-Comprenderás, primo, que jamás confiaré en ti respecto a nada.
-Nada volverá a ser igual entre nosotros -se lamentó con tristeza Lunitari.
Nuitari miró a uno y a otro alternativamente. Tenía los carnosos labios apretados y la capucha le velaba los ojos de párpados cargados.
-Afrontadlo, primos, ha nacido una nueva era. Fijaos en Mishakal. Ya no es la dulce diosa de la curación, ahora va por los cielos enarbolando una espada de fuego azul. Los sacerdotes de Kiri-Jolith marchan a la guerra. Incluso Majere ha dejado de mirarse el ombligo y se ha involucrado en los asuntos del mundo, aunque no tengo la menor idea de lo que se trae entre manos. La confianza entre todos nosotros acabó en el momento en el que mi madre robó el mundo. Tienes razón, prima, nada volverá a ser lo mismo. Sois unos necios si pensabais lo contrario.
Mientras se echaba más la capucha sobre la cara de luna llena, Nuitari se preguntó qué habrían dicho si les hubiese contado que tenía a Mina prisionera...
Basalto! -Caele abordó al enano mientras caminaba por un pasillo-. ¿Es cierto que el señor se ha marchado de la torre? —Es cierto —contestó Basalto. -¿Adonde ha ido?
-¿Cómo quieres que lo sepa? -demandó malhumoradamente Basalto-. ¡Como si tuviera que pedirme permiso a mí!
El enano siguió caminando de forma que las botas claveteadas resonaban en el suelo de piedra al tiempo que pateaba el repulgo de la túnica para no tropezar con él. Caele apretó el paso para seguirlo.
—Quizá el señor ha ido a hacer un trato con Chemosh -aventuró el semielfo con optimismo.
-O tal vez nos ha dejado para enfrentarnos solos al Señor de la Muerte —replicó Basalto, que estaba de muy mal humor.
-¿Eso crees? -Caele palideció.
A Basalto le habría gustado responder afirmativamente por el simple placer de poner nervioso al semielfo. Sin embargo necesitaba que Caele lo ayúdala, así que, de muy mala gana, sacudió la cabeza.
—Tiene algo que ver con Chemosh, aunque ignoro qué es.
A Caele eso no lo tranquilizó y no se apartó de Basalto.
-¿Adonde vas?
-Venía a buscarte. Hay que dejar libre a Mina para que camine una hora arriba y abajo por el corredor... bajo nuestra supervisión, claro.
-Bajo tu supervisión -lo rectificó Caele, que se dio media vuelta—. No pienso hacer de niñera de esa zorra intrigante.
-De acuerdo -respondió Basalto satisfecho—. Cuando el señor regrese, ¿dónde le digo que estás? ¿En tu cuarto estudiando tus hechizos?
Caele se paró. Maldiciendo entre dientes, giró sobre sus talones.
—Pensándolo mejor, te acompañaré. Me sentiría muy mal si te ocurriera algo tetrible a manos de esa mujer.
-¿Y qué crees que podría ocurrirme? -lo increpó el enano, encrespado-. No hay ni pizca de magia en ella.
-Por lo visto el señor no comparte tu certidumbre, ya que ha mandado que estemos los dos para vigilarla...
-Deja de hablar de ella, ¿quieres? -gruñó Basalto.
-¡Le tienes miedo! —dijo con suficiencia Caele.
-No es cierto. Es sólo que... Bueno, si te interesa, no me gusta estar cerca de ella. Hay algo raro en esa mujer. No he dormido bien una sola noche desde que la confundimos con un pez y la atrapamos en la red. Por la luna negra, ojalá Chemosh viniera y se la llevara y punto final.
-Alguien podría matarla y arrojar su cadáver a los tiburones -sugirió Caele.
Parados frente a la puerta del cuarto de Mina la oyeron ir de aquí para allí en el interior.
—Podríamos decirle al señor que intentó escapar... Basalto soltó un resoplido.
