-No he tocado nada, mi señor.
Se puso de pie y caminó hacia la puerta, aunque despacio, como si fuera reacia a marcharse; y su mirada se rezagaba sobre las reliquias sagradas de los dioses.
—Supongo que no serviría de nada preguntar cómo has conseguido soslayar mis salvaguardias mágicas, ¿verdad? -inquirió Nuitari-. ¿Cómo entraste por una puerta sellada mágicamente y protegida con trampas y después pasaste a través de una pared de cristal revestida de signos y cómo es que puedes respirar agua de mar como si fuese aire? Supongo que Chemosh te ayudó en todo esto.
—Le recé a mi señor, sí -respondió Mina con aire absorto.
Nuitari espetó a que se explicara, pero ella no entró en detalles.
—Sin embargo -prosiguió el dios-, me gustaría saber cómo te las arreglaste para pasar ante la dragona. Midori me ha dicho que le contaste una historia inverosímil sobre que yo te había enviado. Creo que lo que pasó realmente fue que estaba dormida y le da miedo admitirlo ante mí.
Mina esbozó una sonrisa al oír aquello.
-Creo que sí dije alguna tontería así, mi señor. La hembra de dragón estaba completamente despierta. Me vio, me habló y me planteó enigmas para que los adivinara. Después me dejó entrar en la esfera.
—¿Enigmas? —Nuitari se mostraba escéptico—. ¿Qué enigmas?
Mina rememoró lo que había ocurrido.
-Eran dos: «¿Quién eres tú?» y «¿De dónde vienes tú?» me preguntó.
—De enigmas tienen poco -manifestó secamente Nuitari.
—Estoy de acuerdo, señor -asintió ella-. No obstante, la dragona se enfadó cuando creyó que eludía contestar a sus preguntas. Por eso me hizo pensar que eran enigmas para hacerme caer en una trampa.
El fondo del mar se sacudió arriba y abajo. La torre tembló en sus cimientos y una voz lanzó una advertencia:
—¡Date prisa, hermano! ¡Me estoy cansando de esperar!
Nuitari retiró el sello de la puerta e hizo un gesto a Mina.
-Esta vez te perdonaré la vida -dijo-. La próxima no seré tan generoso, así que procura que no haya una próxima.
La condujo a través de la puerta, que era la última trampa. Una trampa que no haría saltar el ladrón, sino el artefacto que el ladrón estuviera intentando sacar de la Sala del Sacrilegio. Mina había dicho que no había cogido nada y Nuitari la había creído, por lo que no se sorprendió al ver que pasaba por la puerta sin sufrir daño alguno. Volvió a cerrarla rápidamente al tiempo que tomaba nota mentalmente de reforzar los conjuros que había lanzado sobre ella. No tenía la menor idea de que Chemosh -incluso desde lejos- resultara ser tan experto en atravesar barreras mágicas.
Gesticuló levemente con la mano y Mina desapareció, transportada a través del agua, de la pared de cristal y de los muros de la torre hasta el mar que había más allá, donde la esperaba Zeboim.
Sin confiar realmente en su hermana, Nuitari no la perdió de vista a fin de asegurarse de que mantenía su palabra e interrumpía los ataques a la to
rre
. En el momento
en
el que tuvo a Mina, Zeboim rodeó a la joven en un tierno abrazo y ambas desaparecieron.
Nuitari regresó a la esfera para interrogar a la hembra de dragón y se encontró con que Midori se había ido.
No era habitual que el guardián se ausentara, pues sólo salía de vez en cuando para cazar. Sin embargo, sospechó que esta vez se había ido sin tener intención de regresar. Se había mostrado muy enfadada con él.
Nuitari continuó en el interior de la esfera, fija la mirada en el Solio Fe-balas. Repasó todo aquello relacionado con Mina.
Acabó decidiendo que Mina sólo era un incordio.
-Vete y no vuelvas -masculló. Con un suspiro, salió para intentar encontrar a la dragona y aplacar su enfado.
El beso de Mina
La taberna, si se la podía honrar con tal nombre, funcionaba dentro de una embarcación volcada boca abajo en la playa, durante una tormenta. El nombre de la taberna era La Barca, aunque la gente del lugar la conocía como La Basca.
La Basca estaba a la altura de su nombre. No había mesas ni sillas ni ventanas. Los asiduos se reunían alrededor del mostrador que se había improvisado con vigas de madera podridas, o se acuclillaban sobre cajas de verduras vueltas boca abajo. Las grietas en el casco proporcionaban toda la luz que conseguía colarse con esfuerzo, así como el poquito aire fresco que sostenía una batalla perdida con la peste a aguardiente enano, orines y vómitos. Los que frecuentaban La Basca iban allí principalmente porque los habían echado de todos los demás sitios.
Rhys y Beleño se sentaran en cajas, tan cerca de las grietas como les fue posible; el olor casi consiguió acabar con el apetito del kender. Atta no dejaba de encoger la nariz y estornudaba y resollaba.
