Se hallaba en una cámara inmensa, tanto que ni con cien pasos habría recorrido la mitad. El techo con el que había temido golpearse la cabeza era tan alto que apenas alcanzaba a distinguirlo.
Y a su alrededor estaban los dioses.
Cada uno de ellos tenía un nicho excavado en la pared y en cada nicho había un altar. Reliquias consagradas a cada dios se encontraban encima del altar o al pie de éste.
Algunos artefactos brillaban con una luz radiante, otros titilaban y algunos emitían un tenue fulgor. Algunos se hallaban a oscuras, mientras que otros parecían absorber la luz del resto.
Mina cayó de hinojos, temblorosa.
El poder sagrado de los dioses parecía aplastarla.
-Perdonadme, dioses -susurró-. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Cuando Nuitari regresó a la torre se la encontró bajo asedio. Al parecer, su hermana Zeboim, diosa de las profundidades, estaba decidida a echarla abajo en pedazos.
Aunque hermanos nacidos de Takhisis y de su consorte Sargonnas, el Señor de la Venganza, Nuitari y Zeboim eran tan diferentes como olas espumosas y luz de luna negra. Zeboim había heredado la naturaleza mudable y la fogosa ambición de su madre, pero carecía de la disciplina de su progenitora. Por el contrario, Nuitari había nacido con la astucia fría y calculadora de su madre, atemperada por su pasión por la magia. Zeboim estaba unida a su padre, Sargonnas, y a menudo colaboraba con él para favorecer la causa de sus amados minotauros, quienes se contaban entre los principales seguidores de la diosa del mar. Nuitari despreciaba a su padre y no lo guardaba en secreto. Tampoco sentía aprecio por los minotauros, razón por la cual había muy pocos hechiceros entre miembros de esa raza.
Nuitari supo de antemano que su hermana se molestaría por haber levantado la antigua Torre de la Alta Hechicería en su mar sin antes pedirle permiso. Conociéndola, sabía que habría sido muy capaz de negárselo llevada por un simple capricho. Temiendo también que aquello le dieta ideas, Nuitari había creído más aconsejable reconstruir la torre antes y pedirle disculpas a su hermana después.
Eso era justo lo que intentaba en ese momento, pero Zeboim se negaba a escucharlo.
-Te lo juro, hermano —dijo Zeboim, furiosa—, ¡que ninguno de tus Túnicas Negras ose poner un pie en el agua o afrontará mi ira! ¡Como uno de tus hechiceros intente darse un baño caliente, lo hundiré para que se ahogue! Cualquier barco que transporte a uno de tus hechiceros naufragará.
Las balsas que lleven a tus hechiceros a través de algún río, se hundirán. Si uno de tus hechiceros pisa un arroyo convertiré ese arroyo en un río embravecido. Si uno de tus hechiceros se atreve siquiera a beber un vaso de agua, se ahogará...
Continuó con lo mismo, vociferando enrabietada y pateando el suelo. Cada vez que soltaba un pisotón, el fondo del océano temblaba. Su ira hacía que la torre se sacudiera en sus cimientos, y Nuitari no quería imaginar siquiera los estragos que esos temblores estarían ocasionando dentro. Había perdido contacto con los dos hechiceros y eso le preocupaba.
-Lo siento, querida hermana, si te he molestado -dijo, contrito-. De verdad que no fue intencionadamente.
-¿Que levantar esta torre sin mi conocimiento no fue algo intencionado? —aulló Zeboim.
-¡Creía que lo sabías! -protestó Nuitari en una actitud que era la viva imagen de la inocencia-. ¡Pensé que estabas al corriente de todo lo que ocurría en tu océano! Si no es así y esto te pilla totalmente por sorpresa, ¿es acaso culpa mía?
