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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

El abanico de seda (3 page)

Dejamos el pueblo y enfilamos un estrecho y elevado camino pavimentado con guijarros. Era lo bastante ancho para que pasaran por él personas y palanquines, pero demasiado angosto para los carros tirados por bueyes o ponis. Seguimos hasta el río Xiao y nos paramos ante el puente colgante que lo cruzaba. Más allá de éste se abrían vastas extensiones de cultivos. El cielo era de un azul tan intenso como las plumas del martin pescador. A lo lejos se veían otros pueblos, lugares a los que entonces no podía imaginar que algún día viajaría. Bajamos hasta la orilla, donde el viento hacía susurrar los juncos. Me senté en una roca, me quité los zapatos y caminé por el bajío. Han transcurrido setenta y cinco años y todavía recuerdo la sensación del barro entre los dedos de los pies, la caricia del agua, el frío en la piel. Luna Hermosa y yo gozábamos de una libertad que nunca volveríamos a tener. Sin embargo, de aquel día recuerdo claramente otra cosa. Apenas despertar, había visto a mi familia desde una perspectiva nueva que me había llenado de emociones extrañas: melancolía, tristeza, celos y un sentimiento de injusticia respecto a muchas cosas que, de pronto, me parecían arbitrarias. Dejé que el agua se llevara todo eso.

Aquella noche, después de cenar, nos sentamos fuera. Disfrutamos del fresco aire nocturno y contemplamos a mi padre y mi tío, que fumaban sus largas pipas. Todos estábamos cansados. Mi madre arrullaba al bebé por última vez para que se durmiera. Las tareas domésticas, que para ella todavía no habían terminado, la habían dejado agotada; le pasé un brazo por los hombros para reconfortarla.

—Hace demasiado calor —dijo, y apartó mi brazo con delicadeza.

Mi padre debió de advertir mi decepción, porque me sentó en su regazo. Aunque no me dijo nada, sentí que yo tenía valor para él. Por un momento fui como una perla en su mano.

El vendado

Los preparativos para el vendado de mis pies duraron mucho más de lo que se suponía. En las ciudades, a las niñas de las familias acomodadas les vendan los pies a los tres años. En algunas provincias lejanas sólo se los vendan por un tiempo, para que resulten más atractivas a sus futuros maridos. Esas niñas pueden tener hasta trece años. No se les rompen los huesos, los vendajes siempre están flojos y, después de casarse, se los quitan para trabajar en los campos junto a sus esposos. Y a las niñas más pobres no les vendan los pies, y ya sabemos cómo acaban: las venden como criadas o se convierten en «falsas nueras», niñas de pies grandes, procedentes de familias desgraciadas, que son entregadas a otras familias para que las críen hasta la edad de concebir hijos. Pero en nuestro mediocre condado, a las niñas de familias como la mía empiezan a vendarles los pies a los seis años y el proceso no se considera terminado hasta dos años más tarde. Mientras yo correteaba con mi hermano por el pueblo, mi madre ya había comenzado a confeccionar las largas tiras de tela azul con que me vendaría los pies. Hizo mi primer par de zapatos con sus propias manos, pero todavía puso más cuidado en bordar los zapatos en miniatura que colocaría en el altar de Guanyin, la diosa que escucha los lamentos de las mujeres. Esos zapatos bordados, que sólo medían tres centímetros y medio de largo y estaban confeccionados con una pieza especial de seda roja que conservaba de su ajuar, fueron el primer indicio que tuve de que pudiera importarle algo a mi madre.

Cuando Luna Hermosa y yo cumplimos seis años, mi madre y mi tía mandaron llamar al adivino, que se encargaría de elegir una fecha auspiciosa para empezar el vendado. Dicen que el otoño es la época del año más propicia para eso, pero sólo porque se acerca el invierno y el frío ayuda a anestesiar los pies. ¿Que si estaba emocionada? No. Estaba asustada. Era demasiado pequeña para recordar los primeros días del vendado de mi hermana mayor, pero ¿qué vecino del pueblo no había oído los gritos de la hija de los Wu?

