—El Mar Sangriento -repitió el kender—. ¿El que hay al otro lado del continente? -Dio énfasis a las palabras «al otro lado».
—¿Es que hay más de un Mar Sangriento? -preguntó Rhys.
-Quién sabe, podría ser. Agua rojiza, del color de la sangre, y...
-...y el sol saliendo sobre ella -concluyó Rhys-. Todo lo cual me llevó a la conclusión de que estamos en la costa este de Ansalon.
—Bueno, así me convierta en un sucio perro amarillo -musitó Beleño-. Sin ánimo de ofender —añadió al tiempo que palmeaba a Atta. Dejó pasar unos segundos mientras asumía todo aquello y después, olisqueando el aire, localizó la bolsa y se animó su expresión-. Al menos no van a dejar que nos muramos de hambre. Veamos qué hay de desayuno.
Se puso de pie y, de golpe e inadvertidamente, volvió a sentarse.
—¡Cómo pesan! —gruñó, refiriéndose a los grilletes.
Volvió a intentarlo, esta vez levantándose despacio, y luego arrastró los pies y tiró con los brazos para mover las cadenas. Consiguió llegar a la bolsa, pero le costó lo suyo el esfuerzo y tuvo que parar allí para descansar. Abrió la bolsa y miró dentro.
—Cerdo salado. —Torció el gesto y añadió con tristeza-: Espero que no fuera mi vecino de jaula, el que tenía al lado. Puede decirse que él, Atta y yo nos hicimos amigos, más o menos. -Hizo intención de meter la mano en la bolsa-. Con todo, convertirse en panceta es el destino de un cerdo, supongo. ¿Tienes hambre, Rhys?
Antes de que el monje tuviera tiempo de responder, Atta se puso a ladrar.
—Hay alguien ahí fuera —previno Rhys—. Quizá deberías sentarte. -Pero nos dejaron alimento para comer -arguyó Beleño-. A lo mejor se molestan si no lo probamos. —Beleño, por favor...
-Oh, está bien. -El kender desanduvo el camino hacia su sitio junto al muro y se acuclilló.
—¡
Atta
, calla! —ordenó el monje—. ¡Ven aquí!
La perra se tragó los ladridos y volvió a su lado para tumbarse, si bien permaneció alerta, tiesas las orejas y el cuerpo en tensión, presta para saltar. Mina entró en la cueva.
Rhys ignoraba qué había esperado ver -a Zeboim, al capitán minotauro o a uno de los Predilectos- pero no a ella. La miró sin salir de su asombro.
La joven, por su parte, también lo miró de hito en hito. La luz en el interior de la pequeña cámara había aumentado considerablemente a medida que el sol ascendía en el cielo, pero a pesar de todo Mina tardó unos segundos hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra de la gruta.
Pasados unos instantes siguió caminando y se paró delante de Rhys. Los ojos ambarinos lo observaron intensamente y después la joven frunció el entrecejo.
-Estás distinto -le dijo en tono acusador.
Rhys sacudió la cabeza. Tenía la mente embotada por el agotamiento y en el proceso de razonar daba tantos tumbos como el kender al caminar con las cadenas.
-Me temo que no sé a qué te refieres, señora...
-¡Claro que lo sabes! -lo interrumpió Mina, furiosa-. ¡Llevas una túnica diferente! Vestías una de color naranja y adornada con motivos de rosas cuando te vi en la taberna, y ahora vistes una de un tono verde desvaído. Y tus ojos también son diferentes.
—Mis ojos son como siempre, señora -repuso el monje, desconcertado. Se preguntó de dónde habría sacado esa imagen de su aspecto de antes, no de cómo era ahora-. Difícilmente podría cambiarlos. Y mi túnica es la misma que llevaba cuando nos conocimos...
-¡No me mientas! -Mina le propinó una bofetada.
-¡Atta, no! -Rhys aferró a la enfurecida perra por el collar y tiró de ella para frenar el ataque.
