A medida que se desgranaba la historia, los temores de Midori crecieron. Un mundo donde hasta los dioses podían morir era, obviamente, un lugar mucho más peligroso de lo que había creído. Pensaba en eso y se preguntaba cómo iba a ser capaz de volver a disfrutar de un buen sueño durante toda una era cuando, inesperadamente, Nuitari le hizo una oferta. Él necesitaba un guardián para ciertas reliquias que había recogido en el fondo del mar. Si ella quería, el trabajo era suyo.
A Midori no le caía bien Nuitari. Lo consideraba un hijo desagradecido y quejicoso que no se merecía a la madre que le había dado la vida, pero tampoco le hacía gracia la idea de regresar a su cubil solitario. Tenía que estar ojo avizor a lo que pasaba. Además, si se aburría o si Nuitari la molestaba demasiado, siempre se podía marchar. Así pues, accedió a trasladarse a la recién restaurada torre para vigilar el cúmulo de valiosas reliquias sagradas del dios.
Nuitari le aseguró que, puesto que la torre estaba ubicada en el fondo del Mar Sangriento, no era probable que los mortales la molestaran. El único que había aparecido allí era Caele, un semielfo mestizó que tenía que visitada de vez en cuando para pedirle que le diera una o dos gotas de sangre.
Midori se habría negado, pero Caele actuaba tan servilmente y la adulaba tan pródigamente, además de sentirse tan evidentemente aterrado ante ella, que descubrió que disfrutaba con sus visitas. Salía de su cubil y jugaba con él durante un rato, el tiempo suficiente pata que el mestizo se rebajará totalmente y entonces le concedía a regañadientes su petición, si bien, cuando el semielfo recogía la sangre, le lanzaba un bocado por el mero placer de verlo brincar llevado por el pánico.
Nadie más había ido a interrumpir el descanso y las cavilaciones de la dragona. Nuitari había construido un cubil diseñado especialmente para ella, una gran esfera de cristal llena de agua de mar y situada en la base de la totre. Dentro de la inmensa esfera la hembra de dragón podía nadar a placer ya que iba y venía a través de un portal mágico situado en la pared de cristal.
En el centro de la esfera estaba la Sala del Sacrilegio, aunque en realidad no era una sala, sino más bien un pequeño castillo donde se guardaban las reliquias. Cualquier mortal que intentara acceder a los artefactos mágicos no sólo tendría que saber nadar, sino encontrar la forma de eludir al guardián y a otros habitantes de las profundidades. La hembra de dragón no toleraba el jaleo, de modo que sólo admitía en su esfera a aquellas criaturas que fueran silenciosas y esquivas, como las medusas y las pastinacas. Los tiburones eran estúpidos y groseros, pero le proporcionaban unos sabrosos tentempiés además de entretenerla cuando luchaban con los calamares gigantes. A los erizos de mar, con su constante cháchara, no se les permitía entrar allí. En resumen, era una forma agradable de pasar los años del ocaso de una vida.
Midori dormitaba con la cabeza medio metida y medio escondida en la concha, anullada tranquilamente con los ondulantes movimientos de las medusas, cuando oyó abrirse la puerta que conducía a la cámara bajo el agua. Entró una persona.
Creyendo que se trataba del semielfo para pedirle más sangre, Midori decidió que no quería que la molestara en ese momento. Estaba a punto de decirle que se desangrara él y que, si no podía, ella le haría ese favor, cuando de repente se dio cuenta de que no era Caele. Aquella persona era una intrusa.
Midori se metió en la concha y se quedó muy quieta, semejando una vasta formación coralina. Los peces nadaban tranquilamente a su alrededor. Las plantas marinas que le crecían en la espalda se mecían atrás y adelante con las corrientes que giraban en la esfera. Sólo un observador perspicaz que la hubiera observado con detenimiento habría reparado en los ojos amarillos que brillaban en las oscuras profundidades de la concha.
Lo que vio Midori la sorprendió más que todo cuanto había visto en varios milenios.
Salió para investigar más a fondo.
Mina contempló a la dragona presa de un terror que parecía paralizarla. La criatura abrió las fauces. En la espectral luz verdosa del sol brillaron los dientes cuando Midori aspiró e hizo que centenares de indefensos peces le desaparecieran gaznate abajo.
Las fauces de la dragona se cerraron con un seco chasquido. Dos inmensas patas palmeadas impulsaron la voluminosa concha hacia arriba desde el fondo cubierto de algas. La cola del dragón se sacudió en el agua y levantó nubes de sedimento, tras lo cual las patas palmeadas impulsaron a la bestia a través del agua. Con la cabeza erguida y el cuello estirado, la dragona se lanzó directamente hacia Mina.
La joven temió que la bestia tuviera intención de romper la pared de cristal y pasar a través de ella, así que corrió hacia la puerta y la empujó, frenética.
No se abrió. Mina miró hacia atrás. La dragona casi estaba encima de ella. Sus ojos eran enormes, con negras pupilas verticales rodeadas de un llameante iris verde dorado. Era como si sólo los ojos pudieran engullirla. Midori abrió las fauces.
