Entonces comprendí lo que me esperaba, aunque era algo casi inimaginable. Viendo lo que ocurría, mi tía, por ser la persona de rango inferior de la familia, agarró bruscamente a su hija de la mano, tiró de ella y la levantó de la silla. Las lágrimas me resbalaban mientras mi madre, llevándome de la mano, me hacía recorrer la habitación de las mujeres una y otra vez. Me oía a mí misma gimotear. Hermana Tercera no paraba de bramar e intentaba soltarse de Hermana Mayor. Mi abuela, cuyo deber, por ser la persona más importante de la casa, consistía únicamente en supervisar aquellas actividades, agarró a Hermana Tercera por el otro brazo. Flanqueada por dos personas más fuertes que ella, Hermana Tercera no tuvo más remedio que obedecer, aunque no paraba de protestar. Sólo Luna Hermosa ocultaba sus sentimientos, demostrando ser una buena hija, aunque también ella ocupara una posición muy modesta en la familia.
Después de las diez vueltas, mi madre, mi tía y mi abuela nos dejaron solas. Estábamos las tres casi paralizadas por el sufrimiento físico y, sin embargo, el tormento no había hecho más que empezar. No pudimos comer nada. Aunque teníamos el estómago vacío, vomitamos nuestro sufrimiento. Por fin toda la familia se fue a dormir. Cuando nos tumbamos, sentimos un gran alivio. El simple hecho de tener los pies a la misma altura que el resto del cuerpo calmaba el dolor. Sin embargo, con el paso de las horas nos asaltó una nueva clase de suplicio: los pies nos ardían como si los hubiéramos puesto entre las ascuas del brasero. Unos extraños maullidos escapaban de nuestra boca. La pobre Hermana Mayor, que tuvo que compartir la habitación con nosotras, hizo cuanto pudo por reconfortarnos contándonos cuentos infantiles y nos recordó con suma dulzura que todas las niñas de cierta posición social de China debían soportar lo que estábamos soportando nosotras para convertirse en mujeres, esposas y madres de bien.
Aquella noche, ninguna de las tres logró dormir. Si el día anterior lo habíamos pasado mal, el siguiente fue peor. Intentamos arrancarnos las vendas, pero sólo Hermana Tercera consiguió liberar un pie. Mi madre le pegó en los brazos y las piernas, volvió a vendarle el pie y la obligó a dar diez vueltas más por la habitación como castigo. Una y otra vez la zarandeaba bruscamente y le preguntaba: «¿Quieres convertirte en una falsa nuera? Todavía estás a tiempo. Si quieres, puedes acabar así.»
Llevábamos toda la vida oyendo aquella amenaza, pero ninguna había visto jamás a una falsa nuera. Puwei era un pueblo demasiado pobre para que sus habitantes acogieran a una niña de pies grandes, testaruda y no deseada, pero tampoco habíamos visto nunca ningún fantasma de zorro y creíamos ciegamente en ellos. Así pues, las amenazas de mi madre surtieron efecto y Hermana Tercera cedió, aunque por poco tiempo.
El cuarto día metimos los pies, todavía vendados, en un cubo de agua caliente. Luego nos quitaron las vendas y mi madre y mi tía nos examinaron las uñas, nos limaron las callosidades, nos arrancaron la piel muerta, nos aplicaron más alumbre y perfume para disimular el olor de la carne en descomposición y nos pusieron vendas limpias, aún más apretadas. Cada día lo mismo. Cada cuatro días lo mismo. Cada dos semanas, un par de zapatos nuevos, cada vez más pequeños. Las vecinas nos visitaban y nos llevaban pastelillos de alubias rojas para que nuestros huesos se ablandaran más deprisa, o pimientos secos para que nuestros pies adoptaran su forma, delgada y puntiaguda. Las hermanas de juramento de Hermana Mayor nos ofrecían pequeños regalos que las habían ayudado a ellas durante su vendado. «Muerde el extremo de mi pincel de caligrafía. La punta es fina y delgada. De ese modo también tus pies se volverán finos y delgados.» O bien: «Come estas castañas de agua. Harán que tu carne se encoja.»