-¿Y cómo planeas matarla? ¿Lanzándole un conjuro? ¡Eso funcionaría, aunque sólo después de que le explicaras por adelantado y con exactitud lo que pensabas hacerle y en qué forma iba a afectarla! De otro modo sería tanto como danzar ese salaz baile kender.
Caele se retiró la manga de la túnica para dejar a la vista un cuchillo que llevaba atado al antebrazo.
-No tendremos que decirle nada por adelantado ni cómo la afectará esto.
Basalto contempló el arma. Eta una idea tentadora.
—Si crees que Chemosh está furioso con nosotros ahora...
-¡Bah! Nuitari arreglará su chapuza. -Caele se acercó más y bajó la voz-. ¡Quizá sea esto lo que el señor quiere que hagamos! ¿Por qué otra razón nos iba a decir que la sacáramos de su prisión sino para tenderle una trampa y que intente escapar? Incluso nos dio instrucciones sobre qué hacer si tal cosa ocurría: «Si intenta huir, matadla». Eso es lo que dijo.
Basalto se había estado estrujando el cerebro para intentar comprender qué razón tenía Nuitari para acceder a que Mina saliera de su segura prisión. Por mucho que detestara admitirlo, las palabras de Caele tenían sentido.
-La mataremos sólo si intenta escapar -manifestó.
-Lo intentará -predijo el semielfo. En los ojos tenía el brillo del ansia de sangre y los labios salpicados de saliva.
-Eres un cerdo -dijo Basalto, que puso la mano en la puerta y empezó a entonar el conjuro que revocaría el cierre de hechicero.
Dentro del cuarto Mina dejó de caminar.
-Los dos Túnicas Negras vienen, mi señor -le informó a Chemosh—. Los oigo caminar por el corredor. ¿Estás seguro de que Nuitari se ha ido?
-De otro modo no estaría hablando contigo, amor mío. Sólo Nuitari es capaz de mantener un hechizo tan poderoso a tu alrededor. ¿Le tienes miedo, Mina?
—Nuitari no me da miedo, mi señor, pero me pone la piel de gallina, como cuando se toca a una serpiente o te cae una araña por el cuello.
-Los tres primos son así. Es por la magia. Algunos de nosotros se lo advertimos a sus padres: «¡No permitáis que vuestros hijos esgriman semejante poder! ¡Tenedlos subordinados a vosotros!». Pero Takhisis no hizo caso, como tampoco Paladine ni Gilean. Solamente después, cuando sus hijos se revolvieron contra ellos, empezaron a prestar oídos a nuestro buen juicio. Claro que, para entonces, ya era demasiado tarde. Ahora tengo la capacidad de humillar a los primos, de arrebatarles su poder, de arrancarles los colmillos.
—¿Y cómo te propones hacer tal cosa, mi señor? -inquirió Mina. Fuera del cuarto oyó que uno de los hechiceros hurgaba en la cerradura de la puerta.
—A no tardar, el mundo verá que los hechiceros están indefensos, impotentes contra mis Predilectos, y ¿qué hará el mundo? ¡Darles la espalda con desprecio! Ahora mismo los hechiceros buscan desesperadamente libros sobre conjuros, pergaminos y artefactos en un intento de hallar algún modo de detenerme. Fracasarán. Nada de lo que hagan surtirá el menor efecto en los Predilectos.
-¿Y qué pasa con Nuitari? -preguntó Mina, con lo que llevó de nuevo la conversación al punto donde la habían iniciado.
-Perdona por desviarme del tema, querida. Nuitari ha ido a la reunión de su cónclave, en el que, presumo, estará contando a sus primos que los ha traicionado al construir una torre para sí. No volverá pronto y, dentro de unos instantes, aquí se va a desatar el caos más absoluto. Estate preparada.
—Lo estoy, mi señor -contestó sosegadamente Mina.