-Haz algo con ese chucho o le romperé el cuello -advirtió fríamente Mina.
A Rhys le ardía la mejilla y el pómulo le dolía. Asió con firmeza a la iracunda perra.
-Atta, ve con Beleño.
La
perra lo miró para asegurarse de que hablaba en serio y luego, gacha la cabeza y caída la cola, se escabulló junto al kender y se tendió a su lado.
-Te estoy diciendo la verdad, señora -insistió sosegadamente Rhys-. No miento.
—Pues claro que mientes —replicó la joven con desdén—. Todo el mundo lo hace. Nos mentimos a nosotros mismos, si no hay nadie más a quien mentir. La última vez que te vi llevabas túnica naranja y me reconociste. Me miraste y vi en tus ojos que sabías todo sobre mí.
-Señora, aquel día te vi por primera vez -manifestó el monje con impotencia.
-Esa expresión ya no está en tus ojos, pero lo estaba cuando nos encontramos. —Mina apretó los puños tanto que se clavó las uñas en las palmas de las manos-. ¡Dime lo que sabes sobre mí!
-Lo único que sé es que le quitaste la vida a mi hermano y lo convertiste en uno de tus esclavos...
-¡Mi esclavo no! —gritó Mina con una inesperada vehemencia, y miró a su alrededor con aire culpable, como si temiera que hubiese alguien escuchando-. No es mi esclavo. Ninguno de ellos lo es. Son seguidores de mi señor Chemosh. ¡Y tú, kender, deja de lloriquear! ¿Qué diablos te pasa? ¡Gimoteabas igual la última vez que te vi!
Se volvió hacia Beleño, que estaba acuclillado y tenía los ojos anegados en lágrimas que le corrían por la cara. Intentaba no hacer ruido, por lo que apretaba los labios, pero de vez en cuando se le escapaba un sollozo.
-No puedo evitarlo, señora. -Beleño se limpió la nariz con la manga—. Es tan triste...
-¿Qué es tan triste? Como no dejes de gimotear te daré un motivo para que llores.
-Ya me lo has dado -repuso el kender-. Eres tú. Qué tristeza. Mina se echó a reír.
-¡No seas ridículo! No estoy triste. Tengo todo cuanto deseo. Tengo el amor y la confianza de mi señor y tengo poder...
Se calló y su risa se apagó. Se arrebujó más en el chal. El ambiente de la gruta era frío después de haber estado al calor del sol.
-No estoy triste.
-No me refiero a que tú estés triste. —Beleño titubeó y miró a Rhys en busca de ayuda.
El monje no podía dársela porque no tenía ni idea de lo que hablaba su amigo.
-Cuando te miro me siento triste.
-Haces bien -dijo Mina con tono ominoso y luego se volvió hacia Rhys-. Dime, monje, dame la respuesta del enigma.
-¿De qué enigma, señora? -preguntó fatigadamente él.
-La dragona pareció sorprenderse al verme. No estaba colérica ni furiosa, sino sorprendida. Dijo: «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes tú?». -Mina se arrodilló para estar cara a cara con el monje.
«Ese es el enigma. Yo no conozco la respuesta, pero tú sí. Tú sabes quién soy.
—Señora -intentó explicar Rhys-, la hembra de dragón te planteó el eterno enigma, el enigma de la humanidad y para el que nadie tiene respuesta: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Durante toda nuestra vida nos esforzamos por entender...
La mirada de Mina se tornó abstraída. Lo contemplaba fijamente pero no lo veía a él, sino que estaba viendo a la dragona.
—No —susurró—. Eso no es así. No es como lo dijo ella. La inflexión está mal.
-¿La inflexión? -Rhys sacudió la cabeza-. No sé qué quieres decir.
—La dragona puso el énfasis en «tú»: ¿quién eres tú? ¿De dónde vienes tú? -Los ojos de Mina se enfocaron de nuevo en él-. ¿Te das cuenta de la diferencia?
-No sé la respuesta. —Rhys se encogió de hombros-. Es con la dragona con quien deberías hablar, no conmigo.