Hirviendo en cólera, Zeboim le asestó una mirada fulminante. Se revolvía y se debatía pero no había manera de escapar de la red que con tanta firmeza la tenía atrapada. Si afirmaba que sabía que estaba construyendo la torre, entonces ¿por qué no se lo había impedido si con ello la ofendía? Admitir que no se había enterado de lo que hacía era tanto como admitir que ignoraba lo que sucedía en su reino.
-He estado ocupada con otros asuntos más importantes -arguyó con aire magnánimo-. Pero ahora que lo sé has de ofrecer compensación como desagravio.
-¿Y qué quieres? -preguntó suavemente Nuitari-. Estaré encantado de acceder a tus demandas, querida hermana. Siempre y cuando sean razonables, por supuesto.
Daba por sentado que había descubierto no sólo lo de la torre sino también lo de la Sala del Sacrilegio e imaginaba que le pediría que le devolviera sus reliquias sagradas a cambio de su permiso para conservar la torre. Nuitari estaba dispuesto a entregar uno o incluso dos artefactos si su hermana insistía en sus amenazas contra sus hechiceros. La respuesta de Zeboim fue completamente inesperada.
-Quiero a Mina -declaró.
-¿Mina? -repitió Nuitari, sorprendido. Primero Takhisis. Después Chemosh. Ahora Zeboim. ¿Es que todos los dioses del universo querían a esa chica?
—La tienes prisionera. Me la traerás y, a cambio, podrás conservar tu torre -ofreció Zeboim, magnánima-. No te obligaré a derribarla.
-Qué amable de tu parte, hermana -repuso Nuitari en un timbre melifluo, malévolo-. ¿Por qué quieres a esa chica, si no te importa que te pregunte?
Zeboim alzó la mirada hacia la superficie del océano bañada por el sol.
-¿Cuántos de tus Túnicas Negras crees que navegan por alta mar en este momento, hermano? -preguntó-. Que yo sepa, hay seis ahora mismo.
Alzó las manos y al agua empezó a hervir y a burbujear a su alrededor. La luz del sol se apagó, oculta por nubes tormentosas. Nuitari tuvo visiones de sus hechiceros, que rodaban por las cubiertas zarandeadas y salían arrojados por las bordas.
-¡De acuerdo! ¡La tendrás! -cedió, enfadado-. Aunque no sé para qué la quieres. Le pertenece a Chemosh en cuerpo y alma.
Zeboim esbozó una sonrisa enterada, y Nuitari dedujo de inmediato que ella y Chemosh habían llegado a alguna clase de acuerdo.
-He ahí la razón de que no viniera él a reclamar a su ramera -masculló Nuitari entre dientes-. Has hecho un pacto con Zeboim. Me pregunto con qué fin. Mi torre no, espero.
Miró a su hermana, que le sostuvo la mirada.
-Voy a buscarla -dijo finalmente el dios de la magia.
-Hazlo, y no tardes. Me aburro en seguida -repuso Zeboim.
Le dio a la torre otra pequeña sacudida, de propina.
Nada más entrar en la Torre del Mar Sangriento, Nuitari llamó a sus hechiceros.
No acudieron.
Eso le pareció ominoso. Caele siempre estaba a mano por lo general, desviviéndose para ser siempre el primero en celebrar el regreso de su señor, y Basalto, formal y cumplidor, normalmente lo estaría esperando para lanzarse a enumerar sus quejas contra el semielfo.
Ninguno de los dos apareció en respuesta a la llamada de su señor.
Nuitari volvió a convocarlos, esta vez en tono grave.
No hubo respuesta.
Nuitari se dirigió al laboratorio con la idea de que los hallaría allí. Se encontró con un desorden atroz, con el suelo inundado de pociones derramadas y cristales rotos, un pequeño fuego ardiendo en una esquina y varios diablillos escapados que deambulaban libremente por el laboratorio. Nuitari apagó el fuego con un soplido irritado, atrapó a los diablillos y volvió a encerrarlos en sus jaulas y después siguió buscando a los desaparecidos hechiceros. Presentía que sabía dónde tenía que buscarlos.