Ahora oía la sonora voz del enano entonando palabras.
—¿Entiendes lo que tienes que hacer? -preguntó Chemosh.
-Sí, mi señor. -Mina reanudó su ir y venir por la estancia como si no pasara nada.
-La Sala del Sacrilegio se halla situada en lo más profundo de la torre.
Hay un guardián y probablemente la cámara esté repleta de trampas, pero yo te ayudaré.
—Mi señor... —empezó ella, pero se calló.
-Habla con toda libertad, amor mío.
-Esto es tan importante para ti, mi señor... ¿Por qué no vienes y te ocupas personalmente de ello? ¿Acaso es otra prueba? ¿Todavía dudas de mi amor y mi lealtad?
—No, Mina, en absoluto. Como dices, recuperar esos artefactos es de vital importancia pata mí. No hay ninguna otra cosa más importante. Pero no puedo acceder a la torre. Ya no. Nuitari ha obstruido la ratonera por la que conseguí escabullirme la última vez. Ha hecho de esta torre su dominio y ningún otro dios puede entrar en ella.
—Entonces ¿cómo tomarás el mando de la torre, mi señor?
-Muchos Predilectos ya están aquí y llegan más a diario. He puesto a Krell al mando y está formando una legión de guerreros como jamás se había visto en Krynn, guerreros que pueden matar pero a los que no se los puede matar. No debes preocuparte por esto. Haz lo que te he pedido y luego vuelve a mi lado lo antes posible. Te echo de menos, Mina.
El Señor de la Muerte se encontraba en el Castillo Predilecto, a orillas del Mar Sangriento, y Mina estaba en la torre, a mucha profundidad bajo la superficie, pero aun así la joven notó el contacto de sus manos y sus labios rozarle la mejilla.
—Yo también te echo de menos, mi señor —contestó. Al percibir el anhelo en su voz lejana, su propio corazón le dolió de ansiedad. El picaporte de la puerta se sacudió; sólo les quedaban unos instantes de estar juntos.
-Oh, Mina, cuando creí que te había perdido no podía soportar la idea de seguir adelante y empecé a lamentar mi inmortalidad. Recuerda, roba un artefacto, sólo uno, del Solio Febalas. De ese modo podré demostrar a los otros dioses que he hallado el tesoro. Entonces, lanza sobre la puerta el hechizo que te he enseñado. Después de eso Nuitari puede vociferar y rabiar todo lo que quiera, pero ya podré entrar en su torre.
—Sí, mi señor.
El dios ya no estaba.
Mina se volvió hacia los dos hechiceros que entraron, el uno con pasos pesados y el otro moviéndose furtivamente.
El enano, Basalto, era un bulto oscuro y peludo. Nunca le había visto la cara porque llevaba la capucha bien calada siempre que estaba cerca de ella, y entre eso y la desaseada barba negra todavía no sabía qué aspecto tenía. La cara del semielfo sí la veía, por desgracia. Caele nunca se echaba la sucia capucha que le colgaba a la espalda. A decir verdad, la capucha estaba tan mugrienta que la joven dudaba que el semielfo pudiera desprenderla de la negra túnica.
Basalto llevaba la suya echada, como era habitual, pero Mina se fijó en que Caele la miraba de hito en hito y eso la inquietó.
Hasta ese momento el semielfo nunca la había mirado a la cara; recorría la estancia con la vista hasta que creía que ella no lo miraba y entonces volvía los ojos en su dirección. La expresión que vio en ellos la sobrecogió. Denotaban tal malevolencia que llevó instintivamente la mano hacia la cadera para asir un arma.
La miraba directamente, con los labios separados de forma que mostraba los dientes en una mueca lobuna. Mantenía las manos enlazadas bajo las mangas de la túnica, otra cosa inusitada en él. Mina echó otro vistazo al enano. Basalto parecía intranquilo. Llevaba la capucha más calada de lo habitual y no dejaba de echar ojeadas por debajo del borde, primero a ella, luego al semielfo y de vuelta a ella.