Mina apretó la espalda contra la puerta, con una plegaria a Chemosh a punto de salir de sus labios.
La dragona llegó a la pared de cristal, dio un brusco giro siguiendo la curva de la esfera, y se quedó allí, flotando. Entonces habló y de sus fauces salieron palabras y peces.
-¿Quién eres? ¿De dónde sales?
Mina había esperado una muerte violenta, no una pregunta absurda. Le faltaba el aire para responder.
—¿Y bien? —demandó con impaciencia el dragón.
-Yo... de... la torre... -Mina señaló con un débil gesto la puerta que tenía detrás.
—No me refiero a eso -espetó la hembra de dragón, iracunda—. Quiero decir que quién eres tú, de dónde vienes tú.
Mina había oído decir que a los dragones les gustaba jugar con sus víctimas —por ejemplo, les planteaban adivinanzas- antes de matarlas. Sin embargo, parecía que esta dragona hablaba muy en serio.
«Obviamente no soy hechicera, pero estoy en esta torre. El guardián debe de pensar que he venido invitada por Nuitari. Por eso no me ha matado. Quizá pueda aprovecharme de ese equívoco.»
—Soy amiga del dios -contestó. Eso, al menos, era cierto, ya que no había mencionado de qué dios era amiga-. Cuando esos temblores sacudieron la tone me envió para comprobar que las reliquias no habían sufrido daños.
Los ojos de la hembra de dragón se entrecerraron; estaba molesta.
—¿Te niegas a responder a mi pregunta?
Mina se sintió desconcertada.
—No, simplemente es que... no creí que estuvieses interesada. No tengo inconveniente alguno en contestar. En cuanto a quién soy, me llamo Mina. Soy una huérfana que no guarda recuerdos de la infancia. Y, en respuesta a la pregunta de dónde vengo, he recorrido casi todo Ansalon. Tardaría mucho en explicarte mi historia y tengo que revisar las reliquias...
—Me estás haciendo perder el tiempo. Entra y comprueba los artefactos, pues. Nadie te lo impide —gruñó la hembra de dragón, irascible.
Mina se dio cuenta de que la bestia debía de pensar que Nuitari le había revelado el secreto para acceder al interior de la esfera.
Irritada, Mina pensó que había sido una estúpida al mencionar eso. ¿Qué iba a decir ahora? ¿Que había olvidado lo que le había dicho el dios? ¡Ni siquiera un enano gully se creería algo así!
—Bueno ¿a qué esperas? —espetó la dragona, que la fulminaba con la mirada—. En cuanto a ese galimatías que me has contado sobre que eres huérfana...
La hembra de dragón hizo una pausa y entonces abrió mucho los ojos, repentinamente, mientras adelantaba la cabeza con tal brusquedad que chocó contra el cristal.
—Por mis dientes y mis amígdalas -exclamó-. Por mis pulmones y mi hígado. ¡Por mi corazón y mi estómago y mi colmillo y mi garra del dedo gordo de la zarpa! ¡No lo sabes!
Mina no entendía a qué venía todo eso.
—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó a la hembra de dragón.
Pero la bestia seguía mascullando entre dientes sin prestarle atención ya.
Mina captó unas pocas palabras sueltas entre el despotricar de la criatura.
-¿Qué es lo que no sé? -volvió a preguntar. Algo se retorcía en su interior. Tenía la sensación de que aquello era terriblemente importante.
-No sabes... -la hembra de dragón hizo una pausa muy breve antes de continuar—... cómo entrar aquí, ¿verdad?
No era eso lo que la bestia había querido decir. Ahora le estaba tomando el pelo, se burlaba de ella. Los ojos le relucían y los verdes labios se curvaron en una mueca de desprecio.
-En realidad no tiene truco. Sólo hay que cruzar a través de la pared de cristal, simplemente. En cuanto a respirar bajo el agua, no tendrás problema alguno. Todo es parte de la magia, ¿verdad?
«La dragona intenta engatusarme para que entre -razonó Mina-. Podría quedarme aquí y estar a salvo de ella, pero eso significaría fallarle a mi señor.»
-¡Que Chemosh sea conmigo! -rezó un instante antes de dirigirse hacia la esfera.
Plantó las dos manos en el cristal y recorrió con los dedos los bordes afilados de los signos grabados en la superficie. Se concentró en su punto de destino, el castillo de arena en el centro de la esfera, y, fija la mirada en él y evitando desviarla hacia la dragona, Mina respiró hondo, cerró los ojos y echó a andar.
El vidrio se derritió como hielo a su contacto, y la joven se encontró dentro de la esfera.
Experimentó una extraña sensación. No se movía torpemente ni se ahogaba ni boqueaba para respirar. Era como si su cuerpo hubiese perdido la consistencia sólida. Más que respirar el agua parecía ser una con ella; ahora era agua, no carne. La sensación resultaba maravillosa, liberadora y aterradora, todo a la vez, pero no tenía tiempo para analizar lo que había ocurrido. Se puso en tensión y se giró hacia Midori, convencida de que ahora la criatura atacaría.