—Se enfadó. Creyó que me burlaba de ella y no quiso tener nada más que ver conmigo. Realmente no sé qué quería decir, pero tú sí. Y me lo dirás.
Mina lo asió por la barbilla y le golpeó la cabeza contra el irregular muro de piedra. El impacto le provocó punzadas dolorosas por todo el cráneo. Se le emborronó la vista y, durante un instante, tuvo miedo de perder el sentido. Saboreó sangre en la boca porque se había mordido el carrillo por dentro. La cabeza le zumbaba.
-No puedo decirte algo que ignoro —manifestó el monje, que escupió sangre.
—Que no quieres decirme, te refieres. -Mina le asestó una mirada furibunda.
»Me han contado que vosotros, los monjes, estáis preparados para soportar el dolor, pero eso es sólo mientras estáis vivos.
Se inclinó sobre él y apoyó las manos en el suelo, a ambos costados del monje. Los ojos ambarinos, vistos tan de cerca, parecieron engullirlo.
-Cualquiera de los Predilectos me diría todo lo que yo quisiera que me contara. Ningún Predilecto me mentiría. Podrías probar el Beso de Mina, monje.
Sus labios le rozaron la mejilla.
A Rhys se le hizo un nudo el estómago y el corazón se le puso en un
puño
, Recordó a Lleu, un monstruo torturado por un dolor abrasador que sólo hallaba alivio en el asesinato. Inhaló aire y procuró hablar con toda la serenidad que fue capaz.
-Antes tendría que prestar un juramento a Chemosh y eso jamás lo haré.
—No finjas ser tan virtuoso, monje —sonrió Mina con desdén-. Estás comprometido por juramento a Zeboim, me lo contó ella. Si se lo pido, venderá tu alma a Chemosh...
—Mi compromiso es con Majere -manifestó serenamente Rhys.
Mina se sentó sobre los talones y frunció los labios.
-¡Mentiroso! Le diste la espalda a Majere, Zeboim me lo dijo.
-Gracias a la sabiduría de un kender y a la negativa de mi dios a darme la espalda a mí he aprendido la lección -afirmó Rhys-. Pedí perdón a Majere y él me otorgó su bendición.
Mina se echó a reír de nuevo al tiempo que señalaba a Rhys.
-Y aquí estás, encadenado a una pared de una gruta en mitad de ninguna parte. Te encuentras totalmente a mi merced. Es un modo extraño de que un dios demuestre su amor.
-Como bien dices, señora, estoy encadenado a una pared. No tengo dudas de que tu intención sea matarme ni de que mi dios me ama. Porque por fin tengo la respuesta a mi enigma. Yo sé quién soy. —Alzó la vista hacia la mujer.
»Lo siento, señora, pero no te conozco.
Mina lo contempló en silencio airado; los ojos ambarinos echaban chispas.
-Te equivocas, monje -dijo cuando por fin fue capaz de hablar-. No voy a matarte. Los mataré a ellos. -Señaló a Beleño y a Atta—. Tienes todo el día para reflexionar sobre mi enigma, monje... Un día en el que podrás imaginar su agonía. Morirán en medio de atroces dolores. La perra primero y después, el kender. Volveré cuando se ponga el sol.
Los dejó y salió de la gruta pisando con rabia.
Escondido cerca de la gruta, Krell oyó a Mina anunciar su marcha y tuvo el tiempo justo de apartarse antes de que la mujer saliera. Tenía el rostro pálido y prietos los labios, y los ojos ambarinos echaban chispas. Su expresión no era la de una mujer enamorada. Era patente que se sentía furiosa, furiosa y frustrada. Sin embargo, a Krell lo tenían si cuidado esos detalles. Sabía lo que su señor quería oír y estaba dispuesto a decírselo. Ahora lo único que necesitaba era un nombre.
Había procurado por todos los medios captar algo de la conversación, pero las palabras sonaban apagadas, indescifrables. Entendió poco de lo que se habló, pero al cabo de unos instantes se le ocurrió que la voz masculina le sonaba familiar.