Llegó a los aposentos de Mina y encontró la puerta abierta de par en par. Entró en la estancia.
Dos féretros de piedra y ni ras
tro
de Mina.
Retiró las losas que tapaban los sarcófagos. Caele, boqueando para respirar, se aferró a los costados del féretro y se impulsó hacia arriba. El semielfo parecía medio muerto. Intentó ponerse de pie pero las piernas no lo sostenían. Se sentó en el sarcófago y se estremeció. Como los enanos estaban acostumbrados a vivir en lugares oscuros, Basalto se había tomado con calma el confinamiento. Le preocupaba mucho más tener que afrontar la ira de su dios y mantuvo gacha la cabeza, con la capucha echada, mientras procuraba por todos los medios eludir la mirada torva de Nuitari
—Eh... si me disculpas, señor, he de ir a limpiar... —empezó a la par que intentaba abandonar furtivamente la estancia
—¿Dónde está Mina? —demandó el dios.
Basalto echó una mirada en derredor a hurtadillas con la esperanza de que la chica estuviera escondida debajo del sofá. Al no verla, volvió la vista hacia el señor y casi de inmediato la apartó.
-Fue culpa de Caele -masculló el enano en voz baja-. Intentó matarla, peto hizo una chapuza, como siempre, y ella le arrebató el cuchillo...
-¡Víbora! -escupió el semielfo, que salió del féretro casi a rastras y alzó la mano debilitada contra el enano.
—¡Basta ya, los dos! -ordenó Nuitari-. ¿Dónde está Mina?
—Todo ocurrió al mismo tiempo, señor -gimoteó Caele—. Zeboim empezó a zarandear la torre y cuando quise darme cuenta Mina tenía el cuchillo en la mano y amenazaba con matarme...
-Eso es verdad, señor -dijo Basalto-. Mina amenazó con matar al pobre Caele si yo hacía algo para detenerla y, naturalmente, no quise poner en peligro su vida. Entonces apareció Chemosh y nos obligó a meternos dentro de los sarcófagos...
-Mientes -lo interrumpió calmosamente Nuitari- El Señor de la Muerte no puede entrar en mi torre. Ya no.
—Oí su voz, señor -dijo Basalto sin aliento, acobardado-. Sonaba por todas partes. Le hablaba a Mina, le decía que la torre era de ella, salvo por el guardián...
-El guardián -repitió Nuitari, que en ese momento supo dónde había ido Mina: a la Sala del Sacrilegio. Se tranquilizó-. Midori se ocupará de ella, lo que significa que no quedará mucho. Tengo que discurrir algo para apaciguar a mi hermana. Meteré los restos de Mina en una bonita caja y que Zeboim la intercambie con Chemosh por lo que quiera que éste le haya prometido. Promesa, por otra parte, que no tendrá intención de cumplir de todos modos.
Volvió la vista hacia sus dos hechiceros, que se encogieron ante él, arredrados.
-Empezad a limpiar este desastre. -Echó un vistazo a los sarcófagos-. No os deshagáis de ésos. Podrían ser de utilidad en el futuro si osáis desobedecerme otra vez.
—No, señor —farfulló Basalto.
—Sí, señor. -Caele tragó saliva con esfuerzo.
Satisfecho, Nuitari salió para recuperar el cadáver de Mina.
Nuitari esperaba encontrar la esfera marina en gran desorden y confusión: sangre en el agua, la hembra de dragón con aspecto ahíto, los tiburones peleando por las sobras... En cambio, las medusas se mecían en el gigantesco acuario con una calma desquiciante y Midori dormía en el fondo arenoso.
Por lo visto se había preocupado sin motivo; después de todo, Mina no había ido allí. Envió un mensaje urgente a sus hechiceros para que registraran la torre en busca de la chica y se disponía a marcharse con el fin de ayudarlos cuando la hembra de dragón habló:
-Si buscas a la humana, está dentro de tu castillo de arena.