«Van a matarme», comprendió Mina.
Se sintió más exasperada que asustada. Aquello podía interferir en los planes de su señor. Tendría que atacar primero, antes de que pudieran utilizar la magia contra ella. No disponía de ninguna arma y no había perspectivas de obtener una; al menos en ese cuarto donde la tenían prisionera.
-¿Qué hacéis aquí vosotros, sabandijas? -preguntó fríamente.
-Se te ha concedido una hora de libertad para pasear por los pasillos, señora —contestó el enano con brusquedad.
Señaló la puerta abierta y luego se apartó a un lado, al igual que el semielfo, para dejarla pasar entre los dos.
Iban a esperar a que les hubiera dado la espalda.
Se enfrentaría al semielfo primero. El enano parecía menos deseoso y quizá al ver a su compañero retorciéndose en el suelo, ahogándose en su propia sangre lo pensaría dos veces.
Mina se encontraba casi a la altura de Caele cuando vio que la mano del semielfo se movía debajo de la manga.
«Tiene un cuchillo ahí. Es lo que va a utilizar, no la magia. Por supuesto, disfruta matando con sus manos...»
Se puso en tensión, lista para atacar; entonces la torre se sacudió en sus cimientos y le hizo perder el equilibrio, de forma que salió lanzada contra Caele y los dos cayeron al suelo en un revoltijo.
Al compacto enano no era tan fácil derribarlo. Las sacudidas de las paredes, del techo y del suelo lo hicieron trastabillar, pero no se fue al suelo.
—Pero ¿qué...? —exclamó Basalto.
-¡Nuitari! -clamó una voz al tiempo que otro golpe se descargaba contra la torre-. ¡Sal de ahí! ¿Me has oído? ¡Sal a dar la cara!
-¡Chemosh! -gritó Caele, que rebulló torpemente debajo de Mina, ya que la joven había caído sobre él.
—¡No, es una voz femenina! -dijo Basalto, pálido y con los ojos desorbitados-. ¡Zeboim! Ha encontrado la torre -gimió—. ¡Qué momento para que el señor se halle ausente!
-¡Tienes que hablar con ella! —dijo jadeante el semielfo, que añadió con un gruñido y un empujón-: ¡Quítate de encima, zorra inepta!
A pesar de que Mina era esbelta, superaba en peso al flaco y huesudo semielfo, lo que impedía que éste llevara a cabo sus intentos de incorporarse. Tenían las piernas de uno enredadas en las del otro, y Mina lo zancadilleó. Luego le asestó un codazo y le propinó un rodillazo en la entrepierna.
El semielfo estaba a punto de estrangularla cuando otro golpe sacudió la tone y esta, vez el enano cayó. Oyeron el ruido de cristal al romperse. Las vigas de madera gimieron bajo la presión.
Tardíamente, Caele cayó en la cuenta de que aquél era el momento apropiado para matar a Mina y buscó el cuchillo debajo de la manga.
No estaba allí.
Al principio creyó que lo habría dejado caer, pero luego, al alzar la vista, encontró el arma.
Mina, que se había encaramado sobre él, sostenía el cuchillo en la mano. Se inclinó y apretó la punta de la hoja contra la garganta del hechicero.
-Si mueves los labios lo más mínimo, te rajo el cuello de oreja a oreja -dijo-. Y lo mismo reza para ti, enano. Si musitas una sola palabra mágica, tu compañero muere.
Al reparar en la expresión irresoluta de Basalto, que quizá estaba dispuesto a correr el riesgo de tan trágica pérdida, Mina añadió:
—Mi señor Chemosh, te lo suplico, custodia a estos dos mientras yo me ocupo de realizar tu encargo.
Dos sarcófagos de piedra aparecieron en la estancia; en uno había tallada la figura de Basalto, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. El otro llevaba una efigie similar de Caele.