Además de no haber mesas ni ventanas tampoco había risas ni diversión. El que atendía en el mostrador servía un licor sospechoso que él afirmaba que era aguardiente enano, pero que seguramente no lo era; lo vertía en jarras de hojalata abolladas que se habían salvado del naufragio. Casi todos los parroquianos bebían solos, hundidos en la miseria y observando, en estado de estupor, a las tatas que iban y venían por el suelo y que eran las únicas que lo pasaban bien, al menos hasta que vieron a Atta. Al prohibirle que las cazara, la perra observaba a las dañinas criaturas con los ojos entrecerrados y cuando alguna se acercaba demasiado, le gruñía. Uno de los clientes que estaba allí ese día era Lleu. Rhys y Beleño habían perdido el rastro de Lleu durante un corto tiempo y luego, por pura casualidad, volvieron a encontrarlo en dirección al sur desde Solace, en lugar de al este. Lo siguieron hasta la ciudad de Nuevo Puerto, en Nueva Bahía, en la parte meridional del Nuevo Mar. Rhys se preguntó por qué viajaría su hermano hacia el sur cuando los otros Predilectos eran atraídos hacia el este. Tuvo la respuesta cuando llegaron a Nuevo Puerto. Lleu había reservado pasaje en un barco que zarparía con destino a Flotsam al cabo de unos pocos días.
Dar con su hermano no había sido difícil. El monje se había limitado a ir de un local de mala reputación a otro y a dar la descripción de Lleu a los taberneros. En Nuevo Puerto dieron con él al tercer intento.
Los taberneros siempre se acordaban de Lleu porque se salía de lo común con los otros parroquianos, quienes por lo general eran un montón de desastrados, esclavos del aguardiente enano que dirigía sus vidas. Los «enganchados al enano», como rezaba el dicho, normalmente estaban flacos y demacrados poique pata ellos el aguardiente era pan y carne, tenían los ojos mortecinos y las mejillas hundidas. En contraste, el aspecto de Lleu era robusto y saludable, apuesto y encantador. Hacía mucho que había desechado los ropajes de clérigo de Kiri-Jolith y ahora vestía camisa y jubón, botas de cuero y calzas de lana, ropas propias de un joven de origen distinguido.
De un modo u otro había conseguido dinero, ya que sus ropas eran para gente pudiente y había pagado el desmesurado precio del pasaje. A lo mejor una de sus víctimas había sido adinerada. O era eso o se había dedicado a robar, cosa que no sería de sorprender. Después de todo, Lleu no tenía nada que temer de los representantes de la ley, quienes recibirían un buen susto si intentaban ahorcarlo.
Cuando Rhys entró en La Basca, Lleu lo miró y luego apartó la vista. En los ojos muertos no hubo reconocimiento; Lleu no se acordaba de Rhys ni de nada. Sabía su nombre y eso era todo. Probablemente Chemosh le decía quién era; quién había sido ya se había perdido para siempre.
Los otros parroquianos de la taberna estaban absortos en beber y no querían tener nada que ver con un forastero, de modo que Lleu mantenía una animada conversación consigo mismo. Alardeaba de sus continuas juergas y de las mujeres que se echaban en sus brazos. Reía sus propios chistes y entonaba canciones obscenas; a Rhys se le partía el corazón. Lleu bebió hasta quedarse sin dinero con el que pagar el aguardiente y entonces intentó beber a crédito, peto el tabernero no quería saber nada de créditos. Aun así, Lleu siguió sentado allí, con la jarra en la mano.
La situación se prolongó a lo largo de la tarde. Lleu olvidaba de un momento a otto que no tenía bebida y se llevaba la jarra a los labios. Al encontrarla vacía la golpeaba contra la caja y pedía más a voces. El tabernero, sabiendo que no podía pagar, se limitaba a no hacerle caso. Lleu seguía golpeando con la jarra en la caja hasta que olvidaba por qué hacía eso y entonces la soltaba. Al cabo de un rato la asía de nuevo y volvía a pedir más a voz en cuello.
Rhys observaba a aquel ser que otrora había sido su hermano y de vez en cuando fingía echar un trago del licor que no había tenido más remedio que comprar para apaciguar al tabernero. Beleño se había aburrido al principio y después se dedicó a intentat dat a las tatas con las judías secas que había encontrado en un saco metido dentro de la caja de madera sobre la que estaba sentado. El kender había conseguido un tirachinas (Rhys no le preguntó cómo) y, aunque lo había usado con torpeza al principio, desde entonces había adquirido cierta destreza, de manera que era capaz de dar a una rata con una judía a veinte pasos de distancia y lanzada dando volteretas a través del sucio suelo. Sin embargo, empezaba a cansarse con el juego. Las inteligentes ratas no salían de sus madrigueras ahora y, además, se había quedado sin judías.
-Rhys -dijo Beleño mientras enrollaba el tirachinas y se lo metía en el cinturón—, es hora de cenar.
—Creía que habías perdido el apetito -comentó el monje, sonriente.
-Lo perdió mi nariz, pero no mi estómago -repuso el kender-. Atta piensa también que es hora de cenar, ¿verdad que sí, chica? -Dio unas palmaditas en la cabeza a la perra.