Krell tenía el convencimiento de que la había oído con anterioridad, aunque no recordaba dónde. Últimamente había oído tantas voces que todas ellas resonaban en un confuso revoltijo dentro de su yelmo vacío. De lo que sí estaba seguro era de que el sonido de la voz sosegada del hombre le provocaba sentimientos muy violentos. Esa voz despertaba rencor en él; ojalá pudiera recordar el porqué.
El Caballero de la Muerte siguió a Mina hasta que vio que la mujer se dirigía de vuelta al castillo y entonces regresó a la gruta. Tenía intención de entrar, de ver a ese hombre y descubrir dónde y cuándo se habían conocido...
Una ráfaga de viento y de lluvia, de espuma e ira salió violentamente de la gruta.
-¿Qué has querido decir con que tu compromiso es con Majere? -gritó la diosa, que aulló—. ¡Me perteneces! ¡Te entregaste a mí!
Krell conocía esa voz mejor que ninguna otra. Zeboim. Y estaba hecha una furia.
El Caballero de la Muerte no tenía la menor idea de por qué esa Némesis, su pesadilla, se hallaba allí; y tampoco le importaba, porque acababa de ocurrírsele que Chemosh estaría impaciente por recibir su informe.
—No debo hacer esperar a mi señor —se dijo antes de dar media vuelta y salir disparado.
Qué has querido decir con que tu compromiso es con Majere? -gritó tempestuosamente Zeboim—. ¡Me perteneces! ¡Te entregaste a mí!
La diosa se había materializado en la gruta en medio de un vendaval acompañado por un aguacero. El vestido verde espumaba a su alrededor, mientras el largo cabello, sacudido por el ventarrón, azotaba el rostro de Rhys y lo hacía sangrar. Los ojos, de color gris verdoso, lo chamuscaban. Rechinando los dientes, la diosa golpeó al monje con las uñas convertidas en zarpas.
-¡Tú, ingrato miserable! ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Te arrancaría los ojos de cuajo! ¡Qué digo los ojos! ¡Te arrancaría el hígado!
Beleño estaba encogido contra la pared y Atta gimoteaba. Rhys elevó una plegaria a Majere en silencio y esperó.
Zeboim se puso erguida mientras abría y cerraba las manos. Inhaló profundamente dos veces y, poco a poco, controló la rabia. Incluso se las arregló para esbozar una sonrisa tirante.
Después se arrodilló al lado de Rhys, enlazó la mano en su brazo con aire seductor y le susurró:
-Te daré otra oportunidad de volver a mí, monje. Te salvaré de Mina. Te salvaré de Chemosh. A cambio sólo pido un pequeño favor.
-Majestad, yo...
Zeboim le puso el dedo sobre los labios.
-No, no, espera hasta que hayas oído lo que quiero. Es algo pequeño, más que pequeño. Infinitesimal. Una nimiedad de nada... Dime la respuesta.
El semblante de Rhys denotó perplejidad.
-La respuesta al enigma—aclaró Zeboim-. ¿Quién es Mina? ¿De donde viene?
Rhys suspiró y cerró los ojos.
-Con toda sinceridad, no lo sé, majestad. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué importa eso?
Zeboim se puso de pie, se cruzó de brazos y, tamborileando los dedos, empezó a caminar de un lado a otro de la gruta con el vestido verde arremolinado en torno a los tobillos en un torbellino exacerbado.
-¿Que por qué importa? Es lo que me he preguntado a mí misma. ¿Qué importa quién trajo al mundo a esta humana irritante? A mí me trae sin cuidado, pero, por alguna extraña razón, a mi hermano sí le interesa. Nuitari llegó incluso a visitar a Sargonnas para preguntarle qué sabía sobre Mina. Al parecer esa chica tenía un amigo que era minotauro o algo por el estilo. Se localizó al tal Galdar, pero no ayudó en nada. -La diosa soltó un suspiro de exasperación.