Los labios de la hembra de dragón se extendieron en una sonrisa que dejó a la vista los dientes. Pata sorpresa de Mina, la bestia se volteó pesadamente con un movimiento de las aletas y nadó hacia el fondo de la esfera, donde se acomodó sobre la arena.
—Me disculparás —dijo-, pero soy vieja y toda esta excitación me agota. Por favor, no te demores en tu tarea por mi causa.
Los tiburones nadaban alrededor de Mina mientras que las medusas flotaban a una distancia incómoda por su cercanía. Los ojos del calamar se abrieron. Todas las criaturas marinas la observaban, pero ninguna se le acercó.
Mina empezó a nadar en dirección al castillo de arena, sin perder de vista a sus enemigos.
Moviéndose perezosamente en círculos, los tiburones la acompañaron; el calamar se propulsó por el agua, aunque mantuvo las distancias.
Perpleja hasta lo indecible, Mina siguió nadando. Las criaturas marinas la siguieron, observándola, al igual que hacía Midori, cuyos ojos de color dorado verdoso brillaban con lo que quizá fuera regocijo.
Pues claro, habría trampas en el castillo.
Al acercarse a la estructura, Mina nadó a su alrededor hasta llegar a la parte delantera y allí se quedó flotando, mecida suavemente por las corrientes, y la contempló con desconcierto. No había sido una ilusión óptica creada por el agua. El Solio Febalas era. un castillo de juguete de un niño, hecho con arena, que daba la impresión de que se desmoronaría en cuanto se lo tocara.
Tendría que ponerse a gatas para cruzar la puerta, e incluso con su esbelta figura le costaría pasar a través.
«¡No hay artefactos! Esto es una broma de mal gusto perpetrada por Nuitari, mas ¿por qué? ¿Por qué tomarse tantas molestias? Desde luego -reflexionó Mina- los actos de los dioses escapan a la comprensión humana. Mi señor se sentirá muy defraudado.»
Mina se volvió a mirar a la dragona, que parecía disfrutar con su desconcierto. La joven se preguntó si debería seguir investigando o si sería mejor renunciar y volver nadando por donde había venido.
«Al menos, debería mirar dentro -decidió-. Mi señor ya se sentirá de sobra contrariado tal como están las cosas. Tendría que darle más detalles.»
Mina se acercó al castillo de arena con precaución, atenta a cualquier trampa y casi temiendo echar abajo la estructura si chocaba contra ella. La parte alta de los muros le llegaba a los hombros.
Alargó la mano para tocar cautelosamente la estructura. Era arena que se había fusionado en un bloque duro como el mármol. No ocurrió nada cuando tocó el muro y de nuevo volvió la vista hacia la hembra de dragón y luego al exterior de la esfera, temerosa de que Nuitari apareciese en cualquier momento.
Fuera no había nadie y el guardián no se había movido.
Mina nadó de nuevo alrededor de la parte frontal del castillo y encontró la entrada, una puerta de unos noventa centímetros de altura y construida con un millar de perlas que brillaban con un lustre púrpura rosáceo. Había un solitario símbolo rallado en una gran esmeralda encastrada en el centro. La joven pasó las yemas de los dedos por la esmeralda.
El signo emitió un cegador destello verde y la puerta de perlas se abrió con una fuerza explosiva. Demasiado tarde, Mina comprendió la trampa. El castillo estaba cerrado herméticamente, estanco al aire para que no entrase el agua, y al abrirse la puerta el cierre hermético había saltado. El agua entraba a raudales y arrastró a Mina. El impulso de la corriente cesó cuando la puerta se cerró y dejó de nuevo al castillo estanco al aire.
Y dejó de nuevo a Mina encerrada en una prisión.
No era de extrañar que la hembra de dragón pareciera divertida.
La fuerza del agua había arrastrado a la joven y la había llevado dando tumbos. Ahora yacía boca abajo en el agua, que le llegaba a la barbilla, aunque el nivel bajaba con rapidez. Tenía que haber un desagüe en el suelo, porque Mina oía el gorgoteo del agua a medida que se iba por el sumidero.
Mina no veía nada en medio de la oscuridad total y se puso de pie despacio, con miedo a golpearse la cabeza contra el techo bajo. No sintió nada, así que alzó la mano, pero siguió sin tocar nada. Lo intentó poniéndose totalmente erguida.
No se golpeó la cabeza. Se quedó inmóvil, por miedo a moverse sin ver nada, hasta que los ojos se le fueron adaptando poco a poco a la penumbra. La estancia no estaba tan oscura como le había parecido al principio. No había luces, aunque algunos objetos de la estancia emitían un suave brillo, así que pudo distinguir su entorno.
Miró a su alrededor, miró arriba y miró abajo. Estaba sin respiración, y las lágrimas le escocieron en los ojos y tornaron borrosas las luces.