Mi madre recibió al adivino Hu en el piso de abajo, le sirvió té y le ofreció un cuenco de semillas de sandía. El propósito de sus atenciones era favorecer una lectura propicia. El adivino empezó conmigo. Analizó mi fecha de nacimiento y sopesó las posibilidades. Luego dijo:

—Necesito ver a la niña con mis propios ojos.

Eso no era lo habitual y mi madre fue a buscarme con gesto de preocupación. Me condujo a la sala y me colocó delante del adivino. Para realizar su examen, éste me hincó los dedos en los hombros, lo que me mantuvo quieta y asustada al mismo tiempo.

—Ojos... Orejas... Esa boca... —Levantó la cabeza para mirar a mi madre—. Esta niña no es como las demás.

Mi madre aspiró aire entre los dientes apretados. Aquél era el peor anuncio que podía haber hecho el adivino.

—Este caso requiere otra opinión —añadió el hombre—. Propongo que consultemos a una casamentera. ¿Estás de acuerdo?

Otra persona quizá hubiera sospechado que intentaba estafarla y que estaba confabulado con la casamentera del pueblo, pero mi madre no vaciló ni un instante. Tanto miedo tenía —o tan convencida estaba— que ni siquiera pidió permiso a mi padre para gastar ese dinero.

—Vuelve tan pronto como puedas —contestó—. Estaremos esperando.

El adivino se marchó, dejándonos a todos muy desconcertados. Esa noche, mi madre habló muy poco. De hecho, ni siquiera me miró. Mi tía tampoco bromeó como solía. Mi abuela se retiró temprano, pero yo la oí rezar. Mi padre y mi tío fueron a dar un largo paseo. Hasta mis hermanos debieron de percibir el desasosiego que reinaba en la casa, porque se portaron mejor que de costumbre.

Al día siguiente las mujeres se levantaron temprano. Prepararon pasteles y té de crisantemo y sacaron platos especiales de los armarios. Mi padre no fue a trabajar al campo, sino que se quedó en casa para recibir a las visitas. Todo este despilfarro delataba la gravedad de la situación. Y, por si fuera poco, el adivino no se presentó con la señora Gao, la casamentera del pueblo, sino con la señora Wang, la casamentera de Tongkou, la población más importante del condado.

Dejadme decir una cosa: la casamentera del pueblo ni siquiera había pisado todavía nuestro hogar. En teoría aún faltaba un par de años para que viniera a visitarnos e hiciera de intermediaria de Hermano Mayor, cuando buscara esposa, y de Hermana Mayor, cuando otras familias buscaran novias para sus hijos. Así pues, cuando el palanquín de la señora Wang se detuvo delante de nuestra casa, no hubo muestras de júbilo. Por la ventana de la habitación de las mujeres vi que algunos vecinos se acercaban a curiosear. Mi padre se postró y se puso a hacer reverencias, tocando el suelo con la frente una y otra vez en señal de respeto. Sentí lástima por él. Se angustiaba mucho por todo, un rasgo típico de los nacidos el año del conejo. Era el responsable de todos los miembros de mi familia, pero aquella situación lo superaba. Mi tío no paraba de moverse, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro, mientras mi tía, por lo general alegre y cordial, estaba paralizada a su lado. Desde mi privilegiado puesto de observación en el piso superior me percaté, al ver aquellos semblantes, de que sucedía algo muy grave.

Cuando hubieron entrado en la casa, me acerqué con sigilo al hueco de la escalera para oír lo que decían. La señora Wang se puso cómoda. Sirvieron el té y los dulces. Apenas se oía la voz de mi padre mientras cumplía con las normas de cortesía. Pero la señora Wang no había ido a aquella humilde casa para hablar de cosas intrascendentes. Lo que quería era verme. Así pues, me llamaron, tal como el día anterior. Bajé por la escalera y entré en la sala con todo el garbo de que es capaz una niña de seis años que todavía tiene pies grandes y torpes.