Nuitari se quedó estupefacto un momento y después se abalanzó a través de la pared de cristal para encararse con Midori. Ésta lo observaba desde las negras profundidades de su concha.
-¿Le permitiste entrar? -bramó el dios-. ¿Qué clase de guardián eres?
-Me dijo que la habías enviado tú -repuso la dragona; la concha se desplazó ligeramente-. Dijo que querías que comprobara que los artefactos sagrados no habían sufrido daño con los temblores.
-¿Y creíste sus mentiras? -Nuitari no salía de su asombro.
-No -admitió Midori, brillantes los ojos de color dorado verdoso-, (lomo tampoco creí las tuyas.
-¿Las mías? -Nuitari no le encomiaba sentido a ese comentario. Nunca había mentido a la hembra de dragón; al menos en cosas importantes—. ¿Qué...? ¡Da igual, déjalo! ¿Por qué la dejaste pasar?
-La próxima vez, haz tú mismo el trabajo sucio -gruñó Midori, que metió la cabeza en la concha, cerró los ojos y fingió que dormía.
Nuitari no tenía tiempo de descifrar qué era lo que irritaba al guardián. Debía impedir que Mina se marchara con sus reliquias. Inadvertido y en completo silencio, el dios penetró en el Solio Febalas.
Allí estaba la chica, pero no se dedicaba a saquear el lugar como él había esperado. Se hallaba de rodillas, inclinada la cabeza y las manos fuertemente enlazadas.
-Dioses de la oscuridad, dioses de la luz y dioses que amáis el crepúsculo que media entre unos y otros, perdonadme por profanar este lugar sagrado -rezaba quedamente Mina-. Perdonad la ignorancia de los mortales, la arrogancia y el temor que los conduce a cometer malos actos como éste contra vosotros. Aunque las almas de quienes robaron estos objetos sagrados partieron mucho tiempo atrás, la debilidad humana perdura. Pocos se inclinan ante vosotros. Pocos os veneran. Muchos niegan vuestra existencia o afirman que el ser humano ya no os necesita. Si pudiesen contemplar esta bendita visión y sentir vuestra presencia como la siento yo, toda la humanidad caería de hinojos a vuestros pies y os adorarían.
Nuitari, que -como inculcaba a sus hechiceros- no creía en el uso de la magia para propósitos frívolos, había pensado asirla por la nuca y retorcerle el cuerpo con sus propias manos hasta que se le quebraran los huesos y la sangre corriera roja.
Sin embargo, no la mató. Al mirar alrededor de la cámara vio lo que veía ella, no unas reliquias para trocarlas como cerdos en día de mercado, sino los altares sagrados, la luz divina, el sobrecogedor poder de los dioses. Sintió lo que sentía ella, una presencia sagrada. Nuitari retiró la mano extendida.
-Eres el ser humano más irritante que conozco -dijo, exasperado-. ¡No te entiendo!
Mina alzó la cabeza y la giró para mirarlo. Tenía el rostro húmedo pollas lágrimas; a Nuitari le recordaba una criatura perdida.
-No me entiendo ni yo misma, señor -dijo la chica, que volvió a agachar la cabeza—. Toma mi vida como castigo por mi transgresión al entrar en este lugar sagrado. Merezco morir.
-Mereces morir, sí —aseveró Nuitari, torvo el gesto—. Pero hoy es tu día de suerte. He prometido entregarte a mi hermana, que, a su vez, ha prometido entregarte a Chemosh.
Por el caso que le hizo ella, era como si le hubiese hablado a otra persona. Mina no se movió y siguió encogida en el suelo, abrumada, aplastada por el peso del cielo.
-¿Me has oído? Puedes irte, eres libre -dijo Nuitari-. Aunque he de advertirte que si por desventura te has guardado en la manga algún anillo bendito o algún frasco de una poción para devolver la vida, más te vale que te deshagas de ello antes de marcharte o descubrirás que hoy se te ha acabado la suerte.