La habitación de arriba se convirtió en una sala de castigo. En lugar de realizar nuestras tareas habituales, nos dedicábamos a cruzarla una y otra vez. Todos los días, mi madre y mi tía añadían más vueltas. Todos los días, mi abuela se prestaba a ayudarlas. Cuando se cansaba, se tendía en una cama y dirigía nuestras actividades desde allí. Cuando empezó a hacer frío, subió más colchas para arroparse. A medida que los días se acortaban y oscurecía antes, sus palabras también se volvían más cortas y oscuras, hasta que dejó de hablar y se limitaba a observar a Hermana Tercera, instándola con la mirada a terminar su recorrido.
El dolor no se atenuaba. ¿Cómo iba a atenuarse? En cualquier caso, aprendimos la lección más importante para toda mujer: debíamos obedecer por nuestro propio bien. Ya en aquellas primeras semanas empezó a formarse una imagen de lo que seríamos las tres cuando alcanzáramos la edad adulta. Luna Hermosa sería estoica y hermosa en cualquier circunstancia. Hermana Tercera sería una esposa quejica, amargada por la suerte que le había tocado, y no sabría agradecer los dones recibidos. En cuanto a mí, que se suponía era especial, aceptaba mi destino sin rechistar.
Un día, mientras daba una vuelta por la habitación, oí un crujido. Se me había roto un dedo del pie. Pensé que el sonido era algo interno de mi cuerpo, pero fue tan fuerte que lo oyeron todas las que estaban allí. Mi madre me clavó la mirada.
—¡Muévete! —dijo—. ¡Por fin adelantamos algo!
Seguí caminando, pese a que me temblaba todo el cuerpo. Al anochecer ya se me habían roto los ocho dedos que tenían que romperse, pero seguían obligándome a andar. Notaba los dedos quebrados con cada paso que daba, porque bailaban dentro de los zapatos. El espacio recién creado donde antes había habido una articulación se había convertido en un gelatinoso infinito de tortura. El frío del invierno no había empezado a anestesiar las atroces sensaciones que atenazaban mi cuerpo. Aun así mi madre no estaba satisfecha con mi docilidad. Aquella noche, mandó a Hermano Mayor traer un junco cortado de la orilla del río. Durante los dos días siguientes me golpeó con él en la parte posterior de las piernas para que no parara. El día que me cambiaron los vendajes, sumergí los pies en el agua como de costumbre, pero esa vez el masaje para dar forma a los huesos fue más espantoso que nunca. Mi madre tiró de mis dedos rotos y los dobló hasta pegarlos por completo a la planta de los pies. En ningún otro momento percibí tan claramente el amor de mi madre.
—Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida —repetía una y otra vez para inculcármelo bien—. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú obtendrás la recompensa.
Los dedos de Luna Hermosa se rompieron unos días más tarde, pero los huesos de Hermana Tercera no se quebraban. Mi madre envió a Hermano Mayor a recoger piedrecitas para envolverlas contra aquellos dedos rebeldes a fin de aplicar más presión. Ya he dicho que mi hermana pequeña se resistía desde el principio, pero tras aquella medida sus gritos se hicieron aún más desgarradores, aunque pareciera imposible. Luna Hermosa y yo pensábamos que su reacción era una manera de pedir que le prestaran más atención. Al fin y al cabo, mi madre dedicaba casi todos sus esfuerzos a mí. Cuando nos quitaban las vendas, veíamos diferencias entre nuestros pies y los de Hermana Tercera. Sí, a través de nuestros vendajes se filtraba sangre y pus, lo cual era normal, pero los fluidos que supuraba el cuerpo de mi hermana pequeña habían adquirido un olor distinto. Además, mientras mi piel y la de Luna Hermosa se habían puesto mustias hasta adoptar la palidez de los muertos, la de Hermana Tercera tenía un rosa intenso, como de flor.
La señora Wang volvió a visitarnos. Examinó el trabajo hecho por mi madre y nos recomendó algunas hierbas que podíamos tomar en infusión para calmar el dolor. Yo no probé el amargo brebaje hasta que empezó a nevar todos los días y se me rompieron los huesos del empeine. Estaba aturdida por el dolor y el efecto de las hierbas, pero me di cuenta de que a Hermana Tercera le ocurría algo extraño. Le ardía la piel, tenía los ojos brillantes y deliraba, y su redondeado rostro adelgazó y empezó a mostrar ángulos afilados. Cuando mi madre y mi tía bajaron a preparar la comida, Hermana Mayor se compadeció de su afligida hermana y le permitió tumbarse en una cama. Luna Hermosa y yo dejamos de pasearnos por la habitación. Como temíamos que nos sorprendieran sentadas, nos quedamos de pie junto a Hermana Tercera. Hermana Mayor le frotaba las piernas para proporcionarle algo de alivio, pero estábamos en lo más crudo del invierno y todas llevábamos puestas nuestras prendas más gruesas. Con nuestra ayuda, Hermana Mayor enrolló hasta la rodilla la pernera del pantalón de Hermana Tercera para masajearle la pantorrilla. Fue entonces cuando vimos las terribles vetas rojas que salían de debajo de las vendas, ascendían por la pierna y desaparecían debajo de los pantalones. Nos miramos un momento y nos apresuramos a examinar la otra pierna. Allí también encontramos las mismas vetas rojas.