Miré a los mayores de mi familia. Aunque hay momentos especiales en que la distancia del tiempo deja los recuerdos en sombras, conservo muy clara la imagen de sus caras aquel día. Mi abuela estaba sentada mirándose las manos, que tenía entrelazadas; su piel era tan frágil y delgada que vi latirle una vena en la sien. Mi padre, que ya tenía bastantes problemas, había enmudecido por la ansiedad. Mi tía y mi tío estaban plantados en el umbral, sin atreverse a participar en lo que iba a ocurrir y, al mismo tiempo, sin querer perdérselo. Con todo, lo que mejor recuerdo es la cara de mi madre. Como a toda hija, me parecía una mujer guapa, pero aquel día percibí su verdadera naturaleza por primera vez. Yo sabía que había nacido en el año del mono, pero no me había dado cuenta de hasta qué punto era astuta y sagaz, rasgos típicos de ese signo. Algo descarnado latía bajo sus prominentes pómulos. Algo maquinador se ocultaba detrás de sus oscuros ojos... Ni siquiera ahora sabría describirlo. Diría que algo parecido a la ambición masculina resplandecía a través de su piel.

Me mandaron colocarme de pie delante de la señora Wang. Su chaqueta de seda me pareció muy bonita, pero los niños no tienen gusto ni criterio. Hoy diría que era chillona y poco apropiada para una viuda, mas las casamenteras no son como las demás mujeres. Se dedican a negociar con los hombres; establecen el precio de las novias, regatean por las dotes y hacen de intermediarias. La risa de la señora Wang era demasiado estridente y sus palabras demasiado melifluas. Me ordenó acercarme a ella, me colocó entre sus rodillas y me miró fijamente. En aquel instante dejé de ser invisible.

La señora Wang fue más minuciosa que el adivino. Me pellizcó el lóbulo de las orejas. Me puso los índices sobre los párpados inferiores y tiró de la piel hacia abajo, luego me ordenó que mirara arriba, abajo, a izquierda y derecha. Me cogió las mejillas y me volvió la cabeza a uno y otro lado. Me dio fuertes apretones en los brazos, desde los hombros hasta las muñecas. A continuación me palpó las caderas. ¡Yo sólo tenía seis años! A esa edad todavía no puede saberse nada de la fertilidad. Aun así lo hizo, y nadie intentó impedírselo. Después hizo algo todavía más sorprendente: se levantó de la silla y me ordenó que ocupara su lugar. Eso habría sido de muy mala educación por mi parte, así que miré a mis padres en busca de consejo, pero estaban inmóviles como un par de ovejas. Mi padre había palidecido y casi le oía pensar: «¿Por qué no la arrojamos al río cuando nació?»

La señora Wang no se había convertido en la casamentera más importante del condado a base de esperar a que las ovejas tomaran decisiones, de modo que me aupó y me sentó en la silla. Acto seguido se arrodilló ante mí y me quitó los zapatos y calcetines. De nuevo se hizo el silencio. Al igual que antes mi cara, ahora me movió los pies en todas direcciones. Luego pasó la uña del pulgar por el puente de ambos.

Entonces miró al adivino con un gesto de asentimiento. Se incorporó y con un brusco movimiento del dedo índice me ordenó que me levantara de su asiento. Cuando se hubo sentado, el adivino carraspeó y dijo:

—Vuestra hija nos obsequia con una circunstancia especial. Ayer noté algo en ella, y la señora Wang, que aporta su pericia y experiencia, coincide conmigo. Vuestra hija tiene la cara larga y delgada como una semilla de arroz, y el lóbulo de las orejas carnoso, lo que denota generosidad. Pero lo más importante son sus pies. Tienen el puente muy alto, pero todavía no están completamente desarrollados. Eso significa, madre, que deberías esperar un año más para empezar a vendárselos. —Levantó una mano para impedir que lo interrumpieran, como si alguien fuera a atreverse, y añadió—: Ya sé que en nuestro pueblo no es costumbre hacerlo cuando las niñas tienen siete años, pero creo que si miras a tu hija verás que...