Atta levantó la cabeza y movió la cola con la esperanza de que se marcharían pronto de allí.
-Aún no podernos irnos -empezó Rhys, aunque al ver que Beleño ponía mala cara y que Atta agachaba las orejas, añadió-: Pero los dos podéis salir a dar un paseo. Y me queda esto de la comida.
Le tendió un paquete con un trozo de tasajo al kender. Esa mañana Beleño y él habían ayudado a un granjero a poner una rueda a la carreta, de camino a la ciudad, y aunque Rhys se había negado a aceptar dinero el hombre había compartido su comida con ellos.
-Me lo llevaré fuera para comerlo -dijo Beleño—. De ese modo mi nariz tendrá hambre como el estómago.
Se puso de pie y se estiró para desentumecer los músculos. Atta se sacudió entera, empezando por el hocico y acabando en la cola, tras lo cual miró hacia la puerta con afán.
-¿Y tú? -preguntó Beleño al ver que Rhys seguía sentado-. ¿No tienes hambre?
El monje negó con la cabeza.
-Me quedaré aquí y vigilaré a Lleu. Dijo algo sobre reunirse con una joven más tarde.
El kender cogió la comida, pero no se marchó de inmediato. Se quedó mirando a Rhys y pareció que trataba de decidir si decir algo o no. —Sí, amigo mío, ¿qué ocurre? —preguntó suavemente Rhys. -Se marcha en un barco dentro de dos días -dijo Beleño. Rhys asintió con la cabeza.
-¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cruzar a nado el Nuevo Mar tras él?
-He hablado con el capitán y me he ofrecido para trabajar a bordo del barco a cambio de pasaje.
-Y luego ¿qué? -El kender se echó hacia adelante y miró a su amigo a los ojos.
»¡Rhys, sé realista y afróntalo! ¡Podríamos continuar persiguiendo a tu hermano cuando tengas noventa años y uses ese bastón como garrote! Lleu seguirá siendo igual de joven, irá de taberna en taberna pimplando aguardiente como si no hubiera un mañana, porque ¿sabes qué, Rhys? ¡Para él no hay ningún mañana! —Beleño suspiró y negó con la cabeza.
»Llevas una vida que no es vida. Es todo lo que digo.
Rhys no se defendió porque no podía hacerlo. El kender tenía razón. Llevaba una vida que no era tal, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Hasta que alguien sabio hallase la forma de parar a los Predilectos, al menos intentaría que Lleu no causara más víctimas y la única maneta de conseguirlo era seguirlo como seguiría un cazador las huellas de un lobo merodeador.
Beleño vio que el semblante de su amigo se ensombrecía y de inmediato sintió remordimientos.
-Rhys, lo lamento. -Le palmeó la mano-. No era mi intención herir tus sentimientos, es sólo que eres un buen hombre y a mí me parece que deberías ir por ahí haciendo cosas buenas en lugar de pasarte el tiempo impidiendo que tu hermano haga cosas malas.
—No has herido mis sentimientos —le aseguró el monje, que posó la mano suavemente en el hombro del kender—. ¿Alguien te ha dicho que eres sabio, amigo mío?
—Últimamente no -contestó Beleño con una sonrisa.
-Bueno, pues lo eres. Tendré en cuenta lo que me has dicho. Anda, ve y tómate la cena.
Beleño asintió con la cabeza y apretó la mano a Rhys. Atta y él dieron media vuelta y se encaminaban hacia afuera cuando, de repente, la puerta se abrió bruscamente con un sonoro batacazo que sacó de su estupor a los ebrios e hizo que varios dejaran caer las jarras al suelo. Una ráfaga de viento que traía un intenso olor a mar entró arremolinada en la taberna, levantó el polvo y lo hizo girar como ciclones en miniatura que dieron paso a Zeboim.
Con indiferencia, la diosa apartó de un empellón al kender, que estaba en su camino, y recorrió la sombría estancia con la mirada en busca de Rhys.
-Monje, sé que estás aquí -llamó con una voz retumbante que hizo temblar las vigas y puso en fuga a las ratas-. ¿Dónde te metes?
El vestido verde mar rompía como olas alrededor de sus tobillos, y el cabello de espuma de mar se agitaba con el viento que silbaba a través de las grietas del casco. El tabernero estaba boquiabierto. Los beodos la miraban de hito en hito. Lleu, ante la aparición de una hermosa mujer, se incorporó de un salto e hizo una galante reverencia.
Rhys, terriblemente sobresaltado, se levantó de la caja de madera y fue al encuentro de la diosa.
-Aquí estoy, majestad -contestó.
Atta se metió entre las piernas del monje y, agazapada, se puso a gruñir. Beleño se levantó del suelo. Merced a alguna diestra acrobacia, había conseguido salvar la cena y se guardó el paquete de tasajo en el bolsillo.
-Yo estoy aquí también, diosa -gritó alegremente.
-Cierra el pico, kender -espetó Zeboim—. Y tú... -Alzó una mano en gesto de advertencia para señalar a Lleu-. Tú cierra el pico también, pedazo de carroña repugnante.