Hermana Mayor fue a buscar a mi madre. Para explicar lo que había descubierto tendría que confesar que había incumplido sus obligaciones, así que mi prima y yo supusimos que pronto oiríamos la bofetada que mi madre le daría, pero nos equivocamos. Mi madre y mi tía subieron por la escalera a toda prisa, se detuvieron en el rellano y contemplaron la escena: Hermana Tercera tenía las delgadas piernas al descubierto y miraba el techo; mi prima y yo esperábamos dócilmente nuestro castigo, y mi abuela dormía bajo sus colchas. Tras echar un rápido vistazo, mi tía bajó a hervir agua.
Mi madre fue hasta la cama. No llevaba el bastón, de modo que cruzó la habitación agitando los brazos, como un pájaro con las alas rotas, impedida de ayudar a su hija. En cuanto mi tía regresó, mi madre empezó a retirar las vendas. Un olor repugnante se extendió por la habitación. A mi tía le dieron arcadas. Pese a que estaba nevando, Hermana Mayor arrancó el papel de arroz que cubría las ventanas para que saliera el hedor. Los pies de Hermana Tercera quedaron por fin al descubierto. El pus verde oscuro y la sangre coagulada formaban una especie de barro fétido. La ayudaron a incorporarse y le metieron los pies, ya sin vendas, en un cubo de agua hirviendo. Mi hermana estaba tan ida que ni siquiera chilló.
Los gritos que Hermana Tercera había proferido en las semanas anteriores adquirieron un nuevo significado. ¿Sabía desde el primer día que iba a pasarle algo malo? ¿Por eso había opuesto tanta resistencia? ¿Acaso mi madre, con las prisas, había cometido algún terrible error? ¿La infección de mi hermana se debía a que se le habían formado arrugas en las vendas? ¿Estaba débil por culpa de una mala alimentación, como la señora Wang aseguraba que era mi caso? ¿Qué había hecho en su vida anterior para merecer semejante castigo?
Mi madre le frotaba los pies para mitigar la infección. De pronto Hermana Tercera se desmayó. El agua se había vuelto turbia con las nocivas secreciones. Mi madre sacó del cubo aquellos pies destrozados y los secó con cuidado.
—Madre —dijo a su suegra—, tú tienes más experiencia que yo. Ayúdame, por favor.
Mi abuela, que seguía arrebujada bajo las colchas, ni siquiera se movió. Mi madre y mi tía no se ponían de acuerdo en qué hacer a continuación.
—Deberíamos dejarle los pies al aire —propuso mi madre.
—Eso es lo peor que podríamos hacer —replicó mi tía—. Ya se le han roto varios huesos. Si no le vendas los pies, nunca le soldarán bien. Quedará lisiada y no podrá casarse.
—Prefiero que siga en este mundo, aunque no se case, a perderla para siempre.
—Entonces no tendrá ningún valor ni objetivo en la vida —razonó mi tía—. Tu amor maternal debería decirte que ése no es futuro para una hija.
Mientras discutían, Hermana Tercera permanecía inmóvil. Le frotaron los pies con alumbre y volvieron a vendárselos.
Al día siguiente seguía nevando y mi hermana había empeorado. Aunque no éramos ricos, mi padre salió en plena tormenta y volvió con el médico del pueblo, que miró a Hermana Tercera y meneó la cabeza. Era la primera vez que yo veía aquel gesto, que significa que no podemos impedir que el alma de un ser querido se marche al mundo de los espíritus. Estamos indefensos ante los designios del más allá. El médico se ofreció a preparar una cataplasma y una infusión, pero era un hombre bueno y sincero. Entendía la situación en que nos encontrábamos.