El adivino Hu titubeó. Mi abuela le acercó un cuenco de mandarinas para ayudarlo a ordenar sus pensamientos. Él cogió una, la peló y arrojó la mondadura al suelo. Con un gajo delante de la boca, continuó:

—A los seis años los huesos todavía son en gran parte agua y, por lo tanto, maleables. Pero vuestra hija está poco desarrollada para su edad, incluso tratándose de nuestro pueblo, que ha pasado años difíciles. Quizá las otras niñas de la familia también lo estén. Eso no debe avergonzaros.

Hasta ese momento yo nunca había pensado que en mi familia pudiera haber algo diferente, y aún menos en mí.

El adivino se metió el gajo de mandarina en la boca, lo masticó concienzudamente y prosiguió:

—Pero vuestra hija no sólo llama la atención por su escaso desarrollo a causa de una alimentación pobre. Como ya he dicho, sus pies tienen un puente particularmente pronunciado, y eso significa que si hacemos ciertas concesiones ahora, más adelante podría tener los pies más perfectos de nuestro condado.

Hay gente que no cree en los adivinos. Hay quien piensa que se limitan a dar consejos de sentido común. Al fin y al cabo, el otoño es la mejor época para iniciar el vendado de los pies, la primavera es la mejor época para dar a luz y una bonita colina con una brisa suave tiene el
feng shui
idóneo para una tumba. Con todo, aquel adivino vio algo en mí que cambió el curso de mi vida. Sin embargo, en aquel momento no hubo celebraciones. En la habitación reinaba un silencio inquietante. Y yo seguía con la impresión de que pasaba algo terrible.

La señora Wang rompió el silencio.

—La niña es muy hermosa, desde luego, pero los lotos dorados son más importantes que un rostro agraciado. Una cara bonita es un don del cielo, pero unos pies diminutos pueden mejorar la posición social. Creo que en eso estaremos todos de acuerdo. Lo que ocurra después tiene que decidirlo el padre. —Miró directamente a mi padre, pero las palabras que salieron de sus labios iban dirigidas a mi madre—: No es nada malo buscar un buen enlace para una hija. Una familia de posición elevada os aportaría mejores contactos, pagaría más por la novia y os proporcionaría protección política y económica a largo plazo. Aunque aprecio mucho la hospitalidad y la generosidad de que habéis hecho gala hoy —añadió, destacando lo exiguo de nuestro hogar con un lánguido movimiento de la mano—, el destino, encarnado en vuestra hija, os ofrece una oportunidad. Si la madre hace bien su trabajo, esta niña insignificante podría casarse con el hijo de una familia de Tongkou.

¡Tongkou!

—Dices cosas maravillosas —respondió mi padre con cautela—, pero la nuestra es una familia modesta. No podemos pagar tus honorarios.

—Padre —repuso la señora Wang con dulzura—, si los pies de tu hija acaban como imagino, estoy segura de que la familia del novio me gratificará generosamente. Tú también recibirás bienes de ellos, pues pagarán un magnífico precio por la novia. Como ves, tanto tú como yo nos beneficiaremos de este acuerdo.

Mi padre guardó silencio. Nunca hablaba de lo que ocurría en los campos ni expresaba sus sentimientos. Me vino a la memoria un invierno que, tras un año de sequía, nos había sorprendido con pocas reservas de alimentos. Mi padre se fue de caza a las montañas, pero hasta los animales habían muerto de hambre; no tuvo más remedio que regresar a casa con unas raíces amargas, con las que mi madre y mi abuela prepararon un caldo. Quizá ahora estaba recordando la vergüenza que había pasado aquel año e imaginando cuánto pagaría mi futuro esposo por mí y qué podría hacer mi madre con ese dinero.

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